Y es que ni siquiera se había acordado de Swann. Y esos momentos, en que se olvidaba hasta de la existencia de su querido, hacían más servicio a Odette, y eran de mayor eficacia para asegurarle el amor de Swann, que todas las artes de su coquetería. Porque así, Swann vivía en esa dolorosa excitación que tuvo fuerza bastante para hacer estallar su amor aquella noche que no encontró a Odette en casa de los Verdurin y se pasó horas buscándola. Y Swann no pasaba días felices, como yo en Combray, durante los cuales se olvidan las penas que revivirán a la noche. Swann no veía a Odette de día, y a ratos pensaba que dejar a una mujer tan bonita salir tan sola por París era imprudente demencia, como colocar un estuche repleto de alhajas en medio del arroyo. Entonces las gentes que andaban por las calles, como si indignaban todas las fueran ladrones. Pero como su rostro colectivo e informe escapaba a las garras de su imaginación, no servía para alimentar sus celos. Y cansaba el cerebro a Swann, que pasándose la mano por los ojos, exclamaba: «¡Sea lo que Dios quiera!», al modo de esas personas que, después de encarnizarse en abarcar el problema de la realidad del mundo exterior o de la inmortalidad del alma, conceden a su fatigado cerebro el respiro de un acto de fe. Pero el recuerdo de la ausente estaba siempre indisolublemente unido hasta a los actos más fútiles de la vida de Swann —almorzar, recibir sus cartas, salir, acostarse—, precisamente por el lazo de la tristeza que sentía al tener que ejecutarlos sin Odette, lo mismo que esas iniciales de Filiberto el Hermoso, que Margarita de Austria, para expresar su melancolía mandó entretejer con las iniciales suyas en todos los rincones de la iglesia de Brou. Muchos días, en lugar de comer en casa, se iba a almorzar a un restaurante de allí cerca, que antes apreciaba mucho por su buena cocina, y al que ahora iba únicamente por una de esas razones, místicas y ridículas a la vez, que suelen denominarse románticas; y era que ese restaurante (que aun existe) se llamaba lo mismo que la calle donde vivía Odette:
Laperousse
. Algunas veces, cuando hacía una excursión corta, no se preocupaba de comunicarle que había vuelto a París hasta unos días después. Y decía sencillamente, sin la precaución de resguardarse, por si acaso, tras un trocito de verdad, que acababa de llegar en el tren de aquella mañana. Las palabras aquellas no eran verdad; al menos, para Odette eran embustes sin consistencia, sin punto de apoyo, como lo habrían tenido a ser verdaderas, en el recuerdo de su llegada a la estación; hasta era incapaz de representárselas en el momento de pronunciarlas, porque lo impedía la imagen contradictoria de la cosa enteramente distinta que estuvo haciendo en el mismo momento en que ella decía que estaba bajando del tren. Pero, por el contrario, en el ánimo de Swann se incrustaban aquellas palabras sin, encontrar obstáculo alguno y adquirían la inmovilidad de una verdad tan indudable, que si un amigo le decía que él llegó también en ese tren y que no había visto a Odette, se quedaba Swann tan convencido de que su amigo se equivocaba de día o de hora, porque sus palabras no coincidían con las de Odette. Éstas sólo le habrían parecido falsas en el caso de haber desconfiado anticipadamente de que eran verdad. Para que Swann creyera que su querida mentía, se requería como condición necesaria la sospecha previa. Entonces, todo lo que decía Odette le parecía sospechoso. Si le oía citar un nombre, es que era seguramente el de uno de sus amantes; y, forjada esta suposición, pasaba semanas enteras desesperado, y una vez hasta anduvo en tratos con una agencia policíaca para enterarse de las señas, idas y venidas de aquel desconocido que no la dejaría vivir hasta que se marchara de París, y que resultó ser un tío de Odette, que hacía más de veinte años que había muerto.
Aunque Odette no le permitía que fuera a buscarla a sitios públicos, porque decía que eso daría que hablar, ocurría que, a veces, se encontraban en una reunión adonde estaban invitados los dos, en casa de Forcheville, en casa del pintor o en un baile benéfico dado en algún Ministerio. La veía, pero no se atrevía a quedarse, por miedo a irritarla y a que se creyera que estaba espiando los placeres que disfrutaba al lado de otras personas, placeres que —mientras que volvía él sola e iba a acostarse con la misma ansiedad que yo sentiría años después en Combray, cuando él estaba invitado a cenar en casa— se le figuraban ilimitados porque no los había visto acabar. Y una o dos veces le fue dado conocer en aquellas noches alegrías que nos sentiríamos llamados a calificar, a no ser por el choque que causa el brusco cese de la inquietud, de alegrías tranquilas, porque se fundan en gran sosiego; había pasado un momento en una reunión en casa del pintor, y ya se disponía a marcharse; allí se dejaba a Odette, convertida en una brillante desconocida, en medio de hombres a quien Odette parecía que hablaba, con miradas y alegrías que no eran para él, para Swann, de otra voluptuosidad que habrían de saborear luego allí o en otra parte (acaso en el baile de los Incoherentes, donde temía él que fuera su querida), y que daba a Swann aún más celos que la unión carnal, porque se la imaginaba más difícilmente; ya estaba en la puerta del estudio, cuando oyó que lo llamaban unas palabras (que al despojar a la fiesta de aquel final que lo espantaba, la revestían de retrospectiva inocencia; palabras que convertían la vuelta de Odette a su casa, no en cosa inconcebible y aterradora, sino grata y sabida, que cabría junto a él, como un detalle de su vida diaria, allí en el coche, palabras que quitaban a Odette su apariencia harto brillante y alegre, indicando que no era más que momentáneo disfraz que se puso un instante sin pensar en misteriosos placeres, y del que ya estaba cansada); unas palabras que le lanzó Odette cuando llegaba él ya a la misma puerta: «¿No quiere usted esperarme cinco minutos? Voy a marcharme, podemos salir juntos y me dejará usted en casa».
Es cierto que un día Forcheville quiso volver con ellos, y como al llegar a casa de Odette cuando pidiera permiso para entrar él también, Odette le contestó señalando a Swann: «¡Ah, lo que este señor diga, pregúnteselo usted! Vamos, entre usted un momento si quiere, pero no mucho, porque le prevengo que le gusta hablar muy despacio conmigo, y no le agradan las visitas cuando está en casa. ¡Ah!, si usted conociera a este hombre como lo conozco yo…, ¿verdad,
my love
, que nadie lo conoce a usted como yo?».
Y a Swann aun le conmovió más el ver que le dirigía delante de Forcheville, no sólo esas palabras cariñosas y de predilección, sino también algunas críticas, como: «Estoy segura de que todavía no ha contestado usted nada a sus amigos respecto a la cena del domingo. No vaya, si no quiere; pero, por lo menos, cumpla usted»; o «¿Se ha dejado usted aquí el ensayo sobre Ver Meer para poder adelantarlo un poco mañana? ¡Qué perezoso! Yo lo haré trabajar, ya lo creo»; con las cuales demostraba que estaba al corriente de sus invitaciones y de sus estudios de arte, que los dos tenían una vida suya aparte. Y al decir esas cosas, le lanzaba una sonrisa, allá en cuyo fondo veía él que Odette era suya, enteramente suya.
Y entonces, en esos momentos, mientras ella le estaba haciendo una naranjada, de pronto, lo mismo que pasa cuando una lámpara mal manejada pasea por alrededor de un objeto, y por las paredes, grandes sombras fantásticas que van luego a replegarse y a aniquilarse dentro de ella, todas las terribles y tornadizas ideas que Odette le había inspirado se desvanecían, se refugiaban en aquel cuerpo encantador que tenía delante. Le asaltaba la repentina sospecha de que esa hora que pasaba en casa de Odette, junto a la lámpara, no era una hora artificial, para uso suyo (destinada a enmascarar esa cosa terrible y deliciosa, en la que pensaba siempre, sin poder imaginársela bien nunca: una hora de la vida de Odette, cuando él no estaba allí), con accesorios de teatro y frutas de cartón, sino que quizá era una hora seria, de verdad en la vida de Odette, y que si él no hubiera estado allí, Odette habría ofrecido el mismo sillón a Forcheville, sirviéndole, no un brebaje desconocido, sino aquella naranjada precisamente; que el mundo donde vivía Odette no era ese orbe espantoso y sobrenatural donde él se entretenía en situarla, y que acaso no existía más que en su imaginación, sino el universo real, que no difundía ninguna melancolía particular, que abarcaba esa mesa donde él podría escribir, y esa bebida que le sería dado paladear; todos esos objetos que contemplaba con tanta curiosidad y admiración como gratitud, porque absorbían sus sueño, liberándole de ellos; pero, en cambio, se enriquecían; al absolverlas con esas soñaciones, se las mostraban realizadas palpablemente, le seducían el alma, tomando relieve delante de sus ojos, y al mismo tiempo le tranquilizaban el corazón. ¡Ah, si el destino hubiera querido que Odette y él no tuvieran más que una sola morada; que Swann, al estar en su casa, estuviera también en la de ella; que al preguntar al criado lo que iban a almorzar, hubiera recibido como respuesta al
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confeccionado por Odette; que si Odette quería ir a dar una vuelta por la mañana a la avenida del Bosque de Boulogne, su deber de buen marido le hubiera obligado, aunque no tuviera él ganas de salir a acompañarla, a cargar con el abrigo de ella si hacía mucho calor, y si por la noche, después de cenar, cuando Odette no sintiera deseo de salir y se quedara en casa, no hubiera tenido él más remedio que estarse con ella y hacer su voluntad! Entonces, todas las futesas de la vida de Swann, tan tristes ahora, cobrarían, por el contrario, al entrar a formar parte de la vida de Odette, y hasta las más familiares, una especie de superabundante dulzura y de misteriosa densidad, como esa lámpara, esa naranjada y ese sillón que encarnaban tantos sueños v contenían tantos deseos.
Sin embargo, dudaba mucho Swann de que lo que así echaba de menos fuera una paz, una calma que quizá no serían atmósfera muy favorable a su amor. Cuando Odette dejara de ser para él una criatura siempre ausente, deseada, imaginaria: cuando el sentimiento que Odette le inspiraba no fuese ya del mismo linaje de misteriosa inquietud que le cansaba la frase de la sonata, sino afecto y reconocimiento; cuando se crearan entre ellos lazos normales que acabaran con su locura y su tristeza, entonces los actos de la vida de Odette ya le parecerían de escaso interés en sí mismos, como sospechara ya varias veces que en realidad lo eran; por ejemplo, el día que leyó al trasluz la carta a Forcheville. Juzgaba su enfermedad con la misma sagacidad que si se la hubiera inoculado para estudiarla, y se decía que, una vez curado, todos los actos de Odette le serían indiferentes. Y desde el fondo de su mórbido estado, temía, en realidad, tanto como la muerte semejante curación, porque habría sido, en efecto, la muerte de todo lo que él era en ese momento.
Después de aquellas noches de calma, las sospechas de Swann se aplacaban; bendecía a Odette, y, a la mañana siguiente, le mandaba magníficas alhajas, porque sus atenciones de la noche antes habían excitado su gratitud o acaso el deseo de que se repitieran, o bien un paroxismo de amor que tenía necesidad de desahogarse.
Pero otros ratos volvía su dolor, se imaginaba que Odette era querida de Forcheville, y que cuando los dos lo vieron aquella noche, en el bosque, desde el fondo del landó de los Verdurin, suplicarle inútilmente, con aquel aire de desesperación que notó hasta su cochero, que volviera con él, para tener luego que irse solo y vencido por otro lado, Odette debió de lanzar a Forcheville, mientras le decía: «Qué rabioso está, ¿eh?», las mismas miradas brillantes, maliciosas, bajas y solapadas que el día en que Forcheville echó a Saniette de casa de los Verdurin.
Y entonces Swann la detestaba. «También soy yo tonto en estar pagando con mi dinero el placer de los demás. Pues que no se fíe y que tenga cuidado en no tirar mucho de la cuerda, porque pudiera darse el caso de que no soltara un céntimo. Por lo pronto, voy a renunciar provisionalmente a los regalos suplementarios. ¡Pensar que ayer mismo, porque me dijo que tenía ganas de ir a la temporada de Bayreuth, cometí la majadería de ofrecerle alquilar uno de los castillos del rey de Baviera para nosotros dos, allí cerca! ¡Y no la ha emocionado mucho, no dijo que sí ni que no, ojalá diga que no: ¡Qué divertido debe ser estarse quince días oyendo música de Wagner con ella, que le importa Wagner lo mismo que a un pez una castaña!». Y como su odio, al igual que su amar, necesitaba manifestarse, hacer algo, se complacía en llevar cada vez más lejos sus malas figuraciones, porque, gracias a las perfidias que atribuía a Odette, la detestaba más, y podría, si —cosa que le agradaba pensar— fueran ciertas, tener ocasión de castigarla y de saciar y en ella su creciente cólera. Llegó hasta suponer que Odette iba a escribirle pidiéndole dinero para alquilar el castillo ese junto a Bayreuth, pero avisándole que Swann no podría acompañarla, porque había prometido invitar a Forcheville y a los Verdurin. ¡Cuánto se habría alegrado de que Odette tuviera semejante atrevimiento! ¡Qué alegría en negarse, en redactar la contestación vindicatoria! Y se complacía en escoger los términos de la respuesta, en enunciarlos en alta voz, como si en efecto ya hubiera recibido la carta de Odette.
Pues eso mismo es lo que ocurrió al otro día. Odette le escribía que los Verdurin y sus amigos manifestaron deseos de asistir a las representaciones wagnerianas, y que si Swann le mandaba dinero, podría tener el gusto de invitarlos, correspondiendo así a sus muchas y frecuentes atenciones. De Swann, ni una palabra; se sobrentendía que la presencia de los Verdurin excluía la suya.
De modo que iba a tener el gozo de mandarle aquella terrible respuesta que había redactado, palabra por palabra, el día antes, sin esperanza de tener que utilizarla nunca. Claro que sabía Swann que Odette, con el dinero que tenía, o que se procuraría fácilmente, podía alquilar una casa en Bayreuth, ya que así lo deseaba, ella que no era capaz de distinguir entre Bach y Clapisson. Pero, en todo caso, tendría que vivir con más estrechez. Y no tendría medio de organizar, como las habría organizado si él mandaba unos cuantos billetes de mil francos, a diario, en un castillo, esas cenas elegantes que acaso le diera el capricho de rematar —capricho que quizá nunca se le había ocurrido— cayendo en brazos de Forcheville. No, no sería Swann el que pagara ese viaje odioso. ¡Ah, cuánto daría por estorbar el viaje, porque Odette se dislocara un pie antes de marcharse, por lograr, a cualquier costo, sobornar al cochero que había de conducirla a la estación para que la llevara a un sitio retirado, donde tenerla secuestrada, a aquella mujer pérfida, de ojos brillantes, con una sonrisa de complicidad, dedicada a Forcheville, que era la forma con que Swann veía a Odette hacía cuarenta y ocho horas!