Por el camino de Swann (22 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Pero los que como nosotros vieron en aquella época al señor Vinteuil huir de los conocidos, irse por otro lado cuando veía a alguno, envejecer en unos meses, absorberse en su pena, incapaz de todo esfuerzo que no tuviera como objeto inmediato la felicidad de su hija, y pasar días enteros junto a la tumba de su mujer, era muy difícil que no comprendiera la pena que estaba matando a Vinteuil, y que supusieran que no se enteraba de las hablillas que corrían. Se enteraba y, probablemente, les daba crédito. No hay nadie, por muy virtuoso que sea, que por causa de la complejidad de las circunstancias no pueda llegar algún día a vivir en familiaridad con el vicio que más rigurosamente condena —sin que, por lo demás, le reconozca por completo bajo ese disfraz de hechos particulares que reviste para entrar en contacto con uno y hacerlo padecer—: palabras raras, aptitud inexplicable tal noche de un ser a quien se quiere por tantos motivos. Pero un hombre como el señor Vinteuil debía de sufrir mucho al tener que resignarse a una de esas situaciones que erróneamente se consideran exclusivas del mundo de la bohemia, y que, en realidad, se producen siempre que un vicio —que la misma naturaleza humana desarrolló en un niño, a veces sólo con mezclar las cualidades de su padre y de su madre, como el color de los ojos— busca el lugar seguro que necesita para vivir. Pero no porque el señor Vinteuil se diera cuenta de la conducta de su hija disminuyó en nada su cariño hacia ella. Los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no les dieron vida no las pueden matar; pueden estar desmintiéndolas constantemente sin debilitarlas, y un alud de desgracia o enfermedades que una tras otra padece una familia, no le hace dudar de la bondad de su Dios ni de la pericia de su médico. Pero cuando Vinteuil pensaba en él y en su hija, desde el punto de vista de la gente; cuando quería colocarse con ella en el rango que ocupaban en la pública estimación, entonces aquel juicio de orden social lo formulaba él mismo, como lo haría el vecino de Combray que más lo odiara, y se veía con su hija caído hasta lo último; por eso sus modales tomaron desde hacía poco esa humildad y respeto hacia las personas que estaban por encima de él, y a quienes miraba desde abajo (aunque en otra época los considerara muy inferiores), esa tendencia a subir hasta ellas, que es resultado casi mecánico del venir a menos. Un día en que íbamos con Swann por una, calle de Combray, desembocaba por otra el señor Vinteuil, que se vio frente a nosotros de pronto, cuando ya era tarde para irse por otro lado; Swann, con la orgullosa caridad del hombre, de mundo, que, rodeado por la disolución de todos los prejuicios morales, no ve en la infamia de otra persona más que un motivo para demostrarle su benevolencia, con pruebas que halagan más el amor propio del que las da, porque le parecen preciosas al que las recibe, habló mucho con Vinteuil, a quien antes no dirigía la palabra, y antes de despedirse le dijo que porqué no mandaba a su hija a jugar un día a Tansonville. Esa invitación hubiera indignado a Vinteuil dos años antes; pero ahora lo llenó de tan sentida gratitud, que se creyó obligado a no cometer la indiscreción de aceptar. Parecíale que la amabilidad de Swann para con su hija era por sí sola un apoyo tan honroso, tan grato, que más valía no utilizarlo para tener la platónica dulzura de conservarlo.

—¡Qué hombre más fino! —nos dijo cuando se hubo marchado Swann, con la misma entusiasta veneración de esas muchachitas de la clase media que miran respetuosas y admiradas a una duquesa, por más horrible y estúpida que sea—. ¡Qué hombre tan fino! ¡Lástima que haya hecho una boda tan desdichada!

Y entonces, y para que se vea cómo hasta los seres más sinceros tienen algo de hipócritas, y al hablar con una persona se deshacen de la opinión que han formado de ella, para volver a decirla en cuanto se va, mis padres se unieron a las lamentaciones de Vinteuil por el matrimonio de Swann, en nombre de unos principios y conveniencias que (por el hecho mismo de invocarlos en común con él, como gentes de la misma clase) parecían sobrentender todos que eran respetados en Montjouvain. Vinteuil no mandó a su hija a casa de Swann. Éste lo sintió mucho, porque cada vez que se separaba de Vinteuil, se acordaba de que tenía que preguntarle hacía tiempo por una persona de su mismo apellido, pariente suyo según creía. Y aquella vez se había prometido no olvidarse de esto cuando Vinteuil mandara a su hija a Tansonville.

Como el paseo, por el lado de Méséglise, era el más corto de los que dábamos por los alrededores de Combray, lo reservábamos para el tiempo inseguro; solía llover a menudo por aquel lado de Méséglise, y nunca perdíamos de vista el lindero de los bosques de Roussainville; cuya espesura podría servirnos de abrigo.

A veces el sol iba a esconderse tras una nube que deformaba su óvalo y se orlaba de amarillo. Quedábase el campo sin brillo, pero no sin luz, y toda la vida parecía en suspenso, mientras que el pueblecillo de Roussainville esculpía en el cielo el relieve de sus blancas aristas, con limpidez y perfección maravillosas. Un soplo de viento hacía levantar el vuelo a algún cuervo que iba a caer allá lejos, y sobre el fondo del cielo blancuzco la lejanía de bosques parecía más azul aún, como si estuviera pintada en uno de esos camafeos que decoran los entrepaños de las viejas casas.

Pero otras veces empezaba a llover y se cumplía la amenaza del capuchino que tenía el óptico en su escaparate; las gotas de agua, como los pájaros migratorios que se echan a volar todos juntos, bajaban del cielo en apretadas filas. No se separan, no van a la ventura en esa rápida travesía, cada una guarda el puesto que le corresponde, llama junto a ella a la que sigue, y el cielo se ennegrece más que cuando parten las golondrinas. Nos refugiábamos en el bosque. Ya su viaje parecía cumplido, y todavía seguían llegando algunas más débiles y calmosas. Pero salíamos de nuestro refugio, porque el follaje agrada mucho a las gotas, y ya estaba la tierra casi seca cuando todavía más de una se rezagaba jugando con las molduras de una hoja, y colgada de su punta, descansaba, brillando al sol; de pronto, se dejaba deslizar desde lo alto de la rama y nos caía en la nariz.

Otras veces, íbamos a refugiarnos al pórtico de San Andrés del Campo, revueltas con los santos y patriarcas de piedra. ¡Qué francesa era la iglesia aquella! Encima de la puerta estaban representados en piedra santos, reyes caballeros con una flor de lis en la mano, escenas de bodas y funerales, lo mismo que podían estar grabados en el alma de Francisca. El escultor había narrado también algunas anécdotas referentes a Aristóteles y Virgilio, del mismo modo que Francisca hablaba en la cocina de San Luis, como si lo hubiera conocido personalmente, y, por lo general, para avergonzar con la comparación a mis abuelos, que no eran tan «justos». Veíase que las nociones que tenía el artista medieval y la campesina medieval (superviviente en el siglo XIX) de la historia antigua, pagana y cristiana, y tan característica por su exactitud como por su simplicidad, procedían no de los libros, sino de una tradición, antigua y directa a la par, ininterrumpida, oral, deformada, incognoscible y viva. Otra persona de Combray, a quien yo descubría, virtual y profetizada, en las esculturas góticas de San Andrés del Campo, era el mozo Teodoro, dependiente de casa de Camus. Francisca lo consideraba tan de su tiempo y de su tierra, que cuando la tía Leoncia estaba muy enferma para que Francisca sola pudiera volverla en la cama, llevarla al sillón, antes que dejar subir a la moza de la cocina para «lucirse» ante mi tía, llamaba a Teodoro. Y ese muchacho, que pasaba con razón por ser un mal sujeto, tan henchido estaba de aquella alma que inspiró la decoración de San Andrés del Campo, y especialmente de los sentimientos de respeto que Francisca creía debidos a los «pobres enfermos», a su «pobre ama», que al alzar la cabeza, de mi tía sobre la almohada ponía la cara cándida y solícita de los angelitos de los bajorrelieves, que rodean con un cirio en la mano a la Virgen desfallecida, como si los rostros de piedra esculpida, grisácea y desnuda, igual que los bosques en invierno, estuvieran sólo adormilados y en reserva, prontos a florecer de nuevo a la vida, en innúmeros rostros populares, reverentes y sagaces, como el de Teodoro, e iluminados con el fresco rubor de una manzana madura. Y había una santa no ya pegada a la piedra como los angelitos, sino separada de la portada, de estatura mayor que la natural, de pie en un pedestal como en un taburete que la salvara del contacto de la tierra húmeda, con mejillas bien llenas, seno firme que se dilataba bajo su corpiño como un racimo maduro en un saco de crin, frente estrecha, nariz corta y dura, pupilas hundidas, y ese aspecto de utilidad, de insensibilidad y de valor que tienen las mujeres de aquella tierra. Esa semejanza que insinuaba en la estatua una ternura que yo no había ido a buscar en ella, certificábala muchas veces alguna muchacha del campo que venía a resguardarse al pórtico, como nosotros, y cuya presencia, igual que la de esa hojarasca parásita que crece junto a las hojarascas esculpidas, parece destinada a juzgar de la veracidad de la obra de arte, cotejándola con la naturaleza. Allá, delante de nosotros, Roussainville, tierra de promisión o de maldición; Roussainville, donde nunca llegué penetrar, cuando ya la lluvia había parado donde nosotros estábamos, seguía castigado como un poblado de la Biblia por las lanzas de la tormenta, que flagelaban oblicuamente las moradas de sus habitantes, o bien recibía el perdón de Dios Padre, que mandaba hasta él los desflecados tallos de oro de un sol renaciente, tallos desiguales como los rayos de un viril en el altar.

A veces, el tiempo echábase a perder por completo; teníamos que volver y estarnos encerrados en casa. Aquí y allá, en el campo, que con la oscuridad y la humedad se parecía al mar, casitas aisladas, puestas en la falda de una colina, brillaban como barquitas que replegaron sus velas y se están quietas al largo toda la noche. Pero ¡qué importaban la lluvia y la tormenta! En verano el mal tiempo no es más que un enfado pasajero y superficial del buen tiempo subyacente y fijo, muy distinto del buen tiempo del invierno, instable y fluido, y que, al contrarío de éste, se instala en la tierra, se solidifica en densas capas de hojarasca, por donde el agua puede ir resbalando sin comprometer la resistencia de su permanente alegría, y que iza por toda la temporada en las calles del pueblo, en los muros de las casas y de los jardines sus banderolas de seda violeta o blanca. Sentado en la salita, donde esperaba leyendo que llegara la hora de cenar, oía cómo chorreaba el agua por los castaños; pero bien sabía que el chaparrón no haría otra cosa más que barnizar sus hojas, y que prometían ellos estarse allí, como firmes garantías del estío, toda la noche lluviosa, asegurando la continuidad del buen tiempo; llovía, sí, pero al día siguiente seguirían ondulando como antes, por encima de la blanca valló de Tansonville, las hojitas en forma de corazón; y sin ninguna tristeza miraba yo cómo el chopo de la calle de Perchamps dirigía a la tormenta súplicas y saludos desesperados, y sin ninguna tristeza oía en lo hondo del jardín los postreros tableteos del trueno, como un arrullo entre las lilas.

Si el tiempo estaba malo, ya desde por la mañana mis padres renunciaban al paseo, y yo me quedaba sin salir. Pero luego me acostumbré a irme yo solo aquellos días por el lado de Méséglise la Vineuse, en el otoño que fuimos a Combray con motivo de la testamentaría de mi tía Leoncia; porque mi tía Leoncia había muerto al fin, dando la razón lo mismo a los que sostenían que su régimen debilitante acabaría por matarla, que a los que sostuvieron siempre que padecía una enfermedad orgánica nada imaginaria, y que tendría que rendirse a la evidencia de los escépticos cuando llegara a acabar con ella; su muerte no ocasionó gran pena más que a una persona; pero a ésa, tremenda, eso sí. Durante los quince días que duró la última enfermedad de mi tía, Francisca, no la abandonó un instante; no se desnudó, no permitió que la atendiera nadie más que ella, y sólo se separó del cadáver cuando recibió sepultura. Comprendimos entonces que aquella especie de terror en que Francisca viviera a las malas palabras, a las sospechas y, a los arrebatos de cólera de mi tía, determinó en ella un sentimiento, que nosotros creíamos ser de odio, y en realidad era de amor y veneración. Su ama verdadera, la de las decisiones imposibles de prever, la de las argucias tan difíciles de evitar, la del bondadoso corazón que fácilmente se ablandaba, su soberana, su misterioso todopoderoso monarca, ya no existía. Y junto a ella, nosotros éramos muy poca cosa. Ya estaba lejos aquel tiempo, cuando empezamos a pasar los veranos en Combray, en que para Francisca poseíamos igual prestigio que mi tía. Aquel otoño se pasó todo en cumplir las formalidades indispensables, en conferencias con notarios y arrendadores, y mis padres no tenían ocio para salir, además de que el tiempo se prestaba poco a ello, y se acostumbraron a dejarme ir solo por el lado de Méséglise la Vineuse, arropado en un gran
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, que me resguardaba del agua y que me echaba por los hombros con mayor gusto, porque sabía que sus rayas escocesas escandalizaban a Francisca, a quien nadie podría meter en la cabeza que el color de los vestidos no tiene nada que ver con el luto, y que, además, no estaba contenta con el género de pena que teníamos por la muerte de mi tía, porque no dimos banquete fúnebre, no adoptamos un tono de voz especial para hablar de ella, y porque yo hasta canturreaba alguna vez. Estoy seguro de que en un libro —y en esto me parecía a Francisca— esa concepción del luto «conforme al cantar de Roldán y a la portada de San Andrés del Campo, me hubiera parecido simpática. Pero en cuanto tenía al lado a Francisca me entraba un diabólico deseo de que montara en cólera, y aprovechaba el menor pretexto para decirle que yo sentía a mi tía porque era una buena persona, a pesar de sus manías, pero no porque fuera mi tía, y que siendo tía mía hubiera podido serme odiosa y no causarme ninguna pena su muerte, frases todas que en un libro me parecerían tontas.

Si Francisca entonces, henchida como un poeta por una oleada de confusos pensamientos sobre la pena y los recuerdos de familia, se excusaba por no saber contestar a mis teorías, diciendo: «Yo no sé explicarme», me glorificaba de su confesión con un buen sentido irónico y brutal, propio del doctor Percepied; y si añadía: «Pues a pesar de todo tenía paréntesis (quería decir parentesco) con usted, y siempre hay que tener respeto a ese paréntesis», encogíame yo de hombros, y me decía: «También soy yo un tonto en discutir con una ignorante que habla así»; y de ese modo adoptaba, para juzgar a Francisca, el mezquino punto de vista de esos hombres que son objeto del gran desprecio de algunas personas en la imparcialidad de la meditación, aunque luego esas personas se porten como ellos en una de las escenas vulgares de la vida.

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