—Sí.
—Y si en verdad son tan largos de vista como parecen serlo, ellos mismos han de haber previsto este desenlace, han de haberlo conocido tiempo atrás.
—Sí.
—Antes incluso de que la migración comenzara. En días tan remotos como los del primer reinado de Vuestra Majestad. Y puesto que pudieron preverlo, se prepararon para enfrentarlo: fueron ellos quienes rogaron a aquel que custodia los años que le hiciera a usted dormir su largo sueño; y afilaron sus armas; y esperaron...
—Sí —dijo Barbarroja—. Y ahora por fin, aunque muy reducidos en número, al cabo de siglos de paciente espera, ¡atacan! ¡Salen de sus antiguas fortalezas! El dragón encadenado se agita en su sueño, y ¡despierta! —Ahora estaba en pie; hojas de papel impresas por computadora, estrategias, planos, cálculos resbalaron al suelo desde sus rodillas.
—Y el trato pactado con usted —dijo Halcopéndola—: que usted los ayudaría en esta empresa, que distraería la atención de la nación, la reduciría a fragmentos en guerra (muy a la manera de su antiguo imperio, ellos contaban con que usted cumpliría a la perfección ese papel), y que cuando resurgieran los antiguos bosques y marismas, cuando el tráfico dejara de existir, cuando de lo perdido ellos recuperasen lo necesario para satisfacerlos, el resto sería para usted, su Imperio.
—Por siempre jamás —dijo Eigenblick, conmovido—. Eso fue lo prometido.
—Magnífico —dijo Halcopéndola, pensativamente—. Realmente magnífico. —Golpeó el teclado; algo que sonó como Jerusalem brotó bajo sus dedos cuajados de anillos.— Sólo que nada de eso es verdad —añadió.
—¿Qué?
—Que nada de eso es verdad; es falso, una mentira, no es la realidad.
—Qué...
—No es, ante todo, suficientemente
extraño
. —Tocó un acorde chirriante, hizo una mueca, y probó otra vez, de otra manera.— No, yo creo que lo que está aconteciendo es algo totalmente distinto, una mutación, un cambio general que nadie ha decidido, nadie... —Pensó en la cúpula de la Terminal, en el Zodíaco invertido, y en cómo ella en un tiempo había achacado ese error al emperador que ahora tenía delante de ella. ¡Qué absurdo! Y sin embargo...— Algo —dijo—, algo así como barajar, mezclados, dos mazos de cartas.
—Hablando de cartas... —dijo él.
—O cortar un mazo —prosiguió ella, haciendo oídos sordos a su interrupción—. Usted sabe, como lo hacen a veces los niños pequeños, cuando tratan de barajarlas y ponen una mitad del mazo del revés. Y ahí las tiene, barajadas, figuras y dorsos mezclados inextricablemente.
—Yo quiero mis cartas —dijo él.
—Yo no las tengo.
—Usted sabe dónde están.
—Sí. Y si usted debiera tenerlas, las tendría.
—¡Necesito el consejo de esas cartas! ¡Lo necesito!
—Los que tienen las cartas —dijo Halcopéndola— prepararon el camino para todo esto, para su victoria tal cual es o será, tan bien o mejor que como hubiera podido hacerlo usted mismo. Mucho tiempo antes de que usted apareciera, ellos eran ya la quinta columna de ese ejército. —Tocó un acorde, agridulce, ácido como una limonada.— Me pregunto —prosiguió— si tendrán remordimientos; si se sentirán desleales o traidores hacia los de su misma especie. O si alguna vez supieron que estaban tomando partido en contra de los hombres.
—No sé por qué dice usted que no hay ninguna guerra —dijo el presidente—, y luego habla de esa forma.
—No una guerra —dijo Halcopéndola—, sino algo parecido a una guerra. Algo así como un tornado, tal vez, sí, como el avance inminente de un sistema meteórico que altera el mundo de calor a frío, de gris a azul, de primavera a invierno. O una colisión:
mysterium coniunctionis
, pero ¿de qué con qué? O bien —añadió (una idea que acábaba de ocurrírsele)— algo así como dos caravanas, dos caravanas que, provenientes de distintos lugares y encaminándose a otros también distintos y distantes entre sí, se encuentran delante de una puerta única y juntas entran por ella, mezclándose a empellones, durante un tiempo una sola caravana, y luego a la salida separándose nuevamente para seguir cada una su camino, aunque quizá con uno que otro caravanero trocado, una o dos alforjas robadas, algún beso intercambiado...
—¿De qué está hablando usted? —dijo Barbarroja.
Halcopéndola hizo girar su taburete y se volvió hacia él.
—La cuestión —dijo— es a qué reino exactamente ha venido usted a ayudar.
—Al mío.
—Sí. Los chinos, usted sabe, creen que en lo profundo de cada uno de nosotros, no más grande que la yema de su dedo pulgar, se encuentra el jardín de los inmortales, el gran valle en el que todos somos para siempre rey.
Él se volvió hacia ella, súbitamente furioso:
—¡Qué está diciendo!
—Lo sé —dijo ella, sonriendo—. Sería una espantosa humillación que acabase usted gobernando, no a la República que se enamoró de usted, sino a un país muy distinto de ella.
—No.
—Un país muy pequeño.
—Quiero esas cartas —dijo él.
—No puede tenerlas. Ni las tengo ni si las tuviera podría darlas.
—Usted las conseguirá para mí.
—No lo haré.
—¿Qué le parecería —dijo Barbarroja— si le
sacara
el secreto por la fuerza? Yo tengo poder, usted lo sabe. Poder.
—¿Me está usted amenazando?
—Podría... podría hacerla asesinar. Secretamente. Sin que nadie lo supiera.
—No —dijo Halcopéndola con calma—. Hacerme asesinar no. Eso usted no lo hará.
El Tirano se echó a reír, con un fulgor siniestro en las pupilas.
—¿Que no? ¿Eso piensa usted? ¡Oh, no, usted piensa que no!
—Yo sé que no —dijo Halcopéndola—. Y por una razón extraña que usted nunca podría adivinar. He escondido mi alma.
—¿Qué?
—Que he escondido mi alma. Un truco viejo, que cualquier hechicera de aldea sabe practicar. Y práctico, además: uno nunca sabe cuándo aquellos a quienes sirve tomarán las cosas a mal y se volverán contra una.
—¿Escondido? ¿Dónde? ¿Cómo?
—Escondido, sí. En otra parte. Exactamente dónde, o en qué, claro está que no se lo voy a decir; pero ya ve usted que, a menos que lo sepa, de nada le valdrá que intente hacerme asesinar.
—Tortura —los ojos del Tirano se achicaron—. Tortura.
—Sí. —Halcopéndola se levantó del taburete. Estaba harta de esa discusión.— Sí, la tortura podría dar resultado. Pero yo ahora le doy las buenas noches. Tengo muchas cosas que hacer.
Al llegar a la puerta se volvió y lo vio, de pie, como petrificado en su postura, los ojos clavados en ella pero sin verla. ¿Habría oído, o comprendido, algo de lo que ella había tratado de decirle? Una idea la asaltó, un pensamiento extraño y terrible, y por un instante se quedó allí, inmóvil, mirándolo como él a ella, como si intentaran uno y otro recordar dónde, o si se habían encontrado antes alguna vez; y entonces, alarmada, dijo:
—Buenas noches, Vuestra Majestad. —Y salió, dejándolo solo.
Más tarde, esa noche, el episodio de la muerte de la señora MacReynolds en «Un Mundo en Otraparte» pudo verse en la Capital. En otras partes del país la hora de exhibición era variable: en muchos había dejado de ser un drama para las horas del día y se pasaba a menudo en los espacios de trasnoche. Pero irradiarse, se irradiaba, por canal o por cable o —donde ello no era posible, donde las líneas habían sido cortadas o la transmisión prohibida—, introducido ilegalmente en pequeñas estaciones locales, o copiado y transportado por tierra, a mano, a transmisoras clandestinas, las preciosas cintas titilando en pueblecitos nevados y distantes. Un caminante que deambulara esa noche por la única calle de uno de aquellos poblados vislumbraría su resplandor azuloso en cada sala de estar; y podría ver, en una casa, a la señora MacReynolds transportada a su lecho de enferma; en la vecina, a sus hijos reunidos en torno de ella; escuchar, en la siguiente, sus palabras postreras; y en la última, antes de que el poblado terminase y comenzara la pradera silenciosa, ver a la anciana ya muerta.
En la Capital, también el presidente-emperador miraba el episodio, empañados los ojos ceñudos y aquilinos aunque de un suave color castaño. Nunca deseéis, desear es fatal. Una nube de piedad, de autoconmiseración, lo envolvió y (como suelen hacerlo las nubes) adoptó una forma: la forma del rostro altivo, socarrón e implacable de Ariel Halcopéndola.
¿Por qué yo?, se preguntó, alzando las manos como para mostrar las cadenas. ¿Qué había hecho él para que sellaran con él ese pacto abominable? Él había sido serio y trabajador, le había escrito al papa algunas cartas tajantes, había casado bien a sus hijos. Poca cosa más. ¿Por qué su nieto, Federico II, no habría sido un conductor? ¿Por qué no él? ¿Acaso no se había contado sobre él la misma historia, que no estaba muerto sino sólo dormido, y que despertaría para guiar a su pueblo a la victoria?
Pero aquélla era sólo una leyenda. No, el que estaba aquí era él, él era quien tendría que sufrirlo, por insufrible que pareciera.
Un rey en el País de las Hadas: el destino de Arturo. ¿Podía ser ésa la verdad? Un reino no más grande que la yema de su dedo pulgar, su reino terrenal tan sólo viento, el viento de su tránsito de aquí a allá, de un sueño a otro sueño.
¡No! El presidente-emperador irguió el torso. Si hasta entonces no había habido una guerra, o sólo una guerra ficticia, ese tiempo había pasado. Él lucharía; él los obligaría a cumplir al pie de la letra las promesas que le hicieran hacía tanto tiempo. Durante ochocientos años él había dormido, combatiendo con sueños, sitiando sueños, conquistando soñadas Tierras Santas, ciñendo coronas soñadas. Durante ochocientos años había codiciado el mundo, el mundo real, ese mundo que sólo podía intuir pero no ver más allá de todos los evanescentes reinos de los sueños. Halcopéndola podía tener razón, tal vez ellos nunca habían tenido esa intención. Bien podía ser (claro que podía, oh sí, ahora empezaba a ver todo muy claro) que ella estuviese confabulada con ellos desde el comienzo mismo con el solo fin de engañarlo. Casi le daba risa, una risa horripilante, pensar que en un tiempo no sólo le había creído, sino hasta se había respaldado en ella. Nunca más. Él iba a luchar. Por cualquier medio, obtendría de ella esas cartas, sí, aunque ella desatara contra él sus terribles poderes, él las conseguiría. A solas, sin ayuda de nadie, él lucharía, lucharía por conquistar su grandiosa, sombría y nevada Terranova.
—Sólo esperad —dijo, agonizante, la señora MacReynolds—. Sólo esperad con paciencia. —El caminante solitario (¿refugiado?, ¿vendedor?, ¿espía policíaco?) pasó por la última casa del poblado y echó a andar por la desierta carretera. Atrás, en las casas, uno a uno, los ojos azulosos de los televisores se cerraron. Un programa de noticias había comenzado, pero ya no había más noticias. Ellos se iban a dormir; la noche era larga; soñaban con una vida que no era la suya, una vida que pudiera llenar la suya, con una familia en otra-parte y una casa que la tierra lóbrega pudiera una vez más transformar en un mundo.
En la Capital nevaba aún. La nieve que blanqueaba la noche, desdibujando las siluetas de los monumentos que se divisaban a la distancia a través de los ventanales de parteluz del presidente, se amontonaba a los pies de los héroes, obstruía las entradas de los garajes subterráneos. En algún lugar un automóvil atascado gemía rítmica e inútilmente intentando escapar de un alud.
Barbarroja lloraba.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Fumo—. ¿Qué es eso de a punto de acabar?
—Quiero decir que creo que está a punto de acabar —dijo Alice—. No acabado, todavía no; sólo a punto.
Se habían acostado temprano —lo hacían a menudo en estos tiempos, ya que la gran cama con su alta pila de mantas y calientapies era el único lugar de la casa donde podían sentirse realmente abrigados. Fumo usaba un gorro de dormir: las corrientes eran las corrientes, y nadie al fin y al cabo podía ver lo ridículo que quedaba. Y conversaban. Muchos enredos personales fueron desenmarañados durante esas noches largas, o demostraron ser, en todo caso, desenmarañables, lo cual, Fumo suponía, era más o menos la misma cosa.
—Pero ¿cómo puedes decir eso? —dijo Fumo, dándose vuelta y levantando como sobre una gran ola a los gatos embarcados a los pies de la cama.
—Bueno, por Dios —dijo Alice—, ha sido bastante largo, ¿no te parece?
Él la miró, miró su rostro pálido, sus cabellos casi blancos apenas discernibles en la obscuridad contra la funda blanca de la almohada.
¿Cómo tenía siempre ella a flor de labios esas no-respuestas, esas explicaciones que soltaba con un tono tal de consecuencia lógica y que no explicaban nada, o lo mismo que nada? Era algo que a él nunca dejaba de asombrarlo.
—No es eso lo que quise decir, exactamente. Supongo que lo que quise decir es que cómo sabes tú que está a punto de acabar. Lo que sea.
—Yo no estoy segura —dijo ella, después de una larga pausa—. Sólo que al fin y al cabo me está pasando a mí, en todo caso en parte, y yo me siento a punto de acabar, en cierta forma; y...
—No digas eso —dijo él—. No se te ocurra, ni en broma.
—No —dijo ella—. Yo no hablaba de morir. ¿Fue eso lo que tú pensaste?
Era eso, sí; él ahora veía que no había entendido absolutamente nada, y se dio vuelta otra vez.
—Bueno, al diablo —dijo—. La verdad es que nunca tuvo nada que ver conmigo.
—Huy, huy —dijo ella, y se le acercó un poco más y le pasó un brazo alrededor—. Huy, Fumo, no seas así. —Levantó las rodillas detrás de las de él, y quedaron juntos los dos como una doble S.
—¿De qué forma?
Durante un rato Alice permaneció callada. Luego:
—Es sólo un Cuento —dijo—, y los cuentos tienen siempre un comienzo, una trama y un final. Cómo y cuándo empezó, yo no lo sé, pero sé que por la mitad...
—¿Qué ocurrió por la mitad?
—¡Tú estabas en él! ¿Qué ocurrió? ¡Apareciste tú!
Él oprimió contra su cuerpo la mano familiar de Alice.
—¿Y qué hay del final? —dijo.
—Bueno, de eso se trata —dijo ella—. Del final.
A prisa, antes que esa cosa enorme, esa obscura amenaza que creía entrever en sus palabras, se apoderse solapadamente de él, Fumo dijo:
—No, no, no, no. En la vida no existen esos finales, Alice. Ni tampoco hay comienzos. Todo acontece en la mitad. Como en la telenovela de Auberon. Como en la historia. Una cosa después de otra, siempre es así.