—Un trueno —afirmó Lily—, un trueno de pleno invierno, o tal vez no.
—Un avión a chorro —dijo Tacey—, rompiendo la barrera del sonido. O tal vez no.
—Dinamita —dijo Lucy—. Allá, en la Interestatal. O tal vez no.
Durante un rato, en silencio, se enfrascaron de nuevo en sus labores.
—Quién sabe —dijo Tacey, levantando la vista de su bastidor semiinclinado de atrás para adelante—. Bueno —dijo, y escogió un hilo diferente.
—No, no —dijo Lucy—. Eso queda raro —añadió en tono de crítica, refiriéndose a un punto que estaba haciendo Lily.
—Es una colcha loca —dijo Lily.
Lucy observó a su hermana y se rascó la cabeza, sin convicción.
—Loca no es rara.
—Loca y rara —dijo Lily, y continuó trabajando—. Es un gran zigzag.
—Cherry Lagos —dijo Tacey. Levantó su aguja hasta la luz menguante de la ventana que había cesado de trepidar—. Ella creía que había dos muchachos enamorados de ella. El otro día...
—¿Sería un Lobos? —preguntó Lily.
—El otro día —prosiguió Tacey (deslizando de primera intención una hebra de seda verde como la envidia en el ojo de la aguja)— el muchacho Lobos tuvo una pelea terrible... con...
—El rival.
—Un tercero. Cherry ni se enteró. En los Bosques. Ella es...
—Tres, tres —canturreó Lucy, y en el segundo «tres» Lily se unió a ella en una octava más grave—. Tres, tres, los rivales; dos, dos, los inocentes galanes. Vestidos todos de verde-limón.
—Es —dijo Tacey— prima nuestra, o algo así.
—Uno es uno —cantaron sus hermanas.
—Los perderá a los tres —dijo Tacey.
—... Y sólita, sola para siempre quedará.
—Deberías usar las tijeras —dijo Tacey, viendo a Lucy de cara contra la colcha empeñada en cortar una hebra con los dientes.
—Y tú no deberías meterte...
—En lo que no te importa —dijo Lily.
—Pico largo y nariz corta —dijo Lucy.
Cantaron de nuevo: Cuatro por los evangelistas.
—Huirán —dijo Tacey—. Los tres.
—Para nunca volver.
—No pronto, en todo caso. Como quien dice, nunca.
—Auberon...
—El bisabuelo August.
—Lila.
—Lila.
Las agujas que pasaban al envés de la tela brillaban cuando las volvían a sacar estirando la hebra en toda su longitud; y cada vez que las sacaban las hebras eran más cortas hasta que quedaban integradas a la tela, y tenían que cortarlas y enhebrar otras en los ojos de sus agujas. Sus voces eran tan quedas que si alguien las estuviera escuchando no sabría quién decía qué, ni si estaban realmente conversando o tan sólo musitando cosas sin sentido.
—Será divertido —dijo Lily— verlos a todos de nuevo.
—Todos de vuelta en casa.
—Vestidos todos de verde-limón.
—¿Y nosotros estaremos allí? ¿Estaremos todos? ¿Dónde será eso, dentro de cuánto tiempo, en qué lugar del bosque, en que estación del año?
—Estaremos.
—Casi todos.
—Allí, pronto, no el tiempo de una vida, en todas partes, el día más largo del verano.
—Qué enredo —dijo Tacey, y sacó de su costurero, en el que sin duda un niño había metido mano, o tal vez un gato, un puñadito de cosas: hilo dé seda rojo brillante como la sangre, y negro algodón de zurcir, una madeja de lana color oveja, un alfilerito o dos, y colgando de todo ello, y girando en el extremo de una hebra como una araña cuando desciende, un trocito de una tela bordada con lentejuelas.
Ella oyó una melodía en el bosque de Elmond. Y deseó haber estado allí.
Buchan
,
Hynde Etin
Al principio, Halcopéndola no pudo determinar si, mediante las operaciones de su Arte se había arrojado a las entrañas de la tierra, al fondo de los mares, al corazón del fuego o al centro mismo del aire. Eigenblick le diría más tarde que también él, durante su largo sueño, había sufrido a menudo esa misma confusión, y que acaso fuera en los cuatro elementos donde había estado oculto, en los cuatro confines del planeta. La antigua leyenda lo sitúa siempre en la montaña, desde luego, pero Godofredo de Viterbo asegura que no, que en el océano; los sicilianos lo imaginaban escondido en los fuegos del Etna, y Dante lo sitúa en el Paraíso o sus aledaños, aunque también hubiera podido (de haber abrigado sentimientos vengativos) ensartarlo en el Infierno con su nieto.
Desde que asumiera esta misión, Halcopéndola había ido lejos, aunque nunca tan lejos, y poco de lo que había empezado a sospechar acerca de Russell Eigenblick podía ser expresado de una forma comprensible para el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, que casi a diario ahora la importunaba reclamando una decisión respecto del Orador: su poder y su carisma se habían acrecentado enormemente, y pronto les sería imposible desembarazarse de Eigenblick limpiamente, si tuviesen que hacerlo; un poco más, y ya no habría forma de sacarlo del medio. Aumentaban los honorarios de Halcopéndola, y hablaban en términos velados de buscar tal vez otras fuentes de asesoramiento. Halcopéndola hacía caso omiso de todo ello. Lejos de inventarse pretextos para no trabajar, pasaba ahora casi todas sus horas de vigilia y muchas horas de sueño esforzándose por averiguar quién era —o qué— el que pretendía ser Russell Eigenblick, merodeando por las mansiones de su memoria como un espectro errante, persiguiendo más allá de donde jamás se aventurara a llegar huidizos vestigios de indicios, retrocediendo a veces ante potestades que hubiera preferido no despertar de su sueño, sorprendiéndose otras en lugares que nunca había sospechado que existieran.
Pero donde ahora se hallaba era en lo alto de una escalera.
Si había subido o descendido esa escalera, no podría, después, decirlo con certeza: pero era larga. Y al final de ella había una cámara. La ancha puerta tachonada estaba abierta de par en par. Una gran piedra que, a juzgar por su huella en el polvo, la había mantenido cerrada, había sido retirada a la rastra no hacía mucho. Del otro lado, vislumbraba apenas una larga mesa de banquete, copas derramadas y sillas dispersas cubiertas por la escarcha de un polvo antiguo; un olor penetrante emanaba de la cámara, como el de una alcoba en desorden, recién abierta. Pero en el interior no había nadie.
Se disponía a entrar por la puerta rota para investigar, cuando reparó, de pronto, en una figura de blanco, pequeña y bonita, con los cabellos recogidos en una redecilla dorada, y que sentada sobre la piedra, se pulía las uñas con un cuchillo diminuto. Sin saber en qué lengua dirigirse a esa criatura, Halcopéndola alzó las cejas y señaló hacia dentro.
—Él no está aquí —dijo la criatura—. Se ha levantado.
Halcopéndola consideró una pregunta o dos, pero comprendió antes de formularlas que ese personaje no las respondería, dado que él (o ella) no era nada más que la encarnación de esa sola respuesta: Él no está aquí. Se ha levantado. Dio pues media vuelta (en tanto la escalera y la puerta y el mensaje y el mensajero se desvanecían de su atención como esas figuras que uno percibe a veces fugazmente entre nubes cambiantes) y reanudó la marcha siempre alejándose, mientras se preguntaba adonde podía ir en busca de respuestas a la multitud de preguntas nuevas, o a las preguntas que se adecuasen a la multitud de respuestas nuevas que rápidamente iba recolectando.
«La diferencia», había escrito Halcopéndola tiempo ha, en uno de los altos folios marmolados que llenaba con su menuda letra de zurda, y que ahora, apoyados sobre atriles o dispersos sobre su larga mesa de trabajo a la luz de la lámpara, había dejado tan atras, «la diferencia entre la Antigua Concepción de la Naturaleza del Mundo y la Nueva Concepción, reside en que en la Antigua Concepción el mundo posee una estructura de Tiempo, y en la Nueva Concepción, una estructura de Espacio.
«Contemplar la Antigua Concepción a través de la lente de la Nueva Concepción es ver lo absurdo: mares que jamás han sido, mundos que supuestamente se desmoronaron en escombros y han sido recreados, una multitud de Árboles, Islas, Montañas y Vórtices imposibles de localizar. Sin embargo, los Antiguos no eran tontos con un precario sentido de la orientación: sólo que no era el Orbis Terrae lo que ellos observaban. Cuando ellos hablaban de los cuatro confines de la tierra, no se referían, claro está, a cuatro lugares físicos; se referían a cuatro situaciones repetidas del mundo, equidistantes entre sí en el tiempo: se referían a los solsticios y a los equinoccios. Cuando ellos hablaban de las siete esferas, no se referían (hasta que Ptolomeo tuvo la descabellada idea de intentar retratarlas) a las siete esferas del espacio; se referían a esos círculos descritos en el Tiempo por el movimiento de los astros. El Tiempo, esa inconmensurable montaña de siete plantas donde los pecadores de Dante esperan la Eternidad. Cuando Platón describe un río que rodea la tierra, que está en alguna parte (así lo expresaría la Nueva Concepción), arriba, en pleno aire, y a la vez en algún lugar en el centro de la tierra, está hablando del mismo río que Heráclito nunca podía cruzar dos veces. Así como una antorcha agitada en la obscuridad crea una figura de luz en el aire, que persiste en tanto la antorcha repite exactamente su movimiento, así, del mismo modo, por repetición, conserva el universo su forma: el universo es el cuerpo del Tiempo. ¿Y cómo percibimos nosotros este cuerpo y de qué modo actuamos sobre él? No con los medios con que percibimos la extensión, la relación, el color, la forma, las cualidades del Espacio. No por medio de mediciones y exploraciones. No: con los medios con que percibimos la duración y la repetición y el cambio: con la Memoria.»
Sabiendo que así son las cosas, poco podía importarle a Halcopéndola que en sus viajes su cabeza encanecida y sus miembros relajados no cambiaran probablemente de lugar, y permanecieran (suponía ella) en la butaca de felpa en el centro del Cosmo-Opticón en el ático de su residencia situada en un hexagrama de calles suburbanas. El caballo alado que había convocado para que la llevase «lejos», no era un caballo alado sino esa Gran Cabalgata de estrellas en el firmamento de su Cosmo-Opticón, ni tampoco era «lejos» donde la transportaba; pero el arte supremo (quizás el único arte) del auténtico mago consiste en aprehender esas distinciones sin hacerlas, y en traducir tiempo a espacio sin un solo error. Todo es tan simple, decían, con toda verdad, los antiguos alquimistas.
—¡Lejos! —dijo la voz de su Memoria cuando la mano de su Memoria se hubo posado nuevamente sobre las riendas y ella se hubo afirmado sobre la grupa, y partieron en vuelo, las poderosas alas batiendo a través del Tiempo. Océanos de Tiempo atravesaron mientras Halcopéndola meditaba; y de pronto, a una orden que ella le impartió sin vacilar, sin un parpadeo, y que por un instante dejó sin aliento a su Memoria, su corcel se precipitó con ímpetu quizá hacia los cielos sureños bajo el orbe, quizá hacia las limpidobscuras aguas australes: en todo caso hacia esa isla donde yacen todas las eras pretéritas, Ogigia la Bella.
Los cascos herrados de plata de su corcel tocaron la playa, y su gran testa se abatió; sus alas, poderosas, flotantes como colgaduras, vacías ahora del aire del Tiempo, se abatieron también con un susurro y se arrastraron por la hierba eterna, que él recogía para recobrar sus fuerzas. Halcopéndola desmontó, le acarició el enorme pescuezo, le murmuró al oído que volvería, y echó a andar, siguiendo las huellas —cada una más larga que ella— impresas en esas arenas en los días postreros de la Edad de Oro, y tiempo ha petrificadas. No soplaba ni la más leve brisa, y sin embargo la floresta gigantesca, bajo cuyos alares ahora se internaba, suspiraba con un aire propio, o tal vez con el aire de su respiración, exhalado e inhalando con la lenta regularidad de un sueño inmemorial.
Se detuvo a la entrada del valle que él ocupaba.
—Padre —dijo, y su voz turbó el silencio; águilas viejísimas de pesadas alas se remontaron y volvieron a posarse, soñolientas—. Padre —dijo otra vez, y el valle entero se estremeció. Las grandes piedras grises eran sus rodillas, las largas hiedras grises sus cabellos, las abultadas raíces aferradas al precipicio sus dedos; el ojo que abrió hacia ella era blanco lechoso, una piedra de brillo mortecino, el Saturno de su Cosmo-Opticón. Él bostezó: el aire que inhaló hizo girar las hojas de los árboles como un vendaval y despeinó los cabellos de Halcopéndola, y cuando lo exhaló, su aliento era la negra y fría emanación de una caverna sin fondo.
—Hija —dijo él, con una voz como la de la tierra misma.
—Perdonad que turbe vuestro sueño, Padre —dijo ella—, pero tengo una pregunta que sólo vos podéis contestar.
—Pregunta, entonces.
—¿Comienza ahora un mundo nuevo? Yo no veo para ello ninguna razón, y sin embargo parece que es así.
Todo el mundo sabe que cuando sus hijos derrocaron a su venerable Padre, y lo desterraron aquí, la interminable Edad de Oro tocó a su fin, y fue inventado el Tiempo con todos sus afanes. Menos conocido es el hecho de que los jóvenes dioses rebeldes, atemorizados o quizá abochornados por lo que habían hecho, entregaron a su Padre el gobierno de la nueva entidad. Él a la sazón dormía su sueño en Ogigia y no se preocupó, de modo que desde entonces ha permanecido siempre aquí, en esta isla, donde tienen su fuente común los cinco ríos, en la que se acumulan como hojas muertas los años pretéritos: y cuando él, El Más Anciano, turbado por algún sueño de derrocamiento o cambio, remueve sus enormes miembros y se chupa los labios, rascándose las nalgas ribeteadas de roca, emerge una nueva era, los ritmos que él imprime a la danza del universo se alteran, y el sol nace bajo un signo nuevo.
Así conspiraron los Dioses frivolos y astutos para hacer recaer sobre su anciano Padre las culpas de la Calamidad. Con el correr del tiempo, Kronos, rey de la venturosa Era Sin Tiempo, se transformó en el viejo y entrometido Cronos, con su guadaña y su reloj de arena, padre de las crónicas y los cronómetros. Sólo sus hijos e hijas legítimos conocen la verdad, y algunos adoptivos, Ariel Halcopéndola entre ellos.
—¿Comienza ahora una nueva era? —preguntó otra vez—. Si es así, llega antes de tiempo.
—Una Nueva Era —dijo Padre Tiempo con una voz capaz de crear una—. No. No en años y años. —Sacudió de sus hombros algunos que se habían amontonado en ellos como mustia hojarasca.
—Entonces —dijo Halcopéndola—, ¿quién es Russell Eigenblick, si no es el Rey de una nueva era?