Continuó andando aún, un corto trecho: sus botas se hundían en el suelo fangoso; las espinas de las zarzas malignas que crecen en los pantanos se hincaban en la tela de su gabán. ¿Adonde? ¿A qué? Se detuvo de golpe y empezó a hundirse, y con un esfuerzo reanudó la marcha. En torno a él el bosque cantaba, impidiéndole escuchar sus propios pensamientos. Y ahora George había olvidado también quién era él.
Otra vez se detuvo. Estaba obscuro y al mismo tiempo claro. Los árboles parecían haber florecido repentinamente en una nebulosidad de un verde amarillento, la primavera había llegado. ¿Y por qué estaba él aquí, muerto de miedo, en este lugar, cuándo y dónde era esto, qué le estaba aconteciendo? ¿Quién era él? Empezó a registrar sus bolsillos, sin saber qué encontraría en ellos, pero con la esperanza de hallar una clave de quién era el que estaba allí y qué estaba haciendo en ese lugar.
De un bolsillo sacó una pipa ennegrecida que no le dijo nada, pese a que la hizo dar vueltas y más vueltas en la mano; del otro sacó un viejo reloj de bolsillo.
El reloj: sí. No pudo descifrar la expresión de su cara bigotuda, que lo miraba con una sonrisa desconcertante, pero era sin lugar a dudas una clave. Un reloj en su mano. Sí.
Había, con seguridad (casi podía recordarlo), tomado una pildora. Una nueva droga con la que estaba experimentando, una droga prodigiosa, de una potencia sencillamente inaudita. Eso había sido hacía algún tiempo, sí, según el reloj, y éste era el efecto de la droga: le había robado la memoria, e incluso el recuerdo de haber tomado la pildora, y lo había lanzado a debatirse a través de un paisaje totalmente imaginario, ¡santo Dios, una pildora tan potente que era capaz de crear todo un bosque, un bosque con arándanos y con trinos de pájaros en el recinto de su cabeza, para que él paseara a través de él al homúnculo de sí mismo! Pero ese bosque imaginario estaba a la vez levemente entremezclado con la realidad: él tenía en su mano el reloj, el reloj con el que había pretendido medir el tiempo de actividad de la nueva droga. Lo había tenido en la mano todo el tiempo, y sólo ahora, y porque el efecto de la pildora empezaba a atenuarse, había imaginado que lo acababa de sacar de su bolsillo para consultarlo... había imaginado que lo sacaba porque al debilitarse el efecto de la droga empezaba por etapas, lentamente, a volver en si, y el reloj real se inmiscuía, un intruso, en el bosque irreal. Dentro de un momento, en cualquier momento, el terrible bosque recamado de follaje se desvanecería, y empezaría a ver a través de él la habitación en la que en realidad se hallaba con el reloj en la mano: la biblioteca de su casa urbana, en el tercer piso, sentado en el diván. ¡Sí! Donde había permanecido sentado sin moverse sabe Dios cuánto tiempo, la pildora lo hacía parecer toda una vida, y en torno a él, esperando su reacción, su descripción, estarían sus amigos, que habían velado junto con él. En cualquier momento, ahora, sus rostros emergerían en la realidad, como lo había hecho ya su reloj: Franz y Fumo y Alice, cobrando forma y consistencia en la vieja biblioteca polvorienta donde tantas veces se habían reunido, sus rostros ansiosos, vivaces, expectantes: ¿Cómo fue, George? ¿Cómo ha sido? Y él, durante un largo rato, sólo sacudiría la cabeza y emitiría sonidos inarticulados, incapaz, hasta que la realidad se instaurase de nuevo con firmeza, de hablar de ello.
—Sí, sí —dijo George, llorando casi de alivio, el alivio de poder recordar—. Ya recuerdo, ya recuerdo —y mientras pronunciaba estas palabras deslizó otra vez el reloj en su bolsillo, y se volvió a mirar el paisaje de verdor—. Ya recuerdo... —Levantó una bota del fango, y la otra, y ya no recordó más.
Una hilera de árboles guardianes y un claro donde se filtraba la luz del sol, y una insinuación de cultivo. Adelante, adelante: sólo que ahora avanzaba cuesta abajo trastabillando sobre unas rocas musgosas y negras de humedad hacia una cañada por la que corría un río torrentoso. Respiraba el aliento mohoso del paisaje. Había un puente rústico, en gran parte caído, en el que se enredaban las ramas flotantes y el agua blanca se arremolinaba. Parece peligroso; y un ascenso difícil para cruzar al otro lado; y cuando posó un pie cauteloso sobre el puente, atemorizado y respirando con dificultad, olvidó de adonde se afanaba por llegar, y en el próximo paso (un travesaño suelto), sereno ahora, olvidó quién era él, el que de ese modo se afanaba y para qué; y en el paso siguiente, en medio del puente, se dio cuenta de que lo había olvidado.
¿Y por qué estaría ahora escrutando el agua de la corriente? ¿Qué estaba ocurriendo aquí, en todo caso? Metió las manos en los bolsillos con la esperanza de encontrar algo en ellos que le diera una clave. Sacó un viejo reloj de bolsillo, que nada le dijo, y una pequeña pipa de cazo ennegrecido.
La hizo girar entre sus manos. Una pipa, sí.
—Ya recuerdo —murmuró vagamente.
La pipa, la pipa. Sí. Su sótano. Abajo, en el sótano de un edificio de su manzana, había descubierto un antiguo escondrijo, un hallazgo sorprendente, prodigioso. ¡Un verdadero tesoro! Él había fumado un poco, con esta pipa, eso debía de ser: en este cazo ennegrecido. Podía ver los restos cenicientos de la resina consumida, toda ella ahora en él, y éste —
¡éste!
— era el efecto. ¡Nunca, no, nunca había conocido un enajenamiento tan total, tan envolvente! El rapto había sido instantáneo y ya no estaba más en el sitio en que había estado cuando acercó la cerilla al contenido de la pipa —en el puente, sí, un puente de piedra allá en el Parque, donde había ido a compartir una pipa con Sylvie— sino en un bosque, un bosque fabuloso, tan real que hasta olerlo podía, tan ajeno al mundo que era como si hubiese estado arrastrándose por este bosque horas y horas, desde siempre, sin saber quién era, cuando en realidad (lo recordaba, lo recordaba claramente) acababa de apartar de sus labios la pipa, estaba aquí, todavía en su mano, delante de sus ojos. Sí: había sido la primera en reaparecer, primer indicio de su inminente retorno de un viaje sin duda corto pero absolutamente fascinante, y el rostro de Sylvie bajo un viejo sombrero negro de piel de seda sería el siguiente. Si hasta ahora estaba a punto de volverse hacia ella (ya los bosques creados por el hash se descreaban a sí mismos y el sombrío parque invernal cubierto de hojarasca resurgía en torno de él) y decirle: Hm, ha..., pega fuerte este hash, ojo, PEGA MUY FUERTE. Y ella, riéndose de su aire atolondrado, haría algunos comentarios estilo Sylvie, mientras le sacaba la pipa de la mano.
—Ya veo, ya recuerdo —dijo, a modo de conjuro, pero en el mismo momento tuvo la terrible certeza de que ésta no era la primera vez que recordaba, claro que no: ya antes lo había recordado todo una vez, pero había sido un recuerdo diferente.
¿Una vez? ¿Sólo una? No, oh, no, muchas veces tal vez, oh, no, oh, no; horrorizado, entrevio la posibilidad de una interminable serie de recordaciones, distintas todas, pero nacidas todas ellas de un brevísimo momento en los bosques: una serie interminable repetida hasta el infinito de «oh, ya recuerdo, ya recuerdo», cada una extendiendo un tiempo de vida hacia el futuro a partir de un breve, brevísimo instante (un movimiento de la cabeza, un paso del pie) en un bosque absolutamente inexplicable. Y George, ante esa perspectiva, sintió que había sido de repente —más no repentinamente, por largo tiempo, un tiempo inmemorial— condenado al infierno.
—Socorro —dijo, o susurró—. Socorro, oh, socorro.
Dio unos pasos a través del raquítico puente bajo el cual se arremolinaba en espuma el río de aquel bosque. Había un cuadro sin cristal enmarcado de un viejo marco dorado en la pared de su cocina (aunque George acababa de olvidar que estaba allí) que representaba un puente igual de peligroso que éste, y dos niños, inocentes, o inconscientes tal vez del peligro, cruzándolo tomados de la mano, una niña rubia y un muchachito moreno y resuelto, mientras desde arriba, listo para tenderles la mano si un travesaño flojo se rompía o si un pie pisaba en falso, un ángel los observaba: un ángel blanco con una diadema de oro, fofa la cara envuelta en velos flotantes, pero fuerte, fuerte para salvar a los niños. Esa misma fuerza sintió de pronto George a sus espaldas (aunque no se atrevió a darse vuelta para mirarla) y, cogiendo la mano de Lila, ¿o era la de Sylvie?, avanzó resueltamente a través de los crujientes travesaños para ganar la otra orilla.
Después, hubo un lapso, un lapso de tiempo largo y por no recordado inacabable; pero al fin George ganó, con las rodillas desgarradas y las manos cansadas, la cresta del barranco. Emergió entre dos piedras que parecían rodillas levantadas y se encontró —¡sí!— en un pequeño claro tachonado de flores, y a corta distancia la hilera de árboles guardianes. Y un poco más lejos, ahora había claridad del otro lado, un cercado de mimbres, y un edificio o dos, y una voluta de humo elevándose de una chimenea.
—Oh, sí —dijo George, jadeando—. Oh, sí. —Cerca de él, en el claro, había un corderito; el ruido que escuchaba no era su confundido corazón, era la voz llorosa del animalito.
Se había enredado en una maligna zarza rastrera, y en sus esfuerzos por liberar la patita se estaba haciendo daño.
—Paciencia, paciencia —dijo George—. Paciencia, paciencia.
—Baa, baa —dijo el corderito.
George le liberó la pata negra y frágil, y el corderito, siempre lloriqueando, cayó de bruces, era recién nacido, ¿cómo había podido alejarse de su madre? George fue hacia él, lo alzó en vilo por las patas, había visto hacer eso pero no recordaba dónde, y lo echó hacia atrás por encima de su cabeza. Y así, con el corderito colgado del cuello, que le pateaba suavemente la espalda, y giraba hacia él su carita tontita y tristona tratando de mirar de cerca la cara de George, se encaminó hacia el cerco de mimbres, del otro lado de los árboles guardianes. El portillo estaba abierto.
—Oh, sí —dijo George, deteniéndose delante de él—. Oh, sí, ya veo, ya veo.
Porque esto era ya bastante claro: ahí estaba la casita destartalada con sus falsas ventanas; ahí el establo, allá el cobertizo de las cabras; ahí la parcela de hortalizas recién plantadas, donde alguien estaba cavando la tierra: un hombrecito muy moreno de tez que al ver venir a George soltó su herramienta y se alejó refunfuñando. Ahí estaba la caseta del aljibe, y el sótano donde guardaban las raíces, allí la pila de leña con el hacha enhiesta sobre el taco; y allí las ovejas hambrientas, empujando contra la alambrada y reclamando su pitanza. Y todo alrededor del pequeño claro, mirando al suelo, obscuro, indiferente, estaba el Bosque Agreste.
Cómo había llegado aquí, George no lo sabía, ni tampoco sabía ya de dónde venía, pero dónde estaba ahora era bien claro: estaba en casa.
Depositó el corderito en el aprisco, y el animalito corrió brincando hacia donde su madre lo regañaba. George deseaba poder recordar un poco al menos: pero, ¡qué demonios!, iba a pasar la vida entera en uno u otro encantamiento, o de un encantamiento a otro, y a otro... estaba demasiado viejo ya para andar preocupándose por cuando cambiara. Esto era suficientemente real.
—Qué demonios —dijo—. Qué demonios, es una vida. —Se dio vuelta para cerrar su portón de estacas, trancándolo y asegurándolo con maña y cuidado contra las asechanzas del obscuro Bosque Agreste y lo que en él habitara y, restregándose las manos, se encaminó a su puerta.
Un paraíso recóndito, pensaba Halcopéndola, un paraíso no más grande que la yema de tu dedo pulgar. La isla-jardín de los Inmortales, el valle en el que todos somos para siempre reyes. Con el balanceo y el triquitraque del tren, el pensamiento daba vueltas y vueltas por los senderos de su mente.
Ariel Halcopéndola no era de esas personas a quienes el movimiento rítmico de un tren podía serenar; por el contrario, la irritaba, la mantenía en un horrible estado de alerta, y aunque un amanecer opaco y lluvioso parecía ya querer despuntar en el paisaje del otro lado de la ventanilla, ella no había cerrado un ojo, pese a que a la hora de embarcar había anunciado que dormiría, una simple treta para mantener al presidente, al menos por un tiempo, alejado de su puerta. Cuando el viejo y amable camarero había ido a prepararle la cama, ella lo había despedido, y luego lo había vuelto a llamar para pedirle una botella de brandy y ordenar que nadie fuera a molestarla.
—¿Seguro,
miz
, que no quiere que le prepare la cama?
—No. Esto es todo. —¿Dónde habrían encontrado los hombres del presidente a estos negros afables y sumisos que eran ya viejos, lerdos y escasos en los tiempos en que ella era joven? ¿Y dónde, por cierto, habrían encontrado estos coches tan amplios, y dónde las trochas por las que aún podían transitar?
Con los nervios agotados, los dientes castañeteando, se sirvió una copa de brandy. Tenía la sensación de que hasta las más sólidas mansiones de su memoria estaban desmoronándose en escombros con este traqueteo. Sin embargo, más que nunca ahora necesitaba estar lúcida, poder pensar, no en círculos sino en profundidad. En el portaequipaje, arriba, frente a ella, viajaba el bolso de cocodrilo que contenía las cartas.
Un paraíso recóndito: si fuera así, si ese lugar fuese en verdad el paraíso o un sitio semejante al paraíso, si algo podía decirse de él con absoluta certeza era que, cualesquiera que fueran las demás cualidades deleitables que pudiera tener, debía ser más espacioso que el mundo ordinario que abandonamos para alcanzarlo.
Más espacioso: cielos menos limitados, picos montañosos menos accesibles, más profundos e insondables mares.
Pero allá, ellos, los Inmortales mismos, deben soñar y meditar, y hacer sus ejercicios espirituales, y buscar en el interior de ese paraíso un paraíso más pequeño aún. Y ese paraíso, si existiera, debería ser más grande aún, menos limitado, más alto y más vasto, más profundo que el primero. Y así un tercero y un cuarto... Y el punto máximo, el centro, el infinito..., Faery, el País de las Hadas, donde los héroes gigantes cabalgan a través de paisajes infinitos y surcan mar tras mar y lo posible no conoce límites..., ese círculo es tan, tan diminuto que en él no hay ninguna, ni una sola puerta.
Sí, tal vez el viejo Zarzales había estado en lo cierto, sólo que su concepción era demasiado simple, o demasiado compleja, con sus otromundos infundibulares de puertas concéntricas. No, dos mundos no; ella, con la vieja navaja de Occam, podía decapitar esa idea. Un solo mundo, uno solo pero con diferentes modos de ser: ¿qué era, al fin y al cabo, un «mundo»? El que ella veía en la televisión, «Un Mundo en Otraparte», podía sin multiplicación de entidades caber en éste, era intangible pero perfecto: era, pura y simplemente, otro modo de ser, era ficción y en un modo de ser como la ficción como de mentirijillas, existía ese mundo al que sus primas le habían dicho que estaba invitada a..., no, ¡le habían dicho que debía!... viajar. Sí: porque era un país, y la única forma de llegar a él era viajando.