Mas ¡ved si habían tenido éxito sus afanes! Cierto día de noviembre, un año después de que el niño Auberon persiguiera hasta el obscuro corazón del bosque a la Lila imaginaria, y la perdiera, en un lugar muy distinto y distante la señora Sotomonte medía con ojo avezado la longitud áurea de la Lila real. Era, a los once años recién cumplidos, tan alta como la encorvada señora Sotomonte: sus ojos de un claro azul añil, límpidos como el agua de un arroyuelo, estaban a la misma altura que los viejos ojos que la estudiaban.
—Muy bien —dijo—, muy, muy bien. —Rodeó con sus dedos las delgadas muñecas de Lila. Le alzó la barbilla y sostuvo debajo de ella un botón de oro. Midió con el pulgar y el índice la distancia entre aréola y aréola en tanto Lila se reía a carcajadas porque le hacía cosquillas. La señora Sotomonte también se reía, complacida consigo misma y con Lila. No había ni una sombra de moho en la piel tersa, como de porcelana, de la niña, ni un solo rastro de ausencia en su mirada. Tantas veces la señora Sotomonte había visto a esas criaturas, a esos trocadiños, echarse a perder, desgastarse y palidecer, hasta quedar convertidos, a la edad de Lila, en meros guiñapos de añoranzas vagas, e inservibles ya del todo y para siempre... La señora Sotomonte se congratulaba de haber tomado la crianza de Lila bajo su tutela. ¿Que la había extenuado hasta dejarla hecha poco menos que una piltrafa? El resultado no podía ser mejor, y pronto habría eones de tiempo para descansar.
¡Descansar! Se enderezó. Necesitaría fuerzas para llegar al final.
—A ver, niña —dijo—. ¿Qué fue lo que aprendiste de los osos?
—A dormir —respondió Lila con cierto recelo.
—A dormir, eso es —dijo la señora Sotomonte—. Ahora...
—No me gusta dormir —dijo Lila—. Por favor.
—¿Cómo puedes saberlo hasta que no lo hayas probado? Bien a gusto que parecían estar los osos.
Lila, enfurruñada, volteó de un puntapié un escarabajito obscuro que le cruzaba por el empeine y lo volvió a poner patas abajo. Pensó en los osos dormidos en la abrigada madriguera, tan vacíos de recuerdos como la misma nieve. La señora Sotomonte, que como naturalista que era, conocía por su nombre a muchísimas criaturas, se los había presentado: Joe, Pat, Martha, John, Kathie, Josie y Nora. Pero ellos, sin responder siquiera, habían seguido resoplando todos a la par, inhalando y exhalando y volviendo a inhalar ruidosas bocanadas de aire. Lila, que desde la noche en que se despertara en la obscura casa de la señora Sotomonte no había cerrado nunca los ojos a no ser para pestañear o para jugar al escondite, se había quedado allí aburrida y asqueada, con los siete dormilones que parecían siete sofás en su estúpida indiferencia. Sin embargo, había aprendido la lección de los osos; y cuando la señora Sotomonte volvió por ella en la primavera, la había aprendido tan bien que la señora Sotomonte, en premio, le había mostrado los leones marinos que dormían mecidos por las olas en las aguas boreales, y los albatros dormidos sobre sus alas en los cielos australes: ella no había dormido aún, pero al menos sabía cómo hacerlo.
Ahora, sin embargo, el momento había llegado.
—Por favor —dijo Lila—. Dormiré, si es preciso, pero...
—No hay ni peros que valgan —dijo la señora Sotomonte—. Hay momentos que se van y momentos que llegan. Esta vez el momento ha llegado.
—Bueno —dijo Lila, desesperada—. ¿Puedo dar las buenas noches a todos con un beso?
—Eso llevaría años.
—Hay cuentos para dormir a los niños —dijo Lila, alzando la voz—. Quiero uno.
—Todos lo que yo conozco están en éste, y en éste es ahora el momento en que te duermes. —Siempre pensando, la niña cruzó lentamente los brazos: no iba a darse por vencida. Y al igual que cualquier abuela ante la intransigencia, la señora Sotomonte se preguntó cómo podría ceder, con dignidad, para no ensoberbecer a la niña.— Muy bien —dijo—. No tengo tiempo para discutir. Hay una gira que pensaba hacer, y si prometes que te portarás bien y que después dormirás tu siesta, te llevaré conmigo. Podría ser educativa...
—¡Oh, sí!
—Y al fin al cabo la educación era lo importante...
—¡Claro!
—Bueno pues. —Viéndola tan exaltada, la señora Sotomonte sintió por primera vez una especie de piedad por la niña, piedad de que tuviera que pasar tanto tiempo aprisionada entre las lianas y los zarcillos del sueño, tan inmóvil como los muertos. Se levantó.— Y ahora ¡escúchame bien! Por mucho que hayas crecido, te agarrarás bien fuerte de mí, y no se te ocurra tocar ni comer nada de cuanto veas. —Lila se había puesto en pie de un salto, su desnudez pálida y luminosa como un cirio en la vieja casa de la señora Sotomonte.— Ponte esto —prosiguió, mientras sacaba de entre sus ropas una pequeñísima hoja verde de tres puntas, la lamía con su lengua rosada y la pegaba sobre la frente de Lila— y verás lo que yo te diga que veas. Y me parece... —Fuera de la casa sonó un pesado batir de alas y una sombra larga y quebrada pasó por las ventanas.— Creo que podemos partir. No necesito decirte —añadió, alzando un dedo admonitor— que, pase lo que pase, veas a quien veas, no hablarás con nadie, con nadie en absoluto. —Y Lila asintió, solemnemente.
La cigüeña que las transportaba surcaba rauda los cielos sobrevolando fugitivos paisajes de noviembre grises y melancólicos, aunque acaso, Comoquiera, en otras latitudes, ya que Lila, desnuda y a horcajadas sobre su lomo, no sentía ni frío ni calor. Fuertemente sujeta con las manos a la gruesa capa de la señora Sotomonte, y con las rodillas a los hombros palpitantes de la cigüeña, las plumas tersas y untuosas eran suaves y resbaladizas bajo sus muslos. Con los golpecitos ligeros de una vara, aquí, allá, la señora Sotomonte guiaba a la cigüeña arriba, abajo, derecha e izquierda.
—¿Adonde vamos primero? —preguntó Lila.
—Allá —dijo la señora Sotomonte, y la cigüeña capuzó, cambió de rumbo, y abajo, a lo lejos pero aproximándose, apareció una casa grande y compleja.
Desde muy pequeñita Lila había visto esa casa mil veces en sus sueños (que pudiera soñar pero que no durmiera era algo que nunca le había parecido extraño a Lila; dada la forma en que se había criado, eran muchas las cosas que a Lila nunca le habían parecido extrañas, puesto que no conocía ninguna otra forma de organización del mundo y de la existencia; por la misma razón por la que Auberon no se había preguntado nunca por qué se sentaba tres veces al día delante de una mesa y se metía comida en la cara). Lila no sabía, sin embargo, que cuando ella soñaba que caminaba por los largos corredores de esa casa, tocando con los dedos las paredes empapeladas y deteniéndose a mirar los cuadros, y se preguntaba: «¿Qué? ¿Qué puede ser esto?», en el mismo instante su madre y su abuela y sus primas soñaban, no con ella, no, pero sí con alguien igual a ella, en otro lugar. Se rió ahora, cuando, desde el lomo de la cigüeña, vio la casa toda entera y la reconoció inmediatamente: como cuando jugaba al gallo ciego y al quitarse la venda de los ojos, las facciones misteriosas, las ropas anónimas que tocaba resultaban ser las de alguien conocido, alguien que sonreía.
A medida que se acercaban a ella, la casa se empequeñecía. Se retraía, como si estuviese huyendo. Si esto sigue así, pensó Lila, cuando hayamos llegado lo bastante cerca como para poder mirar por las ventanas hacia el interior, uno solo de mis ojos por vez la podrá ver y ¡menuda sorpresa se llevarán ellos allá dentro cuando pasemos, obscureciendo las ventanas como un nubarrón!
—Bueno, sí —dijo la señora Sotomonte—, si fuera uno y el mismo, pero no lo es, y lo que ellos verán (pensaría yo) será cigüeña, mujer y niña pequeñas como insectos, o más; y ni siquiera les prestarán atención suficiente para dejarlas pasar con un «bah, no era nada».
—Eso sí que no me lo puedo imaginar —dijo la cigüeña.
—Ni yo tampoco —dijo Lila.
—No importa —dijo la señora Sotomonte—. Ve ahora como veo yo, y es lo mismo para el caso.
Mientras la señora Sotomonte decía estas palabras, Lila tuvo la impresión de que los ojos le bizqueaban, y enseguida se le volvían a enderezar: ahora, la casa se precipitaba hacia ellas agrandándose, y crecía en altura hasta adquirir dimensiones de casa, en proporción a las de la cigüeña (aunque ella y la señora Sotomonte se empequeñecieran, otra de las cosas que no debían extrañarle a Lila). Se remontaron un poco más y luego planearon en descenso hacia Bosquedelinde, cuyas torrecillas redondas y cuadradas florecían como hongos súbitos que se inclinaran ante ellas con graciosas reverencias, en tanto los muros, los senderos herbosos, las cocheras y los entejados pabellones se alteraban uniformemente y en perspectiva además, cada cual de acuerdo con su propia geometría.
A un toquecito de la vara de la señora Sotomonte, la cigüeña agachó las alas y, rasgando el aire como un avión de caza, se lanzó en picado a estribor. A medida que descendían, la casa cambiaba de rostro, Reina Ana, Gótico Francés, Americano, pero Lila, jadeante ahora, sin aliento, no se daba cuenta de nada; vio los árboles y los ángulos de la casa erguirse y empinarse cuando la cigüeña, después de la vertiginosa calada, volvió a remontarse, vio los aleros trepar enloquecidos y entonces, sujetándose con toda su fuerza, cerró los ojos. Cuando, concluida la maniobra, el vuelo de la cigüeña fue otra vez sereno, Lila abrió los ojos y vio que se hallaban a la sombra del edificio, revoloteando en círculos para posarse en un mirador de piedra que coronaba la fachada más otoñal y melancólica de la casa.
—Mira —dijo la señora Sotomonte cuando la cigüeña hubo replegado las alas. Su vara señalaba, como un dedo nudoso, el batiente entreabierto de una angosta ojiva en diagonal al mirador en que estaban posadas—. Mira a Sophie dormida.
Lila pudo ver los cabellos de su madre, tan parecidos a los suyos, desparramados sobre la almohada, la nariz de su madre asomando por debajo del edredón. Dormida... Su educación había capacitado a Lila para sentir placer, y no (a propósito, aunque ella lo ignoraba) para los afectos y la ternura. A menudo en los días de lluvia se arrasaban de lágrimas sus ojos claros, pero eran esas emociones las que más conmovían su alma joven, nunca el amor. Y ahora, de pronto, mientras contemplaba a su madre dormida en la obscurecida alcoba, una red de sentimientos para los que ella no tenía palabras se trenzaba en su pecho. Ellos le habían contado muchas veces, riendo, cómo se habían aferrado sus manitas a los cabellos de su madre, y cómo ellos habían tenido que cortarlos con unas tijeras para liberarla, y ella también se había reído; ahora se preguntaba cómo sería estar acostada al lado de esa persona, abrigada bajo esas mantas, su mejilla pegada a esa otra mejilla, sus dedos enredados en aquellos rizos, dormida.
—¿Podemos acercarnos a ella un poco más? —preguntó.
—Humm —dijo la señora Sotomonte—. No estoy segura.
—Si como dices somos diminutos —terció la cigüeña—, ¿por qué no?
—¿Por qué no? —dijo la señora Sotomonte—. Lo intentaremos.
Bajaron del mirador, la cigüeña jadeando bajo su carga, el cuello en tensión, las patas trepando con esfuerzo. Allá, frente a ellas, los batientes de la ventana se agrandaban como si se fueran acercando, pero pasó un largo rato antes de que estuvieran realmente cerca; entonces...
—Ahora —dijo la señora Sotomonte, y tras un golpecito de su vara se lanzaron, describiendo un arco vertiginoso, a través del batiente entreabierto, a la alcoba de Sophie. Mientras revoloteaban hacia la cama, entre el cielo raso y el suelo, un observador (suponiendo que hubiese uno) habría creído ver un pájaro del tamaño de los que se hacen entrelazando las manos y agitándolas.
—¿Cómo pudimos hacer esto? —preguntó Lila.
—No me preguntes cómo —dijo la señora Sotomonte—. En ningún otro lugar que no fuera éste se hubiera podido. —Y añadió, con aire pensativo, mientras revoloteaban en círculo alrededor del poste de la cama:— Y éste es el quid en esta casa, ¿no?
La mejilla arrebolada de Sophie era una colina, y su boca era una gruta: su cabeza, un bosque de rizos dorados. Su respiración, rítmica y pausada, leve como un susurro. La cigüeña hizo un alto en la cabecera y giró para retroceder por la orilla hacia las tierras cultivables del edredón de retazos.
—¿Y si se despertara? —dijo Lila.
—¡No te atrevas! —gritó la señora Sotomonte, pero ya era demasiado tarde: Lila había soltado la capa de la señora Sotomonte, y al pasar, inspirada como por un diablillo juguetón pero infinitamente más impetuoso, había cogido un zarcillo de cabellos dorados y tirado de él. El tirón las hizo trastabillar; la señora Sotomonte agitó con furia su vara, la cigüeña crotoró y se afirmó, otra vez circundaron la cabeza de Sophie, y Lila no había soltado aún el bucle que apretaba entre los dedos.
—¡Despierta! —gritó.
—¡Niña mala! ¡Oh, horrible! —chilló la señora Sotomonte.
—¡Squawk! —dijo la cigüeña.
—¡Despierta! —gritó Lila, la mano ahuecada contra su mejilla.
—¡Vamonos! —gritó la señora Sotomonte, y la cigüeña, con un poderoso batir de alas, voló hacia la ventana, y Lila, para no ser arrancada de su montura, tuvo que soltar la guedeja de su madre. Una hebra gruesa y larga como una sirga le quedó entre los dedos, y mientras reía a carcajadas y chillaba de miedo de caerse, y temblaba de pies a cabeza, tuvo tiempo de ver, antes de que llegaran otra vez al batiente, que las mantas de la cama se alzaban enormemente. Tan pronto como estuvieron otra vez al aire libre, y cual una sábana que al sacudirse se distiende bruscamente (y con el mismo ruido), recobraron las dimensiones anteriores, cigüeña en proporción a casa, y se remontaron, veloces, hacia los sombreretes de las chimeneas. El cabello que Lila tenía aún en la mano, ahora de unos diez centímetros de longitud, y tan fino que le era imposible retenerlo, se le escurrió por entre los dedos y se alejó, rutilante, navegando por el aire.
—¿Qué? —dijo Sophie, y se incorporó de golpe. Más lentamente, se volvió a recostar entre sus almohadas, pero los ojos no se le cerraban ahora. ¿Habría dejado el batiente abierto? El borde de un visillo se agitaba hacia afuera en una efusiva despedida. Hacía un frío de muerte. ¿Qué había soñado? Con su bisabuela (que había muerto cuando Sophie tenía cuatro años). Una alcoba llena de cosas bonitas, cepillos de plata y peines de carey, una cajita de música. Una estatuilla de pulida porcelana, un pájaro con una niña desnuda y una vieja montadas sobre su lomo. Una bola de cristal azul, transparente, como una pompa de jabón. No la toques, niña: una voz tenue como la de una muerta desde las marfileñas sábanas de encaje. Oh, por favor, ten cuidado. Y la alcoba entera, la vida entera deformadas, transformadas en azul, dentro de la bola; extrañas, prodigiosas, unificadas por ser esféricas, dentro de la bola. Oh, niña, oh, cuidado: una voz llorosa. Y la bola resbalándosele de las manos, cayendo con la lentitud de una pompa de jabón hacia el parqué del suelo.