Pqueño, grande (40 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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—Deja de mirar para arriba como un bobo —le reconvino, risueño, Fred Savage—. Buena forma de que te vacíen el bolsillo. Además —sonreía de oreja a oreja y sus dientes, o bien eran asombrosamente perfectos, o era una dentadura postiza de las más baratas— no están aquí para que los mire desde abajo la gente como tú, ¿sabes?; no están para que la clase de gente que hay dentro se asome a mirar, ¿entiendes? Ya aprenderás, hi-hi. —Arrastró a Auberon tras de él, dando vuelta una esquina y por una calle en la que los camiones combatían entre sí y con los taxis y con los peatones.— Ahora, si lo miras bien, te parece que esta dirección tendría que estar en la avenida, pero no, es una mentira. Está aquí, en esta calle, pero ellos no quieren que lo sepas.

Gritos y voces de alerta desde arriba. Por la ventana de un primer piso estaban sacando lentamente, suspendido de cuadernales y poleas, un enorme espejo de similor. Abajo, en la calle, había escritorios, sillas, archivadores, toda una oficina en plena acera, la gente tenía que transitar por la inmunda cuneta para esquivarlos; pero en ese momento la calle se llenó de camiones y las advertencias arreciaron.

—¡Cuidado atrás! ¡Cuidado atrás! —El espejo, ya fuera de la ventana, se columpió en el aire, y su luna, habituada a reflejar tan sólo interiores apacibles, invadida de pronto por el balanceo demencial, estremecedor de la Urbe, parecía profanada, horrorizada. Descendía lentamente, girando, meneando de lado a lado en su superficie los edificios y letreros invertidos. La gente miraba, boquiabierta, esperando verse ellos mismos, con sus gabanes y sus paraguas, revelados.

—Ven —dijo Fred, y asió con fuerza la mano de Auberon. Con él a la zaga, se escabulló por entre el mobiliario. Gritos de horror y furia de los cuidadores del espejo. Algo andaba mal: súbitamente las cuerdas filaron; el espejo, ya a sólo unos pocos pies de la calle, se inclinó peligrosamente; un aullido de los mirones, mundos que aparecían y desaparecían a medida que se enderezaba. Arrastrando los pies, rozando con la copa de su sombrero el falso oro del marco, Fred Savage pasó por debajo. Fue el brevísimo instante en que Auberon, pese a estar mirando la calle hacia atrás, tuvo la sensación de estar mirándola hacia delante, una calle de la cual o en la cual Fred Savage había desaparecido. En seguida se agachó y pasó por debajo.

Ya del otro lado, perseguidos aún por las maldiciones de los encargados del espejo, y por una especie de trueno que retumbaba en alguna parte, Fred Savage condujo a Auberon hasta la ancha arcada del portal de un edificio.

—Estar preparado es mi lema —dijo, complacido consigo mismo—. Asegúrate de que estás en la buena senda, y sigue adelante. —Le señaló el número del edificio, que era, en efecto, un número de avenida, y le devolvió la tarjetita; palmeó la espalda de Auberon para infundirle ánimo.

—Eh, gracias —dijo Auberon y, recapacitando, metió la mano en un bolsillo y la sacó con un arrugado dólar.

—El servicio es gratuito —dijo Fred Savage, pero de todos modos cogió el dólar con delicadeza, entre el pulgar y el índice. Una historia larga, fascinante estaba inscrita en su palma—. Y ahora, adelante. —Empujó a Auberon hacia las puertas giratorias de cristal guarnecidas de bronce. En el momento en que entraba, Auberon oyó el trueno, o la explosión de la bomba, o lo que fuere, una vez más, sólo que ahora mucho más terrorífico, un bramido que le hizo agacharse, desgarrador como si el mundo mismo, desde una esquina, se estuviese partiendo en dos, y mientras el trueno retumbaba, oyó un grito ahogado, el aullido simultáneo de mil gargantas, con sobreagudos femeninos, y Auberon respiró hondo, juntando aliento para soportar el estrépito inconfundible de un enorme espejo al hacerse añicos (inconfundible a pesar de que Auberon no había oído nunca hacerse añicos uno tan grande como aquél).

Y ahora: cuántos años de mala suerte le tocarán a alguien, pensó, preguntándose al mismo tiempo si él se habría salvado de alguno.

Dormitorio plegable

—Te pondré en el dormitorio plegable —dijo George. Linterna en mano, guiaba a Auberon a través de la conejera casi desierta que rodeaba la Alquería del Antiguo Fuero—. Al menos tiene una chimenea. Cuidado, no te lleves ese trasto por delante. Arriba ahora.

Auberon lo seguía, tiritando, con su mochila al hombro y una botella de ron Doña Mariposa bajo el brazo. Un chaparrón de aguanieve lo había sorprendido camino del centro, en plena calle, y traspasado sin piedad su gabán y, o eso sentía al menos, también sus carnes magras hasta helarle el corazón. Durante un rato se había resguardado en una pequeña tienda cuyo letrero rojo —LICORES— se encendía y apagaba en los charcos de la acera. Mortificado por la impaciencia creciente con que el bodeguero lo observaba utilizar sin escrúpulos como refugio gratuito un local de ventas, Auberon se había puesto a examinar una por una las distintas botellas, y comprado al fin el ron porque la chica de la etiqueta, con una blusa paisana y los brazos cargados de cañas de azúcar, se parecía a Sylvie; mejor dicho, a ella se parecería Sylvie si fuera imaginaria.

George sacó su manojo de llaves y con aire ensimismado empezó a buscar una. Desde que Auberon regresara, parecía intranquilo, ausente, taciturno. Divagaba sin cesar acerca de las dificultades de la vida. Auberon quería preguntarle algunas cosas, pero intuyendo que de un George en ese talante no obtendría ninguna respuesta, optó por seguirlo en silencio.

El dormitorio plegable estaba cerrado bajo doble llave y George demoró un rato en abrirlo. No obstante, había luz eléctrica en la habitación, una lamparilla con un paisaje en la pantalla cilindrica, una escena campestre por donde corría un tren, la locomotora poco menos que mordiéndose el furgón de cola, como la Culebra. George, con un dedo en los labios, como si tiempo atrás hubiese perdido algo en esa habitación, paseó una mirada en torno.

—Bueno —dijo—, la cosa es... —y nada más. Echó un vistazo a los lomos de los libros en rústica alineados en un estante—. Aquí, ¿sabes?, todos cooperamos —dijo—. Cada cual hace su parte. Eso lo entenderás. Quiero decir que las cosas no se hacen solas. Es lo normal, supongo. Ese retrete es el armario..., al revés, quise decir. La cocinilla y esas cosas no funcionan, pero come con nosotros, todo el mundo aporta. Bueno, escucha. —Contó de nuevo sus llaves y Auberon tuvo la impresión de que lo iba a encerrar; pero George sacó tres llaves de la argolla y se las entregó—. Por amor de Dios, no las pierdas. —Consiguió esbozar una triste sonrisa—. Y bueno, bienvenido a la Gran Ciudad, hombre. Y no vayas a meterte en camisa de once varas.

¿Camisa de once varas? Mientras cerraba la puerta, Auberon reflexionó que el lenguaje de su primo estaba plagado de trastos viejos y florilegios arcaicos como su Alquería. Un tipo fuera de serie, tal vez así se definiría él. Bueno: una peculiaridad más intuida que percibida de aquella alcoba se puso en evidencia cuando Auberon paseó una mirada en torno: la ausencia de una cama. Había una silla de tocador de terciopelo borra de vino, una mecedora decrépita con los cojines atados con cuerdas; había una alfombra andrajosa y un guardarropa o algo parecido de madera lustrada con un espejo biselado en el frente y cajones con manillas de bronce en la parte inferior; de cómo se abriría el mueble ése, Auberon no tenía la menor idea. Pero cama, no, cama no había. De un cajoncito de albaricoques (Golden Dream) sacó leña menuda y papel y con dedos trémulos encendió la chimenea, imaginando ya la noche que pasaría en las sillas; porque no tenía desde luego la intención de rehacer a ciegas el camino a través de la Alquería del Antiguo Fuero para ir a presentar sus quejas.

Tan pronto como el fuego empezó a crepitar, Auberon empezó a sentirse un poco menos desdichado; a decir verdad, a medida que la ropa se le secaba sobre el cuerpo, se sentía casi exultante de felicidad. El amable señor Petty, de Petty, Smilodon & Ruth, se había mostrado curiosamente evasivo con respecto a la situación de su herencia, pero le había ofrecido
motu proprio
un anticipo. Auberon lo tenía en el bolsillo. Había llegado a la Ciudad, no se había muerto y nadie lo había atacado: tenía dinero y la perspectiva de más; la vida comenzaba, la vida real. La perpetua ambigüedad de las cosas en Bosquedelinde, el sofocante atisbo de misterios propuestos sin cesar, jamás resueltos, ese estar esperando eternamente que fueran desvelados los propósitos, puntualizadas las direcciones: todo pasado. Ahora era dueño de sus actos. Libre, sin ataduras, ganaría millones, conocería el amor y ya nunca, nunca más volvería a casa a la hora de acostarse. Fue hasta la minúscula cocina aneja a la alcoba, donde la cocinilla y un refrigerador abollado y presumiblemente también averiado compartían el suelo con una bañera y un fregadero; encontró una taza de café blanca y descacharrada y, después de expulsar de ella el cadáver de un insecto, sacó su botella de ron Doña Mariposa.

Estaba sentado con la taza llena entre las rodillas, contemplando las llamas con una sonrisa en los labios, cuando oyó un golpe en la puerta.

Sylvie y el Destino

Tardó un momento en percatarse de que la tímida muchacha morena que estaba en la puerta era la misma que había visto sembrando huevos con un vestido dorado. Ahora, enfundada en un par de téjanos desteñidos y blandos como de lienzo, y tan contraída por el frío que hasta los pendientes multiformes que llevaba en las orejas le tiritaban, parecía mucho menos robusta; es decir, era igual de menuda, pero había escondido esa vitalidad que antes, bajo el ropaje de su figura compacta, la hiciera parecer tan corpulenta.

—Sylvie —dijo Auberon.

—Sí, yo. —Volvió un momento la cabeza para escrutar el largo y obscuro corredor, y miró otra vez a Auberon, como con ansiedad, o fastidio, o algo...: ¿qué?— Yo no sabía que había alguien aquí. Creía que estaba vacía.

Era tan obvio que él estaba allí, llenando el quicio de la puerta, que Auberon no atinó a decir nada.

—Bueno —dijo ella. Dejó salir de su escondite en la axila una mano fría, lo suficiente apenas para poder apretarse el labio contra los dientes y morderla, y de nuevo desvió la mirada, como si Auberon pretendiera retenerla y ella estuviera ansiosa por escapar de allí.

—¿Has dejado algo aquí? —Ella no contestó.— ¿Cómo está tu hijo? —Esa pregunta hizo que la mano que presionaba el labio cubriera toda la boca, como si de pronto ella se hubiese echado a llorar o a reír, o ambas cosas a la vez, siempre mirando hacia la puerta, aunque era obvio que no tenía ningún sitio adonde ir; eso al menos lo percibió Auberon.— Adelante —dijo, y la invitó a entrar, haciéndose a un lado para que ella pudiera pasar, sacudiendo la cabeza para alentarla.

—Algunas veces vengo aquí —dijo ella mientras entraba—, cuando quiero estar..., tú me entiendes, sola. —Miró en torno con una expresión que Auberon interpretó como de bien justificado agravio. Él era el intruso. Se preguntó si le cedería a ella el cuarto y se iría a dormir a la calle. Dijo, en cambio:

—¿Quieres un poco de ron?

Ella pareció no haberle oído.

—Bueno, escucha —dijo, y nada más. Auberon tardaría algún tiempo en comprender que esas dos palabras eran, las más de las veces, una de las tantas muletillas de la jerga urbana, no siempre destinadas, como parecían serlo, a solicitar atención. Se dispuso a escucharla. Ella se sentó en la silla de terciopelo y dijo al cabo, como para sus adentros—: Se está bien aquí.

—Mm.

—Bonito fueguecito. ¿Qué estás bebiendo?

—Ron. ¿Quieres un trago?

—Claro que sí.

Como al parecer no había allí ninguna otra taza, los dos bebieron de la misma pasándosela de mano varias veces.

—No es mi hijo —dijo Sylvie.

—Perdona, pero...

—Es el crío de mi hermano. Tengo un hermano loco. Se llama Bruno. Igual que el crío. —Miraba el fuego, con aire pensativo.— Qué chiquillo. Tan adorable. Y listo. ¿Y
malo
? —Sonrió.— Igualito a su
papa
. —Se encogió todavía más, levantando las rodillas casi hasta los pechos, y Auberon pudo ver que lloraba por dentro, y que sólo ese constante apretujarse y contraerse impedían que estallara ese llanto.

—Tú y él parecéis llevaros muy bien —dijo Auberon, meneando la cabeza en un gesto que, lo comprendió, era ridiculamente solemne—. Creí que eras su madre.

—Oh, su madre, hombre —con una mueca del más profundo desdén, suavizado apenas por un leve dejo compasivo—, es tristísima. Es un caso triste. Digno de lástima. —Rumió sus pensamientos.— Y cómo lo tratan, hombre. Va a salir igualito a su padre.

Eso no era bueno, al parecer. Auberon ansiaba encontrar una pregunta que pudiera inducirla a contarle la historia toda entera.

—Bueno, los hijos suelen salir a sus padres —dijo, mientras se preguntaba si semejante conclusión le parecería acertada alguna vez respecto de él mismo—. A fin de cuentas, pasan mucho tiempo con ellos.

Ella resopló con fastidio.

—Mierda, Bruno no ha visto a este chiquito en todo un año. Y de buenas a primeras se presenta y dice: «Eh, mi hijo», y patatín y patatán. Y sólo porque él tiene religión.

—Hm.

—No, religión no. Pero está ese tío para quien él trabaja. O a quien sigue. Ese Russell..., qué es, yo no lo sé, yo no entiendo nada. Pero sea lo que sea, habla de amor, familia, bla-bla-bla. Así que está ahí, en el umbral.

—Hm.

—Me lo van a matar a ese crío. —Ahora sí, ahora los ojos se le habían llenado de lágrimas, pero las hizo desaparecer de un parpadeo, no vertió ni una sola.— Y George, maldito sea, ¿cómo ha podido ser tan estúpido?

—¿Qué ha hecho George?

—Dice que estaba borracho. Que tenía una navaja.

Al no haber reflexivos en la lengua en que Sylvie tenía que expresarse, Auberon se encontró muy pronto perdido, sin la más remota idea de quién tenía una navaja ni quién estaba borracho. Sólo después de haber escuchado dos veces más toda la historia en los días sucesivos alcanzó a comprender que Bruno (hermano) había aparecido borracho en la Alquería del Antiguo Fuero e, impulsado por esa nueva fe o filosofía que ahora profesaba, había reclamado a Bruno (sobrino), y George Ratón, en ausencia de Sylvie, y tras un prolongado debate que amenazó tornarse violento, se lo había entregado. Y que el sobrino Bruno estaba ahora en las manos endemoniadas y amantes de unas parientes hembras rematadamente estúpidas (hermano Bruno no aguantaría mucho, ella estaba segura de eso), que lo criarían como habían criado a su hermano después que
su papa
lo abandonara: vanidoso, arisco, de una indocilidad exasperada y un egoísmo encantador, al que ninguna mujer podía resistirse, y a decir verdad, pocos hombres. Y que (aun cuando el chiquillo se salvara de que lo mandasen al Asilo) el plan de Sylvie para rescatarlo había fallado: George le había prohibido a su parentela que se apareciese por la Alquería, ya bastantes problemas tenía.

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