Pqueño, grande (59 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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En su estudio, Auberon apoyó la mejilla en el hueco de su mano y estudió la vieja tabla veteada de su escritorio. Alguien había rayado en la superficie, con letras de imprenta, una obscenidad, y otra mano gazmoña la había retocado transformándola en BOTA. Probablemente todo había sido ejecutado con la punta de un compás. Compás y transportador. Cuando empezó a asistir a clase en la escuelita de su padre, su abuelo le había regalado su viejo estuche de lápices, de cuero, con un cierre a presión y extrañas figuras mejicanas repujadas, una de ellas una mujer desnuda, se podía pasar el dedo por el estilizado pecho y sentir el relieve del diminuto pezón. Había lápices con cursis sombreretes rosados de goma de borrar que se salían para revelar la base desnuda del lápiz; había otra goma gris dialéctica, romboidal, mitad para lápiz y una mitad más áspera para tinta que maceraba el papel. Y lapiceros negros con una puntera de corcho como los cigarrillos de la tía abuela Nube, y una cajita de acero para las minas. Y un compás y un transportador. Traza la bisectriz de un ángulo. Pero nunca la trisectriz. Con los dedos giró un compás imaginario sobre la tapa de su escritorio. Cuando el minúsculo lapicito amarillo se gastaba, el compás pisaba en falso sobre una pata inútil. Podría escribir un cuento sobre esas largas tardes en la escuela, en mayo, el último día por ejemplo, las malvalocas creciendo en el jardín y las enredaderas encaramándose para asomarse por las ventanas abiertas a las habitaciones; el olor del establo. El estuche de los lápices. La Abuela Viento-Norte y los Céfiros. El tedio y las fantasías de aquellas tardes interminables transportados a los ociosos ensueños de éstas... Ése podría ser el título de su cuento,
Transportador
.

—Transportador —dijo en voz alta, y le echó una mirada a Sylvie para ver si lo había escuchado. La pilló cuando ella le echaba una mirada y volvía a enfrascarse en su tarea lo más ufana.

Transportador, transportador... Sobre la tabla de roble tamborileó las sílabas con los dedos. ¿Y qué estaba haciendo ella, en todo caso? ¿Preparando café? Había calentado una gran olla de agua y ahora, con aire distraído, directamente de la bolsa, echaba en ella, a sacudidas, grandes cantidades de café. Un intenso, inconfundible aroma a café hirviente se difundió por la atmósfera.

—¿Sabes lo que deberías hacer? —dijo ella, revolviendo la caldera—. Deberías tratar de conseguir un empleo de escritor en «Un Mundo en Otraparte». De verdad, está degenerando.

—Yo... —empezó a decir él, pero volvió deliberadamente la cabeza y miró en otra dirección.

—Huyuyuy —dijo Sylvie, ahogando una carcajada.

George decía que todas esas cosas de la televisión se escribían en la otra costa. ¿Pero cómo podía saberlo él? La dificultad real, la que Auberon había vislumbrado a través de las minuciosas relaciones de Sylvie de los episodios de «Un Mundo en Otraparte», estribaba en que él jamás sería capaz de pergeñar las miriadas de pasiones (para él incongruentes) de que parecía estar plagado el novelón. Sin embargo, que él supiera, los terribles pesares, los sufrimientos atroces, los accidentes y los imprevistos golpes de suerte que narraba eran reales, reales como la vida misma... ¿Qué sabía él de la vida, de la gente? Tal vez la mayor parte de la gente fuera así, tan arbitraria, tan dominada por la ambición, la sangre, la lujuria, el dinero y las pasiones como la mostraba la TV. La gente y la vida no eran sus fuertes como escritor. Sus fuertes como escritor eran...

—Toc-toc —dijo Sylvie, apareciendo allí, delante de él.

—¿Sí?

—¿Puedo entrar?

—Puedes.

—¿Sabes dónde está mi conjunto blanco?

—¿En el armario?

Ella abrió la puerta del retrete. Del lado interior de la puerta habían atornillado un perchero plegadizo en el que colgaban casi todas sus ropas.

—Fíjate debajo de mi gabán.

Ahí estaba, un conjunto de dos piezas de algodón blanco, chaquetilla y falda, en realidad un antiguo uniforme de enfermera con un distintivo de identificación en el hombro, y que Sylvie, con ingenio, había transformado en un atuendo a la vez más elegante e informal; su buen gusto era infalible, pero su habilidad no estaba a la misma altura, y Auberon, no por primera vez, deseó poder regalarle miles, para que se los echara encima, sería un goce para la vista.

Sylvie examinó el conjunto con ojos críticos.

—Tu café está hirviendo, se va a derramar —dijo él.

—¿Hum? —Con un par de tijeras pequeñísimas que tenían la forma de un pájaro de largo pico, estaba descosiendo de la hombrera el distintivo.— ¡Oh, mierda! —Se apresuró a apagar el fuego y volvió a atarearse con su conjunto.

Su fuerte como escritor era....

—Ojalá yo pudiera escribir.

—A lo mejor puedes —dijo Auberon—. Apuesto cualquier cosa a que puedes, y bien. No, de veras —ella había soltado una risita desdeñosa—, lo digo en serio. —Él sabía, con la certeza del amor, que eran pocas las cosas que ella no podía hacer, y que esas pocas no valían la pena.— ¿Qué te gustaría escribir?

—Apuesto a que podría inventar historias mejores que las que inventan los de «Un Mundo en Otraparte». —Trasladó la olla de café hirviente a la bañera (la cual, como en todos los apartamentos antiguos, estaba impúdicamente acuclillada en el centro mismo de la cocina) y empezó a colar el líquido con un lienzo a otra olla más grande, ya instalada en la bañera.— No emociona, ¿sabes? No te llega al corazón. —Empezó a desvestirse.

—¿Te importa —dijo Auberon, renunciando a las paredes ilusorias y la puerta imaginaria que lo separaban de Sylvie— si te pregunto qué demonios estás haciendo?

—Estoy tiñendo —dijo ella, sin inmutarse. Sin la camisa ya, los globos de sus pechos oscilando suavemente con un movimiento pendular cada vez que se agachaba, cogió las dos piezas del conjunto, las examinó por última vez de arriba abajo, y las zambulló en la olla de café. Auberon, comprendiendo al fin, se echó a reír, encantado.

—Algo así como un beige —pronunciando la «g» como en «bache». Del escurridor junto al fregadero sacó el pequeño filtro de algodón en forma de calcetín (el colador, un hombre), que usaba para colar el fuerte café al estilo español, y se lo mostró. Con el uso, había adquirido una tonalidad tostado intenso que Auberon había admirado más de una vez. Con una cuchara de mango largo empezó a revolver lentamente el caldero—. Dos tonos más claros que yo —dijo—, eso es lo que quiero. Café-con-leche.

—Bonito —dijo él. El café le salpicaba la piel morena, y ella lo enjugaba con los dedos y se los chupaba. Con la cuchara en ambas manos, los pechos tensos, sacó la prenda de la olla y la observó: ya había adquirido una tonalidad marrón obscuro, pero con los enjuagues (Auberon la vio pensar eso) se aclararía. La sumergió de nuevo, con un meñique ágil se recogió un rizo que se le había escapado del turbante, y revolvió otra vez. Auberon nunca sabía cuándo la amaba más, si cuando su atención estaba pendiente de él o cuando, como ahora, estaba concentrada en alguna tarea o alguna cosa del mundo real. Jamás podría él escribir un cuento sobre ella: consistiría tan solo en catálogos de sus actos y sus gestos, hasta los más triviales. Pero en realidad, tampoco le apetecía escribir sobre ninguna otra cosa. Ahora estaba de pie en la cocina diminuta.

—Ésa sí que es una idea —dijo—. Esos culebrones siempre necesitan autores. —Lo dijo como si fuese un hecho del que estuviese convencido.— Podríamos colaborar.

—¿Eh?

—Tú piensas algo, algo que podría suceder siguiendo lo que está pasando ahora, sólo que mejor que como lo harían ellos, y yo lo escribo.

—¿En serio? —dijo ella, reticente pero intrigada.

—O sea, yo escribo las
palabras
, y tú escribes la historia. —Lo extraño (se acercó un poco más a ella) era que lo que él intentaba con esa proposición era seducirla. Se preguntó cuánto tiempo seguirán enamorados los enamorados antes de cesar de tramar el uno la seducción del otro. ¿Nunca? Nunca tal vez. Tal vez los incentivos se fueran volviendo más triviales, más rutinarios. O tal vez menos. ¿Qué sabía él?

—De acuerdo —dijo ella con súbita decisión—. Pero —añadió con una sonrisa secreta— puede que yo no tenga mucho tiempo libre. Estoy por conseguir un trabajo.

—Oh, fabuloso.

—Sí. Para eso es este conjunto, si queda bien.

—Caray, eso es fantástico. ¿Qué clase de trabajo?

—Bueno. Yo no quería decírtelo porque no es
tan
seguro. Me van a hacer una entrevista. Es para eso de las películas. —Lo absurdo de la situación la hizo reír.

—¿Estrella de cine?

—No inmediatamente. No el primer día. Para eso habrá que esperar. —Trasladó el empapado amasijo marrón a una esquina de la bañera. Echó por el desagüe el café frío.— Un productor, o algo así, que he conocido. Una especie de productor o director. Necesita una asistente. Pero no una secretaria exactamente.

—Oh, ¿de veras? —¿Dónde, y sin decirle nada a él, conocía ella productores y directores de películas?

—Una especie de
script girl
y azafata.

—Hmm. —Seguramente Sylvie, más avispada que él para esas cosas, habría intuido si una proposición de esa naturaleza de parte de un productor era genuina o un mero señuelo; a él le sonaba sospechosa, pero de todas maneras hizo ruiditos alentadores.

—Por eso —dijo ella, abriendo al máximo el grifo y vertiendo agua fría a chorros sobre el conjunto ahora de color café— tengo que estar bonita o al menos lo más bonita posible, para ir a verlo...

—Tú siempre estás bonita.

—No, qué va.

—Estás preciosa ahora para mí.

Ella le lanzó la más instantánea y luminosa de sus sonrisas.

—Así que nos haremos famosos los dos juntos.

—Claro que sí —dijo él, acercándose más—. Y ricos. Y tú estarás al tanto de todo lo referente a las películas, y formaremos un equipo. —La cercó.— Hagamos un equipo, ahora.

—Oh, tengo que terminar con esto.

—De acuerdo.

—Tardaré un rato.

—Puedo esperar. Te miraré.

—Oh,
papo
, es que me turbas.

—Mm. Me gusta eso. —Le besó el cuello, aspirando el olor abiscochado del sudor, y ella le dejó hacer, las manos mojadas extendidas por encima de la bañera.— Voy a bajar la cama —dijo él en un susurro, algo entre una amenaza y la promesa de un festín.

—Mm. —Ella lo observó mientras lo hacía, las manos atareadas en el agua, pero en espíritu ya en otra parte. La cama, al descender, irrumpió de súbito en el cuarto, muy una cama pero a la vez como la proa de un navio que acabara de fondear: que, apenas zarpado desde la pared del fondo, recalara en puerto, en espera del abordaje.

Sin embargo primavera

Aunque a la postre —si porque llegó a dudar de que su productor fuese realmente un productor, o porque la falsa primavera de aquella semana se desvaneció y marzo pasó como un león helando hasta los tuétanos su frágil entereza, o porque el conjunto teñido no quedó a su gusto (por más que lo lavaba, siempre exhalaba un vago olor a café rancio)— Sylvie no acudió a la entrevista para las películas. Auberon trataba de animarla, le compró un libro para que leyese sobre el tema, pero eso pareció sumirla en un abatimiento más profundo. Las visiones rutilantes se desvanecieron. Cayó en un estado de apatía que alarmaba a Auberon. Se quedaba hasta tarde en la cama en medio de un indescriptible desorden de mantas, el gabán de invierno de Auberon por encima de todo, y cuando al fin se levantaba, iba y venía sin rumbo por el pequeño apartamento, con un cárdigan sobre el camisón y calcetines gruesos en los pies. Abría la nevera y se quedaba mirando un envase de yogur mohoso, restos irreconocibles en bandejillas de papel de aluminio, una soda sin burbujas.

—Coño —dijo—. Nunca hay nada aquí.

—¿De veras? —dijo él con amarga ironía desde el estudio imaginario—. Estará en la mala, me imagino. —Se levantó y cogió su gabán.— ¿Qué te gustaría? —dijo—. Iré a buscar algo.

—No,
papo
...

—Yo también tengo que comer, ¿sabes? Y si la nevera no quiere abastecernos...

—Está bien. Algo rico.

—Bueno, ¿qué? Podría traer unos cereales...

Ella hizo una mueca.

—Algo
rico
—dijo, con un gesto de las manos, la barbilla levantada, que sin duda expresaba su deseo, pero que a él lo dejó tan a ciegas como antes. Salió a una nieve recién caída bajo una nieve incesante.

Tan pronto como hubo cerrado tras él la puerta del apartamento, Sylvie se dejó arrastrar por un torrente de ideas sombrías.

Le parecía increíble que él, el niñito mimado, el regalón de una familia de hermanas y tías, pudiera ser tan infinitamente solícito, asumir tantas de las responsabilidades cotidianas de su vida en común, y jeringuear tan poco. La gente blanca era rara. Entre sus parientes y los vecinos de éstos, las principales obligaciones domésticas de un marido consistían en comer, propinar palizas y jugar al dominó. Auberon era tan
bueno
. Tan comprensivo. Y listo: los formularios oficiales y el interminable papeleo de un Estado benefactor vetusto y paralítico no significaban para él ningún terror. Y nada celoso. Cuando ella se había prendado de León, el muchacho de mirada dulce y tez morena que les servía en el Séptimo Santo, y por un tiempo se había dado el gusto, para luego yacer cada noche al lado de Auberon, rígida por la culpa y el miedo, hasta que él le hacía confesar su secreto, lo único que decía era que a él no le importaba lo que ella hiciera con otros con tal de que fuera feliz cuando estaba con él: a ver, cuántos tíos vas a encontrar, se preguntó a sí misma delante del nebuloso espejo colgado sobre el fregadero, capaces de reaccionar de esa manera.

Tan bueno. Tan magnánimo. Y ella, ¿cómo le retribuía? Mírate, mírate un poco, insistió. Bolsas debajo de los ojos. Y adelgazando día a día, pronto —alzó hasta el espejo un meñique retador— así de flaca. Y sin aportar una mierda a la casa, tan inútil para ella misma como para él, una boba.

Pero ella iba a trabajar. Sí, trabajaría día y noche y le pagaría a él todo cuanto había hecho por ella, el tesoro íntegro, implacable y opresivo de su bondad. Se lo tiraré a la cara. ¡Toma!

—Lavaré platos roñosos —dijo en voz alta, apartando la mirada de los arrumbados junto al fregadero en una pequeña pila—. Haré la calle...

¿Y era a eso a lo que la empujaba su Destino? Desencajada, y restregándose los brazos ateridos, iba y venía de la cama a la cocina, de la cocina a la cama, como una fiera enjaulada. Aquello que debiera liberarla la esclavizaba, la obligaba a esperar hundida en la pobreza, una existencia cada vez más miserable, distinta de la larga pobreza sin remedio de su infancia, pero pobreza al cabo. ¡Harta de ella, harta harta harta! Los ojos se le llenaban de lágrimas de autoconmiseración. Una verdadera maldición, su Destino. ¿Por qué no lo podría cambiar por un poco de decencia, un poco de libertad, un poco de alegría? Si no lo podía tirar a la basura ¿por qué tampoco podía obtener algo a cambio de él?

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