Por el camino de Swann (38 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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—Por todo el oro del mundo no dejaría yo entrar en mi casa a esa gente —concluyó la señora Verdurin, mirando a Swann con aspecto imperativo.

Indudablemente, no esperaba que la sumisión de Swann llegara al extremo de santa simplicidad de la tía del pianista, que acababa de exclamar:

—Pero es posible? Lo que me extraña es que haya personas que se traten con ellos; yo tendría miedo, porque le pueden dar a una un golpe. ¡Y todavía hay tontos que les hacen la corte!

Pero por lo menos habría podido decir como Forcheville: «Sí, pero es una duquesa, y hay gente todavía que se deja alucinar por esas cosas», lo cual habría dado ocasión a la señora de Verdurin para decir: «Pues buen provecho les haga». Pero no, ni eso siquiera; Swann se limitó a una risita que significaba que no podía tomar en serio semejante disparate. Verdurin seguía lanzando a su esposa miradas furtivas, y veía tristemente, explicándoselo muy bien, que a su mujer la dominaba una cólera de inquisidor que no logra extirpar la herejía, y para ver si arrancaba a Swann una retractación, como el valor de sostener las propias opiniones parece siempre una cobardía y un cálculo a aquellos contra quienes las sostenemos, Verdurin le dijo:

—Díganos usted francamente lo que piensa; no iremos luego a contárselo.

A lo cual respondió Swann:

—No, si no es que tenga miedo de la duquesa (si es que se refieren ustedes a los La Trémoille). A todo el mundo le gusta su trato. No digo que sea muy «profunda» (pronunció profunda como si hubiera sido una palabra ridícula, porque su lenguaje aun conservaba trazas de ciertas modalidades espirituales, con las que dio al traste aquella renovación sonada por el amor a la música, y ahora expresaba sus opiniones con viveza), pero de veras que es inteligente y su marido es un hombre cultísimo. ¡Es una gente deliciosa!

Tanto, que la señora de Verdurin, dándose cuenta de que aquel solo infiel le impediría realizar la unidad moral del cogollito, rabiosa contra aquel cabezota que no veía, el daño que le estaba haciendo con sus palabras, no pudo menos que gritar:

—¡Bueno!, opine usted así si le parece, pero por lo menos no nos lo diga:

—Todo depende de lo que usted llame inteligencia —dijo Forcheville, que quería sobresalir él también—. Vamos a ver, Swann, ¿qué entiende usted por inteligencia?

—Eso, eso —exclamó Odette—, esas son las cosas que yo quiero que me diga, pero él nunca cede.

—Pero si… —protestó Swann.

—Nada, nada —dijo Odette.

—El que nada no se ahoga —interrumpió el doctor.

—¿Llama usted inteligencia a la facundia locuaz de los salones, a esas personas que saben meterse en todo?

—Acabe usted con los entremeses para que le puedan cambiar el plato —dijo la señora de Verdurin con tono agrio dirigiéndose a Saniette, que absorto en sus reflexiones se había olvidado de comer. Y quizá un poco avergonzada por el tono con que lo dijera, añadió—: Vamos, lo mismo da, tiene usted tiempo; yo lo digo por los demás, para que no esperen.

—Ese buen anarquista de Fenelón —dijo Brichot marcando las sílabas— da una definición muy curiosa de la inteligencia…

—Oigan, oigan —dijo la señora de Verdurin a Forcheville y al doctor—, eso de la definición de Fenelón no todos los días se le presenta a uno ocasión de oírlo.

Pero Brichot esperaba a que Swann diera la definición suya. Y como Swann hurtó el bulto y no contestó, fracasó aquella brillante justa que la señora de Verdurin ofrecía tan regocijada a Forcheville.

—¡Claro!, hace lo que conmigo —dijo Odette enfurruñada—; me alegro de ver que no soy yo sola la que le parezco poco.

—Esos de La Trémoille que nos pinta esta señora de modo tan poco recomendable —preguntó Brichot articulando con mucha fuerza— ¿son quizá descendientes de aquellos cuya amistad tenía en tanto la marquesa de Sevigné, porque la realzaba mucho a los ojos de sus vasallos? Verdad es que la marquesa tenía otra razón, que debía ser la verdadera, porque como era literata hasta la médula de los huesos nunca decía las cosas de primeras. Y es que en el diario que mandaba a su hija periódicamente, la señora de La Trémoille, perfectamente documentada por lo bien emparentada que estaba, era la que escribía sobre la política extranjera.

—No, me parece que no es la misma familia —dijo a todo trance la señora de Verdurin.

Saniette, que después de haber dado al maestresala su plato, lleno aún, se hundió de nuevo en un silencio meditativo, salió por fin de su mutismo para contar, riéndose, que una vez había cenado con el duque de La Trémoille, y que resultaba que el duque ignoraba que Jorge Sand era seudónimo de una mujer. Swann, como Saniette le era simpático, creyó oportuno darle unos cuantos detalles sobre la cultura del duque, que demostraban la imposibilidad de tal confusión; pero se paró de pronto porque acababa de comprender que Saniette no necesitaba esas pruebas, y sabía que la historia era falsa por la sencilla razón de que la había inventado en aquel instante. Aquel hombre excelente sufría al ver que los Verdurin lo tomaban por un pelma; y como se daba cuenta de que aquella noche había estado más soso que nunca, quería decir algo gracioso antes de que se acabara la cena. Capituló tan pronto, puso una cara tan lastimera por su fracaso, y respondió a Swann tan cobardemente para que no se encarnizara en una refutación inútil: «Bueno, bueno; de todos modos, equivocarse no es un crimen, me parece», que Swann se habría alegrado de poder decirle que la historia era cierta y graciosísima. El doctor había estado escuchando, y se le ocurrió que en aquel caso sería oportuno un
Se non é vero
…; pero, como no estaba muy seguro de las palabras, tuvo miedo de enredarse y no dijo nada.

Acabada la cena, Forcheville buscó al doctor.

—No ha debido de ser fea, ¿eh?, la señora de Verdurin, y además es una mujer con la que puede uno hablar, y para mí eso es todo. Claro que ya empieza a amorcillarse un poco. La que parece muy lista es la señora de Crécy; ya, lo creo, tiene vista de águila. Estábamos hablando de la señora de Crécy —dijo a Verdurin, que se acercó con su pipa en la boca—. Debe de tener un cuerpo…

—Mejor me gustaría encontrármela entre las sábanas que no al diablo —dijo precipitadamente Cottard, que estaba esperando hacía un momento a que Forcheville tomara aliento para colocar aquel chiste viejo, temeroso de que se pasara la oportunidad si la conversación tomaba otro rumbo; chiste que soltó con esa naturalidad y aplomo exagerados que sirven para ocultar la frialdad y la inquietud del que está recitando. Forcheville, que conocía el chiste, lo entendió y se rió mucho. Verdurin tampoco regateó su regocijo, porque hacía poco que había dado con un símbolo para expresarlo distinto del de su mujer, pero tan sencillo y tan claro como el de ella. Apenas iniciaba los movimientos de cabeza y hombros propios de la persona que se desternilla de risa, se ponía a toser como si se hubiera tragado el humo de la pipa por reírse con mucha fuerza. Y, sin quitarse la pipa de la boca, prolongaba indefinidamente ese simulacro de hilaridad y de ahogo. Él y su mujer, que estaba enfrente oyendo contar una historia al pintor, y que en aquel momento cerraba los ojos, e iba a hundir el rostro en las manos, parecían dos caretas de teatro que expresaban de modo distinto el mismo sentimiento de jovialidad.

Verdurin hizo muy bien en no quitarse la pipa de la boca, porque Cottard, que sintió necesidad de salir un momento, dijo a media voz una frasecita que había aprendido hacía poco y que repetía siempre que tenía que ir al mismo sitio: «Tengo que ir a dar un recadito al duque de Aumale», de modo que el acceso de tos volvió a empezar.

—¡Pero, hombre, quítate la pipa de la boca, te vas a ahogar por querer contener la risa! —le dijo la señora, que se acercó al grupo para ofrecer licores.

—Su marido es un hombre delicioso, tiene un ingenio que vale por cuatro —declaró Forcheville a la señora de Cottard—. Gracias, señora; un soldado viejo nunca dice que no a un trago.

—Al señor de Forcheville le parece Odette encantadora —dijo Verdurin a su esposa.

—Pues precisamente ella tendría mucho gusto en almorzar un día con usted. A ver cómo lo combinamos, pero sin que se entere Swann, porque tiene un carácter que lo enfría todo. Claro que eso no quita para que venga usted a cenar, naturalmente; esperamos que nos favorezca usted a menudo. Ahora, como ya viene el buen tiempo, vamos muchas veces a comer en sitio descubierto. ¿No le desagradan las comidas en el Bosque? Muy bien, pues eso. Pero, ¿eh?, se ha olvidado usted de su oficio —gritó al joven pianista para hacer ostentación al mismo tiempo, y delante de un «nuevo» tan importante como Forcheville, de su ingenio y de su dominio tiránico sobre los fieles.

—El señor de Forcheville me estaba hablando mal de ti —dijo la señora de Cottard a su marido cuando éste volvió al salón.

Y el doctor, siempre con la obsesión de la nobleza de Forcheville, que le preocupaba desde que empezó la cena, le dijo:

—Ahora estoy asistiendo a una baronesa, la baronesa de Putbus; parece que los Putbus estuvieron en las Cruzadas, ¿no? Tienen en Pomerania un lago donde caben diez plazas de la Concordia. Le estoy asistiendo una artritis seca. Es una mujer simpática. Creo que la señora de Verdurin la conoce.

Con eso dio pie a que Forcheville, cuando se vio solo un momento después con la señora de Cottard, completara el favorable juicio que del doctor tenía formado:

—Es muy simpático, y se ve que conoce gente. Claro, los médicos lo saben todo.

—Voy a tocar el
scherzo
de la sonata de Vinteuil, para el señor Swann —dijo el pianista.

—¡Caramba!, conque una sonata de escuerzos, ¿eh? —preguntó Forcheville para dárselas de gracioso.

Pero el doctor, que no conocía ese chiste, no lo entendió, y creyó que Forcheville se había equivocado. Se acercó en seguida a rectificarlo:

—No, no se dice escuerzo, se dice
scherzo
—aclaró con tono solícito, impaciente y radiante.

Forcheville le explicó el chiste, y el doctor se puso encarnado.

—¿Reconocerá usted que tiene gracia, doctor?

—Sí, ya lo conocía hace tiempo —contestó Cottard.

Pero se callaron; por debajo de la agitación de los trémulos del violín que la protegían con su vestidura temblorosa, a dos octavas de distancia, lo mismo que en una región montañosa vemos por detrás de la inmovilidad aparente y vertiginosa de una cascada, allá doscientos pies más abajo, la minúscula figurilla de una mujer que se va paseando, surgió la frasecita lejana, graciosa, protegida por el amplio chorrear de la cortina transparente, incesante y sonora. Y Swann corrió hacía ella, desde lo más hondo de su corazón, como a una confidente de sus amores, corno a una amiga de Odette, que debía decirle que no hiciera caso a ese Forcheville.

—Llega usted tarde —dijo la señora de Verdurin a un fiel, invitado tan sólo en calidad de «mondadientes»—, Brichot esta noche ha estado incomparable, elocuentísimo. Pero se ha marchado ya. ¿Verdad, señor Swann? Por cierto, creo que es la primera vez que hablaba usted con él, no? —añadió para hacer resaltar que lo conocía gracias a ella—. ¿Verdad que Brichot ha estado delicioso?

Swann se inclinó cortésmente.

—¿Pero no le ha interesado a usted? —preguntó secamente la señora.

—Sí, señora, mucho me ha encantado. Quizá es un tanto precipitado y jovial, a veces, para mi gusto, y le sentaría bien un poco más de calma y de suavidad; pero se ve que sabe mucho y que es una excelente persona.

Todo el mundo se retiró muy tarde. Lo primero que dijo Cottard a su mujer fue:

—Pocas veces he visto a la señora de Verdurin tan animada como esta noche.

—¿Qué es lo que viene a ser exactamente esta señora de Verdurin; una virtud de entre dos aguas? —dijo Forcheville al pintor, al que propuse que se marcharan juntos.

Odette sintió mucho ver marcharse a Forcheville; no se atrevió a no volver a casa con Swann, pero en el coche estuvo de muy mal humor, y cuando Swann le preguntó si quería que entrara en su casa, le contestó, encogiéndose de hombros y con impaciencia: «¡Pues claro!». Cuando ya se marcharon todos los invitados, la señora de Verdurin dijo a su marido:

—¿Has visto qué risa tan tonta la de Swann cuando estábamos hablando de la señora de La Trémoille?

Había observado que cuando pronunciaban este nombre, Swann y Forcheville algunas veces suprimían la partícula. Y no dudando que lo hicieran para demostrar que a ellos no les asustaban los títulos, quiso imitar su orgullo, pero no había sabido coger bien la forma gramatical con que se traducía. Y como su defectuosa manera de hablar podía más que su intransigencia republicana, seguía diciendo los señores
de
La Trémoille, o mejor dicho, con esa abreviatura usual en la letra de los
couplets
, y los pies de las caricaturas con que se disimula los
de
, d’La Trémoille, y luego se resarcía diciendo sencillamente: «La señora La Trémoille». «La
duquesa
, como dice Swann» añadió irónicamente, con una sonrisa que indicaba que estaba citando palabras ajenas y que ella no cargaba con una denominación tan ingenua y tan ridícula.

—Yo te diré que esta noche lo he encontrado muy estúpido.

Su marido le respondió:

—No es un hombre franco, es un caballero muy cauteloso que siempre está nadando entre dos aguas. Quiere estar bien con todos. ¡Qué diferencia entre él y Forcheville! Ese hombre, por lo menos, te dice claramente lo que piensa, te agrade o no te agrade. No es como el otro, que no es ni carne ni pescado. Por supuesto, a Odette parece que le gusta más Forcheville, y yo le alabo el gusto. Y, además, ya que Swann viene echándoselas de hombre de mundo y de campeón de duquesas, el otro, por lo menos, tiene su título, y es conde de Forcheville —añadió con delicada entonación, como si estuviera muy al corriente de la historia de ese condado y sopesara minuciosamente su valor particular.

—Yo te diré —repuso la señora— que esta noche ha lanzado contra Brichot unas cuantas indirectas venenosas y ridículas. Claro, como ha visto que Brichot caía bien en la casa, esa era una manera de herirnos y de minarnos la cena. Se ve muy claro al joven amigo que te desollará a la salida.

—Yo ya te lo dije —contestó él—, es un fracasado, un envidiosillo de todo lo que sea grande.

En realidad, no había fiel menos maldiciente que Swann; pero todos los demás tenían la precaución de sazonar sus chismes con chistes baratos, con una chispa de emoción y de cordialidad; mientras que la menor reserva que Swann se permitía sin emplear fórmulas convencionales, como «Esto no es hablar mal; pero…», porque lo consideraba una bajeza, parecía una perfidia. Hay autores originales que con la más mínima novedad excitan la ira del público, sencillamente porque antes no halagaron sus gustos, atiborrándolo de esos lugares comunes a que está acostumbrado; y así indignaba Swann al señor Verdurin. Y en el caso de Swann, como en el de ellos, la novedad de su lenguaje es lo que inducía a creer en lo negro de sus intenciones.

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