Pqueño, grande (79 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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Capítulo 1

Allá arriba, en la cresta de la colina,

está sentado el viejo Rey;

tan gris ahora y tan viejo

que casi ha perdido el seso.

Allingham
,
Las hadas

Los primeros años que siguieron a lo que Russell Eigenblick consideraba como su entronización fueron los más difíciles que cualquier ser humano de ese entonces viviría para conocer, o así les parecería a ellos, mirando hacia atrás. Súbitas tormentas de nieve estallaron el día de noviembre en que, en contra de una oposición simbólica, fue elegido presidente, y parecía que no fueran a amainar nunca más. No es posible que siempre haya sido invierno en aquellos años, el verano debió de llegar como siempre a su tiempo, pero la sensación universal, lo que la gente recordaba en todas partes, eran inviernos: los inviernos más largos, más fríos, más despiadados que jamás se conocieran, un continuo invierno. Todas las privaciones que a su pesar imponía el Tirano, o que con alevosía infligían sus oponentes en sus revueltas contra él, eran más duras de sobrellevar a causa del invierno, de los meses y meses de aguanieve y lodo escarchado que frustraban constantemente cualquier empresa.

El invierno convertía en aventuras temibles, desalentadoras, el movimiento de camiones, el tránsito, de mercancías, de tropas de uniforme pardo; por todas partes, grabándose en la memoria con trazos indelebles, había apretados corrillos y colas de refugiados, envueltos en andrajos contra el frío; los trenes detenidos, los aviones agazapados en tierra; las nuevas fronteras en donde filas y filas de vehículos enfangados, exhalando aire frío por los tubos de escape, esperaban para ser requisados por unos guardias abrigados hasta los dientes. La escasez de todo, la lucha sin cuartel, las dificultades e incertidumbres agravadas por el frío interminable, desolador. Y la sangre de los mártires y los reaccionarios coagulada sobre la nieve sucia de las plazas de la Ciudad.

En Bosquedelinde, la casona se sometía a las indignidades: el agua congelada en las cañerías anticuadas; todo un piso clausurado, el polvo frío amontonándose en sus cuartos deshabitados; los braseros negros y melancólicos acuclillados delante de las chimeneas de mármol; y, peor aún, las láminas de plástico claveteadas por primera vez con chinches, en docenas de ventanas, transformando cada día en un día de niebla.

Una noche, Fumo, al oír ruidos en el erial del huerto, salió a ver y sorprendió con su linterna a una criatura famélica, una alimaña larga, grisácea, los ojos inyectados en sangre, la boca echando baba, muerta de frío y de hambre. Un perro abandonado, sugirieron los demás, o algo por el estilo; pero sólo Fumo lo había visto, y Fumo dudaba.

Inviernos

Había un cacharro con agua encima de la estufa instalada en la antigua sala de música, para ayudar a impedir que la sequedad continuase agrietando el artesonado del cielo raso. Un gran cajón de madera, una chapuza de carpintería de Fumo, contenía la leña para alimentar el brasero, y entre ambos, la leñera y el brasero, conferían un aire «fiebre del oro» a la encantadora estancia. Rudy Torrente había talado los troncos, y se había talado a sí mismo en la operación: se había caído de bruces con la sierra de cadena todavía en la mano, y muerto antes de tocar el suelo que (eso contó Robin, que había cambiado mucho desde que presenciara la escena) había temblado cuando el cuerpo de Rudy chocó contra él. Sophie, cuando se levantaba de su silla junto a la mesa de juego para alimentar al insaciable Moloch, tenía la horrible o al menos extraña sensación de que eran pedazos de Rudy y no de su parcela de bosque lo que le echaba en las fauces.

Cincuenta y dos

El trabajo consumía a los hombres. No habían sido así las cosas cuando Sophie era joven. No sólo Robin, sino también Sonny Mediodía y muchos otros que en los viejos tiempos de prosperidad habrían tal vez abandonado las granjas que sus padres cultivaran, regresaban ahora, sospechando que, de no tener esos acres de tierra, no tendrían nada. Rudy, después de todo, había sido una excepción: para la vieja generación la vida había sido un horizonte de infinitas posibilidades, de cambios súbitos siempre para mejor, de libertad y bienestar. Los jóvenes veían las cosas de otra manera. Su lema era, tenía por fuerza que ser, la vieja consigna de Consumir, Agotar. Y esa norma se aplicaba en todos los ámbitos de la vida: Fumo, cumpliendo con su parte, había decidido rebajar los arrendamientos o mantenerlos en suspenso indefinidamente. Y la casa delataba ese estado de cosas: estaba, o parecía estar, consumiéndose. Sophie, ciñéndose la gruesa pañoleta, alzó un instante los ojos hacia la mano y el brazo esqueléticos que dibujaban las grietas a través del techo; luego volvió a estudiar las cartas.

Consumidos, agotados y nunca reemplazados. ¿Podía ser eso? Observó la figura que había formado.

Nora Nube le había legado a Sophie no sólo sus cartas, sino también su convicción de que cada figura formada con ellas era Comoquiera contigua con todas las demás, que configuraban, todas ellas, una sola geografía, o que narraban una sola historia, aunque esa historia pudiera leerse o interpretarse de muy distintas maneras según las circunstancias, lo cual la hacía parecer discontinua. Sophie, retomando la idea de Nube en el punto en que ella la dejara, la había llevado aún más lejos: si todo era una sola cosa, una pregunta formulada continuamente debería a la larga tener una respuesta total, por muy extensa y enciclopédica que fuese: debería dar el todo por respuesta. Si ella pudiese concentrarse lo bastante, continuar formulando adecuadamente la pregunta, y con las adecuadas variantes y matizaciones, sin dejarse distraer por las respuestas adventicias a las preguntas triviales no formuladas que se infiltraban furtivamente en las combinaciones..., sí, la angina de Fumo empeorará, el bebé de Lily será varón... entonces, quizá, podría llegar a obtenerla.

La pregunta de Sophie no era exactamente la que Ariel Halcopéndola había venido a hacerse responder, pero la súbita aparición de la mujer, su inoportunidad, le habían dado a Sophie el impulso para que empezara a intentar formularla. Halcopéndola no había tenido ninguna dificultad para localizar en las cartas los grandes acontecimientos que recientemente habían tenido lugar en el mundo, así como la razón de los mismos, y hasta su propio papel en ellos, separándolos de los hechos triviales y las intrigas con la habilidad de un cirujano que descubre y extirpa un tumor. La dificultad de Sophie, desde que comenzara la búsqueda de Lila, había consistido en que la pregunta y la respuesta, con estas cartas, le parecían siempre ser una misma cosa; todas las respuestas parecían ser sólo preguntas acerca de la pregunta, cada pregunta sólo una forma de la respuesta que ella buscaba. Su larga experiencia le había permitido a Halcopéndola sortear esta dificultad, y cualquier gitana echadora de buenaventuras hubiera podido explicarle a Sophie qué era lo que tenía que hacer para obviarla o eludirla; pero quizá, si alguien se lo hubiese explicado, ella no habría puesto tanto empeño durante años y años, durante largos inviernos, en inquirirla, y no estaría tan próxima a ser, como ahora se sentía, un gran diccionario o guía o almanaque de respuestas a su (estrictamente hablando incontestable) única pregunta.

Consumidos, uno a uno, y no reemplazados; muriéndose, en realidad, aunque ellos no podían morir, o al menos Sophie siempre había imaginado que no, no sabía por qué... ¿Podía ser eso? ¿O sería tan sólo un pensamiento invernal en un tiempo de penurias y escasez?

Nube había dicho: sólo tienes la impresión de que el mundo envejece y se consume, lo mismo que tú. Su vida es demasiado larga para que durante la tuya puedas sentirlo envejecer. Lo que aprendes a medida que tú envejeces es que el mundo es viejo, y que ha sido viejo durante muchísimo tiempo.

Bueno: de acuerdo. Pero lo que Sophie sentía que estaba envejeciendo no era un mundo, sino tan sólo sus habitantes; si había realmente un mundo que ellos habitaran, un mundo distinto de ellos, y que Sophie no podía ni siquiera imaginar..., pero como fuera, suponiendo que existiese un mundo así, viejo o joven, eso no tenía importancia, si de algo estaba segura Sophie era de que, por muy densamente pobladas que esos países hubiesen podido estar en los tiempos del doctor Zarzales o en los de Paracelso, ahora no lo estaban, no por cierto densamente y ni siquiera poblados en un sentido amplio; y, pensaba Sophie, sería posible al fin —¡pronto!— si no nombrarlos, al menos contarlos, y que el número no sería alto, dos dígitos apenas, posiblemente, probablemente. Lo cual (dado que todos los autores citados en la
Arquitectura
, así como cualesquiera otros que por una u otra causa se hubieran interesado en la cuestión, suponían que se contaban por millares, uno por lo menos por cada flor de campanilla y cada mata de espino) podía Comoquiera significar que, ahora, en los últimos tiempos, ellos se estaban consumiendo uno por uno, del mismo modo en que se consumían esos leños musculosos con que Sophie alimentaba el fuego; o desgastados, convertidos en piltrafas por los sufrimientos, las preocupaciones y la edad, y diseminados cual cenizas por el viento.

O reducidos por la guerra. La guerra era, o así lo había determinado Ariel Halcopéndola, la relación que había transformado el mundo o este Cuento (si es que había alguna diferencia) en algo tan triste, tan desesperanzador e incierto. Como todas las guerras, una cosa no deseada, y, no obstante ello, inevitable. Con pérdidas atroces, por lo menos del lado de ellos. Qué pérdidas —y de qué modo— podían haber infligido ellos, era algo que Sophie no podía imaginar... Guerra: ¿podía ser, entonces, que todo cuanto quedara de ellos fuese un último reducto de valientes, acorralado hasta el último hombre en una desesperada acción de retaguardia?

¡No! Era algo demasiado terrible de pensar. Que pudieran morir. Extinguirse. Sophie sabía (nadie mejor) que ellos nunca habían abrigado sentimientos de amor hacia ella, ni hacia ninguna criatura como ella. Ellos le habían robado a Lila, y aunque la intención no hubiera sido la de dañar a Sophie, tampoco lo habían hecho, presumiblemente, por el amor que sintieran por Lila, sino por sus propias razones. No, Sophie no tenía motivo alguno para quererlos, pero la sola idea de que pudieran morir, desaparecer del todo y para siempre, era tan insoportable como imaginar un invierno que no tuviese fin.

Y, sin embargo, ella creía que pronto podría contar a los pocos que quedaban.

Juntó el mazo y lo abrió en abanico frente a ella; luego extrajo una por una las figuras para que representaran a los que ella ya sabía, disponiéndolos en grupos con cartas bajas como sus séquitos, sus hijos, o sus agentes, hasta donde podía imaginarlos.

Uno para dormir y cuatro para las estaciones, tres para vaticinar los destinos, dos para ser Príncipe y Princesa, uno para llevar mensajes, no, dos para llevar mensajes, uno para ir y otro para volver... Era cuestión de discriminar las distintas funciones, saber cuáles correspondían a quiénes, y cuántos se necesitarían para realizarlas. Uno para traer los regalos, tres para repartir los regalos. Reina de Espadas, Rey de Espadas y Caballero de Espadas. Reina de Oros y Rey de Oros y diez cartas bajas por sus hijos...

¿Cincuenta y dos?

¿O era simplemente que al llegar a ese número (con la sola exclusión de los Arcanos Menores, la parte de la historia que ellos encarnaban) su mazo de cartas se agotaba?

Un ruido metálico, como si allá arriba en la buhardilla un juego de atizadores y tenazas hubiese rodado por el suelo, sonó de súbito por encima de su cabeza. Fumo, Fumo atareado con la orrería. Levantó la vista. Le pareció que la resquebrajadura del cielo raso se había alargado, pero ella dudaba de que eso hubiese sucedido realmente.

Tres para hacer las labores, dos para la música, uno para soñar los sueños. Metió las manos en las mangas. Pocos, en todo caso; no legiones. El plástico tenso contra la ventana era el pergamino de un tambor batido por el viento. Al parecer —era difícil saberlo— había empezado a nevar otra vez. Sophie, abandonando el recuento (no sabía aún lo suficiente; era inútil, y más aún en una tarde como ésta, hacer especulaciones cuando se sabía tan poco), recogió las cartas y las guardó, primero en el bolso, luego el bolso en el estuche.

Durante un rato se quedó allí sentada, escuchando los martillazos de Fumo, al principio indecisos, luego más insistentes, y por último resueltos, como si fuese un gong lo que golpeaba. Al fin cesaron y con el silencio retornó la tarde.

Llevar una antorcha

—El verano —dijo la señora MacReynolds alzando levemente la cabeza de la almohada— es un mito.

Las sobrinas y los sobrinos y los hijos que la rodeaban se miraron entre ellos dubitativamente pensativos o pensativamente dubitativos.

—En el invierno —prosiguió la moribunda anciana— el verano es un mito; un cotilleo, un rumor en el que no hay que creer.

Sus familiares se aproximaron y escrutaron el rostro delicado, los párpados temblorosos de la anciana. Tan ligero era el peso de su cabeza sobre la almohada que el peinado de los cabellos enjuagados al azul se mantenía intacto, pero de que éstas serían sus últimas palabras no podía caber ninguna duda: su contrato había expirado y esta vez no le sería renovado.

—Nunca —dijo, y durante un rato permaneció en silencio, en el limbo, mientras Auberon lucubraba: ¿Nunca me olvidéis? ¿Nunca quebrantéis la fe, nunca digáis morir, nunca, nunca, nunca?— Nunca deseéis —dijo—. Tan sólo esperad, esperad con paciencia. Desear es fatal. Todo llegará. —Ellos habían empezado a llorar, alrededor de la anciana señora, a hurtadillas porque a ella la habrían impacientado las lágrimas. —Sed felices —dijo, con voz más débil—. Adiós, señora MacR. Porque las cosas... las cosas que nos hacen felices... nos hacen sabios.

Una última mirada en torno. Una tensa cruzada con Frankie MacR., la oveja negra: él no olvidará este momento, una nueva página se abre para él. La música sube de tono. Muerta. Auberon saltó dos espacios, escribió tres asteriscos
in memoriam
a través de la página, y la sacó de la máquina.

—Listo —dijo.

—¿Listo? —dijo Fred Savage—. ¿Concluido?

—Concluido —dijo Auberon. Juntó y emparejó de una sacudida la veintena de páginas, torpes sus manos con esos guantes a los que les había recortado las puntas de los dedos, y las metió en un sobre—. Puedes llevarlo.

Fred cogió el sobre, lo insertó con gracia debajo de su brazo y con una burlona insinuación de saludo, se preparó para salir del Dormitorio Plegable.

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