—Porque, ¿sabes?, he conocido a ese hombre —dijo, bajos los ojos, súbitamente tímida al sentir el calor que le florecía en el corazón—. Y yo lo quiero y...
—¿Es rico? —preguntó La Negra.
—No lo sé. Creo que su familia, más o menos.
—Entonces —dijo su tía—, quizá él es tu Destino.
—Ay,
Tití
—dijo Sylvie—. No es
tan
rico.
—Bueno...
—Pero yo lo amo, y no quiero ningún Destino que pueda venir a arrebatarme, y a separarme de él.
—Ay, no —dijo La Negra—, porque ¿dónde iría a parar? ¿Si saliera de ti?
—Yo no sé —dijo Sylvie—. ¿No podríamos tirarlo tranquilamente a la basura?
La Negra, con los ojos redondos de espanto, meneó lentamente la cabeza. De pronto, Sylvie se sintió aterrorizada y estúpida a la vez. ¿No hubiera sido más sencillo dejar, pura y simplemente, de creer que había un Destino para ella, a creer que el amor era un destino tan alto como el que cualquier persona podía ambicionar o tener, y que ella lo tenía? ¿Y si con brujerías y potingues no sólo no se lo sacara de encima sino que, por el contrario, lo enconara contra ella, o lo agriara, y le costara incluso su amor?
—Yo no sé, no sé —dijo—. Lo único que sé es que lo quiero y que con eso me basta; quiero estar con él, y ser buena con él, y guisarle arroz y frijoles y tener sus bebés... y seguir así y así para siempre.
—Haré lo que me pides —dijo La Negra en una voz tan baja que no parecía la suya—. Cualquier cosa que me pidas.
Sylvie la miró, y un
frisson
de magia espeluznante le trepó por la médula. La vieja negra continuaba sentada en su sillón como un cuerpo inerte, y aunque sus ojos no se apartaban de Sylvie, no parecían verla.
—Bueno —dijo Sylvie, dubitativa—, como aquella vez, o sea cuando fuiste a nuestra casa y encerraste los malos espíritus en un coco, y lo echaste a rodar hasta la puerta. Y después por el pasillo y a la basura. —Le había contado esta historia a Auberon, desternillándose junto con él de la risa, pero aquí no sonaba divertida.—
Titi
—dijo, pero su tía (aunque seguía sentada en el sillón tapizado de plástico) ya no estaba allí.
No, a un Destino no se lo podía meter en un coco, era demasiado pesado; no se podía eliminarlo con ungüentos ni quitárselo de encima lavándolo con infusiones de hierbas; estaba profundamente enraizado. La Negra, si fuera a hacer lo que Sylvie le ordenaba, siempre y cuando su viejo corazón pudiese resistirlo, tendría que extraerlo de Sylvie y tragárselo. Y ante todo, ¿dónde estaba? Se aproximó con pasos cautelosos al corazón de Sylvie. Ella conocía la mayor parte de esas puertas: amor, dinero, salud, hijos. Ese otro portal, entreabierto, ella no lo conocía.
—Bueno, bueno —dijo, mortalmente asustada de que el Destino, cuando lo forzara a salir de Sylvie, fuera a abalanzarse sobre ella y matarla o transformarla en algo tan horrendo que acaso más le valiera morir. Sus espíritus guías, cuando ella se volvió para consultarlos, habían huido despavoridos. Y, no obstante, tenía que hacer lo que Sylvie le había ordenado. Apoyó la mano sobre la puerta y empezó a abrirla, atisbando del otro lado una luminosidad dorada, de pleno día, escuchando una ráfaga de viento, o el murmullo de una multitud de voces.
—¡No! —gritó Sylvie—. No, no, no, yo estaba equivocada, ¡no!
Con un golpe seco, el portal se cerró. La Negra, presa de un vértigo desolador, se desplomó una vez más en su silla, en el minúsculo apartamento. Sylvie la sacudió.
—¡Lo quiero de vuelta! ¡Lo quiero de vuelta! —gritaba. Pero jamás había salido de ella.
La Negra, recobrándose, se golpeaba con la mano el pecho jadeante.
—No se te ocurra volver a hacer esto nunca más, criatura —dijo—. Podrías matar a una persona.
—Lo siento, lo siento tanto —dijo Sylvie—. Pero fue sólo un error, un tremendo error...
—Descansa, descansa —dijo La Negra, todavía inmóvil en su asiento, viendo cómo Sylvie se ponía de prisa su abrigo—. Descansa. —Pero Sylvie sólo quería escapar de esa habitación, donde las corrientes poderosas de la brujería parecían entrecruzarse y estallar alrededor de ella como relámpagos; estaba arrepentida hasta la desesperación de haber tenido siquiera la idea de dar ese paso, de esperar contra toda esperanza que su estupidez no hubiese dañado su Destino, o lo hubiese enconado contra ella, o despertado del todo, por qué, por qué no lo habría dejado dormir tranquilamente donde estaba, en paz, sin molestar a nadie... Su invadido corazón le golpeteaba, acusador, dentro del pecho; abrió con dedos trémulos su bolso, buscando el rollo de billetes que había traído para pagar esa descabellada operación.
La Negra retrocedió ante los billetes de Sylvie como si fueran a morderla. Si Sylvie le hubiese ofrecido monedas de oro, hierbas potentes, un medallón dotado de poderes, un libro de secretos, ella los habría aceptado: había soportado la horrible prueba, y algo merecía, sí, pero no sucios billetes para comprar comida, no un dinero que había pasado por mil manos.
Ya fuera, en la calle, mientras se alejaba a prisa del lugar, Sylvie pensaba: estoy bien, estoy bien, y esperaba que fuese cierto, claro que podía hacerse arrancar su Destino; también podía cortarse la nariz. No, estaba en ella para siempre, todavía lo llevaba consigo, y si el saberlo no la alegraba, la alegraba al menos el saber que no se lo habían sacado: y aunque era poco aún lo que sabía de él, una cosa había aprendido cuando La Negra había intentado abrirla, una cosa que la hacía huir precipitadamente, buscando una estación de metro que la llevase al centro de la Ciudad: había sabido que, fuese cual fuere su Destino, Auberon estaba en él. Y que, por supuesto, si no estuviera en él, ella no lo querría para nada.
Todavía aturdida, La Negra se levantó pesadamente de su sillón. ¿Había sido realmente ella? No podía ser ella, no ella en carne y hueso, no a menos que todos los cálculos de La Negra hubieran estado equivocados; sin embargo, allá encima de la mesa estaban las frutas que ella había traído, y los dulces a medio comer.
Pero si era ella la que había estado con La Negra hacía un rato, ¿quién era, entonces, la que en todos esos años había ayudado a La Negra en sus rezos y hechizos? Si ella aún estaba aquí, no transfigurada aún, en la misma Ciudad en que habitaba La Negra, ¿cómo, entonces, invocada por La Negra, pudo haber curado, y dicho verdades, y reunido amantes?
Fue hasta la cómoda y retiró el trozo de seda negra que cubría la imagen que ocupaba el centro en el altar de sus espíritus. Esperaba a medias que hubiese desaparecido, pero no, allí estaba: una fotografía vieja y resquebrajada, un apartamento muy parecido a éste, en el que estaba La Negra: una fiesta de cumpleaños, y una chiquilla flacucha de tez morena y trencitas sentada (sin duda sobre una voluminosa guía telefónica) detrás de su tarta, una corona de papel en la cabeza, los ojos inmensos fascinados y misteriosamente sabios.
¿Tan vieja estaría ella?, se preguntó La Negra, que ya no era capaz de distinguir el espíritu de la carne, las visitas de las visitaciones. Y si así fuera, ¿qué podía ello augurar para sus prácticas?
Encendió otra vela y la puso en el vaso rojo.
Muchos años antes George Ratón le había mostrado la Ciudad al padre de Auberon, haciendo de él un hombre de Ciudad; ahora Sylvie hacía lo mismo con Auberon. Pero ésta era una Ciudad distinta. Las dificultades que habían ido surgiendo en todas partes, incluso en los planes mejor elaborados de los hombres, el inexplicable pero Comoquiera inevitable fracaso que parecía viciar sus múltiples proyectos, era en la Ciudad donde se manifestaban con más despiadada intensidad, y era allí donde más dolor y furia provocaban, la furia permanente que no viera Fumo, pero que Auberon veía en casi todas las caras de la Ciudad.
Porque la Ciudad, aún más que la Nación, vivía del Cambio: rápido, implacable, siempre para mejor. El Cambio era la savia vital de la Ciudad, el espíritu que alentaba todos los sueños, el poder que corría por las venas de los hombres del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, el fuego que mantenía en permanente hervor el caldo del bienestar, la actividad frenética y la satisfacción. La Ciudad a la que había venido Auberon era, sin embargo, una Ciudad de ritmos lentos. Los vertiginosos torbellinos de la moda habían languidecido; las grandes olas de iniciativa se habían convertido en un lago estancado. La depresión permanente contra la cual luchaban, sin conseguir revertirla, los miembros del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, había comenzado con ese frenazo chirriante y laborioso, ese inusitado y aplastante sopor de la Ciudad capital, y se expandía desde ella hacia fuera en lentas ondas de cansado agotamiento para entumecer a la república. Salvo en los aspectos más triviales (y tan constantemente y tan en vano como siempre), la Ciudad había cesado de cambiar: la Ciudad que Fumo había conocido había cambiado radicalmente, había cambiado porque había cesado de cambiar.
Sylvie, a partir de las envejecidas moles, creaba para la imaginación de Auberon una Ciudad que habría sido de todos modos distinta de la que George edificara para Fumo. Un terrateniente, aunque insólito por cierto, y un miembro tradicional, incluso fundador (por parte de su abuelo) de las grandes familias promotoras del Cambio, George Ratón percibía la decadencia de su adorada Manzana, y a veces lo amargaba, y a veces lo indignaba. Pero Sylvie descendía de otra casta, de la que fuera en tiempos de Fumo el obscuro envés de un sueño prodigioso, y que era ahora (aunque sacudida aún por la violencia y la desesperación) su enclave menos deprimido. Las últimas calles alegres de la Ciudad eran aquellas en que la gente había estado siempre a merced de los instigadores del Cambio, y que ahora, en medio de la decadencia y estancamiento e irremediable caos de todos los demás, vivían como siempre: a la buena de Dios, al día, y al compás de la música.
Sylvie lo llevaba a los apartamentos pulcros y atestados de sus parientes, donde él se sentaba sobre las fundas de plástico de muebles estrafalarios y donde le ofrecían vasos de soda sin hielo (no es bueno enfriar la sangre, pensaban ellos) sobre platillos, y dulces incomibles, y oía cómo ellos lo ponderaban en español: un buen marido, pensaban, para Sylvie, y aunque ella objetaba el honorífico, ellos lo seguían usando por mor de la decencia. Lo confundían los innumerables, y para su oído tan similares, diminutivos que empleaban al hablar entre ellos. A Sylvie, por razones que ella recordaba pero que nunca atinaba a explicar, la llamaban Tati algunos miembros de su familia, una rama que incluía a la tía negra, que no era una tía verdadera, la que le había leído el Destino a Sylvie, la tía a quien llamaban La Negra. Tati, en boca de algún niño, se había transformado en Tita, un sobrenombre que también le había quedado, y que a su vez se había transformado (un diminutivo maravilloso) en Titania. Con frecuencia, Auberon ignoraba que el tema de las anécdotas que le contaban en un inglés champurreado y desopilante era su amada bajo otro nombre.
—Ellos piensan que eres fenomenal —le dijo Sylvie, ya en la calle, después de una visita, su mano hundida en el bolsillo del gabán de Auberon, donde él la había cogido buscando su calor.
—Bueno, ellos también son muy simpáticos...
—Pero
papo
, lo incómoda que me sentí cuando plantaste los pies encima de esa... esa cosa... esa especie de mesa de café.
—¡Oh!
—Eso estuvo muy mal. Todo el mundo lo notó.
—Bueno —dijo él, amoscado—, ¿por qué demonios no me dijiste algo? Es que en casa poníamos cualquier cosa encima de los muebles, y aquéllos eran... —Calló antes de decir
y aquéllos eran muebles
, muebles de verdad, pero ella le oyó decirlo.
—Yo traté de decírtelo. Te miraba fijo. Te das cuenta de que no podía decirte, eh, quita de ahí las patas. Ellos pensarían que te trato como Titi Juana trata a Enrico. —Enrico era un marido al que su mujer tenía en un puño, el blanco de todas las pullas.— Es que tú no sabes lo que les cuesta a ellos conseguir esas cosas horrendas —dijo ella—. Lo creas o no, cuestan mucho esos muebles.
Anduvieron un rato en silencio, empujados por un viento cruel.
Muebles
, pensaba Auberon, «movibles», extraña lengua de sonido tan formal para gente como ellos.
—Son todos locos —dijo Sylvie—. O sea, algunos están locos locos, pero son todos locos.
Él sabía que ella, pese al inmenso cariño que les profesaba, trataba desesperadamente de escapar de la larga y casi jacobina tragicomedia que era la vida cotidiana de su intrincada familia, cargada como estaba de locura, farsa, amor corrosivo, incluso asesinatos, y hasta de fantasmas. Por las noches ella solía dar vueltas y vueltas en la cama y gritar angustiada imaginando cosas terribles que podrían acontecerle, o le habían acontecido ya a uno u otro de esa multitud de personas propensas a sufrir accidentes; y a menudo —pese a que Auberon las desechaba como simples terrores nocturnos (porque nada, absolutamente nada, que él supiera, había ocurrido jamás en su familia que pudiera llamarse terrible)— las alucinaciones que la atormentaban no distaban mucho de la realidad.
Ella odiaba que ellos estuvieran en peligro; odiaba estar tan ligada a ellos: su propio Destino, en medio de las confusiones irremediables en que ellos se debatían, brillaba como una antorcha rutilante, siempre a punto de extinguirse, lentamente o de un soplo, pero encendida aún.
—Necesito un café —dijo él—. Algo caliente.
—Yo necesito un trago —dijo ella—. Algo fuerte.
Al igual que todos los enamorados, pronto habían montado (como en un escenario giratorio) los lugares en que se representaban, alternativamente, las escenas de su drama: un pequeño merendero ucraniano, donde el té era negro y también el pan; el Dormitorio Plegable, desde luego; un vasto y melancólico teatro con ornatos egipcios incrustados donde las películas eran baratas y renovadas con frecuencia y duraban hasta la madrugada; el Mercado del Buho Nocturno; el Bar y Grill del Séptimo Santo.
La gran virtud del Séptimo Santo, amén del precio de las bebidas y de estar tan próximo a la Alquería del Antiguo Fuero, a sólo una parada de metro, era sus inmensos ventanales, casi desde el suelo hasta el cielo raso, en los que, como en una linterna mágica o la pantalla de un cinematógrafo, se reflejaba la vida que discurría por la calle. El Séptimo Santo debió de ser en tiempos un lugar más bien dispendioso, porque ese muro de cristal había sido teñido a todo coste de un cálido y suntuoso color miel que, a la vez que agregaba a la escena contornos de irrealidad, suavizaba en el recinto, como gafas ahumadas, la intensidad de la luz. Era como estar en la caverna de Platón, le decía Auberon a Sylvie, que lo escuchaba disertar sobre el tema; o más bien lo miraba hablar, fascinada por su extrañeza. Le encantaba escuchar, pero su mente divagaba.