Por el camino de Swann (34 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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—Sí, sí, hágalo.

Pero Swann, azorado por la contestación y quizá también porque había hecho creer a Odette que el pretexto de las flores era sincero, y acaso porque él también empezaba a creer que lo había sido, exclamó:

—Pero no hable, va usted a cansarse, contésteme por señas que yo la entiendo. ¿De veras me deja usted…? Mire, aquí hay un poco de…, creo que es polen que se ha desprendido de las flores; si me permite se lo voy a quitar con la mano. ¿No le hago daño? ¡No! Quizá cosquillas, ¿eh? Pero es que no quiero tocar el terciopelo para no chafarle. ¿Ve usted?, no había más remedio que sujetarlas, si no se caen; las voy a hundir un poco más… ¿De veras que no la molesto? ¿Me deja usted que las huela, a ver si no tienen perfume? Nunca he olido estas flores ¿Me deja?, dígamelo de veras.

Ella, sonriente, se encogió de hombres como diciendo «¡Qué tonto es usted, pues no ve que me gusta!»

Swann alzó la otra mano, acariciando la mejilla de Odette; ella lo miró fijamente, con ese mirar desfalleciente y grave de las mujeres del maestro florentino que, según Swann, se le parecían: los ojos rasgados, finos, brillantes, como los de las figuras
botticelescas
[26]
, se asomaban al borde de los párpados como dos lágrimas que se iban a desprender. Doblaba el cuello como las mujeres de Sandro lo doblan, tanto en sus cuadros paganos como en los profanos. Y con ademán que, sin duda, era habitual en ella, y que se cuidaba mucho de no olvidar en aquellos momentos porque sabía que le sentaba bien, parecía como que necesitaba un gran esfuerzo para retener su rostro, igual que si una fuerza invisible lo atrajera hacia Swann. Y Swann fue el que lo retuvo un momento con las dos manos, a cierta distancia de su cara, antes de que cayera en sus labios. Y es que quiso dejar a su pensamiento tiempo para que acudiera, para que reconociera el ensueño que tanto tiempo acarició, para que asistiera a su realización, lo mismo que se llama a un pariente que quiere mucho a un hijo nuestro para que presencie sus triunfos. Quizá Swann posaba en aquel rostro de Odette, aun no poseído ni siquiera besado, y que veía por última vez esa mirada de los días de marcha con que queremos llevarnos un paisaje que nunca se volverá a ver.

Pero era tan tímido con ella, que aunque aquella noche se le entregó, como la cosa había empezado por arreglar las catleyas, ya fuera por temor a ofenderla, ya por miedo a que pareciera que mintió la primera vez, ya porque le faltara audacia para pedir algo más que poner bien las flores (cosa que podía repetir, porque no ofendió a Odette aquella primera noche), ello es que los demás días siguió usando el mismo pretexto. Si llevaba catleyas prendidas en el pecho, decía: «¡Qué lástima! Esta noche las catleyas están bien, no hay que tocarlas, no están caídas como la otra noche; aquí veo una que no está muy bien, sin embargo. ¿Me deja usted que vea a ver si huelen más que las del otro día?» Y si no llevaba: «¡Ah! Esta noche no hay catleyas: no puedo dedicarme a mis mañas». De modo que durante algún tiempo no se alteró aquel orden de la primera noche, cuando comenzó con roces de dedos y labios en el pecho de Odette, y así empezaban siempre a acariciarse; y más tarde, cuando aquella convención (o simulacro ritual de convención) de las catleyas cayó en desuso, sin embargo, la metáfora «hacer catleya», convertida en sencilla frase, que empleaban inconscientemente para significar la posesión física —en la cual posesión, por cierto, no se posee nada—, sobrevivió en su lenguaje, como en conmemoración de aquella costumbre perdida. Y acaso esa manera especial de decir una cosa no significaba lo mismo que sus sinónimos. Por muy cansado que se esté de las mujeres, aunque se considere la posesión de distintas mujeres como la misma cosa, ya sabida de antemano, cuando se trata de conquistas difíciles o que nosotros consideramos como tales, se convierte en un placer nuevo, y entonces nos creemos obligados a figurarnos que esa posesión nació de un episodio imprevisto de nuestras relaciones con ella, como fue el episodio de las catleyas para Swann. Aquella noche esperaba temblando (y se decía que si lograba engañar a Odette, ella nunca lo adivinaría) que de entre los largos pétalos color malva de las flores saldría la posesión de aquella mujer; y el placer que sentía, y que, según pensaba él, toleraba Odette, porque no sabía de lo que se trataba, le pareció cabalmente por eso algo como el que debió sentir el primer hombre al saborearlo entre las flores del Paraíso Terrenal: un placer que antes no existía, un placer que él iba creando, un placer —como siempre trascendía del nombre especial que le dio— totalmente particular y nuevo.

Ahora, todas las noches, cuando la llevaba hasta su casa, Odette lo hacía entrar, y muchas veces salía luego en bata a acompañarlo hasta el coche, y lo besaba delante del cochero, diciendo: «¿Y a mí qué? ¿Qué me importa la gente?». Las noches que Swann no iba a casa de los Verdurin (cosa más frecuente desde que tenía más facilidad para verla). Odette le rogaba que pasara por su casa antes de recogerse, sea la hora que fuere. Por entonces era primavera, una primavera helada y pura. Al salir de alguna reunión mundana, Swann montaba en su victoria, se echaba una manta por las piernas, contestaba a los amigos que lo invitaban a marchar juntos que no iba por el mismo camino, y el cochero, que ya sabía adónde tenía que ir, arrancaba a gran trote. Los amigos se extrañaban, y, en efecto, Swann ya no era el mismo. Ahora no se recibían cartas suyas pidiendo que le presentaran a una mujer. No se fijaba en ninguna, y ya no iba por los sitios donde suelen verse mujeres. En un restaurante del campo, su actitud era ahora precisamente la contraria de aquella que antes lo daba a conocer, y que todos creían que le duraría siempre. Y es que una pasión acciona sobre nosotros como un carácter momentáneo y diferente, que reemplaza al nuestro verdadero y suprime aquellas señales externas con que se exteriorizaba. En cambio, era ahora cosa invariable que Swann, en cualquier parte que estuviera, no dejaba de ir a ver Odette. Recorría inevitablemente el espacio que lo separaba de ella; espacio que era como la pendiente misma, irresistible y rápida, de su vida. Realmente, muchas veces se entretenía hasta tarde en alguna casa aristocrática, y habría preferido volver derecho a su casa sin dar aquel largo rodeo y no ver a Odette hasta el otro día; pero el hecho de tener que molestarse a una hora anormal por causa de ella, de adivinar que los amigos, cuando se separaba de ellos, decían: «Siempre tiene que hacer; debe haber una mujer que lo haga ir a su casa a todas horas», le daba la sensación de que estaba viviendo la vida de los hombres que tienen un amor en su existencia, y que por el sacrificio que hacen de su tranquilidad y sus intereses a un voluptuoso ensueño, reciben, en cambio, una íntima delectación. Además, sin que él se diera cuenta, la certidumbre de que Odette lo esperaba, de que no estaba con otras personas, que no volvería sin verla, neutralizaba aquella angustia, olvidada ya, pero siempre latente, que sintió la noche que le dijeron que ya se había marchado de casa de los Verdurin: angustia tan apaciguada ahora, que casi podía llamarse felicidad. Quizá a esa angustia se debía la importancia que había tomado Odette para Swann.

La mayoría de las personas que conocemos no nos inspiran más que indiferencia; de modo que cuando en un ser depositamos grandes posibilidades de pena o de alegría para nuestro corazón, se nos figura que pertenece a otro mundo, se envuelve en poesía, convierte nuestra vida en una gran llanura, donde nosotros no apreciamos más que la distancia que de él nos separa. Swann no podía por menos de inquietarse cuando se preguntaba lo que Odette sería para él en el porvenir. Muchas veces, al ver desde su victoria, en aquellas hermosa y frías noches; la luz de la luna que difundía su claridad entre sus ojos y las calles desiertas, pensaba en aquel rostro claro, levemente rosado, como el de la luna; que surgió un día ante su alma, y que desde entonces, proyectaba sobre el mundo la luz misteriosa en que aparecía envuelto. Si llegaba cuando Odette ya había mandado acostarse a sus criados, en vez de llamar a la puerta del jardín, iba primero a la callecita trasera, a la que daba, entre las demás ventanas iguales, pero oscuras, de los hotelitos contiguos, la ventana, la única iluminada, de la alcoba de Odette, en el piso bajo. Daba un golpecito, en el cristal, y ella, que ya estaba sobre aviso, contestaba y salía a esperarlo a la puerta de entrada del otro lado. Encima del piano estaban abiertas algunas de las obras musicales favoritas de Odette: el
Vals de las Rosas
y
Pobre loco
, de Tagliafico (obra que debía tocarse en su entierro, según decía en su testamento); pero Swann le pedía que tocara, en vez de estas cosas, la frase de la sonata de Vinteuil, aunque Odette tocaba muy mal; pero muchas veces la visión más hermosa que nos queda de una obra es la que se alzó por encima de unos sonidos falsos que unos torpes dedos iban arrancando a un piano desafinado. Para Swann la frase continuaba espiritualmente asociada a su amor por Odette. Bien sabía él que ese amor no correspondía a nada externo que los demás pudieran percibir, y se daba cuenta de que las cualidades de Odette no justificaban el valor que concedía a los ratos que pasaba a su lado. Y más de una vez, cuando dominaba en Swann la inteligencia positiva, quería dejar de sacrificar tantos intereses intelectuales y sociales a ese placer imaginario. Pero la frase, en cuanto la oía, sabía ganarse en el espíritu de Swann el espacio que necesitaba, y ya las proporciones de su alma se cambiaban; y quedaba en ella margen para un gozo que tampoco correspondía a ningún objeto exterior, y que, sin embargo, en vez de ser puramente individual como el del amor, se imponía a Swann con realidad superior a la de las cosas concretas. La frase despertaba en él la sed de una ilusión desconocida; pero no le daba nada para saciarla. De modo que aquellas partes del alma de Swann en donde la frasecita iba borrando la preocupación por los intereses materiales, por las consideraciones humanas y corrientes, se quedaban vacías, en blanco, y Swann podía inscribir en ellas el nombre de Odette. Además, la frase infundía su misteriosa esencia en aquello que podía tener de falaz y de pobre el afecto de Odette. Y al mirar el rostro que ponía Swann, cuando la oía, hubiérase dicho que estaba absorbiendo un anestésico que le ensanchaba la respiración. Y, en efecto, el placer que le proporcionaba la música, y que pronto sería en él verdadera necesidad, se parecía en aquellos momentos al placer que habría sentido respirando perfumes, entrando en contacto con un mundo que no está hecho para nosotros, que nos parece informe porque no lo ven nuestros ojos, y sin significación porque escapa a nuestra inteligencia y sólo lo percibimos por un sentido único. Gran descanso, misteriosa renovación para Swann —que en sus ojos, aunque eran delicados, gustadores de la pintura, y en su ánimo, aunque era fino observador de costumbres, llevaba indeleblemente marcada la sequedad de su vida— el sentirse transformado en criatura extraña a la Humanidad, ciega, sin facultades lógicas, casi en un fantástico unicornio, en un ser quimérico, que sólo percibía el mundo por el oído. Y como, sin embargo, buscaba en la frase de Vinteuil una significación hasta cuya hondura no podía descender su inteligencia, sentía una rara embriaguez en despojar a lo más íntimo de su alma de todas las ayudas del razonar, y en hacerla pasar a ella sola por el colador, por el filtro oscuro del sonido.

Empezaba a darse cuenta de todo el dolor, quizá de toda la secreta inquietud, que había en el fondo de la dulzura de la frase, pero no sufría. ¿Qué importaba que la frase fuera a decirle que el amor es frágil, si el suyo era muy fuerte? Y jugaba con la tristeza que difundían los sonidos, sentía que le rozaba, pero como una caricia, que aun profundizaba y endulzaba más la sensación que tenía Swann de su felicidad. Pedía a Odette que la tocara diez, veinte veces, exigiendo al mismo tiempo que no dejara de besarlo. Cada beso llama a otro beso. ¡Con qué naturalidad nacen los besos en eso tiempos primeros del amor! Acuden apretándose unos contra otros; y tan difícil sería contar los besos que se dan en una hora, como las flores de un campo en el mes de mayo. Entonces ella hacía como que se iba a parar, diciendo: «¿Cómo quieres que toque si me tienes cogida? No puedo hacer las dos cosas a un tiempo; dime lo que hago: ¿o tocar, o acariciarte?»; y él se enfadaba, y Odette entonces rompía en una risa que acababa por cambiarse en lluvia de besos y caía sobre Swann. O lo miraba con semblante huraño, y Swann veía entonces una cara digna de figurar en la
Vida de Moisés,
de Botticelli; y colocaba el rostro de Odette en la pintura aquella, daba al cuello de Odette la inclinación requerida, y cuando ya la tenía pintada perfectamente al temple, en el siglo XV, en la pared de la Sixtina, la idea de que, no obstante, seguía estando allí junto al piano, en el momento actual, y que la podía besar y poseer, la idea de su materialidad y de su vida, lo embriagaba con tal fuerza, que con la mirada extraviada y las mandíbulas extendidas, se lanzaba hacia aquella virgen de Botticelli y empezaba a pellizcarle los carrillos. Luego, cuando ya se marchaba, no sin volver desde la puerta para darle otro beso, porque se le había olvidado llevarse en el recuerdo alguna particularidad de su perfume o de su fisonomía, volvía en su victoria, bendiciendo a Odette porque consentía en aquellas visitas diarias, que, sin duda, no debían de ser gran alegría para ella, pero que, resguardándolo a él del tormento de los celos —y quitándole la ocasión de padecer otra vez aquel mal que en él se declaró la noche que no estaba Odette en casa de los Verdurin—, le ayudaban a gozar hasta lo último, sin más ataques, como aquel primero tan doloroso, y que acaso fuera único, de aquellas horas únicas de su vida, horas casi de encanto, como aquella en que iba atravesando París a la luz de la Luna. Y como notara durante su trayecto de vuelta, que ahora el astro ya no ocupaba, con respecto a él, el mismo lugar que antes, y estaba casi caído en el límite del horizonte, sintió que su amor obedecía también a leyes naturales e inmutables, y se preguntó si el período en que acababa de entrar duraría aún mucho, y si su alma no vería pronto aquel rostro amado, ya caído y a lo lejos, a punto de no ser ya fuente de ilusión. Porque Swann, desde que estaba enamorado, encontraba una ilusión en las cosas, como en la época de su adolescencia, cuando se creía artista; pero ya no era la misma ilusión; porque ésta era Odette quien únicamente se la daba. Sentía remozarse las inspiraciones de su juventud, disipadas por su frívolo vivir; pero ahora llevaban todas el reflejo y la marca de un ser determinado; y en las largas horas que se complacía con delicado deleite en pasar en casa, a solas con su alma convaleciente, iba volviendo a ser el mismo Swann de la juventud; pero no ya de Swann, sino de Odette.

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