Pqueño, grande (90 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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Fumo, con seguridad, tampoco creería en eso. Le resultaría difícil. Y pensó entonces que toda esa historia siempre le había resultado difícil a él; que, aunque había aprendido a ser paciente, nunca le había sido ni le sería fácil. ¿Vendría él? Más que de cualquier otra cosa, de ésa querría ella estar segura. ¿Podría él? De tantas cosas como estaba segura, pero de ésa no; tiempo atrás había comprendido que la circunstancia misma que le hiciera ganar a Fumo, ganarlo para ella, podía ser también la causa de que lo perdiera, es decir, su lugar en el Cuento. Y así eran aún las cosas, el pacto todavía vigente; incluso ahora, en este momento, sentía a Fumo suspendido del extremo de una cuerda larga y frágil, que podía romperse si tiraba de ella, o escurrirse entre sus dedos, o los de él. Y ella partiría ahora sin despedirse por el temor de que fuera para siempre.

Oh, Fumo, pensó; oh, muerte. Y durante un largo rato no pensó nada más, deseando tan sólo, sin formular el deseo, que este desenlace no fuera el desenlace que debía tener, el único desenlace que podía tener o tendría alguna vez.

—Cuidarás de él —murmuró—. Sophie, tendrás que hacer que venga, tendrás que hacerlo.

Pero Sophie se había dormido de nuevo, con la manta afgana alzada hasta la barbilla. Alice miró en derredor, como si se despertara; las ventanas estaban azules. La noche se alejaba. Como alguien que, cuando deja de sentir dolor, recobra la conciencia, reunió en torno de ella el mundo y su propio futuro. Y, desasiéndose de su dormida hermana, se levantó. Sophie soñó que se levantaba, y se despertó a medias para decir:

—Estoy lista, ya voy —y otras palabras ininteligibles. Suspiró, y Alice la arropó en la manta.

Arriba sonaban pasos otra vez, pasos que descendían. Alice besó a su hermana en la frente, sopló la llama mortecina de la lámpara; cuando la luz amarilla se apagó, el amanecer azul entró de lleno en la estancia. Era más tarde de lo que ella había pensado. Salió al corredor; Fumo bajó corriendo hasta el rellano superior.

—¡Alice! —dijo.

—Sí, shhh —dijo ella—. Vas a despertar a todo el mundo.

—Alice, funciona. —Se agarró al poste del rellano como si fuera a caerse.— Funciona, tienes que venir a ver.

—¿Oh? —dijo Alice.

—¡Alice, Alice, ven a ver! Ahora todo está bien. Todo bien, funciona, gira. ¿Lo oyes? —Y señaló hacia arriba. Lejano, lejanísimo, apenas discernible en medio de los ruidos del despertar de los pichones y los primeros pájaros, se oía un traqueteo acompasado, como el tic-tac de un enorme reloj, un reloj dentro del cual la casa misma estuviera contenida.

—¿Bien? —dijo Alice.

—Todo bien, ¡no tendremos que marcharnos! —Hizo una nueva pausa para escuchar, extasiado.— La casa no se va a desmoronar. Habrá luz y calor. ¡No tenemos que irnos, no, a ninguna parte!

Desde el pie de la escalera, Alice miraba hacia arriba.

—¿No es maravilloso? —dijo él.

—Maravilloso —dijo ella.

—Ven a ver —dijo él, volviéndose ya para subir de nuevo.

—De acuerdo —dijo ella—. Enseguida.

—Date prisa —dijo él, y empezó a subir.

—Fumo, no corras —dijo ella.

Oyó los pasos de él, más lentos. Fue hasta el espejo del vestíbulo, y descolgó de una percha su capa de abrigo, y se la puso sobre los hombros. Echó una ojeada a la figura del espejo, que a la claridad del alba parecía envejecida, y se encaminó a la gran puerta del frente con su cristal ovalado, y la abrió.

La mañana era inmensa, y se extendía delante de ella en todas direcciones, soplando por la puerta abierta su aliento frío al interior de la casa. Alice permaneció largo rato en el quicio, meditando: un paso. Un solo paso, que parecerá un paso hacia fuera, pero no lo será: un paso hacia el interior del arco iris, un paso que ella había dado hacía mucho, muchísimo tiempo, y del que ya no podía volver atrás. Cada nuevo paso era tan sólo un paso más. Alice dio un paso. Allá, desde el césped, en medio de los jirones de niebla, un perro pequeño corrió hacia ella, saltando y ladrando alegremente.

Capítulo 4

Itur in antiquam silvam, stabula alta ferrarum.

Eneida
, Libro VI

Mientras Llana Alice meditaba, y mientras Sophie dormía o velaba, y mientras Halcopéndola corría como el viento a través de brumosos caminos rurales para alcanzar un tren en una estación del norte, Auberon y George, sentados junto a una pequeña fogata, se preguntaban qué sitio era éste al que Fred Savage los había guiado, sin poder recordar de una manera más o manos clara cómo era que habían llegado hasta allí.

Tormentas sucesivas

Se habían puesto en camino, o al menos eso les parecía recordar, hacía cierto tiempo; habían empezado por hacer preparativos, vaciando los viejos arcones y cómodas de George, a fin de pertrecharse para el viaje, aunque, al no tener una idea precisa de qué peligros o avatares los podrían acechar, había sido una elección un tanto a la ventura; George desenterraba camisetas, mochilas flaccidas, galochas, gorros de punto.

—Vaya —exclamó Fred, encasquetándose uno sobre su pelambre hirsuta—. Hacía tiempo que no usaba una de estas cosas.

—¿De qué sirve todo esto? —dijo Auberon, que, con las manos en los bolsillos, se mantenía al margen.

—Bueno, escucha —dijo George—. Más vale prevenir. Hombre prevenido vale por dos.

—Por cuatro tendrás que valer —dijo Fred, levantando un poncho inmenso— si quieres que esto te sirva de algo.

—Esto es estúpido —dijo Auberon—. Quiero decir...

—Como quieras, como quieras —dijo George con enfado, empuñando una gran pistola que acababa de encontrar en el baúl—. Como quieras, usted decide, señor Sabelotodo, pero no vengas después a decir que yo no te previne. —Se puso la pistola en el cinto, pero cambió de idea y la volvió a arrojar dentro del baúl.— Hey, ¿qué os parece esto? —Era una navaja de veinte filos para mil usos.— Dios,
años
hacía que no veía este adminículo.

—Bonita —dijo Fred, levantando el descorchador con la uña amarillenta del pulgar—. Muy bonita. Y práctica.

Un rato aún, siempre con las manos en los bolsillos pero ya sin hacer objeciones, Auberon continuó observando los preparativos. Pronto, sin embargo, dejó de observar.

Desde la aparición de Lila allí, en la Alquería, le había sido sumamente difícil permanecer en el mundo. Era como si no pudiese hacer otra cosa que entrar y salir de escenas aisladas, sin relación alguna entre una y otra, como las habitaciones de una casa cuya planta desconocía o no le interesaba tratar de investigar.

Sospechaba, por momentos, que se estaba volviendo loco, pero aunque el pensamiento parecía razonable y en cierto modo una explicación, la idea en sí lo dejaba curiosamente impasible. De que una diferencia, una diferencia abismal, había alterado la naturaleza misma de las cosas, no le cabía ninguna duda, pero no acertaba a discernir en qué consistía esa diferencia, no conseguía poner el dedo en la llaga, o más bien, cualquiera que fuese la llaga en que pusiera el dedo (una calle, una manzana, un pensamiento, un recuerdo), no parecía para nada diferente, parecía, ahora, ser tal como había sido siempre, pese a lo cual la diferencia subsistía.

«Ninguna diferencia» solía decir George acerca de dos cosas que eran más o menos parecidas; pero para Auberon la frase se había convertido en el epítome de esa percepción que él tenía, la percepción de una cosa que, Comoquiera, había cambiado y era ahora —tal vez para siempre— más o menos diferente. Ninguna diferencia.

Bien podía ser, sin embargo (él no lo sabía pero parecía probable), que esa diferencia no hubiese sobrevenido de repente y que fuese él tan sólo quien de pronto había empezado a percibirla y a habitar en ella... La había descubierto de improviso, eso era; se le había hecho clara de repente, como si súbitamente hubiese cambiado el tiempo y entre nubes de tormenta irrumpiera la luz del sol. Y presentía ya (con apenas un leve estremecimiento de temor) un tiempo por venir en el que no notaría más la diferencia, ni recordaría que las cosas siempre habían sido, o más bien no habían sido, diferentes, y más tarde, un tiempo en el que las diferencias se producirían una tras de otra, como tormentas sucesivas, y él ni siquiera se percataría de ello.

Y se veía ya olvidando que una especie de frente oclusivo parecía interponerse entre él y sus recuerdos de Sylvie, que él había imaginado tan permanentes e inmutables como todo cuanto poseía, pero que ahora, cuando los tocaba, parecían haberse trocado en el oro feérico de las hojas otoñales, cuernos de gamo, conchas de caracoles, patas de fauno.

—¿Qué? —preguntó.

—Ponte esto —le dijo George, y le tendió un puñal en cuya vaina, tenuemente impresas en oro, podían leerse las palabras «Ausable Chasm»
[4]
, que para Auberon no significaban nada, pero lo cogió y se lo enganchó en el cinto, incapaz de momento de pensar por qué preferiría no hacerlo.

Ese constante entrar y salir de capítulos que parecían de ficción con páginas intermedias totalmente en blanco le había facilitado sin duda la ardua tarea que había tenido que llevar a cabo: acabar (algo que nunca había pensado que necesitara hacer) la historia narrada en «Un Mundo en Otraparte». Acabar con un cuento cuya conclusión, por la naturaleza misma de la historia, era inconcebible... ¡difícil! Y sin embargo no había tenido más que sentarse delante de la máquina de escribir moribunda (tanto había sufrido la pobre) para que los capítulos empezaran a desplegarse con la misma inverosímil limpieza y destreza con que aparece en la mano vacía de un malabarista una interminable cadena de pañuelos multicolores. ¿Cómo acabar con un cuento que era tan sólo una promesa de nunca acabar? De la misma forma en que una diferencia acaba por habitar un mundo que, de otro modo, sigue siendo en todo sentido el mismo; de la misma forma en que un cuadro que representa una urna complicada se altera, a ojos vista, y acaba por transformarse en dos rostros que se miran frente a frente.

Él cumplía la promesa, la promesa de nunca acabar. Y éste era el final. Nada más que eso.

De qué modo lo había logrado, qué escenas había picado en el papel con la ayuda de los veintiséis botones alfabéticos y sus adláteres, qué juramentos fueron pronunciados, qué muertes acontecieron, qué nacimientos, Auberon no lo recordaría con posterioridad; eran los sueños de un hombre que sueña que sueña, imaginaciones imaginarias, insubstancialidades instaladas en un mundo que se había tornado, también él, insubstancial. Si los episodios serían producidos e irradiados y qué efectos causarían Allá Lejos si lo fuesen, qué encantamientos podrían suscitar o destruir, Auberon era incapaz de imaginarlo. Se limitó a mandar a Fred con las en un tiempo inimaginables últimas páginas, y recordó, riendo, ese truco escolar del que alguna vez se había valido, esa frase que todo colegial ha empleado alguna vez para poner fin a alguna loca, desenfrenada fantasía que de lo contrario sería de nunca acabar:
y entonces se despertó
.

Las frases musicales de su fuga con el mundo se tocaban una a otra. Ahí estaban los tres, él, George y Fred, provistos de sus galochas y sus pertrechos, detenidos delante de las fauces de una entrada del metro: un día de primavera frío como una cama en desorden donde el mundo dormía aún.

—¿Al norte? ¿Al sur? —preguntó George.

Id con cuidado

Auberon había sugerido otras puertas, o lo que a él le había parecido que podían ser otras puertas: un pabellón en un parque privado del cual él tenía la llave; un edificio de la zona alta de la ciudad que había sido el último destino de Sylvie en sus tiempos de Mensajera Alada; una bóveda cilindrica debajo de la Terminal que era el nexo de cuatro corredores. Pero era Fred el guía de esta expedición.

—Una barca —dijo—. Bueno, si tenemos que tomar una barca es seguro que vamos a cruzar un río. Así que, sin contar el Bronx y el Harlem, descontando el Kills y el Spuyten Duyvil, que en realidad es el océano, sin llegar hacia el norte tan lejos como el Saw Mili, y descartando el East y el Hudson, que tienen puentes, nos queda aún una condenada maraña de ríos por considerar, sólo que, y ésta es la cuestión, corren bajo tierra, invisibles todos, cubiertos por las calles y las casas de la gente y las tiendas; corren a través de tuberías, comprimidos o reducidos a arroyuelos y riachos y cosas por el estilo, retenidos o empujados a las profundidades de la roca donde se transforman en filtraciones y las que vosotros llamáis vuestras aguas subterráneas: y ahí siguen estando, así que ya lo veis, ya lo veis, debemos antes encontrar el río para poder cruzarlo, y si la mayor parte de ese río corre bajo tierra, bajo tierra es donde tenemos que ir.

—De acuerdo —dijo George.

—De acuerdo —dijo Auberon.

—Id con cuidado —dijo Fred.

Bajaron, pisando con cautela, como si exploraran un lugar desconocido, aunque los tres lo conocían casi como la palma de su mano, pues no era sino el Tren, el tren con sus cavernas y sus antros, con sus contradictorios letreros indicadores inútiles para guiar al extraviado, con su incesante rezumar de aguas entintadas, sus borborigmos distantes.

A medio camino escaleras abajo, Auberon se detuvo.

—Esperad un segundo —dijo—. Esperadme.

—¿Qué pasa? —preguntó George, echando una rápida mirada en torno.

—Esto no tiene ni pie ni cabeza —dijo Auberon—. No puede ser aquí.

Fred, que había continuado la marcha y estaba por doblar un recodo, les hacía señas de que lo siguieran. George, detenido a media distancia entre los dos, no perdía de vista a Fred y observaba a Auberon.

—Continuemos, continuemos —dijo George.

Esto sí que sería penoso, muy penoso, pensó Auberon mientras, renuente, seguía a sus amigos; mucho más penoso abandonarse a esto que a las lagunas y confusiones de su antigua embriaguez. Y sin embargo, las artimañas que había aprendido en los tiempos de su larga borrachera —a renunciar al dominio de sí mismo, a cerrar los ojos a la vergüenza y aceptar convertirse en un espectáculo, a no cuestionar las circunstancias o al menos a no sorprenderse cuando no podía hallar respuestas a las preguntas—, esas artimañas eran ahora todo cuanto poseía, todo el bagaje que podía traer para esta expedición. Y hasta dudaba, incluso con ellas, de poder llegar hasta el final; sin ellas, pensó, no hubiera sido ni siquiera capaz de iniciarla.

—Bueno, pero esperad —dijo, mientras se internaba en pos de los otros en lugares más recónditos—. Esperad.

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