Por el camino de Swann (42 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Pero así como las virtudes que un momento antes atribuía a los Verdurin no hubieran sido suficientes, sin la protección y el favor que los Verdurin prestaban a sus amores con Odette, para provocar en Swann aquella embriaguez y aquel enternecimiento por sus personas, que, en realidad, le eran inspirados por Odette, aunque a través de otros seres, lo mismo ahora la inmoralidad, por cierta que fuera, que veía en los Verdurin, no habría sido lo bastante fuerte a desencadenar su indignación y arrancarle la condenación de sus «infamias», si los Verdurin no hubieran invitado a Forcheville y a él no. E indudablemente la voz de Swann veía más claro que él, cuando se negaba a pronunciar aquellas palabras de asco hacia el círculo Verdurin, y de alegría por haber roto con él, como no fuera en tono un poco falso y más bien con objeto de apaciguar su ira que de expresar sus ideas. En efecto, mientras que Swann se entregaba a esas invectivas, su pensamiento debía de estar, sin que él se diera cuenta, preocupado con otra cosa completamente distinta, porque apenas llegó a su casa y cerró la gran puerta de la calle, se dio una palmada en la frente, y abriendo otra vez, volvió a salir, exclamando con voz que ya era natural: «Me parece que he dado con el medio de que me inviten mañana a la cena de Chatou». Pero el medio no debía de ser muy eficaz, porque Swann no asistió a la cena; el doctor Cottard, que había sido llamado a provincias para un caso grave, y por eso no iba a casa de los Verdurin hacía unos días y no pudo asistir a la reunión de Chatou, dijo al día siguiente de dicha cena, al sentarse a la mesa en casa de los Verdurin:

—¡Qué! ¿No vemos esta noche al señor Swann? Es amigo personal de…

—No, no, tengo esperanza de que no —exclamó la señora de Verdurin—. Dios nos libre; es un hombre muy cargante, un tonto mal educado.

Cottard, al oír estas palabras, manifestó a un mismo tiempo su asombro y su sumisión, como ante una verdad opuesta a todo lo que oyera antes, pero de irresistible evidencia sin embargo; bajó la nariz, intimidado y sorprendido, hasta su plato, y se limitó a contestar: «¡Ah, ah, ah, ah, ah!», atravesando a reculones en aquel repliegue en buen orden, que hizo hasta el fondo de sí mismo por una gama descendente, por todos los registros de su voz. Y ya no se habló más de Swann en casa de los Verdurin.

Y entonces, aquella casa, que había servido para unir a Swann y a Odette, se convirtió en un obstáculo a sus citas. Ya no le decía Odette, como en los primeros tiempos de sus amores: «De todos modos, nos veremos mañana por la noche, porque hay comida en casa de los Verdurin», sino: «Mañana no podremos vernos, porque hay comida en casa de los Verdurin». Otra vez, era que los Verdurin convidaban a Odette a la Ópera Cómica a ver
Una noche de Cleopatra
, y Swann leía, en los ojos de su querida, el miedo a que él le rogara que no fuera, esa expresión de temor, que antes habría besado al verla cruzar por el rostro de Odette, pero que ahora lo exasperaba. «Y no es que yo sienta rabia —se decía a sí mismo— al ver las ganas que tiene de ir a picotear en esa música de estercolero. Es pena, por ella y no por mí; pena de ver que después de estar seis meses tratándome a diario, no ha sabido cambiar lo bastante para eliminar espontáneamente a Víctor Massé. Y, sobre todo, porque no ha llegado a comprender que hay noches en que un ser de esencia algo delicada debe saber renunciar a un placer, cuando se lo piden. Y ella ya debía saber decir «no iré», aunque no fuera más que por inteligencia, porque esa respuesta es la que nos dará la medida de la calidad de su alma.» Y como se persuadía a sí mismo de que si deseaba que Odette no fuera aquella noche a la Opera Cómica y se quedara con él era sólo para poder formar un juicio más favorable del valor espiritual de Odette, se lo decía a ella con el mismo grado de insinceridad que a sí mismo, y acaso con un poco más, porque entonces obedecía al deseo de cogerla por el amor propio.

«Te juro —le decía unos momentos antes de que se marchara al teatro— que aunque te estoy pidiendo que no salgas, mi deseo, si yo fuera egoísta, sería que me lo negaras, porque esta noche tengo mil cosas que hacer y me cogería los dedos con la puerta si, en contra de todo lo que espero, me dijeras que no ibas. Pero mis quehaceres y mis gustos no son todo, y también tengo que pensar en ti. Puede llegar un día en que tengas derecho a censurarme, al ver que me despego de ti por no haberte avisado en esos momentos decisivos en que he formado de ti unos juicios tan severos que ningún amor los sobrevive mucho tiempo. ¿Tú ves?
Una noche de
Cleopatra
(¡qué título!) no tiene nada que ver con nuestro asunto. Lo que hay que aclarar es si tú eres uno de esos seres de la última categoría del espíritu y hasta de la belleza, de esos miserables que no saben renunciar a un placer. Y si así fuera, ¿cómo va a ser posible amarte si ni siquiera eres una persona, una criatura definida, imperfecta, pero, por lo menos, perfectible? Eres un agua informe que corre según sea el declive que se le ofrece, un pez sin memoria y sin reflexión; mientras que viva en su pecera, se tropezará cien veces al día con el cristal creyéndose que es el agua. ¿No comprendes que tu respuesta, aunque no de por resultado que yo te deje de querer inmediatamente, eso, desde luego, te hará perder, a mis ojos muchos de tus atractivos, al ver que no eres una persona que estás por debajo de todas las cosas y no sabes hacerte superior a ninguna? Hubiera preferido pedirte que no fueras a
Una noche de Cleopatra
(no tengo más remedio que ensuciarme los labios con ese nombre abyecto), como una cosa sin importancia, convencido, sin embargo, de que ibas a ir. Pero ya que me he echado estas cuentas, y he sacados esas consecuencias de tu respuesta, me parece lo más honrado avisarte.»

Hacía un momento que Odette daba señales de emoción y de incertidumbre. Ya que no la significación de ese discurso comprendía, al menos, que podía calificársele en el género corriente de los
laius
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, y escenas de reproches y súplicas, y la experiencia que tenía de los hombres le permitía deducir, sin fijarse mucho en el detalle de las palabras, que no las dirían si no estuvieran enamorados, y que desde el momento que estaban enamorados no había por qué obedecerlos, y aun sentirían más amor después. Y habría escuchado a Swann con gran calma de no haber visto que se pasaba la hora, y que por poco que siguiera hablando, iba, como se lo dijo con sonrisa cariñosa, testaruda y confusa, «a acabar por perder la obertura».

Otras veces, Swann le decía que el motivo principal para que dejara de quererla sería su obstinación en no renunciar a mentir. «Hasta mirándolo por el lado de la coquetería, ¿no comprendes lo que pierdes de tus atractivos, rebajándote a mentir así? ¡Cuántas faltas te serían perdonadas por una confesión! Realmente, eres menos lista de lo que yo me figuraba.» Pero era inútil que Swann le expusiera todas las razones que había para que no mintiera; esas razones quizá habrían dado al traste con un sistema general de la mentira; pero Odette no poseía tal sistema y se limitaba, en cada caso particular en que deseaba que Swann no supiera una cosa, a ocultársela. Así que, para ella, el embuste era un expediente de orden particular; y lo único que la decidía a mentir o no, era también una razón de orden particular, la probabilidad, más o menos grande, de que Swann descubriera que no había dicho la verdad.

Físicamente, estaba atravesando una mala fase; engordaba, y el encanto doliente y expresivo, y las miradas de asombro y de ensueño de antes, se iban, al parecer, con su primera juventud. De modo que había llegado a ser tan preciosa para Swann, precisamente en el momento en que menos bonita le parecía. La miraba mucho, para ver si podía captar aquella seducción que él le conocía, y que no encontraba ya. Pero al saber que, bajo aquella nueva crisálida, seguía viviendo Odette, seguía latiendo la misma voluntad fugaz, inaprensible y solapada, era bastante para que Swann continuara poniendo el mismo ardor en la tarea de apoderarse de ella. Miraba fotografías de hacía dos años, y se acordaba de lo deliciosa que estaba entonces. Y eso lo consolaba un poco de lo que padecía por ella.

Cuando los Verdurin la llevaban a Saint-Germain, a Chatou, a Meulan, muchas veces, si hacía buen tiempo, proponían que se quedaran todos a dormir allí, para volver al otro día. La señora de Verdurin procuraba aplacar los escrúpulos del pianista, que se había dejado a su tía en París.

—No, si se alegrará mucho de pasar un día sin verlo. ¿Cómo se va a alarmar si sabe que está usted con nosotros? Además, yo cargo con la responsabilidad.

Pero si no lo lograba, el señor Verdurin se marchaba por, aquellos campos en busca de una oficina de telégrafos o de un chico de recados, después de preguntar quiénes eran los fieles que tenían que avisar a sus casas. Odette le daba las gracias, y le decía que no tenía que telegrafiar a nadie, porque ya tenía dicho a Swann, de una vez para siempre, que telegrafiándole así, a la vista de todos, se comprometía. A veces, la ausencia duraba varios días, y los Verdurin la llevaban a ver los sepulcros de Dreux, o a Compiègne, a admirar, por consejo del pintor, las puestas del sol en el bosque, y se alargaban hasta el castillo de Pierrefonds.

«¡Pensar que podría visitar monumentos de verdad conmigo que me he pasado diez años estudiando arquitectura, y que recibo a cada momento súplicas para acompañar, en una visita a Beauvais o a Saint-Loup-de-Naud, a, personas de primer orden, sin hacer el menor caso, y que en cambio iría por ella con mucho gusto! ¡Y se va con animales de lo peor, a extasiarse sucesivamente ante las deyecciones de Luis Felipe y de Viollet le Duc! Para eso no hay que ser artista, y no se requiere un olfato especial para no ir a veranear en esas letrinas, como no sea por ganas de oler excrementos.»

Pero cuando Odette se marchaba a Dreux o a Pierrefonds —sin permitirle que él fuera por otro lado, porque eso haría «muy mal efecto», según decía Odette—, hundíase Swann en la más embriagadora novela de amores, la guía de ferrocarriles, que le enseñaba los medios de que disponía para correr a su lado, por la tarde, por la noche, hasta aquella misma mañana, y de la que sacaba algo más que los medios disponibles para ir hasta Odette: la autorización de hacerlo. Porque, al fin y al cabo, ni la guía ni los trenes se habían hecho para los perros. Si se ponía en conocimiento del público por medio de impresos que a las ocho salía un tren que llegaba a Pierrefonds a las diez, es porque el acto de ir a Pierrefonds era perfectamente lícito, y no requería el permiso de Odette; y era también un acto que podía tener otro objeto distinto del deseo de encontrar a Odette, puesto que muchas gentes, que no conocían a Odette, lo hacían a diario, y en número bastante para que valiera la pena encender las calderas de la máquina.

De modo que, en fin de cuentas, si a él le daba la gana de ir a Pierrefonds, no iba a ser Odette quien se lo impidiera. Y, justamente, aquel día tenía ganas de ir, y habría ido de seguro, aunque Odette no existiera. Hacía mucho tiempo que deseaba formarse una idea concreta de los trabajos de restauración de Viollet le Duc. Y con aquel tiempo tan hermoso, sentía un imperioso deseo de pasearse por el bosque de Compiègne.

Y era tener mala suerte el que Odette le hubiera vedado precisamente el sitio que lo tentaba hoy. ¡Hoy! Si se decidía a ir, a pesar de su prohibición, la vería hoy mismo. Pero mientras que si se hubiera encontrado en Pierrefonds con una persona indiferente, Odette le habría dicho alegremente: «¡Ah, conque usted por aquí!», invitándolo a ir a verla al hotel en donde se alojaba con los Verdurin; en cambio, si lo veía a él, a Swann, se molestaría, creyendo que la había seguido, lo querría menos, quién sabe si no volvería la cabeza al verlo. «De modo que ni viajar puedo», le diría a la vuelta, cuando, en realidad, él era el que ni siquiera podía viajar.

Para poder ir a Compiègne y a Pierrefonds, sin que pareciera que iba en busca de Odette, se le ocurrió por un momento hacer que lo llevara un amigo suyo que tenía un castillo allí cerca, el marqués de Forestelle. Se lo dijo, sin contarle el motivo, y el amigo no cabía en su pellejo de alegría, porque al cabo de quince años había Swann consentido, por fin, en ir a su posesión; y aunque le dijo Swann no quería detenerse mucho, por lo menos le prometió que harían excursiones y darían paseos juntos durante unos días. Swann ya se veía allí con su amigo. Y antes de ver a Odette, hasta si no lograba verla, con sólo pisar aquella tierra lo inundaría una gran felicidad, porque, aunque no supiera, en un momento dado, cuál era el lugar exacto que disfrutaba de la presencia de Odette, sin embargo, sentiría palpitar en torno la posibilidad de su súbita aparición: en el patio del castillo, que ahora se le representaba hermoseado porque iría a verlo a causa de Odette; en todas las calles del pueblo, que se le aparecían llenas de poesía; en todos los senderos del bosque, bañado por la luz profunda y tierna del Poniente —asilos innumerables y alternativos donde iba a refugiarse simultáneamente, en la indecisa ubicuidad de sus esperanzas, el corazón de Swann, vagabundo, dichoso y múltiple. «Sobre todo —diría a su amigo Forestelle— hay que tener cuidado en no tropezarnos con Odette y con los Verdurin; me acaban de decir que hoy precisamente están en Pierrefonds. Ya sobra tiempo para verlos en París, y parece que no podemos dar un paso los unos sin los otros.» Y su amigo no comprendería por qué cambiaba Swann veinte veces de proyectos, por qué recorría todos los comedores de los hoteles de Compiègne sin decidirse a quedarse en ninguno, aunque los Verdurin no asomaban por ninguna parte, como buscando aquello de que decía huir; y, en realidad, para huirles en cuanto los encontrara, porque si hubiera dado con el grupito de seguro se habría ido ostensiblemente por otro lado, satisfecho de haber visto a Odette y de que ella lo hubiera visto, sobre todo de que hubiera visto de que no le hacía caso. Pero ya adivinaría que había ido allí detrás de ella. Y cuando el marqués de Forestelle iba a buscarlo para que se marcharan, Swann le respondía: «No, no puedo ir hoy a Pierrefonds; Odette está allí pasando el día». Y Swann se daba por feliz, a pesar de todo, al sentir que si entre todos los mortales él era el único que no tenía derecho a ir ese día a Pierrefonds, aquello se debía a que él era para Odette distinto de los demás, su amante, y esa restricción que él sufría del derecho de libre circulación era una forma más de la esclavitud y de ese amor que tanto gozaba. Realmente, más valía no correr el riesgo de enfadarse con ella, tener paciencia y esperar que volviera. Y pasaba los días inclinado sobre un mapa del bosque de Compiègne, como si fuera el famoso mapa del Cariño, rodeado de fotografías del castillo de Pierrefonds. En cuanto llegaba el día de su posible retorno, volvía a coger la guía, calculaba el tren que debió de tomar, y si perdía ése, los que le quedaban luego. No salía por miedo a que llegara un telegrama mientras estaba fuera de casa, no se acostaba por si acaso Odette volvía tarde y se le ocurría sorprenderlo yendo a visitarlo a medianoche. Precisamente, oía que llamaban a la puerta de la calle, le parecía que tardaban mucho en abrir, iba ya a despertar al portero, se asomaba a la ventana para llamar a Odette, si es que era ella, porque tenía miedo, a pesar de que había bajado diez veces en persona a decirlo, que le contestaran que no estaba el señor en casa. Resultaba ser un criado que llegaba a acostarse. Se fijaba en el incesante rodar de los coches que pasaban, y que antes no le llamaban la atención. Los oía a lo lejos, sentía cómo se iban acercando, cómo pasaban luego delante de la puerta, portadores de un mensaje sin pararse por parte y no era para él. Y esperaba toda la noche iba a otra e inútilmente, porque los Verdurin habían adelantado su viaje y Odette estaba en París desde el mediodía; no se le había ocurrido avisar a Swann, sin saber qué hacer se había ido ella sola a un teatro, se había vuelto a casa temprano y ahora estaba durmiendo.

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