—Los cuentos siempre tienen un final.
—Bueno, eso es lo que dices tú, eso dices tú, pero...
—Y la casa —dijo ella.
—¿La casa? ¿Qué pasa con ella?
—¿No podría también ella tener un final? Se diría que lo va ner, y no dentro de mucho; y si lo tuviera...
—No, sólo seguirá envejeciendo.
—Se caerá de vieja...
Fumo pensó en las paredes resquebrajadas, en los cuartos vacíos, en las filtraciones de agua en los cimientos, en los postigos despintados y cada vez más combados, en cómo se iba pudriendo la mampostería, en las termitas.
—Bueno, pero ella no tiene ninguna culpa —dijo.
—No, claro que no.
—Electricidad, eso es lo que necesitaría tener. En cantidad. Fue construida para que la tuviese. Bombas. Agua caliente en las tuberías, agua caliente en los calefactores. Luces. Ventiladores. Las cosas se resecan y se resquebrajan porque no hay calor, porque no hay electricidad, y...
—¿Y de Russell Eigenblick quién, te parece a ti, tiene la culpa?
Por un instante, sólo un instante, Fumo se permitió sentir que el Cuento se cerraba alrededor de él, alrededor de todos ellos, alrededor de todo lo existente.
—Oh, qué ocurrencia —dijo, un conjuro tan sólo para exorcizar la idea, pero la idea persistió.
Un Cuento: una broma monstruosa se diría, más bien: el Tirano instalado al cabo de sabe Dios cuántos años de preparativos y de derramamiento de sangre, de divisiones e inmensos sufrimientos, y todo ello tan sólo para privar a una casa vieja de lo que necesitaba para seguir viviendo, para que el final de un cuento intrincado, que coincidía con el final de la casona, se pudiera producir o quizá tan sólo apresurar; y él heredando esa casa, tal vez desde el principio atraído hacia ella con el señuelo del amor sólo para que con el tiempo pudiese heredarla, y heredarla tan sólo para que (pese a todos sus esfuerzos, las herramientas y utensilios nunca lejos de sus manos inhábiles, todo para nada) pudiera presidir —tal vez a causa, incluso, de alguna torpeza o estupidez que él bien pudo haber cometido— su disolución; y esa disolución, a su vez, traer consigo...
—Bueno, ¿y entonces? —dijo—. ¿Si no pudiéramos seguir viviendo aquí?
Alice no le contestó, pero su mano buscó la de él y la retuvo.
Diáspora. Eso pudo leer él en el tacto de su mano.
¡No! Tal vez ellos pudiesen, sí, imaginar una cosa así (aunque cómo, si siempre había sido más la casa de ellos que la suya), tal vez Alice podía, o Sophie, o las chicas, imaginar un imposible destino imaginario, un lugar tan lejano... Pero él no, él no podía. Él recordaba una noche fría, años atrás, y una promesa: la primera noche que Alice y él se habían acostado en la misma cama, arropados hasta la barbilla, con los cuerpos muy juntos y formando una doble S, la noche en que él había comprendido que para ir a donde ella fuese, para no quedarse solo, tendría que reencontrar dentro de sí un deseo infantil de creer que nunca había ejercitado, incluso ya en ese entonces en desuso desde hacía mucho tiempo; y que tampoco ahora estaba más dispuesto que antes a ejercitar.
—¿Tú te irías? —preguntó.
—Pienso que sí.
—¿Cuándo?
—Cuando sepa adonde se supone que tengo que ir. —Se apretó contra él, como disculpándose.— Cuando sea. —Silencio. Fumo sentía en el cuello el cosquilleo acariciador de su respiración—. No pronto, tal vez. —Restregó la mejilla contra el hombro de Fumo.— E irme, tal vez no;
irme irme
, quiero decir, tal vez nunca.
Pero eso lo decía sólo para tranquilizarlo, él sabía eso. Al fin y al cabo, él nunca había sido nada más que un personaje secundario en ese destino; y siempre había supuesto que, de una u otra manera, quedaría al margen: no obstante, ese sino había quedado en suspenso durante tanto tiempo, sin que le causara a él ningún dolor, que (aunque sin olvidarlo nunca del todo) había optado por ignorarlo; y hasta se había permitido algunas veces creer que él, gracias a su bondad y su paciencia y su fidelidad lo había alejado para siempre. Pero no. Estaba allí: y con toda la dulzura de que era capaz, aunque de manera inequívoca, ella se lo estaba diciendo.
—Claro —dijo él—. Claro. ¡Clarísimo!
Esa palabra era una clave para ellos, y significaba: No he entendido nada, absolutamente nada, pero mi capacidad de comprensión ha llegado al límite, y en todo caso confío en ti hasta ese extremo, así que hablemos de otra cosa. Pero...
—Claro —dijo de nuevo, pero esta vez con otro significado, porque acababa de percatarse de que había una forma, una forma imposible, inaccesible, pero la única existente para luchar contra eso, ¡luchar, sí!, y que él tendría, Comoquiera, que encontrar esa forma.
Ahora, esta casa era su casa, suya, sí, maldición, y él tendría que mantenerla viva, de eso se trataba. Porque si la casa vivía, si podía vivir, tal vez el Cuento no podría acabarse ¿o sí? Nadie necesitaría irse, quizá nadie pudiera irse (¿qué sabía él de todo eso?) si la casa siguiera en pie, si hubiera alguna forma de detener o revertir su decadencia. Eso era lo que él tendría que hacer. Y la mera fuerza no bastaría, no su fuerza, en todo caso: se necesitaría inteligencia. Algo habría que pensar, un pensamiento enorme (¿lo sentía él, naciendo ya desde lo más profundo de su ser, o era sólo una esperanza ciega?); se necesitaría coraje y decisión, y una tenacidad inflexible como la de la muerte. Pero ésa era la forma: la única forma.
El acceso de energía y resolución lo agitó en la cama, haciendo revolotear la borla de su gorro de dormir.
—Claro, Alice, claro —volvió a decir. Y la besó una vez con fervor (¡suya también ella!) y otra vez, con firmeza, mientras Alice se reía y lo abrazaba, ignorando (pensó) lo que él acababa de resolver: que se consagraría con alma y vida a la tarea a subvertirla; y ella lo besó a su vez.
¿Cómo podía ser, preguntaba Llana Alice mientras se besaban, que el decirle esas cosas al esposo que amaba, en una noche como ésta, la más obscura del año, no la llenara de tristeza sino por el contrario de alegría, de una esperanzada felicidad? El final: tener el final del Cuento significaba para ella tener todo el Cuento para siempre, sin que le faltase nada, entero al fin y sin fisuras, con seguridad Fumo no podía quedar fuera de él, no ahora que se había imbricado en su trama tan profundamente. Sería bueno, tan bueno tenerlo todo de una vez, del principio al fin, como una larga, larguísima labor que se ha ido ejecutando de a poquito, con la esperanza y la fe de que la última puntada, el último tirón de las hebras, el remate y el nudo final, le otorgaran repentinamente todo su sentido; ¡qué alivio! Todavía no, aún no del todo; pero ahora, en este invierno, Alice podía al fin creer, ya sin reservas, que lo tendría: tan próxima se sentía ya.
—O quizá —le dijo a Fumo, que por un instante había distraído de ella su atención— quizá sólo comienza. —Fumo gruñó, sacudiendo la cabeza, y ella se rió y se estrechó contra él.
Cuando en la cama cesó la conversación, la niña que desde hacía un rato había estado escuchándolos y observando cómo se agitaban las mantas, se dio vuelta para salir de la alcoba. Descalza, había entrado sin hacer ruido por la puerta que siempre dejaban abierta para que los gatos pudieran ir y venir, y allí, oculta entre las sombras, había permanecido, observando y escuchando con una sonrisita en los labios. Dado que una cadena montañosa de mantas y edredones se alzaba entre sus cabezas y el resto de la habitación, Alice y Fumo no la habían visto. Y los gatos olvidadizos, que habían abierto grandes los ojos cuando entró, habían vuelto a dormir sus sueñecitos entrecortados. Por un momento la niña se detuvo en la puerta, porque la cama estaba haciendo ruidos otra vez, pero como de éstos no podía sacar nada en limpio, eran meros susurros, no palabras, salió al corredor. Salvo el difuso resplandor de la nieve que se filtraba a través de la ventana del fondo, no había allí ninguna luz, y la niña avanzó lentamente, como una ciega, a pasitos cortos y silenciosos, con los brazos extendidos entre las puertas cerradas. A medida que avanzaba, consideraba cada puerta inexpresiva y reflexionaba un instante, pero en cada una meneaba la rubia cabeza; hasta que al fin, al dar vuelta un recodo, llegó a una abovedada, y entonces sonrió, y con sus manos giró el pomo de cristal y la abrió de un empujón.
Hacer hincapié en la estupidez de la ficción, en la absurda irrealidad de las conductas, en la confusión de los nombres y costumbres de épocas diferentes, y en la imposibilidad de los acontecimientos bajo cualquier sistema de vida, era criticar inútilmente la imbecilidad irremediable, errores demasiado evidentes, y por añadidura demasiado groseros.
Johnson
,
A propósito de Cymbeline
También Sophie se había acostado temprano, y no para dormir. Con un cárdigan sobre la vieja mañanita estampada de su camisón, acurrucada en la cama al lado de la vela instalada sobre la mesa de noche, sólo dos dedos dejaba asomar por encima de las mantas para mantener abiertas las páginas del segundo volumen de una antigua novela en tres. Cuando la vela empezó a extinguirse, sacó otra del cajón de la mesilla, la encendió en la primera y la insertó en el candelero. Lejos, lejos estaba aún la boda final: apenas acababan de guardar en el viejo arcón el testamento secreto; la hija del obispo pensaba en el baile. La puerta se abrió, y una niñita entró en la alcoba de Sophie.
Llevaba un vestidito azul, sin mangas ni cinturón. Dando un pasito hacia el interior, con la mano todavía en el pomo y la sonrisa de una niña que tiene un secreto, un secreto fabuloso que ignora si alegrará o enfadará a la persona adulta que tiene ante ella, esperó un momento, en el quicio, vagamente iluminada por la vela, la barbilla recogida sobre el pecho, los ojos alzados hacia una Sophie petrificada de asombro en su cama.
Al fin dijo:
—Hola, Sophie.
Era igualita a como Sophie había imaginado que sería a la edad que habría tenido en la época en que Sophie cesó de poder imaginarla. La llama de la vela, al temblar en la corriente que soplaba por la puerta abierta, proyectaba sombras misteriosas sobre la niña, y un terror y una sensación de extrañeza que jamás había experimentado sobrecogió a Sophie por un momento; pero no, éste no era un fantasma. Sophie podía estar segura de ello por la forma en que la niña, después de entrar, se había dado vuelta para empujar la puerta y cerrarla. Ningún fantasma hubiera hecho eso.
Despacito, con las manos enlazadas en la espalda, con su secreto en su sonrisa, se acercó a la cama. Le dijo a Sophie:
—¿Puedes adivinar mi nombre?
Que la niña hablase era, por alguna razón, más difícil de aceptar para Sophie que el hecho de que estuviese allí. Y Sophie supo por primera vez lo que era no creer a sus oídos: ellos le decían que la niña había hablado, pero Sophie no lo creía, y no podía imaginarse respondiéndole. Hubiera sido como hablar con una parte de ella misma, una parte que repentina e inexplicablemente se hubiera separado de ella y vuelto para enfrentarla, e interrogarla.
La niña soltó una risita; se estaba divirtiendo.
—No puedes —dijo—. ¿Quieres que te dé una pista?
¡Una pista! No era un fantasma, y no era un sueño, porque Sophie estaba despierta; no era su hija, ciertamente, porque su hija le había sido robada hacía más de veinticinco años, y ésta era una niña; sin embargo, Sophie sabía su nombre, por supuesto. Levantó las manos hasta su cara, y por entre los dedos dijo o murmuró:
—Lila.
Lila pareció un poco decepcionada.
—Si —dijo.— ¿Cómo lo sabías?
Sophie se rió o sollozó o las dos cosas a la vez.
—Lila —dijo.
Lila se rió, e intentó trepar a la cama con su madre, y Sophie tuvo que ayudarla a subir: tomó el brazo de Lila, titubeando, temiendo que acaso sentiría el tacto de su propia mano, y de ser así... entonces ¿qué? Pero Lila era carne, carne joven, era la muñeca de una niña lo que sus dedos rodeaban: levantó el peso real y sólido de Lila con su fuerza, y la rodilla de Lila hundió el colchón y lo hizo rebotar, y cada uno de los sentidos de Sophie tuvo ahora la certeza de que Lila estaba allí, delante de ella.
—Bueno —dijo Lila, apartándose de un manotazo los cabellos dorados de los ojos—. ¿No estás sorprendida? —Observó el rostro acongojado de su madre.— ¿No me dices hola ni me besas ni nada?
—Lila —dijo Sophie otra vez, sólo eso pudo decir, porque durante tantos, tantísimos años había habido un pensamiento prohibido para ella, una escena inimaginable, ésta, que ahora, de improviso, la encontraba desarmada; y el momento y la niña eran tan exactamente iguales a como Sophie los habría imaginado, si se hubiese permitido imaginarlos...; pero no, Sophie no se lo había permitido, y por ello la tomaba ahora desprevenida e inerme.
—Tú dices —dijo Lila, apuntando a Sophie (no le había sido fácil memorizar todo el parlamento y era preciso que le saliera bien)—, tú dices: «Hola, Lila, qué sorpresa», porque no me has visto desde cuando yo era un bebé; y entonces yo digo: «He venido de muy lejos, para decirte esto y aquello», y tú me escuchas, pero primero, antes de esa parte, tú dices cuánto me has echado de menos desde que me robaron, y entonces nos abrazamos. —Abrió los brazos, adoptando una expresión de dicha radiante, para atraer a Sophie; y qué otra cosa podía hacer Sophie sino abrir los brazos también ella, aunque lenta, tentativamente (no con miedo sino con la profunda timidez que se siente ante lo inverosímil), y tomar en ellos a Lila.
—Tú dices: «Qué sorpresa», le susurró Lila al oído.
A nieve olía Lila, a ella misma y a tierra.
—Qué sorpresa —empezó a decir Sophie, pero no pudo continuar, porque un nudo de lágrimas de dolor y desconcierto le subió a la garganta detrás de las palabras, trayendo consigo todo cuanto durante aquellos largos años le fuera negado y ella misma se había negado. Sophie lloraba, y Lila, ahora ella sorprendida, intentó apartarse, pero Sophie la retuvo; y entonces Lila, para reconfortarla, le palmeó suavemente la espalda.
—Sí —le dijo a su madre—, he vuelto; he venido de muy lejos, de muy, muy lejos.
Tal vez viniera, sí, de muy, muy lejos, en todo caso recordaba que eso era lo que tenía que decir. No recordaba, sin embargo, haber hecho una larga caminata: o se había despertado después de haber caminado en sueños casi hasta el final, o de lo contrario había sido realmente muy corta.