—¿Caminando en sueños? —preguntó Sophie.
—He estado durmiendo, sí —dijo Lila—. Tanto tiempo. Yo no sabía que había estado durmiendo tanto tiempo. Más tiempo que los osos. Oh, he estado durmiendo desde cierto día, desde el día en que te desperté. ¿Lo recuerdas?
—No —dijo Sophie.
—Aquel día —dijo Lila—, el día en que te robé el sueño. Yo te grité: «¡Despierta!», y te tiré del pelo.
—¿Tú me robaste el sueño?
—Porque yo lo necesitaba, perdóname —dijo Lila alegremente.
—Ese día... —dijo Sophie, mientras pensaba: ¡Qué raro ser tan vieja y estar tan llena de cosas, y tener tu vida dada vuelta como puede tenerla un niño...! Ese día... ¿Y ella había dormido desde entonces?
—Desde entonces —dijo Lila—. Y luego vine aquí.
—Aquí —dijo Sophie—. ¿De dónde?
—De allá. Del sueño. O en todo caso...
En todo caso, se había despertado del sueño más largo del mundo, que olvidó por completo tan pronto como se despertó, para encontrarse andando, al anochecer, por un camino obscuro, con campos silenciosos cubiertos de nieve a cada lado, y en derredor un cielo frío y plácido rosa-y-azul, y una misión para la cual había sido preparada antes de dormirse (y que su largo sueño no había olvidado) por realizar. Todo aquello era bastante claro y a Lila no la sorprendió: más de una vez, mientras crecía, se había encontrado de improviso en circunstancias extrañas, pasando de un encantamiento a otro como un niño a quien levantan dormido de su cama para llevarlo a una celebración, y se despierta, y parpadea y mira en derredor con sorpresa, pero aceptándolo todo porque lo sostienen manos familiares. Sus pies se habían deslizado, pues, uno detrás de otro; había visto un cuervo y, cuando trepaba por una colina, vio morir los últimos resplandores de un sol escarlata y trocarse en malva el rosa del cielo y la nieve teñirse de azul, y sólo después, cuando descendía, se le ocurrió preguntarse dónde estaba, y cuánto más tendría aún que andar.
Al pie de la colina, entre pequeños y frondosos siempreverdes, se alzaba una casita desde cuyas ventanas brillaba en el anochecer la llama amarilla de las lámparas. Cuando llegó a ella Lila empujó el portoncito blanco de la cerca de estacas (una campanilla tintineó dentro de la casa mientras se abría) y echó a andar por el senderito que subía hasta el porche. Por encima del césped cubierto de nieve, asomó, como lo había estado haciendo durante años y años, la cabeza de un gnomo, el alto bonete duplicado por otro bonete de nieve.
—Los Juníperos —dijo Sophie.
—¿Qué?
—La casa de los Juníperos —dijo Sophie—. Su chalecito.
Allí vivía una mujer vieja, viejísima, la más vieja (excepto la señora Sotomonte y sus hijas) que Lila había visto jamás. Abrió la puerta, levantó en alto la lámpara, y con una vocecita cascada preguntó: «¿Amigo o Enemigo? Oh, santo cielo», porque lo que vieron sus ojos fue una niña casi desnuda, descalza y sin sombrero, allí, delante de ella, sobre la nieve del portal.
Margaret Junípero no hizo ninguna tontería: abrió la puerta para que Lila pudiese entrar, si eso quería, y al cabo de un momento Lila decidió que entraría, y entró y avanzó por el minúsculo pasillo a través de la alfombra raída y dejó atrás la repisa de las chucherías (largo tiempo sin desempolvar, pues Marge temía romper los objetos con sus viejas manos, y de todas maneras tampoco podía ahora ver el polvo) y por la puerta abovedada pasó a la salita, donde, en la estufa, chisporroteaba el fuego. Marge la seguía con la lámpara, pero al llegar al dintel titubeó, no estaba segura de querer entrar; vio que la niña se sentaba en el sillón de arce que fuera de Jeff, y apoyaba las manos en los brazos que parecían remos, como si le gustaran o la divirtieran. Luego miró a Marge.
—¿Puede usted decirme —preguntó— si voy bien por este camino a Bosquedelinde?
—Sí —respondió Marge, sin sorprenderse, Comoquiera, de que la niña le hiciera esa pregunta.
—Oh —dijo Lila—. Tengo que llevar un mensaje a ese lugar. —Levantó las manos y los pies hacia la estufa, aunque no porque pareciera sentir frío, y tampoco eso sorprendió a Marge.— ¿Cuánto falta aún para llegar?
—Horas —dijo Marge.
—Oh. ¿Cuántas?
—Yo nunca caminé hasta allí —dijo Marge.
—Oh. Bueno, soy buena caminadora. —Se levantó de un salto y señaló, interrogativamente, en una dirección, y Marge meneó la cabeza: No, y Lila se rió y señaló en la dirección opuesta. Marge asintió: Sí. Se hizo a un lado para que la niña pudiera salir, y la siguió hasta la puerta.
—Gracias —dijo Lila, su mano ya en el picaporte. De un cacharro que había junto a la puerta, donde guardaba los billetes de dólar y los caramelos surtidos con que pagaba a los muchachos que le barrían la nieve de la entrada y le cortaban la leña, Marge sacó un gran bombón de chocolate y se lo ofreció a Lila; la niña lo cogió con una sonrisa, e, irguiéndose sobre las puntas de los pies, besó la vieja mejilla de Marge. Acto seguido salió de la casa, bajó por el sendero y enfiló hacia Bosquedelinde sin volver la cabeza.
Marge, desde la puerta, la observaba, con la extraña y creciente sensación de que sólo para esta pequeñísima visita había vivido ella toda su larga existencia, de que esta casita a la vera del camino, esta lámpara que sostenía en la mano y toda la cadena de acontecimientos que condujeran a esta circunstancia habían tenido siempre y por única razón de ser esta visita. Y también Lila, mientras caminaba deprisa, recordaba en ese instante que visitar esa casa era, por
supuesto
, una de las cosas que ella tenía que hacer, así como decirle a la viejecita las cosas que le había dicho —fue el sabor del chocolate lo que se lo trajo a la memoria— y que al anochecer del día siguiente, un anochecer tan azul y sereno como éste, o quizá más sereno, en los cinco poblados que formaban una estrella pentacular alrededor de Bosquedelinde, todo el mundo sabría que Marge Junípero había tenido una visita.
—Pero —dijo Sophie—, caminando, no puedes haber llegado aquí desde el anochecer.
—Soy buena caminadora —dijo Lila—. O tal vez tomé un atajo. Fuera cual fuese el camino que tomara, había tenido que cruzar un lago escarchado y una isla lacustre rielando en él a la luz de las estrellas, donde se alzaba un pequeño cenador de pilares, o quizá fueran sólo figuras de nieve que sugerían un lugar así; y a través de los bosques, despertando a un paro carbonero, pasado por un edificio, una especie de castillejo como azucarado de nieve...
—El Pabellón de Verano —dijo Sophie.
... un edificio que Lila había visto antes, hacía mucho tiempo, en otra estación. Se aproximó a él a través de los que antaño fueran los macizos de flores que bordeaban el césped, ahora un espeso matorral, del que sólo emergían por encima de la nieve los altos tallos secos del gordolobo y la malvaloca. La osamenta gris de una reposera de lona yacía en el patio. Al verla allí, Lila pensó: ¿Había algún mensaje, algún consuelo que traer a este lugar? Estuvo allí un momento, contemplando los despojos de la silla y la casa acurrucada, sin rastros de pisadas en la nieve que subía hasta la puerta, a medias atascada por la nieve, una puerta mosquitera para el verano, y por primera vez en su vida tembló de frío, pero no pudo recordar cuál era el mensaje ni para quién, ni si en verdad había un mensaje, y reanudó su camino.
—Auberon —dijo Sophie.
—No —dijo Lila—. No para Auberon.
Cruzó el camposanto, sin saber qué lugar era ése: la parcela de tierra donde fue primero sepultado John Bebeagua, y más tarde otros a su lado o cerca de él, algunos conocidos por él, otros no. A Lila la asombraban aquellas grandes piedras talladas dispuestas aquí y allá, al azar, como gigantescos juguetes olvidados. Durante un rato las estudió, yendo de una a otra y restregando la nieve que las cubría para escudriñar los rostros tristes de los ángeles, las letras grabadas en bajorrelieve, los florones de granito, mientras bajo sus pies, debajo de la nieve y de la negra hojarasca y de la tierra, las osamentas rígidas se distendían, y los pechos vacíos, de haber podido hacerlo, habrían suspirado, y las viejas actitudes de atención y ansiedad que ni la muerte había podido disolver se relajaban; y (como lo hace un durmiente cuando cesa un sueño que lo atormenta o un ruido que lo perturba, cuando deja de oírse el llanto de un gato o de un niño extraviado) los que allí yacían encontraban el verdadero reposo y dormían al fin profundamente mientras Lila caminaba por encima de ellos.
—Violet —dijo Sophie, llorando ahora a lágrima viva pero sin dolor—, y John; y Harvey Nube, y la tía abuela Nube. Y Papá. Y también el padre de Violet, y Auberon.
Y Auberon: ese Auberon. De pie encima de él, sobre el pecho de tierra que yacía sobre el pecho de ese Auberon, Lila empezó a ver más claro su mensaje y la razón por la cual estaba ahora allí. Sí, todo se iba aclarando, como si ella continuase despertándose más y más todo el tiempo después de haberse despertado.
—Oh, sí —se decía—; oh, sí... —Se volvió para ver, más allá de los negros abetos, la mole obscura de la casa sin una sola luz a la vista, tan cubierta de nieve como los abetos, pero inconfundible; y pronto encontró un sendero para llegar a ella, y una puerta para entrar, y peldaños para subir, y puertas con pomos de cristal entre los cuales elegir.
—Y entonces, y ahora —dijo, arrodillándose sobre la cama—, tengo que decirte lo que tienes que hacer.
—Si es que yo lo puedo recordar.
—Entonces, yo no estaba equivocada —dijo Sophie. La tercera vela empezaba a apagarse. El frío intenso de la medianoche llenaba la habitación—. Sólo unos pocos.
—Cincuenta y dos —dijo Lila—. Contándolos a todos.
—Tan pocos.
—La Guerra —dijo Lila—. Todos muertos. Y los pocos que quedan son viejos... tan viejos... No te lo puedes imaginar.
—Pero ¿por qué? —dijo Sophie—. ¿Por qué, si sabían que tendrían que perder a tantos?
Lila se encogió de hombros, miró para otro lado. Explicar no parecía ser parte de su misión, sólo dar la noticia, y una convocatoria: tampoco pudo explicarle a Sophie exactamente qué había sido de ella desde que la robaran, ni cómo había vivido; cuando Sophie la interrogaba, ella respondía como lo hacen todos los niños, con apresuradas referencias a extraños y a sucesos desconocidos para el que escucha, suponiendo que todo será comprensible, tan familiar para el adulto como lo es para él: pero Lila no era como otros niños.
—
Tú
sabes —decía una y otra vez, con impaciencia, cuando Sophie la interrogaba, y volvía a hablar de las noticias que había venido a traer: que la Guerra tenía que acabar; que iba a haber una conferencia de paz, un Parlamento, al cual todos los que podían debían asistir, para resolver este asunto, y acabar la larga época de tristeza de una vez.
Un Parlamento, en el que todos los que asistieran se encontrarían cara a cara. Cara a cara: cuando Lila le dijo esto, Sophie sintió que la cabeza le zumbaba, que los latidos de su corazón se detenían un instante, como si Lila le hubiese anunciado su muerte, o algo tan definitivo e inimaginado.
—Así que debéis venir —dijo Lila—. Tenéis que hacerlo. Porque ellos son ahora tan pocos, la Guerra tiene que acabar. Tenemos que hacer un Tratado, para todo el mundo.
—Un Tratado.
—O todos ellos estarán perdidos —dijo Lila—. El invierno podría prolongarse, no acabar nunca más. Ellos podrían hacer eso, podrían, sí: la última cosa que podrían hacer.
—Oh —dijo Sophie—. No. Oh, no.
—Ahora está en tus manos —dijo Lila, grave, conminatoria. Y, una vez transmitido este solemne mensaje, les tendió los brazos—. ¿De acuerdo, entonces? —dijo, con vivacidad—. ¿Vendréis todos? ¿Todos?
Sophie se llevó a los labios los nudillos fríos. Lila allí, sonriente, viva, luminosa en la polvorienta habitación invernal: y esta noticia. Sophie se sentía hueca, desaparecida. Si allí había un fantasma, era Sophie y no su hija.
¡Su hija!
—Pero, ¿cómo? —dijo—. ¿Cómo haremos para llegar?
Lila la miró con desaliento.
—¿Tú no sabes cómo? —dijo.
—En un tiempo lo sabía —dijo Sophie, otra vez las lágrimas agolpándose en su garganta—. En un tiempo pensaba que podían encontrarlo, en un tiempo... Oh, oh, ¿por qué esperaste
tanto
? —Con una punzada de angustia vio muertas, sepultadas en ella todas las posibilidades de que Lila hablaba: muertas, sí, porque Sophie había aplastado cualquier posibilidad de que Lila pudiese alguna vez estar aquí y las enunciara. Durante demasiado tiempo había convivido con posibilidades terribles (Lila muerta, o transformada hasta lo irreconocible) y las había afrontado; pero en la antigua predicción, la de Tacey y Lily, ella nunca (aunque había contado los años y estudiado las cartas en busca de una fecha), no, nunca se había permitido creer. El esfuerzo había sido enorme y le había costado terriblemente caro: en su esfuerzo por no imaginar el momento, había perdido todas las certezas de su infancia, todas aquellas imposibilidades comunes y corrientes, y perdido incluso, casi sin reparar en ello, los recuerdos que siempre conservara tan vividos de aquellas imposibilidades cotidianas, de la plácida e inexplicable atmósfera de maravilla en que en un tiempo había vivido. De esa manera se había protegido ella; este momento no había podido herirla —matarla, ¡porque lo habría hecho!— si ella lo hubiese imaginado; y así había podido al menos seguir de día en día. Pero ahora habían pasado tantos años, tantos años sombríos y despiadados...— No puedo —dijo—. No sé. No conozco el camino.
—Tienes que conocerlo —dijo Lila, simplemente.
—No —respondió Sophie meneando la cabeza—. No lo conozco, y aunque lo conociera, tendría miedo. —¡Miedo! Eso era lo peor: miedo de salir de esta casona vieja y sombría, el miedo que puede sentir un fantasma.— Demasiado tiempo —dijo, enjugándose la nariz con la manga de su cárdigan—. Demasiado tiempo.
—¡Pero si la casa es la puerta! —dijo Lila—. Eso lo sabe todo el mundo. Está marcada en todos sus mapas.
—¿La casa?
—Sí. Seguro.
—¿Y desde aquí?
Lila la miró con desaliento.
—Bueno —dijo.
—Lo siento, Lila —dijo Sophie—. He tenido una vida muy triste, ¿sabes?
—¿Oh? Oh. Ya sé —exclamó Lila con súbita vehemencia—. ¡Las cartas! ¿Dónde están?
—Allí —dijo Sophie, señalando la caja de marquetería del Palacio de Cristal sobre la mesa de noche. Lila estiró el brazo y levantó la tapa de la caja.