¿Qué mentira tan grande debía de estar diciéndole Odette, cuando ponía aquella mirada de dolor y aquella voz de queja, que parecían rendirse al peso del esfuerzo que costaban, y demandar gracia? Se le ocurrió que, no sólo estaba esforzándose por ocultarle la verdad respecto al incidente de la tarde, sino alguna cosa más actual, que quizá no había ocurrido y que iba a ocurrir de un momento a otro, sirviendo acaso para aclarar lo demás. En aquel instante oyó un campanillazo. Odette siguió hablando, pero su voz era un gemido, y su sentimiento por no haber visto a Swann esa tarde, por no haberle abierto, rayó en la desesperación.
Se oyó la puerta de entrada al volver a cerrarse, y el ruido de un coche, como si se marchara la persona que no debía encontrarse con Swann, y a la que debieron de decir que Odette había salido. Y entonces, al pensar que sólo con ir un día, a una hora que no era la de siempre, había estorbado tantas cosas de las que Odette no quería que se enterara, se sintió descorazonado, desesperado casi. Pero como quería a Odette, como tenía la costumbre de orientar hacia ella todos sus pensamientos, aquella compasión que él se inspiraba a sí mismo, se la consagró a ella, y murmuró: «¡Pobrecilla mía!» Al marcharse, Odette cogió unas cartas que tenía en la mesa, y le preguntó si quería echárselas al correo. Se las llevó, pero al volver a su casa se dio cuenta de que tenía aún las cartas encima. Volvió hasta el correo, las sacó del bolsillo, y antes de echarlas miró a quién iban dirigidas. Todas eran para tiendas, menos una, que era para Forcheville. La tenía en la mano, diciéndose: «Si viera lo que hay dentro, me enteraría de cómo lo llama, del tono en que le habla, de si hay algo entre ellos. Quizá si no la miro cometa una indelicadeza con Odette, porque ésa es la única manera de quitarme de encima una sospecha, acaso calumniosa para ella, y que de todos modos siempre la hará sufrir, y será indestructible si dejo pasar esta carta sin verla».
Del correo se fue a casa; pero se había quedado con esa carta. Como no se atrevió a abrirla, encendió una bujía y acercó el sobre a la luz. Al principio no pudo leer nada; pero el sobre era fino, y apretándolo contra la tarjeta dura que iba dentro, pude leer al trasluz las últimas palabras. Era una fórmula de despedida muy fría. Si en vez de ser él el que estaba mirando una carta dirigida a Forcheville, hubiera sido Forcheville el que mirara una carta dirigida a Swann, de seguro que habría leído palabras más cariñosas. Tuvo la tarjeta inmóvil un instante, y luego, como el sobre le venía muy ancho, empujó con el pulgar de modo que fueran pasando los distintos renglones por la parte no forrada del sobre, que era la única que se transparentaba.
Pero no acababa de distinguir bien. Daba lo mismo, porque ya había visto lo bastante para comprender que se trataba de un hecho sin importancia, y que de ninguna manera se refería a sus relaciones, algo referente a un tío de Odette. Swann había leído el principio del renglón: «Hice bien en…»; pero no sabía en qué había hecho bien Odette, cuando, de pronto, una palabra que al principio no pudo descifrar le aclaró el sentido de la frase: «He hecho bien en no abrir, porque era mi tío». ¡No abrir! ¡De modo que Forcheville estaba en la casa cuando llamó Swann, y ella lo había hecho salir, y por eso se había oído ruido!
Entonces leyó toda la carta; al final, Odette se excusara porque no había tenido más remedio que hacerlo marcharse precipitadamente, y le decía que se había dejado en su casa la pitillera, con la misma frase que escribió Swann una de las primeras veces que éste la visitó. Pero al escribir a Swann había añadido: «¡Ojalá se hubiera usted dejado también el corazón, pero ése no se lo habría devuelto!». Nada de eso decía a Forcheville, y, en realidad, no se hacía en la carta alusión alguna que permitiera sospechar entre ellos ningún lío. Y, además, mirándolo bien, en todo eso, el verdadero engañado era Forcheville, puesto que Odette le escribía para hacerle creer que el visitante era su tío. Total, que él, Swann, era el hombre a quien Odette daba más importancia, el hombre por quien echó al otro. Y, sin embargo, si no había nada entre Forcheville y ella, ¿por qué no abrió en seguida, y por qué dijo?: «He hecho bien en no abrir, era mi tío»; si en aquel momento no estaba haciendo nada malo, ¿cómo habría podido explicarse el mismo Forcheville que no abriera? Y allí estaba Swann, desolado, confuso, pero feliz al mismo tiempo, delante de aquel sobre que Odette le entregara confiadamente por lo segura que estaba de su delicadeza, y que a través de transparentes cristales le dejaba ver, con el secreto de un incidente, que nunca hubiera creído posible averiguar, un poco de la vida de Odette, lo mismo que una estrecha sección luminosa abierta a lo desconocido. Y sus celos recibían con regocijo, como si tuvieran una vitalidad independiente, egoísta y voraz, todo lo que servía para alimentarlos, aunque fuera a costa suya. Ahora ya tenían algo donde ir a alimentarse y Swann podría preocuparse todos los días por las visitas que Odette tenía a las cinco, e intentaría averiguar en dónde estaba Forcheville a esa hora. Porque el cariño de Swann conservaba el mismo carácter que desde el principio le imprimieron dos cosas: el ignorar lo que hacía Odette durante el día y la pereza cerebral que le impedía suplir esa ignorancia con su imaginación. Y al principio no tuve celos de toda la vida de Odette, sino tan sólo de aquellos momentos en los que podía suponer, acaso por una circunstancia final interpretada, que Odette lo había engañado. Sus celos, como un pulpo que echa primero una amarra, y luego otra, y luego otra; se ataron sólidamente en ese momento de las cinco de la tarde, y luego a otra hora del día, y después a un instante determinado. Pero Swann no sabía inventar sus tormentos; no eran más que perpetuación y recuerdo de un tormento que le vino de afuera.
Y de afuera le llegaban muchas angustias. Quiso separar a Odette de Forcheville y llevársela unos días al Mediodía. Pero se figuraba que Odette inspiraba deseos a todos los hombres que había en el hotel, y que ella, a su vez, los deseaba. Así, que ese Swann que antes, cuando viajaba, iba buscando las caras nuevas y las reuniones numerosas, huía ahora como un salvaje del trato de gentes, como si la sociedad humana lo molestara profundamente. ¿Y cómo no iba a ser misántropo si en todo hombre veía un amante posible de Odette? Y así, los celos aun contribuyeron mucho más que el deseo voluptuoso y riente que al principio le inspiró Odette a alterar el carácter de Swann y a cambiar de arriba abajo a los ojos de los demás, hasta el aspecto de los signos exteriores con que se manifestaba ese carácter.
Había pasado un mes desde que Swann leyó la carta de Odette a Forcheville, cuando una noche fue a una cena que los Verdurin daban en el Bosque. Cuando se iba a marchar se fijó en los conciliábulos de la señora de Verdurin y algunos de los invitados, y le pareció entender que estaban diciendo al pianista fue no se le olvidara ir, al día siguiente, a una reunión que habían preparado en Chatou, reunión a la cual no invitaron a Swann.
Los Verdurin hablaron a media voz y en términos vagos, pero el pintor, distraído, sin duda, exclamó:
—Y no hará falta ninguna luz: que toque la sonata
Claro de luna
en la oscuridad, y así se verá todo más claro.
La señora de Verdurin, al ver que Swann estaba a dos pasos de allí, adoptó esa expresión fisonómica en la que el deseo de hacer callar al que habla y de poner una cara inocente para el que escucha se neutraliza en una intensa nulidad de la mirada, esa expresión que disimula la serial de inteligencia del cómplice bajo la sonrisa del ingenuo, propia de todos los que notan que alguien se ha tirado una plancha, y que precisamente sirve para revelarla instantáneamente, si no al autor de ella, por lo menos a la víctima. Odette puso, de pronto, una cara de desesperada que renuncia a luchar contra las dificultades aplastantes de la vida, y Swann contó ansiosamente los minutos que le faltaban para salir del restaurante y marcharse con ella, porque, durante el camino de vuelta, podría pedirle explicaciones y lograr, o bien que no fuera ella a Chatou, o que se arreglara para que lo invitaran a él, y luego aplicaría en sus brazos la angustia que lo dominaba. Por fin, pidieron los coches. La señora de Verdurin dijo a Swann:
—Entonces, adiós; hasta pronto, ¿eh?
Y la mirada amable y la sonrisa forzada que puso tenían por objeto que a Swann no se le ocurriera preguntar por qué no le decía como antes:
—Hasta mañana, en Chatou, y pasado mañana, en casa, ¿eh?
Los Verdurin hicieron subir en su coche a Forcheville; detrás estaba el carruaje de Swann, el cual estaba esperando que se fueran los Verdurin para decir a Odette que subiera.
—Odette, usted se viene con nosotros, ¿verdad? —dijo la señora de Verdurin—; aquí le hemos hecho a usted un huequecito al lado del señor Forcheville.
—Sí, señora —respondió Odette.
—Pero cómo es eso, yo creí que venía usted conmigo —exclamó Swann, con las palabras justas y sin ningún disimulo, porque la portezuela estaba abierta, los segundos eran contados y él no podía volverse a casa así, en aquel estado, sin Odette.
—Es que la señora de Verdurin me ha invitado…
—Vamos, por esta noche puede usted volverse solo, ya se la hemos dejado a usted muchas veces —dijo la señora de Verdurin.
—Es que tenía que decir a Odette una cosa importante.
—Pues se la escribe usted luego…
—Adiós —le dijo Odette tendiéndole la mano.
Swann hizo por sonreír, pero tenía cara de terror.
—¿Has visto los modales que gasta ahora Swann con nosotros? —dijo la señora de Verdurin a su marido, cuando estuvieron en casa—. Creí que me iba a comer porque nos llevamos a Odette. ¡Qué indecencia! ¡Que nos diga claramente que tenemos una casa de citas! No comprendo cómo Odette puede aguantar esos modales. Parece que le está diciendo: «Usted me pertenece». Yo le diré a Odette lo que pienso, y me parece que comprenderá lo que quiero decir.
Y pasado un instante, añadió colérica:
—Vamos, ¿se habrá visto animalucho?
Y sin darse cuenta empleaba las mismas palabras que arrancan los últimos desesperados movimientos de agonía de un animal inofensivo al campesino que lo aplasta, y obedecía, acaso, a la misma oscura necesidad de justificación, como Francisca en Combray, cuando la gallina se resistía a morir.
Cuando arrancó el coche de los Verdurin y se adelantó el de Swann, el cochero, al verlo, le preguntó si estaba malo o si le había ocurrido algo.
Swann despidió el coche. Quería andar y volvió a París a pie, atravesando el Bosque. Iba hablando solo, y en voz alta, con el mismo tono un tanto falso que hasta entonces adoptaba para enumerar los atractivos del cogollito y para exaltar la grandeza de ánimo de los Verdurin. Pero así como las frases, las sonrisas y los besos de Odette se le hacían tan odiosos cuando iban dedicados a otros, como dulces le eran cuando se dirigían a él, asimismo el salón de los Verdurin, que hace un instante le parecía entretenido, con cierta afición al arte y hasta una especie de nobleza moral, ahora que Odette se iba a encontrar allí, y a hablar de amor libremente con un hombre que no era él, se le revelaba con todas sus ridiculeces, su majadería y su ignominia.
Representábase con asco la reunión del día siguiente en Chatou. «En primer término, ¡esa idea de ir a Chatou! Como unos tenderos que acaban de cerrar el establecimiento. ¡Verdaderamente, esas gentes son una cursilería burguesa realmente sublime! No existen; se han escapado de una obra de Labiche.»
De seguro irían los Cottard, y acaso Brichot. «¡Qué grotesca es esa vida de gentecillas que no pueden pasarse unos sin otros, y que se considerarían perdidos si mañana no se vieran todos en Chatou! Y también iría el pintor, ese pintor tan aficionado a «casar a la gente», y que invitaría a Forcheville a que fuera con Odette a su estudio. Y veía a Odette vestida de modo excesivamente llamativo para un día de campo, «porque es tan ordinaria, y, sobre todo, ¡es la pobrecilla tan tonta!».
Oyó las bromitas que gastaría la señora Verdurin, después de cenar; bromitas que, cualquiera que fuera el invitado que tenía como blanco, divertían siempre a Swann, porque veía a Odette reírse, reírse con él, casi en él. Y ahora sentía que, probablemente, iban a hacer reír a Odette a costa suya. «¡Qué jovialidad tan asquerosa!», decía, imprimiendo a su boca una expresión de asco tan intensa, que tenía la sensación muscular de su gesto hasta en su intensa, que repelía el cuello de la camisa. ¿Y cómo habrá criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios que encuentren gracia en esas bromas nauseabundas? Cualquier nariz un poco delicada se volverá con asco para que no la perturben esos olores. ¡Es increíble pensar que un ser humano no pueda comprender que al permitirse una sonrisa hacia una persona que le ha tendido lealmente la mano, se degrada hasta tal bajeza, que nunca podrá sacarlo de allí la mejor voluntad del mundo! Yo vivo muchos miles de metros más arriba de esos bajos fondos donde se agitan y chillan esos chismosos, para que me puedan salpicar las bromas de una Verdurin —exclamó, alzando la cabeza y sacando el pecho—. ¡Dios me es testigo de que he querido sacar a Odette de allí con toda sinceridad y elevarla a una atmósfera más noble y pura! Pero la paciencia humana tiene sus límites, y la mía ya se ha agotado», dijo, como si esa misión de arrancar a Odette de una atmósfera de sarcasmos no fuera una cosa que se le había ocurrido hacía unos minutos, y como si no se hubiera impuesto esa tarea tan sólo en cuanto se le ocurrió que él sería el blanco de esos sarcasmos, que no teman más objeto que separarlo de Odette.
Ya veía al pianista dispuesto a tocar la sonata
Claro de luna
, y los gestos de la señora de Verdurin, asustada de lo mal que le iba a sentar la música de Beethoven para los nervios. «¡Farsante, imbécil! ¡Y esa mujer se cree que le gusta
el Arte
!» Y diría a Odette, después de haber deslizado unas frases elogiosas para Forcheville, lo mismo que había hecho con él muchas veces: «Odette, haga usted un sitio, a su lado, para el señor de Forcheville». «¡En la oscuridad! ¡Celestina, alcahueta!». Y «alcahueta» llamaba también a la música, que los incitaría a calarse, a soñar juntos, a mirarse y a cogerse la mano. Y le parecía razonable la severidad que contra las artes mostraron Platón, Bossuet y la vieja educación francesa.
En fin, la vida que se hacía en casa de los Verdurin, la que él denominaba antes «verdadera vida», le parecía ahora la peor oída imaginable, y aquel ambiente el más abyecto de todos. «Verdaderamente, no puede darse nada más bajo en la escala social: es el último círculo dantesco. Indudablemente, el texto augusto se refería a los Verdurin. ¡Qué talento demuestran las gentes de la aristocracia, que, aunque tengan también sus cosas censurables, nunca son como esas cuadrillas de
golfos
, en no querer conocerlos siquiera, ni ensuciarse con su contacto la punta de los dedos! Ese
Noli me tangere
del barrio de Saint-Germain es una profunda adivinación.» Ya hacía rato que había salido del Bosque, estaba cerca de su casa, y borracho aún con aquella embriaguez de su dolor, y con la sonoridad artificial y las entonaciones engañosas que tomaba su voz, inspirada por un numen no muy sincero, aun seguía perorando en voz alta, rompiendo el silencio de la noche. «La aristocracia tiene sus defectos, y yo soy el primero en reconocerlos; pero es gente con la que no le pueden a uno pasar ciertas cosas. He conocido a mujeres elegantes que no eran perfectas, pero con un fondo de delicadeza y de rectitud en la conducta que las hace incapaces de una felonía, y que abre un abismo entre ellas y arpías como la Verdurin. ¡Verdurin! ¡Vaya un nombre! No les falta nada, son perfectos en su género. ¡A Dios gracias, ya iba siendo hora de que se acabara mi condescendencia en tratar a esas gentes, en esa promiscuidad con esas basuras!».