—¿Russell Eigenblick?
—El hombre de la barba roja. El Orador. La Geografía.
Padre Tiempo se volvió a acostar, y su camastro de roca gruñó bajo su peso.
—Nada de Rey de una nueva era —dijo—. Un arribista. Un invasor.
—¿Invasor?
—Él es su campeón. Ése es el motivo por el cual lo han despertado. —Su ojo gris lechoso empezaba a cerrarse.— Dormido durante mil años, hombre feliz. Y despertado ahora. Para el conflicto.
—¿Conflicto? ¿Campeón?
—Hija —dijo él—. ¿Es que no sabes que hay una guerra?
Guerra... Había, sí, todo el tiempo, una palabra que Halcopéndola había tratado de encontrar, una palabra en la que todos los hechos incongruentes, todas las singularidades que ella había inferido sobre Russell Eigenblick y los disturbios que su persona parecía causar en el mundo pudieran ser amalgamados. Ahora ella tenía esa palabra: la sentía soplar, rugir a través de su conciencia como un vendaval, descuajando estructuras, atormentando pájaros, arrancando las hojas de los árboles y la ropa lavada de los tendederos, pero al menos, por fin, soplaba desde una sola dirección. ¡Guerra! La Guerra universal, milenaria, incondicional. Por Dios, pensó, si eso mismo había dicho él en una Alocución reciente; y ella siempre había supuesto que se trataba de una simple metáfora. ¡Una simple metáfora!
—No lo sabía, Padre —dijo—, hasta este momento.
—Nada que ver conmigo —dijo él, El Más Anciano, sus palabras ahogadas por un bostezo—. Ellos recurrieron a mí, antaño, para dormirlo, y yo consentí. Mil años hace de esto, siglo más, siglo menos... Al fin y al cabo todos ellos son hijos de mis hijos, emparentados por matrimonios... De tanto en tanto les hago algún favor. No hay nada malo en ello. Poco que hacer aquí, de todos modos.
—¿Quiénes son ellos, Padre?
—Mmm. —Su enorme ojo vacío se había cerrado.
—¿De quienes es él el campeón?
Mas la enorme cabeza yacía ahora sobre la pétrea almohada, la inmensa garganta tragaba un ronquido. Las águilas de cabeza encanecida que se remontaran graznando cuando él se había despertado, estaban otra vez posadas en sus peñascos. La floresta sin brisas suspiraba. Halcopéndola, a desgana, volvió sobre sus pasos en dirección a la costa. Su corcel (adormilado, sí, incluso él) irguió la cabeza al oírla llegar. ¡Bueno! No había otro remedio. El Pensamiento debía superar eso, ¡el Pensamiento podía!
—No hay reposo para los fatigados —dijo, y de un salto ágil montó sobre el ancho lomo—. ¡Arre! ¡Y de prisa! ¿Es que no sabes que hay una guerra?
Se preguntaba, mientras ascendían, o descendían: ¿quién había dormido mil años? ¿Qué hijos de los hijos del Tiempo querrían guerrear con los hombres, con qué fin, con qué esperanzas de éxito?
¿Y quién (por cierto) era esa niña que había atisbado, acurrucada y dormida, en el regazo de Padre Tiempo?
La niña se daba vuelta, soñando; soñando con lo que había sido de todo lo que había visto en su último día despierta; soñándolo todo y alterándolo en su sueño al mismo tiempo que, en otra parte, sucedía en la realidad; desmenuzando su claro y obscuro tapiz de sueños y volviéndolo a tejer con los mismos hilos de una forma que a ella le gustaba más. Soñaba con su madre, que se despertaba y decía: «¿Qué?», con uno de sus padres en un sendero de Bosquedelinde; soñaba con Auberon, enamorado en algún lugar de una Lila soñada de su propia invención; soñaba con los ejércitos que figuraban las nubes, al mando de un hombre barbirrojo que la sobresaltaba y casi la había despertado. Soñaba, mientras se daba vuelta, entreabiertos los labios, el corazón latiéndole a un ritmo lento, que al final de su gira había bajado del aire cabalgando, y cruzado corriendo a una velocidad vertiginosa por la orilla de un río gris-acero y viscoso.
El sol rojo y redondo se hundía, espectral y vaporoso, en medio de las elaboradas humaredas y las numerosas fogatas que los falsos ejércitos habían montado en el poniente. Lila no se atrevía a despegar los labios: las brutales explanadas, las pintarrajeadas manzanas de edificios, la dejaban sin habla. La cigüeña cambiaba de rumbo: la vara de la señora Sotomonte parecía insegura en los valles rectangulares; tomaban hacia el oeste, después hacia el sur.
Miles de personas vistas desde arriba no es lo mismo que una o dos: un mar encrespado, turbulento, de cabellos y sombreros, una que otra bufanda clara volando hacia atrás, al viento. Los sórdidos tugurios de las calles despedían espesas nubes de vapor, en las que desaparecían, como tragadas por ellas, las muchedumbres, que (eso le parecía a Lila) no volvían a emerger, aunque había siempre otras, incontables, para reemplazarlas.
—Recuerda estos mojones, hija —gritó, por encima de las estridentes sirenas y la barahúnda, la voz de la señora Sotomonte—. Esa iglesia quemada. Esa verja como de dardos. Esa residencia espléndida. Tendrás que hacer de nuevo este camino, tú sola. —Una figura encapotada se apartó en ese preciso momento de la multitud y se encaminó a la entrada de la espléndida residencia (que a Lila no le parecía nada espléndida).
La cigüeña, a una señal de la señora Sotomonte, sobrevoló la casa, ahuecó las alas para detenerse y, con un gruñido de alivio, posó sus patas rojas entre los detritos ennegrecidos por la acción de la intemperie del tejado. Las tres bajaron la vista para contemplar el centro de la manzana en el preciso instante que entraba por la puerta trasera la figura encapotada.
—A ver, míralo bien, querida —dijo la señora Sotomonte—. ¿Quién supones que es?
Con los brazos en jarras bajo la capa, y un sombrero de ala ancha en la cabeza, para Lila era un terrón obscuro. De pronto se quitó el sombrero y sacudió la larga melena negra. Dio una vuelta en círculo en el sentido de las agujas del reloj, meneando la cabeza, y observó, con una sonrisa blanca en su rostro cetrino, los tejados a su alrededor.
—Otro primo —dijo Lila.
—Bueno, sí, ¿y quién más?
Abajo, el hombre, con aire pensativo, se puso un dedo en los labios y removió con los pies la tierra del descuidado jardín.
—Me doy por vencida —dijo Lila.
—¡Pero niña, tu otro padre!
—Oh.
—Proyectando mejoras —dijo con satisfacción la señora Sotomonte—, justo ahora.
George midió a pasos su jardín. Al llegar al extremo se empinó y asomó la barbilla por encima del cerco de estacas que separaba su patio del edificio colindante y espió, como cualquier hijo de vecino, el jardín, aún más descuidado que el suyo. Dijo en voz alta:
—¡Carajo! ¡Muy bien! —Se dejó caer, y se frotó las manos con satisfacción.
Lila se reía mientras la cigüeña avanzaba hacia el borde del tejado para remontarse. A la par que las alas blancas de la cigüeña se abrían, la negra capa de George se desplegó, revoloteó un momento y volvió a cerrarse, más ceñida, alrededor de su cuerpo, mientras él también se reía. Éste, decidió Lila, encantada por algo en él que no sabía definir, era el padre que, de los dos, ella habría elegido: y con la súbita certeza con que un niño solitario percibe quién está de su parte y quién no, en ese mismo momento y ya sin vacilar, eligió a éste.
—Sin embargo —dijo la señora Sotomonte mientras ascendían—, no hay elección. Sólo Deber.
—¡Un regalo para él! —le gritó Lila a la señora Sotomonte—. ¡Un regalo!
La señora Sotomonte no dijo nada —bastantes caprichos le había consentido ya a la niña—, pero a medida que se desplazaban volando a lo largo de la calle sucia y triste, uno a uno, a intervalos regulares, iba brotando de la acera una fila de arbolitos flacos, pelados, friolentos, invernales. De todos modos, pensó para sí la señora Sotomonte, esta calle es nuestra, o como si, para el caso; ¡y dónde se ha visto una Alquería sin una hilera de árboles guardianes a lo largo del camino que pasa por su vera!
—¡Ahora, a la puerta! —dijo, y la ciudad fría se hundió debajo de ellas cuando enfilaron rumbo al norte—. Hace rato que ha pasado tu hora de irte a la cama... ¡Allá! —Señalaba a la distancia un edificio que alguna vez había sido alto, soberbio incluso, pero ya no más. Construido con piedra blanca, ya no más blanca, tenía miríadas de caras esculpidas, cariátides, pájaros y bestias, ahora todos mineros, carboneros llorando lágrimas de suciedad. El cuerpo central del edificio se alzaba a cierta distancia de la calle; las alas laterales enmarcaban un patio sombrío y húmedo en cuyo interior desaparecían los taxis y la gente. Las alas estaban unidas arriba, en la cumbrera, por una especie de bóveda de mampostería, una arcada para que por debajo de ella pasara un gigante: y las tres pasaron, sí, por debajo de ella, la cigüeña ahora sin batir las alas, avanzando por inercia, ladeando las alas ligeramente para penetrar con la precisión de una saeta en la obscuridad del patio.— ¡Las cabezas, cuidado! —gritó la señora Sotomonte—. ¡Agachaos, agachaos! —y Lila, al sentir subir hacia ella una vaharada de aire rancio, se agachó. Cerró los ojos. Oyó la voz de la señora Sotomonte—: Ya estamos casi allí, vieja amiga, ya casi estamos..., tú conoces la puerta —y detrás de los párpados de Lila la obscuridad se volvió más clara, y los ruidos de la Ciudad se desvanecieron, y una vez más estaban ya en otra parte.
Así lo soñó ella; así llegó a acontecer; así crecieron los arbolitos, sucios, rapaces, rudos, descuidados y fuertes. Crecieron, engordando en los troncos, combando la acera bajo sus pies. Indiferentes, lucían en su pelambre cometas rotas, papeles de caramelos, globos reventados, nidos de gorriones. Se empujaban unos a otros para conseguir un atisbo de sol, invierno tras invierno sacudían su nieve fuliginosa sobre los transeúntes. Crecieron, con heridas de cortaplumas, las ramas torcidas y desparejas, abonados por el estiércol de los perros, indestructibles. Una templada noche de cierto mes de marzo, Sylvie, volviendo de madrugada a la Alquería del Antiguo Fuero, miró sus ramas perfiladas contra el frío y pálido cielo del alba, y vio que del extremo de cada una, de cada talludo, colgaba un pesado pámpano.
Le dio las buenas noches al que la había acompañado a casa, pese a que era un pelmazo, y sacó de su bolso las cuatro llaves que necesitaba para entrar en la Alquería del Antiguo Fuero y en el Dormitorio Plegable. Él no querrá creer esta historia descabellada, pensaba riéndose, él nunca creería la fantástica pero en esencia inocente, casi inocente cadena de acontecimientos que la habían retenido hasta el amanecer; no porque él fuera a exigirle una explicación; se alegraría de verla volver sana y salva, ella no deseaba que él se angustiara. Sólo que algunas veces ella se dejaba enredar, nada más que eso; todo el mundo quería algo de ella, y a ella casi todos le parecían buena gente. Era una gran urbe, y en marzo y con luna llena las parrandas se prolongaban hasta cualquier hora, y, caray, una cosa trae la otra... Abrió la puerta y atravesó la dormida conejera que era a esa hora la Alquería; en el pasillo que conducía al Dormitorio Plegable se quitó de los pies danzarines los zapatos de tacón, y caminó de puntillas hasta la puerta. Sigilosa como un ladrón, abrió los cerrojos y asomó la cabeza. Auberon yacía sobre la cama, un bulto obscuro a la claridad del alba, y (por alguna razón ella tuvo la certeza) fingía dormir apaciblemente.
El Dormitorio Plegable, con su cocina anexa, era tan pequeño que Auberon, para tener un poco de tranquilidad y aislamiento, y poder trabajar, tuvo que crear un estudio imaginario.
—¿Un qué? —preguntó Sylvie.
—Un estudio imaginario —dijo él—. Bueno. Mira. Este banco. —En alguna de las ruinosas habitaciones de la Alquería, había encontrado un viejo banco de escuela, un asiento provisto de un brazo en forma de paleta que hacía las veces de pupitre. Debajo del asiento había un compartimiento para los libros y papeles del alumno.— Ahora mira —dijo. Orientó el banco con cuidado—. Hagamos ver que yo tengo un estudio en esta alcoba. Este banco está en el estudio. Claro, ya sé que no tenemos nada más que este banco, pero...
—¿De qué estás hablando?
—Bueno, ¿quieres hacer el favor de escucharme un minuto? —dijo Auberon, impacientándose—. Es muy sencillo. Donde yo me crié, en Bosquedelinde, había muchas habitaciones imaginarias.
—No lo dudo. —Sylvie estaba de pie, con los brazos en jarras, una cuchara de madera en una mano, la cabeza envuelta en un pañuelo de colores vivos que dejaba escapar algunos rizos de azabache entre los cuales temblaban sus pendientes.
—La idea es —dijo Auberon— que cuando yo digo: «Voy a mi estudio, nena», y me siento aquí, en el banco, es como si entrara en otra habitación. Y estoy solo. Tú no me ves ni me oyes, porque la puerta está cerrada. Ni yo te veo ni te oigo a ti. ¿Te das cuenta?
—Bueno, sí. Pero ¿por qué?
—Porque la
puerta
imaginaria está
cerrada
, y...
—No, lo que quiero decir es para qué necesitas este estudio imaginario. ¿Por qué no te sientas tranquilamente ahí, y santas paces?
—Es que a veces necesito estar solo. Mira, tenemos que hacer un trato, que lo que yo haga en mi estudio imaginario, sea lo que sea, es invisible para ti; no lo puedes comentar ni preocuparte por...
—Aja. ¿Y qué es lo que vas a hacer? —Una sonrisa, y un gesto procaz con la cuchara.— Eso. —Sin embargo, lo que él pretendía (aunque un goce no menos solitario, no menos autocomplaciente) era soñar, soñar despierto, aunque él no lo expresaría con esas palabras; cortejar, en interminables vagabundeos por el limbo, a Psique, su alma; sumar dos más dos y escribir tal vez el resultado, porque tendría lápices afilados en la ranura de su pupitre y un bloc de hojas en blanco delante de él. Pero sobre todo, y él lo sabía, dejarse estar, retorcerse entre los dedos un rizo de pelo, tratar de atrapar las fugitivas motas de luz de su visión, musitar una y otra vez el mismo medio verso de algún poema ajeno, y comportarse, en suma, como un chiflado de la especie más inofensiva. Podría, además, leer los periódicos—. Pensar y leer y escribir... —dijo Sylvie con ternura.
—Sí. ¿Sabes?, necesito estar solo de vez en cuando...
Ella le acariciaba la mejilla.
—Para pensar y leer y escribir. Sí, amorcito. De acuerdo. —Retrocedió unos pasos, observándolo con interés.
—Me voy a mi estudio ahora —dijo Auberon, sintiéndose ridículo.
—Bueno. Hasta luego.
—Estoy cerrando la puerta.
Ella agitó la cuchara. Empezó a decir algo más, pero él alzó la vista y ella fue hacia la cocina.