Por el camino de Swann (23 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Aquel otoño mis paseos fueron más agradables, porque los daba después de muchas horas de lectura. Cuando me cansaba de haber estado leyendo toda la mañana en la sala, me echaba el
plaid
por los hombros y salía; mi cuerpo, forzado por mucho rato a la inmovilidad, pero que se había ido cargando mientras, inmóvil de animación y velocidad acumuladas, necesitaba luego, como un peón al soltarse, gastarlas en todas direcciones. Las paredes de las casas, el seto de Tansonville, los árboles del bosque de Roussainville y los matorrales a que se adosaba Montjouvain llevaban paraguazos y bastonazos de mi mano, y oían mis gritos de gozo, que no eran, tanto unos como otros, más que ideas confusas que me exaltaban y que no lograban el descanso de la claridad, porque preferían, a un lento y difícil aclararse, el placer de una derivación más cómoda hacia un escape inmediato. La mayor parte de esas llamadas traducciones de nuestros sentimientos no hacen otra cosa que quitárnoslos de encima, expulsándolos de nuestro interior en una forma indistinta que no nos enseña a conocerlos. Cuando echo cuentas de lo que debo al lado de los Méséglise, de los humildes descubrimientos a que sirvió de fortuito marco o de necesario inspirador, me acuerdo que en ese otoño, en uno de aquellos paseos, junto a la escarpa llena de maleza de Montjouvain, es donde por primera vez me sorprendió el desacuerdo entre nuestras impresiones y el modo habitual de expresarlas. Después de una hora de agua y de aire, con las que luché muy contento, al llegar a la orilla de la charca de Montjouvain ante una chocilla tejada, donde guardaba sus útiles de jardinería el jardinero del señor Vinteuil, el sol volvió a salir, y sus dorados, que lavó el chaparrón, lucían nuevamente en el cielo, en los árboles, en las paredes de la chocilla, en las tejas todavía mojadas, por cuyo caballete se estaba paseando una gallina. El aire que hacía tiraba horizontalmente de las hierbecillas que crecían entre los ladrillos de la pared, y del plumón de la gallina, que se dejaban ir unas y otro a la voluntad del viento, estirándose todo lo que podían, con el abandono de cosas inertes y ligeras. Las tejas daban a la charca, que con el sol reflejaba de nuevo, un tono de mármol rosa en que nunca me había fijado. Y al ver en el agua y en la pared una sonrisa pálida, que respondía a la sonrisa del cielo, exclamé: «¡Atiza, atiza, atiza!», blandiendo mi cerrado paraguas. Pero al mismo tiempo comprendí que mi deber hubiera sido no limitarme a esas palabras y aspirar a ver un poco más claramente en mi asombro.

Y también en aquel momento, y gracias a un campesino que por allí pasaba, con facha ya bastante malhumorada, que se le puso más aún cuando por poco le doy en la cara con el paraguas, y que respondió fríamente a mi: «Buen tiempo para andar, ¡eh!», aprendí que las mismas emociones no se producen simultáneamente, con arreglo a un orden preestablecido en el ánimo de todos los hombres. Más tarde, siempre que una prolongada lectura me daba ganas de conversación, el camarada a quien yo estaba deseando hablar acababa de entregarse al placer de la charla, y quería que ahora lo dejaran leer en paz. Y si acababa de pensar cariñosamente en mis padres y adoptar las decisiones más prudentes y propias para darles gusto, mientras, estaba llegando a su conocimiento algún pecadillo mío, del que ya no me acordaba, y que ellos me echaban en cara en el instante mismo de ir a darles un beso.

Muchas veces, a la exaltación causada por la soledad, venía a unirse otra, que yo no sabía separar claramente de aquélla, motivada por el deseo de ver surgir ante mí una moza del campo que yo pudiera estrechar entre mis brazos. Nacía bruscamente, sin que yo tuviera tiempo de referirlo a su causa, entre muy distintos pensamientos, y el placer que lo acompañaba no se me representaba sino un grado superior al placer que me ofrecían aquellos pensamientos. Y agradecía a todo lo que en aquel momento vivía en mi ánimo: al reflejo rosado de las tejas, a las hierbas salvajes, al pueblo de Roussainville, donde hacía tanto tiempo que quería ir; a los árboles de su bosque, al campanario de su iglesia, esa emoción nueva que me representaba todas aquellas cosas como más codiciadoras, porque yo me creía que era todo aquello lo que provocaba esa emoción que me empujaba más rápidamente hacia allí, cuando inflaba mi vela con su brisa, potente, nueva y propicia. Pero si ese deseo de que se me apareciese una mujer añadía a los encantos de la Naturaleza un punto más de exaltación, en cambio, los encantos de la Naturaleza daban amplitud a lo que hubiera podido tener de mezquino el encanto de la mujer. Parecíame que la belleza de los árboles era su belleza, y, que con su beso me revelaría el alma de esos horizontes, del pueblo de Roussainville, de los libros que estaba leyendo aquel año, y como mi imaginación cobraba fuerzas al contado con mi sensualidad, y mi sensualidad se difundía por todos los dominios de la imaginación, resultaba que mi deseo no tenía límites.

Y era también que —como sucede en esos momentos de ensoñación que tenemos en el campo, cuando la acción de la costumbre está en suspenso, y nuestras nociones abstractas de las cosas, apartadas a un lado, y creemos con profunda fe en la originalidad, en la vida individual del lugar en que estamos— la moza que pasaba y excitaba mi deseo parecíame que era no un ejemplar cualquiera de ese tipo general, la mujer, sino un producto necesario y natural del suelo aquel. Porque en aquella época toda lo que no era yo mismo, la tierra y los seres se me figuraba más precioso y más importante, dotado de más veraz existencia que a un hombre ya hecho. Y no separaba las personas de la tierra. Sentía deseo por una moza de Méséglise o de Roussainville, por una pescadora de Balbec, como sentía deseo por Méséglise y por Balbec. Y no hubiera creído ya en el placer que podrían darme, no me hubiera parecido tan cierto ese placer, si hubiera modificado a mi antojo las condiciones en que se ofrecía. En París, una pescadora de Balbec o una moza de Méséglise eran una concha que yo no había visto en la playa, y un helecho que yo no cogí en el bosque; y conocerlas allí hubiera sido quitar del placer que me diera la mujer todos aquellos con que la envolviera mi imaginación. Pero vagar así por los bosques de Roussainville, sin una moza a quien besar, era no conocer el tesoro oculto de ese bosque, su más honda belleza. Esa muchacha que yo me representaba siempre rodeada de verdor era también como una planta local de más elevada especie que las demás, y cuya estructura me dejaría sentir, mucho más de cerca que en las otras, el sabor profundo de la tierra aquella. Me lo creía con más facilidad (como me creía que las caricias con que me revelara ese sabor serían de una clase especial, cuyo placer sólo ella podía procurarme) porque estaba todavía en esa edad en que aun no hemos abstraído el gozo de poseer a las mujeres de las personas que nos le ofrecieron, y aun no se lo ha reducido a una noción general que nos haga considerar desde entonces a las mujeres como los instrumentos intercambiables de un placer siempre idéntico. Ni siquiera existe, aislado, separado o formulado en la mente, como la finalidad que se persigue al acercarse a una mujer y como causa de la turbación previa que se siente. Apenas si pensamos en él como en un placer que ha de venir y le llamamos el encanto de esa mujer, el encanto suyo, porque no pensamos en nosotros, sino sólo en salir de nosotros. Esperado oscuramente, inmanente, oculto, lleva a tal grado de paroxismo en el momento en que se cumplen los demás placeres que nos causaron las miradas cariñosas y los besos del ser que está a nuestro lado, que se nos representa el placer ese como una especie de transporte de gratitud nuestra por la bondad de nuestra compañera y por su predilección por nosotros, que medimos por los beneficios y la dicha con que nos abruma.

Pero en vano imploraba al torreón de Roussainville, y le pedía que me trajera a alguna niña de allí, como al único confidente que tuve pie mis primeros deseos, cuando desde lo más alto de nuestra casa de Combray, en aquel cuartito que olía a lirios, no veía en el cuadrado marco de la ventana entreabierta otra cosa que su torre, mientras que con las vacilaciones heroicas del viajero que emprende una exploración o del desesperado que va a suicidarse, desfallecido, iba abriendo en el interior de mi propio ser un camino desconocido, y que yo creía mortal, hasta el momento en que una señal de vida natural, como un caracol, se superponía a las hojas del grosellero salvaje que llegaban hasta donde yo estaba. En vano le suplicaba ahora. En vano, recogiendo la llanura en mi campo visual, la registraba con mis ojos, que querían traerse de allí a una mujer. Me llegaba hasta del pórtico de San Andrés del Campo: nunca estaba allí esa moza que hubiera estado de haber ido yo con mi abuelo, y en la imposibilidad, por consiguiente, de trabar conversación con ella. Miraba tercamente el tronco de un árbol lejano, detrás del cual podría surgir la moza para venir a donde yo estaba: el horizonte escrutado seguía desierto; caía la noche, y sin esperanza ya fijaba yo mi atención como para aspirar, las criaturas que pudiere ocultar, en ese suelo estéril, en esa tierra exhausta; y ahora pegaba no de gozo, sino de rabia, a los árboles del bosque de Roussainville, aquellos árboles que no servían de refugio a ningún ser vivo, como si fueran árboles pintados en un panorama; porque sin poder resignarme a volver a casa antes de abrazar a la mujer de mis deseos, no tenía más remedio que emprender el camino de vuelta a Combray, diciéndome a mí mismo que cada vez disminuían las probabilidades de que la casualidad me la pusiera al paso. ¿Y me habría atrevido acaso a hablarle si la hubiera encontrado? Creo que me habría tomado por un loco; yo no creo que existieran verdaderamente fuera de mí los deseos que formaba durante aquellos paseos, y que no lograban realización, ni creía que los demás pudieran participar de ellos. Se me aparecían tan sólo como creaciones puramente subjetivas, impotentes e ilusorias de mi temperamento. Ningún lazo las unía con la Naturaleza ni con la realidad, que desde ese momento perdía todo encanto y significación, y ya no era para mi vida más que un marco convencional, como es para la ficción de una novela el asiento del vagón donde la va leyendo el viajero para matar el tiempo.

Quizá de una impresión que tuve acerca de Montjouvain, unos años más tarde, impresión que entonces no vi clara, proceda la idea que más tarde me he formado del sadismo. Se verá más adelante que, por otras razones, el recuerdo de esa impresión está llamado a jugar importante papel en mi vida. Hacía un tiempo muy caluroso; mis padres tuvieron que marcharse de casa por todo el día, y me dijeron que volviera a la hora que yo quisiera; fui hasta la charca de Montjouvain, porque me gustaba mirar cómo se reflejaba en ella el tejado de la chocita; me tumbé a la sombra, y me dormí entre los matorrales del talud que domina la casa, en aquel mismo sitio donde estuve esperando a mis padres el día que fueron a visitar al señor Vinteuil. Cuando desperté era casi de noche, e iba ya a levantarme cuando vi a la señorita de Vinteuil (apenas si la reconocí, porque en Combray la había visto sólo unas cuantas veces, y cuando era niña, mientras que ahora era una muchachita), que, sin duda, acababa de volver a casa, a unos centímetros de donde yo estaba, en la misma habitación en que su padre recibiera al mío, y que ahora era la salita de ella. La ventana estaba entreabierta y la lámpara encendida, de modo que yo veía todo lo que hacía sin que me viera ella, pero si me marchaba podía oír el ruido de mis pasos entre los matorrales, y quizá supusiera que me había escondido allí para espiarla.

Estaba de riguroso luto, porque hacía poco que había muerto su padre. No habíamos ido a darle el pésame; no quiso mi madre, a causa de una virtud que en ella, era lo único que limitaba los efectos de la bondad: el pudor; pero compadecíala profundamente. Se acordaba mi madre del triste final de la vida del señor Vinteuil absorbido primero por las funciones de madre y de niñera que cumplía con su hija, y luego por lo que ella le hizo sufrir, reía el torturado rostro del viejo en aquellos último tiempos; sabía que tuvo que renunciar para siempre a acabar de transcribir en limpio todas sus obras de los últimos años, pobres obras de un viejo profesor de piano, de un ex organista de pueblo, que considerábamos de poco valor intrínseco, pero sin despreciarlas, porque para él valían mucho y fueron su razón de vivir antes de que las sacrificara, a su hija, y que en su mayor parte ni siquiera estaban transcritas, retenidas sólo en la memoria, y algunas apuntadas en hojas sueltas, ilegibles, y que se quedarían ignoradas de todos; y mi madre pensaba en aquella otra renuncia, aun más dura, a que tuvo que ceder el señor Vinteuil: renunciar a un porvenir de honradez y respeto para su hija; y cuando evocaba aquella suprema aflicción del viejo maestro de piano de mis tías, sentía pena de verdad y pensaba con terror en esa otra pena, mucho más amarga que debía de tener la hija de Vinteuil, unida al remordimiento de haber ido matando poco a poco a su padre. «Pobre señor Vinteuil —decía mamá—: vivió y murió por su hija, que no le dio ningún pago. Veremos si se lo da después de muerto y en qué forma. Sólo ella puede hacerlo.»

Al fondo de la salita de la señorita de Vinteuil, encima de la chimenea, había un pequeño retrato de su padre, y en el momento en que oyó ella el ruido de un coche que venía por la carretera, se levantó, cogió la fotografía, se echó en el sofá y acercó junto a sí una mesita en la que puso el retrato, lo mismo que en otra ocasión había acercado el señor Vinteuil aquella obra que deseaba dar a conocer a mis padres. Pronto entró su amiga. La hija de Vinteuil no se levantó a recibirla, y con las dos manos enlazadas por detrás de la cabeza se retiró hacia el extremo opuesto del sofá como para dejarle un hueco. Pero en seguida se dio cuenta de que eso era como imponerle una actitud que quizá le era molesta. Acaso a su amiga le gustaría más ir a sentarse en una silla más apartada; y se cogió en pecado de indiscreción, y la delicadeza de su corazón se asustó; volvió a ocupar el sofá entero y empezó a bostezar, como indicando que se había echado porque tenía sueño, y nada más. A pesar de la familiaridad ruda e imperativa que tenía con su amiga, reconocía ya los ademanes obsequiosos y reticentes de su padre, los mismos repentinos escrúpulos.

Al poco se levantó, hizo como que quería cerrar la ventana y que no podía.

—Déjala abierta, yo tengo calor —dijo su amiga.

—Pero es muy molesto que nos vean —contestó la señorita de Vinteuil.

Y debió de adivinar que su amiga se creería que no había dicho aquellas palabras más que para provocarla a contestar con otras que estaba deseando oír, pero cuya iniciativa dejaba por discreción a la otra. Y su mirada tomó, sin duda, porque yo no podía distinguirla, aquella expresión que tanto gustaba a mi abuela, al pronunciar estas palabras:

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