Llana Alice y Sophie permanecieron en la puerta observando cómo Halcopéndola se introducía de prisa, como si la persiguieran, en su automóvil, y ponía en marcha el motor. El vehículo corcoveó hacia delante como un potrillo, y partió como una flecha por entre los pilotes de piedra hacia la noche y la niebla.
—Retrasada para su tren —dijo Alice.
—¿Te parece que ella vendrá, sin embargo? —dijo Sophie.
—Oh —dijo Alice—, vendrá, sí. Vendrá.
Volvieron la espalda a la noche, y cerraron la puerta.
—Pero Auberon —dijo Sophie—. Auberon y George...
—Está todo bien, Sophie —dijo Alice.
—Pero...
—Sophie —dijo Alice—. ¿Querrías hacerme compañía un rato? Yo no voy a dormir.
El semblante de Alice estaba sereno, y sonreía, pero Sophie oyó una súplica, hasta algo así como un temor. Dijo:
—Claro que sí, Alice.
—¿Qué te parece la biblioteca? —dijo Alice—. Nadie entrará allí.
—De acuerdo. —Siguió a Alice a la gran estancia obscura. Con una cerilla de cocina Alice encendió una lámpara y le bajó la mecha. En la niebla, del otro lado de las ventanas, parecían flotar unas luces vagas, pero no podía verse nada más. —¿Alice? —dijo.
Alice pareció despertar de algún ensueño, y miró a su hermana.
—Alice, ¿tú sabías todo lo que yo iba a decir, esta noche?
—Oh, casi todo, supongo.
—¿Lo sabías? ¿Desde cuándo?
—No sé. En cierto modo —dijo, mientras se sentaba con lentitud en un extremo del largo sofá de cuero—, en cierto modo creo que siempre lo supe; y todo el tiempo se me aparecía cada vez con más claridad. Excepto cuando...
—¿Cuándo?
—Cuando se volvía más obscuro. Cuando..., bueno, cuando las cosas parecían no marchar como se suponía que debían hacerlo, o incluso lo contrario. Momentos en que... en que era como si todo nos fuera quitado.
Sophie desvió la mirada: pese a que su hermana había hablado con extrema dulzura, y en modo alguno en tono de reproche, ella sabía a qué épocas se había referido Alice, y le pesaba haber, aunque sólo fuera por un día, empañado sus certidumbres. ¡Y tanto, tanto tiempo atrás!
—Después, sin embargo —dijo Alice—, cuando las cosas, tú sabes, empezaron a tener sentido otra vez, tenían incluso mucho más sentido. Y te parecía tan absurdo que hubieras pensado alguna vez que no estaba todo bien, que podías haberte engañado. ¿No es verdad? ¿No fue así?
—No lo sé —dijo Sophie.
—Ven, siéntate —dijo Alice—. ¿No fueron así las cosas para ti?
—No. —Se sentó junto a Alice y ésta extendió una manta afgana multicolor sobre los hombros de ambas; sin fuego chisporroteando en el hogar, hacía frío en la espaciosa biblioteca.— Yo creo que no, que desde que yo era pequeña, tenían cada vez menos sentido.
Era difícil hablar de esas cosas después de tantos años de silencio; en un tiempo, años atrás, parloteaban sobre ellas incansablemente, no buscándoles un sentido, una explicación, sino mezclándolas con sus sueños y con los juegos que jugaban, sabiendo con tanta certeza cómo entenderlas porque no veían diferencia alguna entre ellas y sus deseos, sus ansias de felicidad, de aventuras, de prodigios. Repentinamente, tuvo una visión, un recuerdo, tan vivido y total que era como si estuviera presente, de ella y Alice desnudas, en ese paraje del linde del bosque. Durante tanto tiempo su recuerdo de esas cosas había sido sustituido por las fotografías de Auberon, que los conservaban bellamente pálidos y quietos, que el hecho de que uno volviese de pronto a ella en todo su esplendor la dejó sin aliento: calor, y certeza, y maravilla, en el intenso verano real de la niñez.
—Oh, ¡por qué —dijo—, por qué no nos habremos ido entonces, cuando sabíamos! Cuando hubiera sido tan
fácil
...
Alice le cogió la mano por debajo de la manta.
—Hubiéramos podido —dijo—. Podíamos haber ido en cualquier momento. Cuando sí fuimos, es el Cuento.
Añadió, al cabo de un momento.
—Pero no va a ser
fácil
. —Notó que sus palabras inquietaron a Sophie, y oprimió con fuerza la mano de su hermana.— Sophie —dijo—, tú dijiste el Día del Solsticio de Verano.
—Sí.
—Pero... bueno —dijo Alice—. Sólo que... que yo tengo que ir antes.
Sophie irguió la cabeza, y sin soltar la mano de su hermana, dijo, asustada:
—¿Qué?
—Que yo —dijo Alice— tengo que ir antes. —Espió el rostro de Sophie y desvió rápidamente la mirada; una mirada que, Sophie lo supo, significaba que Alice le estaba diciendo ahora una cosa que había sabido desde siempre y que había mantenido en secreto.
—¿Cuándo? —dijo Sophie, o musitó.
—Ahora —dijo Alice.
—No —dijo Sophie.
—Esta noche —dijo Alice—. O esta mañana. Fue por eso por lo que te pedí que te quedaras conmigo, porque...
—Pero ¿por qué? —dijo Sophie.
—No lo puedo decir, Sophie.
—No, Alice, no, pero...
—Está todo bien, Sophie —dijo Alice, sonriendo al ver a su hermana tan desconcertada—. Todos iremos, todos, sólo que yo tengo que ir antes. Nada más.
Sophie la miraba con asombro, mientras un pensamiento extrañísimo la invadía, invadía sus ojos desorbitados y su boca abierta y su corazón vacío: extraño porque ella se lo había oído decir a Lila, y lo había leído en las cartas, y había hablado de él a todos sus primos, pero sólo ahora lo pensaba realmente.
—Vamos a ir, entonces —dijo.
Alice asintió con un gesto, un gesto perceptible.
—Todo es verdad —dijo Sophie. Su hermana, serena o no conmovida, al menos, preparada o pareciendo estarlo, crecía inmensa ante los ojos de Sophie—. Todo verdad.
—Sí.
—Oh, Alice. —Alice, tan grande como había crecido delante de ella, la asustaba.— Oh, pero Alice, no. Espera. No te vayas ahora, no tan pronto...
—Tengo que hacerlo —dijo Alice.
—Pero entonces yo me quedaré... y todos... —Arrojó a un lado la manta y se puso de pie, para protestar.— No, no te vayas sin mí, ¡espera!
—Tengo que hacerlo, Sophie, porque... Oh, no lo puedo decir, es demasiado extraño para que lo diga, o demasiado tonto. Tengo que irme, porque si no voy no habrá lugar alguno
adonde ir
. Para ti, para todos.
—No comprendo —dijo Sophie.
Alice se rió, una risita que era como un sollozo.
—Yo tampoco, todavía. Pero, pronto.
—Pero sola —dijo Sophie—. ¿Cómo puedes?
Alice no respondió a esta pregunta, y Sophie se mordió los labios por haberla hecho. ¡Valiente! Un amor inmenso, un amor semejante a la piedad más profunda, la desbordó, y cogió de nuevo la mano de Alice; de nuevo se sentó a su lado. En algún lugar de la casa un reloj dio una hora temprana de la madrugada, y las campanadas, una a una, traspasaron a Sophie como puñales.
—¿Tienes miedo? —preguntó, sin poder evitarlo.
—Acompáñame aún un rato —dijo Alice—. No falta mucho para que amanezca.
Arriba, lejos, sonaron pasos, pasos rápidos, pesados. Las dos hermanas alzaron la cabeza. Los pasos sonaron arriba, luego en un corredor, y después rápidos y ruidosos, escaleras abajo. Alice oprimió la mano de Sophie, de una manera que Sophie comprendió, aunque lo que comprendía que Alice le decía con ese gesto la conmovió más profundamente que todo cuanto su hermana le había dicho hasta ese momento.
Fumo abrió la puerta de la biblioteca y se sobresaltó al ver a las dos mujeres sentadas en el sofá.
—Hey, ¿todavía levantadas? —dijo. Su respiración era agitada.
Sophie estaba segura de que leería la angustia en sus rostros, pero no, no pareció notarlo; fue hasta la lámpara, la cogió, y empezó a dar vueltas por la biblioteca escudriñando los anaqueles poblados de obscuridad.
—¿No sabríais, por casualidad —dijo—, por dónde pueden andar las Efemérides?
—¿Las qué? —dijo Alice.
—Las Efemérides —dijo él, sacando un libro y volviéndolo a poner en el estante—. El libraco rojo que da las posiciones de los planetas. Para cada fecha. Tú sabes cuál.
—¿El que tú solías consultar cuando mirábamos las estrellas?
—Ese mismo. —Se volvió hacia ellas. Todavía jadeaba ligeramente, y parecía dominado por una tremenda excitación.— ¿Ninguna idea? —Levantó en alto la lámpara.— No lo vais a creer —dijo—. Tampoco yo puedo creerlo, todavía. Pero es la única cosa que tiene sentido. La única idea lo bastante descabellada como para tener sentido.
Esperó que ellas lo interrogaran, y al cabo Alice dijo:
—¿Qué?
—La orrería —dijo él—. Va a funcionar.
—Oh —dijo Alice.
—Y no sólo eso —añadió, como si aún no pudiera salir de su asombro, pero triunfal—. Creo que fue ideada para eso. Creo que todo va a funcionar. ¡Era todo tan simple! Nunca se me había ocurrido. ¿Te imaginas, Alice? ¡La casa revivirá! ¡Si ese artefacto funciona, hará girar las correas! ¡Hará funcionar los generadores! ¡Luz! ¡Calor!
La lámpara que sostenía les mostraba su rostro, transfigurado, y al parecer al borde de un paroxismo peligroso que hizo que Sophie se encogiera, asustada. Supuso que él no podía verlas bien a las dos, y le lanzó a su hermana, que aún le oprimía la mano, una mirada furtiva, y pensó que los ojos de Alice, si pudieran hacerlo, se llenarían de lágrimas, pero que no podían: que, Comoquiera, ya no llorarían nunca más.
—Qué bien —dijo Alice.
—Bien —dijo Fumo, reanudando su búsqueda—. Tú piensas que yo estoy loco... Yo pienso que estoy loco. Pero pienso que tal vez Harvey Nube no estaba loco. Tal vez. —De debajo de otros, que cayeron al suelo ruidosamente, sacó un libro voluminoso.— Aquí está, aquí está, éste es —dijo, y sin volverse a mirarlas se encaminó a la puerta.
—La lámpara, Fumo —dijo Alice.
—Oh. Perdón. —Se la estaba llevando, sin darse cuenta. La puso encima de la mesa, y les sonrió; parecía tan infinitamente feliz que ellas no pudieron devolverle la sonrisa. Salió casi corriendo, con el libraco bajo el brazo.
Después que Fumo se hubo marchado, las dos mujeres permanecieron un rato sin hablar. Al fin Sophie dijo:
—¿No se lo dirás a él?
—No —dijo Alice. Empezó a decir algo más, una razón tal vez, pero no lo hizo, y Sophie no se atrevió a preguntar nada más—. De todas maneras —dijo Alice—, no me habré ido, no realmente. Quiero decir que me habré ido pero seguiré estando aquí. Siempre. —Y eso era verdad, pensó; pensó, alzando los ojos hacia el cielo raso obscuro y los altos ventanales, la casa que se alzaba en torno de ella, que lo que a ella la llamaba, lo que la llamaba desde el corazón mismo de las cosas, la llamaba tanto desde aquí como desde cualquier otro lugar; y que lo que ella sentía no era desamparo, sólo que a veces ella confundía ese sentimiento con desamparo.— Pero Sophie —dijo, y su voz se había enronquecido—. Sophie, tú tendrás que atenderlo. Cuidar de él.
—¿Cómo, Alice?
—No lo sé, pero... Bueno, debes hacerlo. De veras, Sophie. Hazlo por mí.
—Lo haré —dijo Sophie—. Pero no sirvo para esas cosas; atender, cuidar.
—Yo no tardaré —dijo Alice. También de esto estaba segura, o creía o esperaba estar segura; trataba, escudriñando en su interior, de hallar esa certeza: de encontrar el gozo apacible, la gratitud, el júbilo que había experimentado cuando empezó a comprender qué conclusión iba a tener toda la historia. La sensación mitad apabullante mitad poderosa de haber vivido toda la vida como un polluelo dentro de un huevo y haber crecido luego demasiado para caber en él, y descubierto entonces la forma de empezar a romperlo, y haberlo roto al fin y estar ahora a punto de salir a un mundo inmenso, aéreo, un mundo cuya existencia ni siquiera había sospechado, pero provista sin embargo de las alas, nunca usadas aún, que necesitaría para vivir en él. Estaba segura de que lo que ella sabía ahora, todos ellos llegarían a saberlo, y otras cosas aún más prodigiosas, y todavía más maravillosas. Pero en esa estancia vieja y fría, en la obscuridad del final de la noche, no la podía sentir realmente viva dentro de ella. Pensaba en Fumo. Tenía miedo; miedo como si...
—Sophie —dijo en voz muy queda—. ¿Te parece que es la muerte?
Sophie se había dormido, con la cabeza apoyada contra el hombro de Alice.
—¿Hm? —dijo.
—¿Tú crees que esto en realidad es morir?
—No sé —dijo Sophie. Sintió que Alice temblaba a su lado—. No me parece que sea eso. Pero no lo sé.
—Yo tampoco creo que sea —dijo Alice.
Sophie no dijo nada.
—Si es, sin embargo —dijo Alice—, no es... como yo me la imaginaba.
—Morir, quieres decir, ¿no? ¿O ese lugar?
—Los dos. —Cerró un poco más sobre ella y su hermana la manta que las cubría.— Fumo me habló una vez de un lugar en la India o en China donde en tiempos remotos, cuando alguien recibía la sentencia de muerte, le daban no sé qué droga, una especie de somnífero, sólo que era un veneno, pero de acción muy lenta; y la persona al principio se duerme, duerme profundamente, y tiene unos sueños muy vividos. Durante un largo tiempo sueña, y hasta se olvida de que está soñando, sueña días y días. Sueña que está realizando un viaje, o que una cosa así le ha sucedido. Y entonces, en el trayecto, a cierta altura, tan lento es el efecto de la droga y él duerme tan profundamente que nunca llega a saber cuándo muere. Pero él tampoco sabe eso. El sueño cambia, tal vez; pero él ni siquiera sabe que es un sueño. Él sigue, nada más. Piensa tan sólo que es otro país.
—Eso es espeluznante —dijo Sophie.
—Fumo, sin embargo, decía que él no creía que lo fuese.
—No —dijo Sophie—. Claro que no.
—Decía que si se suponía que la droga siempre era fatal, ¿cómo podía nadie saber cuál era su efecto?
—Oh.
—He pensado —dijo Alice— que acaso esto sea algo parecido.
—Oh, Alice, qué espantoso, no.
Pero Alice no había querido decir nada espantoso; no le parecía a ella nada horripilante, si uno estaba condenado a muerte, imaginar la muerte como un país. Ésa era la semejanza que ella veía: porque ella había percibido algo que ninguno de los demás, y Sophie sólo vaga y tardíamente, había comprendido: que ese lugar al que habían sido invitados era ningún lugar. Al crecer ella misma, al agrandarse, había percibido que no existía lugar alguno distinto de quienes habitaban en él: cuantos menos eran ellos, más pequeño era el país. Y si ahora iba a haber una migración a esa comarca, cada emigrante tendría que crear el lugar hacia el cual viajaba, hacer ese lugar a partir de lo que él era. Eso era lo que ella, pionera, tendría que hacer: hacer con su propia muerte, o lo que ahora, en ese momento, parecía ser su muerte, un país para que el resto de ellos pudieran emigrar a él. Ella tendría que crecer lo bastante como para contener al mundo entero, o el gran mundo tendría que empequeñecerse lo bastante para caber, todo entero, en el ámbito de su pecho.