Se daba cuenta de que muchas veces no podía él realizar los sueños de Odette, y por lo menos hacía porque no se aburriera con él, y no contrariaba sus ideas vulgares y aquel mal gusto que tenía en todo, y que a Swann también le estaba como cualquier cosa que de ella viniera, que hasta le encantaba, como rasgos particulares, gracias a los cuales se le hacía visible y aparente la esencia de aquella mujer. Así que cuando estaba contenta porque iba a ir a la
Reina Topacio
, o se le ponía el mirar serio, preocupado y voluntarioso, porque tenía miedo de perder la batalla de flores, o sencillamente la hora del té con
muffins
y
toasts
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del «Té de la rue Royale», al que creía indispensable asistir para consagrar la reputación de elegancia de una mujer, Swann, arrebatado como si estuviera ante la naturalidad de un niño o la fidelidad de un retrato que parece que va a hablar, veía el alma de su querida afluir tan claramente a su rostro, que no podía resistir a la tentación de ir a tocarla con los labios. «¡Ah, conque quiere que la llevemos a la batalla de flores esta joven Odette, ¿eh? Quiere que la admiren. Bueno, pues la llevaremos. No hay más que hablar.» Como Swann era un poco corto de vista, tuvo que resignarse a gastar lentes, para estar en casa, y a adoptar, para afuera, el monóculo, que lo desfiguraba menos. La primera vez que se lo vio puesto, Odette no pudo contener su alegría: «Para un hombre, digan lo que quieran, no hay nada más
chic
. ¡Qué bien estás así, pareces un verdadero
gentleman
! No le falta más que un título», añadió con cierto pesar. Y a Swann le gustaba que Odette fuera así; lo mismo que si se hubiera enamorado de una bretona, se habría alegrado de verla con su cofia y de oírle decir que creía en los fantasmas. Hasta entonces, como ocurre a muchos hombres en quienes la afición al arte se desarrolla independientemente de su sensualidad, había reinado una extraña disparidad entre la manera de satisfacer ambas cosas, y gozaba en la compañía de mujeres de lo más grosero, las seducciones de obras de lo más refinado, llevando, por ejemplo, a una criadita a un palco con celosía para ver representar una obra decadente que tenía unas de oír o una exposición de pintura impresionista, convencido, por lo demás, de que una mujer aristocrática y culta no se hubiera enterado más que la chiquilla aquella, pero no hubiera sabido callarse con tanta gracia. Ahora, al contrario, desde que quería a Odette, le era tan grato simpatizar con ella y aspirar a no tener más que un alma para los dos, que se esforzaba por encontrar agradables las cosas que a ella le gustaban, y se complacía tanto más profundamente, no sólo en imitar sus costumbres, sino en adoptar sus opiniones, cuanto que, como no tenían base alguna en su propia inteligencia, le recordaban su amor como único motivo de que le gustaran esas cosas. Si iba dos veces a
Sergio Panine
, o buscaba las ocasiones de oír como dirigía Olivier Métra, era por el placer de iniciarse en todos los conceptos de Odette y sentirse partícipe de todos sus gustos. Y aquel hechizo, para acercar su alma a la de Odette, que tenían las obras o los sitios que le gustaban, llegó a parecerle más misterioso que el que contienen obras mucho más hermosas, pero que no le recordaban a Odette. Además, como había ido dejando que flaquearan las creencias intelectuales de su juventud, y como su escepticismo de hombre elegante se había extendida hasta ellas, inconscientemente, creía —o por lo menos así lo había creído por tanto tiempo que aún lo decía— que los objetos sobre que versan nuestros gustos artísticos no tienen en sí valor absoluto, sino que todo es cuestión de época y lugar, y depende de las modas, las más vulgares de las cuales valen lo mismo que las que pasan por más distinguidas. Y como juzgaba que la importancia que Odette atribuía a tener entrada para el barnizado de los cuadros de la Exposición no era en sí misma más ridícula que el placer que sentía él en otro tiempo, cuando almorzaba con el príncipe de Gales, parecíale que la admiración que profesaba Odette por Montecarlo o por el Righi no era más absurda que la afición suya a Holanda, que Odette se figuraba como un país muy feo, o a Versalles, que a Odette se le antojaba muy triste. Y se abstenía de ir a esos sitios, porque le gustaba decirse que lo hacía por ella y que no quería sentir ni querer más que con ella lo que ella sintiera y amara.
Le gustaba, como todo lo que rodeaba a Odette, la casa de los Verdurin, que no era en cierta manera más que un modo de verla y hablarla. Allí, como en el fondo de todas las diversiones, comidas, música, juegos, cenas con disfraz, días de campo, noches de teatro, y hasta en las pocas noches de gran gala de la casa, estaba presente Odette, veía a Odette, hablaba con Odette, don inestimable que los Verdurin hacían a Swann al invitarlo; y se encontraba mejor que en parte alguna en el «cogollito
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», al que hacía por atribuir méritos reales, porque así se imaginaba que formaría parte de el por gusto toda su vida. Y como no se atrevía a decirse que querría a Odette eternamente, por lo menos le gustaba suponer que se trataría siempre con los Verdurin —proposición ésta que
a priori
despertaba menos objeciones por parte de su inteligencia— y de ese modo se figuraba un porvenir en el que veía a Odette a diario; lo cual no era exactamente lo mismo que quererla siempre; pero, por el momento, y mientras que la quería, creer que no se quedaría un día sin verla era ya bastante para él. «¡Qué ambiente tan delicioso! —se decía Swann—. Esa, esa es la vida de verdad, la que se hace en esa casa; hay allí más talento y más amor al arte que en las grandes casas aristocráticas. ¡Y cuánto y qué sinceramente le gustan a la señora de Verdurin la música y la pintura! Claro que, a veces, exagera de un modo un tanto ridículo; ¡pero siente tal pasión por las obras de arte, y hace tanto por agradar a los artistas! ¡No tiene idea de lo que es la gente de la aristocracia, pero también es verdad que los aristócratas se forman igualmente una idea muy falsa de los ambientes artísticos! Y quizá sea porque yo no voy a buscar en la conversación satisfacción de grandes necesidades intelectuales; pero el caso es que paso buenos ratos con Cottard, aunque haga unos chistes estúpidos. El pintor, cuando se pone presuntuoso y quiere deslumbrar a la gente, es desagradable; pero como talento es de los mejores que yo conozco. Y, además, hay allí mucha libertad, cada cual hace lo que quiere sin la menor sujeción, sin ninguna etiqueta. ¡Y el derroche de buen humor que se gasta a diario en esa casa! Decididamente, creo que, a no ser en casos muy raros, no iré más que allí. Y me iré formando mis costumbres y mi vida en ese ambiente.»
Y como las cualidades que Swann consideraba intrínsecas de los Verdurin no eran más que el reflejo que proyectaban sobre sus personas los placeres que disfrutó Swann en aquella casa durante sus amores con Odette, resultaba que, cuanto más vivos, más profundos y más serios eran aquellos placeres, más serias, más profundas y más vivas eran las prendas con que adornaba Swann a los Verdurin. La señora de Verdurin dio muchas veces a Swann lo único que él llamaba felicidad; una noche se sentía agitado e irritado con Odette, porque su querida había hablado con cual invitado más que con tal otro, no se atrevía a ser él quien tomara la iniciativa de preguntar a Odette si saldrían juntos, y entonces la señora de Verdurin era portadora de paz y alegría, diciendo espontáneamente: «¿Odette, usted se marcha con el señor Swann, verdad?»; tenía miedo al verano que se acercaba, muy preocupado por si Odette se marchaba a veranear ella sola, y no podía verla a diario, y la señora de Verdurin iba a invitar a los dos a irse al campo con ellos; de modo que por todas estas cosas Swann fue dejando que el interés y la gratitud se infiltraran en su inteligencia e influyeran en sus ideas, y llegó hasta a proclamar que la señora de Verdurin era un gran corazón. Un antiguo compañero suyo de la Escuela del Louvre le hablaba de una persona exquisita o de gran mérito, y Swann respondía «Prefiero mil veces los Verdurin». Y con solemnidad, en el nueva, decía: «Son seres magnánimos, y en este mundo, en el fondo, lo único que importa y que nos distingue es la magnanimidad. Sabes, para mí, ya no hay más que dos clases de personas: los magnánimos y los que no lo son; he llegado ya a una edad en que hay que abanderarse y decidir para siempre a quiénes vamos a querer y a quiénes vamos a desdeñar, y atenerse a los que queremos sin separarse nunca de ellos para compensar el tiempo que hemos malgastado con los demás. Pues yo añadía con esa leve emoción que sentimos, en cierto modo, sin darnos cuenta, al decir una cosa, no porque sea verdad, sino porque nos gusta decirla, y escuchamos nuestra propia voz como si no saliera de nosotros mismos— pues yo ya he echado mi suerte y me he decidido por los corazones magnánimos y por vivir siempre en su compañía. ¿Que si es realmente inteligente la señora de Verdurin? A mí me ha dado tales pruebas de nobleza y de elevación de sentimientos, que, ¡qué quieres!, no se conciben sin una gran elevación de ideas. Tiene una profunda comprensión del arte. Pero, en ella, lo más admirable no es eso: hay cositas exquisitas, ingeniosamente buenas, que ha hecho por mí: una atención genial, un ademán de sublime familiaridad, que revelan una comprensión de la vida mucho más honda que todo los tratados de filosofía».
Swann, sin embargo, hubiera debido reconocer que había antiguos amigos de sus padres, tan sencillos como los Verdurin, compañeros de sus años juveniles, que sentían el arte tanto como ellos, y que conocía a otras personas de una gran bondad, y que, sin embargo, desde que había optado por la sencillez, por el arte y por la grandeza de alma, ya nunca iba a verlos. Y es que esas personas no conocían a Odette, y aunque la hubieran conocido, no se habrían preocupado de acercársele.
Así que, en el grupo de los Verdurin, no había indudablemente un solo fiel que los quisiera o que creyera quererlos tanto como Swann. Y, sin embargo, aquella vez que dijo el señor Verdurin que Swann no acababa de gustarle, no sólo expresó su propia opinión, sino que se anticipó a la de su mujer. El cariño que sentía Swann por Odette era muy particular, y no tuvo la atención de tomar a la señora de Verdurin como confidente diario de sus amores; la discreción con que Swann tomaba la hospitalidad de los Verdurin era muy grande, y muchas veces no aceptaba cuando lo invitaban a cenar, por un motivo de delicadeza que ellos no sospechaban, y creían que lo hacía por no perder una invitación en casa de algún pelma; además, y no obstante todo lo que hizo Swann por ocultársela, se habían ido enterando poco a poco de la gran posición de Swann en el mundo aristocrático; y todo eso contribuía a fomentar en los Verdurin una antipatía hacia Swann. Pero la verdadera razón era muy otra. Y es que se dieron cuenta en seguida de que en Swann había un espacio impenetrable y reservado, y que allí dentro seguía profesando para sí que la princesa de Sagan no era grotesca, y que las bromas de Cottard no eran graciosas; en suma, y aunque Swann jamás abandonara su amabilidad ni se revolviera contra sus dogmas, que existía una imposibilidad de imponérselos, de convertirlo por completo, tan fuerte como nunca la vieran en nadie. Hubieran pasado por alto que tratara a pelmas —a los cuales Swann prefería mil veces en el fondo de su corazón los Verdurin y su cogollito—, con tal de que hubiera consentido, para dar buen ejemplo, en renegar de ellos delante de los fieles. Pero era ésta una abjuración que comprendieron muy bien que no habían de arrancarle nunca.
¡Qué diferencia con un «nuevo», invitado a ruegos de Odette, aunque sólo había hablado con él unas cuantas veces, y en el que fundaban los Verdurin grandes esperanzas: el conde de Forcheville! (Resultó que era cuñado de Saniette, cosa que sorprendió grandemente a los fieles porque el anciano archivero era de tan humildes modales que siempre lo estimaron como de inferior categoría social, y les extrañó el ver que pertenecía a una clase social rica y de relativa aristocracia.) Forcheville, desde luego, era groseramente
snob
, mientras que Swann, no; y distaba mucho de estimar la casa de los Verdurin por encima de cualquier otra, como hacía Swann. Pero carecía de esa delicadeza de temperamento que a Swann le impedía asociarse a las críticas, positivamente falsas, que la señora de Verdurin lanzaba contra conocidos suyos. Y ante las parrafadas presuntuosas y vulgares que el pintor soltaba algunas veces, y ante las bromas de viajante que Cottard arriesgaba, y que Swann, que quería a los dos, excusaba fácilmente, pero no tenía valor e hipocresía suficiente para aplaudir, Forcheville, por el contrario, era de un nivel intelectual que podía adoptar un fingido asombro ante las primeras, aunque sin entenderlas, y un gran regocijo ante las segundas. Precisamente, la primera comida de los Verdurin a que asistió Forcheville puso de relieve todas esas diferencias, hizo resaltar sus cualidades y precipitó la desgracia de Swann.
Asistía a aquella comida, además de los invitados de costumbre, un profesor de la Sorbona, Brichot, que conoció a los Verdurin en un balneario, y que de no estar tan ocupado por sus funciones universitarias y sus trabajos de erudición, habría ido a su casa muy gustoso con mayor frecuencia. Porque sentía esa curiosidad, esa superstición de la vida que, al unirse con un cierto escepticismo relativo al objeto de sus estudios, da a algunos hombres inteligentes, cualquiera que sea su profesión, al médico que no cree en la medicina, al profesor de Instituto que no cree en el latín, fama de amplitud, de brillantez y hasta de superioridad de espíritu. En casa de los Verdurin iba, afectadamente, a buscar términos de comparación en cosas de lo más actual, siempre que hablaba de filosofía o de historia, en primer término, porque consideraba ambas ciencias como una preparación para la vida, y se figuraba que estaba viendo vivo y en acción, allí en el clan, lo que hasta entonces sólo por los libros conocía; y, además, porque, como antaño le inculcaron un gran respeto a ciertos temas, respeto que, sin saberlo, conservaba, le parecía que se desnudaba de su personalidad de universitario, tomándose con esos temas libertades que precisamente le parecían libertades tan sólo porque seguía tan universitario como antes.
Apenas empezó la comida, el conde de Forcheville, sentado a la derecha de la señora de Verdurin, que aquella noche se había puesto de veinticinco alfileres en honor al «nuevo», le dijo: «Muy original esa túnica blanca»; y el doctor Cottard, que no le quitaba ojo, por la gran curiosidad que tenía de ver cómo era un «de», según su fraseología, y que andaba esperando el momento de llamarle la atención y entrar más en contacto con él, cogió al vuelo la palabra «blanca», y sin levantar la nariz del plato, dijo: «¿Blanca?, será Blanca de Castilla», y luego, sin mover la cabeza lanzó furtivamente a derecha e izquierda miradas indecisas y sonrientes. Mientras que Swann denotó con el esfuerzo penoso e inútil que hizo para sonreírse que juzgaba el chiste estúpido, Forcheville dio muestra de que apreciaba la finura de la frase, y al propio tiempo, de que estaba muy bien educado, porque supo contener en sus justos límites una jovialidad tan franca que sedujo a la señora de Verdurin.