Pqueño, grande (85 page)

Read Pqueño, grande Online

Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
11.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Por qué has tenido una vida triste? —preguntó sacando las cartas.

—¿Por qué? —dijo Sophie—. Porque te robaron a ti, en parte, principalmente...

—Oh, eso. Bueno, eso no importa.

—¿No importa? —Sophie se rió, llorando.

—No, eso sólo fue el principio. —Con sus manos pequeñas, empezó a barajar las cartas torpemente.— ¿No sabías eso?

—No. No. Yo pensaba... Creo que yo pensaba que aquello era el fin.

—Oh, qué tontería. Si no me hubieran robado yo no habría podido recibir mi Educación, y si no hubiese recibido mi Educación no podría haber venido ahora a traer la noticia; así que todo ha sido para bien, ¿no lo entiendes?

Sophie la observaba barajar las cartas, dejando caer algunas para recogerlas e insertarlas de nuevo en el mazo, en una especie de parodia de cuidadoso arreglo, y trataba de imaginar la vida que Lila había llevado, pero le era imposible.

—¿Y tú, Lila —preguntó—, me echabas de menos alguna vez?

Atareada, Lila se limitó a alzar un hombro.

—Toma —dijo, y le entregó el mazo a Sophie—. Ahora sigue tú.

Sophie cogió lentamente las cartas, y en ese momento, por un instante apenas, y por primera vez desde que había entrado en la alcoba, Lila pareció ver a Sophie, verla realmente.

—Sophie —dijo—, no estés triste. Las cosas son tanto más grandes de lo que tú piensas. —Puso una mano sobre la de Sophie.— Oh, hay una fuente allí..., o una cascada, no recuerdo bien, y te puedes bañar en ella..., es tan transparente y tan tan fría y... todo es tanto más grande de lo que tú piensas.

Bajó de un salto de la cama.

—Y ahora, duerme —dijo—. Yo tengo que marcharme.

—¿Marcharte? ¿Adonde? No, Lila, yo no voy a dormir.

—Vas a dormir —dijo Lila—. Ahora puedes porque yo estoy despierta.

—¡Oh! —Apoyó lentamente la cabeza sobre las almohadas que Lila había ahuecado para ella.

—Porque —dijo Lila, otra vez con su secreto en su sonrisa— yo te había robado el sueño, pero ahora yo estoy despierta y tú puedes dormir.

Exhausta, Sophie apretó las cartas contra su pecho.

—¿Adonde? —dijo—. ¿Adonde te irás? Está obscuro y hace frío.

Lila tembló, pero sólo respondió:

—Tú duerme. —E irguiéndose de puntillas junto a la cama, apartó de la mejilla de Sophie los rizos claros y la besó con dulzura.— Duerme.

Cruzó el cuarto sin hacer ruido y tras una última mirada a su madre por encima del hombro, salió al corredor frío y silencioso, y cerró la puerta.

Desde la cama, Sophie permaneció con los ojos fijos en la puerta cerrada, en el vacío que Lila acababa de dejar. Con un siseo y un plop se apagó la tercera bujía. Siempre apretando las cartas, Sophie se zambulló poco a poco bajo las mantas y los edredones, pensando... o no pensando tal vez sino sólo sintiendo... sintiendo que en algo Lila le había estado mintiendo, al menos engañándola con respecto a algo: sí, pero ¿con respecto a qué?

Duerme.

Sophie estaba pensando y pensar era como respirar con la mente: ¿con respecto a qué? Eso era lo que estaba respirando cuando —mientras su alma dejaba escapar un gritito de felicidad que casi la despierta— supo que dormía.

No todo ha acabado

Auberon, bostezando, echó ante todo una ojeada al correo que Fred Savage le había traído del centro la noche anterior.

«Estimado Mundo en Otraparte» —escribía con tinta azulverdosa una señora—, «le escribo esta carta para hacerle una pregunta que me atormenta desde hace tiempo. Quisiera saber, si fuera posible,
dónde queda esa casa en la que viven los MacReynolds y los otros
. No lo molestaría con esta carta si no fuera porque me resulta absolutamente imposible imaginarla. Cuando vivían en Shady Acres (¡hace añares!) me la podía imaginar con relativa facilidad, pero este otro sitio al que ahora han ido a parar, me es imposible imaginarlo. Por favor, déme usted alguna idea. No puedo pensar en ninguna otra cosa». Firmaba: «Esperanzadamente suya», y agregaba un
post scriptum
: «Prometo sinceramente no
molestar
a nadie». Auberon miró el sello postal..., una población del Lejano Oeste..., y la tiró a la papelera.

Y él se preguntó: ¿para qué demonios se había despertado tan temprano? No para leer la correspondencia. Echó una ojeada al reloj pulsera de esfera cuadrada que heredara del doctor, que estaba sobre la repisa de la chimenea. Ah, sí, para ordeñar. Toda esa semana. Estiró distraídamente las mantas de la cama, puso una mano debajo de la barandilla de los pies, exclamó
«Arriba»
y la transformó como por arte de birlibirloque en un viejo guardarropa con un espejo de luna en el frente. El clic con que culminaba el ensamblaje en la posición vertical siempre se le antojaba un suspiro de satisfacción.

Viendo por la ventana que caía una ligera nevada, eligió un par de botas altas, y un jersey grueso. Bostezando de nuevo (¿tendría café George? Esperanzadamente suyo) se puso el sombrero y, pisando fuerte, salió del Dormitorio Plegable, cerró tras él las puertas y, cruzando el pasillo, bajó por la escalera, salió por la ventana, de nuevo abajo por la escalera de incendio, y de allí al vestíbulo a través del boquete de la pared, y de allí a la escalera que descendía hasta la cocina de la familia Ratón.

Al llegar al pie se topó con George.

—Esto sí que no lo querrás creer —dijo George.

Auberon se detuvo y esperó, pero George no dijo nada más. Tenía el aire de quien había visto un fantasma: Auberon reconoció ese aire, pese a que nunca había visto antes a alguien que hubiese visto un fantasma. O el aire de un fantasma, si los fantasmas pueden parecer azorados, abrumados por emociones contradictorias y desconcertados.

—¿Qué? —preguntó.

—No. No lo vas a creer. —Estaba en calcetines, con una bata acolchada de boxeador. Tomó a Auberon de la mano y lo empezó a arrastrar por el pasillo hacia la puerta de la cocina.

—¿Qué? —preguntó una vez más Auberon. La espalda del batín de George decía que pertenecía al Yonkers A.C.

Al llegar a la puerta, que estaba entreabierta, George se volvió a Auberon.

—Ahora, por amor de Dios —murmuró, implorante—, no vayas a decir una sola palabra de, bueno, de esa historia. La historia que te conté... de... —miró de reojo la puerta entreabierta— Lila. —Dijo, o más bien no dijo el nombre, sólo lo formó con los labios, silenciosa, exageradamente, con un temeroso guiño de advertencia.

Acto seguido abrió de par en par la puerta.

—Mira —dijo—. Mira, mira —como si Auberon pudiera no mirar—. Mi hija.

La niña estaba sentada en el borde de la mesa, y balanceaba en el aire de atrás para adelante las desnudas piernas cruzadas.

—Hola, Auberon —dijo—. Te has hecho mayor.

Auberon, con una sensación como de bizquera en el alma pero mirando a la niña con firmeza, palpó el lugar de su corazón en que estaba guardada su Lila imaginaria. Seguía allí.

Entonces ésta era...

—Lila —dijo.

—Mi hijita. Lila —dijo George.

—Pero, ¿cómo?

—No me preguntes cómo —dijo George.

—Es una larga historia —dijo Lila—. La historia más larga que conozco.

—Hay una asamblea en preparación —dijo George.

—Un Parlamento —dijo Lila—. He venido a decíroslo.

—Ha venido a decírnoslo.

—Un Parlamento —dijo Auberon—. ¿Qué demonios?

—Escucha, hombre —dijo George—. No me lo preguntes a mí. Yo bajaba para preparar un poco de café, cuando oí que llamaban a la puerta...

—Pero, ¿por qué —preguntó Auberon—, por qué es tan joven?

—¿A mí me lo preguntas? Así que me asomé, y ahí estaba esta chiquilla, esperando en la nieve...

—Es que debería ser mucho mayor.

—Es que ha estado durmiendo. O algo por el estilo. Yo qué sé. De modo que abrí la puerta...

—Todo esto es más bien difícil de creer —dijo Auberon.

Lila, con las manos enlazadas sobre la falda, había estado mirando ora a uno, ora al otro, sonriendo a su padre una sonrisa de amorosa alegría y a Auberon una de astuta complicidad. Ahora los dos habían callado y la miraban. George se acercó a ella. Su rostro reflejaba una ansiosa, maravillada felicidad, como si él mismo acabara de empollar a Lila.

—Leche —dijo, chasqueando los dedos—. ¿Qué te parecería un buen vaso de leche? A los niños les gusta la leche, ¿verdad?

—No puedo —dijo, riéndose de su solicitud—. No puedo aquí.

Pero ya George había sacado de la nevera un bote de jalea y un jarrito de leche de cabra.

—Seguro —dijo—. Leche.

—Lila —dijo Auberon—. ¿Adonde quieres tú que vayamos?

—Adonde se celebrará la reunión —dijo Lila—. El Parlamento.

—Pero ¿dónde? ¿Por qué? ¿Qué...?

—Oh, Auberon —dijo Lila, impaciente—. Ellos os explicarán todo eso cuando vayáis. Tenéis que ir.

—¿Ellos?

Lila alzó los ojos al cielo en un gesto de fingida estupefacción.

—Oh, vamos —dijo—. Sólo tenéis que daros prisa, sólo eso, para no llegar tarde...

—Nadie va a ir a ninguna parte ahora —dijo George, poniendo en las manos de Lila el jarro de leche. Ella lo observó un momento con curiosidad, y lo puso sobre la mesa—. Ahora has vuelto y eso es fabuloso, de dónde ni cómo, no lo sé, pero estás aquí sana y salva, y aquí nos quedaremos.

—Oh, pero es que
debéis
ir —dijo Lila, asiendo la manga del batín de George—. Tenéis que ir. Porque si no...

—¿Si no? —preguntó George.

—No terminará bien —dijo Lila en voz baja—. El Cuento —añadió, en voz aún más queda.

—Oho —dijo George—. Oho, el Cuento. Bueno. —Se plantó delante de ella con los brazos en jarras, meneando con aire escéptico la cabeza, pero sin saber qué decir.

Auberon los observaba, padre e hija, y pensaba:
No todo ha acabado, entonces
. Eso era lo que había empezado a pensar no bien entró en la vieja cocina, o más bien no a pensar sino a saber, a saber por cómo se le erizaban los cabellos de la nuca, la multitud de extraños sentimientos, la sensación de que los ojos le bizqueaban y de ver sin embargo más claro que nunca. No todo terminado: durante largo tiempo él había vivido en un cuarto pequeño, un dormitorio plegable, y lo había explorado en cada uno de sus recovecos, había llegado a conocerlo como sus propias entrañas, y había decidido: esto está muy bien, esto bastará, aquí se puede vivir una especie de vida, aquí hay una silla junto al fuego y una cama para dormir y una ventana para asomarse a mirar; y si era opresivo, sofocante, el hecho de que fuera hasta tal punto sensato, razonable, compensaba ese defecto. Y ahora, era como si hubiese bajado el frente azogado del guardarropa y encontrado, no una cama tendida con sábanas remendadas y un viejo edredón, sino un portal, un navio levando anclas con las velas tendidas, un amanecer ventoso y una avenida sombreada por árboles altos que desaparecían de la vista en lontananza.

Lo cerró, atemorizado. Él había tenido su aventura. Él había transitado por sendas maravillosas, y no sin buenas razones las había abandonado. Se levantó, y fue pesadamente hasta la ventana. Las cabras, no ordeñadas, balaban quejosas en su apartamento.

—No —dijo—. Yo no iré, Lila.

—Pero si ni siquiera sabes las
razones
—dijo Lila.

—No me importa.

—¡La Guerra! —dijo Lila—. ¡La Paz!

—No me importa. —De ahí él no se movería. Si el mundo entero pasara a su lado en marcha hacia allá (y era probable que lo hiciera) él no lo echaría de menos; o tal vez sí, tal vez lo echara de menos, pero era preferible eso a vivir con el alma entre los dientes, a lanzarse de nuevo en ese mar, ese mar Deseo, ahora que había escapado de él y encontrado una orilla. Nunca.

—Auberon —dijo Lila en voz baja—, Sylvie estará allá.

Nunca. Nunca, nunca, nunca.

—¿Sylvie? —dijo George.

—Sylvie —dijo Lila.

Como ninguno de los dos parecía tener nada más que decir, y el silencio se prolongaba, Lila dijo, al fin: —Ella me pidió que os lo dijera.

—¡No es verdad! —dijo Auberon, volviéndose hacia ella—. ¡No es verdad, es mentira! ¡No! No sé por qué quieres engañarnos, no sé por qué ni para qué has venido, pero tú dirás cualquier cosa, ¿no? ¡Cualquier cosa menos la verdad! Igual, igual que todos ellos, porque a ti
no te importa
. No, no, tú eres tan perversa como ellos, tan perversa como esa Lila que George hizo volar, ésa, la falsa.

—Oh, gran Dios —dijo George alzando los ojos al cielo—. Esto sí que es espantoso.

—¿La voló? —dijo Lila, mirando a George.


No fue culpa mía
—dijo George, fulminando a Auberon con la mirada.

—Así que fue eso lo que le pasó —dijo Lila, con aire pensativo. Acto seguido se echó a reír—. ¡Oh, ellos se pusieron furiosos! Cuando las cenizas se dispersaron. Era viejísima, varias veces centenaria, la última que les quedaba. —Con un revuelo de la falda saltó de la mesa.— Ahora tengo que marcharme —dijo, y fue hacia la puerta.

—No —dijo Auberon—. Espera.

—¡Marcharte! No —dijo George, y la cogió por el brazo.

—Es que hay tanto que hacer —dijo Lila—. Y aquí todo está arreglado, así que... Oh —dijo—. Me olvidaba. Vuestro camino es casi todo a través del bosque, así que será mejor que llevéis un guía. Alguien que conozca los bosques, y pueda orientaros. Llevad una moneda, para el barquero; y abrigaos bien. Hay montones de puertas, pero algunas son más rápidas que otras. ¡No os demoréis, o llegaréis tarde al banquete! —Estaba ya en la puerta, pero dio media vuelta para echarse de un salto en los brazos de George. Le rodeó el cuello con sus bracitos dorados, le besó las enjutas mejillas, y saltó de nuevo al suelo.— Va a ser tan, tan divertido —dijo; miró a los dos una vez más, con una sonrisita en los labios de simple picardía y placer, y se escabulló. George y Auberon oyeron el tap-tap de sus pies descalzos sobre el viejo linóleo del pasillo, pero no oyeron abrirse, ni cerrarse, la puerta de la calle.

De una percha de sombreros desvencijada George descolgó un sombrero y su gabán, se los puso, se calzó las botas, y fue hasta la puerta, pero cuando llegó a ella pareció haber olvidado para qué o por qué se disponía a salir con tanta prisa. Miró en torno, y al no encontrar ninguna clave, fue a sentarse a la mesa.

Lentamente Auberon fue y se sentó frente a George, y así estuvieron los dos, un tiempo en silencio, y por momentos sobresaltándose, pero sin ver nada, en tanto una cierta luz o significación iba desapareciendo de la cocina, devolviéndola a su vulgaridad, transformándola una vez más en una simple cocina en la que se preparaban potajes y se bebía leche de cabra y donde dos solterones, galocha contra galocha, holgazaneaban sentados frente a frente, con todas las faenas aún sin empezar.

Other books

Personal injuries by Scott Turow
Best New Werewolf Tales (Vol. 1) by Wilson, David Niall; Lamio, Michael; Newman, James; Maberry, Jonathan; Everson, John; Daley, James Roy
No Place for Nathan by Casey Watson
The Longest Winter by Mary Jane Staples
Atlantis Betrayed by Day, Alyssa
Bear Meets Girl by Shelly Laurenston
Death by the Dozen by McKinlay, Jenn