Y cómo hablar del ábside de la iglesia de Combray? ¡Era tan tosco, y carecía de tal modo de toda belleza artística y hasta de inspiración religiosa! Por fuera, como el cruce de calles en que se asentaba el ábside estaba más en bajo, su tosco muro se elevaba sobre un basamento de morrillos sin labrar, erizados de guijarros y sin ningún carácter especialmente eclesiástico; las vidrieras parecían estar a demasiada altura, y el conjunto más semejaba muro de cárcel que de iglesia. Y claro que luego, pasado el tiempo, al acordarme de todos los gloriosos ábsides que había visto, no se me ocurrió nunca compararlos con el ábside de Combray. Tan sólo un día, en un recodo de una callejuela de provincia, vi, frente al cruce de tres calles, un muro rudo y sobrealzado, con vidrieras abiertas en lo alto, con el mismo aspecto asimétrico del ábside de Combray, Y entonces no me admiré, como en Chartres o en Reims, de la fuerza con que allí estaba expresado el sentimiento religioso, sino que exclamé sin querer: «¡La iglesia!».
¡La iglesia! Edificio familiar, medianero —en la calle de San Hilario, adonde daba su puerta norte— de sus dos vecinos, la botica de Rapin y la casa de la señora de Loiseau, con los que tocaba sin separación alguna, simple ciudadana de Combray, donde nos parecía que habría de pararse el cartero al hacer su reparto de la mañana, cuando salía de casa de Rapin y antes de entrar en casa de la señora Loiseau, existía, sin embargo, entre ella y todo lo demás, una demarcación que mi alma jamás pudo franquear. En vano la señora Loiseau cultivaba en su balcón unas fucsias que tenían la mala costumbre de dejar correr ciegamente a sus ramas y cuyas flores no tenían cosa más urgente que hacer, cuando ya eran grandecitas, que ir a refrescarse las mejillas moradas, congestionadas, en la sombría fachada de la iglesia: no por eso eran aquellas fucsias para mí sagradas; entre las flores y la piedra negruzca en que se apoyaban, aunque mis ojos no percibían ningún intervalo, mi alma distinguía un abismo.
Reconocíase la torre del campanario de San Hilario desde muy lejos, inscribiendo su fisonomía inolvidable en un horizonte donde todavía no asomaba Combray; cuando en la semana de Resurrección, la veía mi padre, desde el tren que nos llevaba de París, corriendo por todos los surcos del cielo y haciendo girar en todas direcciones su veleta, que era un gallo de hierro, nos decía: «Vamos, coged las mantas, que ya hemos llegado». Y en uno de los grandes paseos que dábamos estando en Combray, había un sitio en que el estrecho camino iba a desembocar en una gran meseta cuyo horizonte cerrábalo la dentada línea de unos bosques, y por encima de ellos asomaba únicamente la fina punta de la torre de San Hilario, tan sutil, tan rosada, que parecía una raya hecha en el cielo con una uña, con la intención de dar a aquel paisaje, todo de naturaleza, una leve señal de arte, una única indicación humana. Cuando se acercaba uno y se veía el resto de la torre cuadrada y medio derruida, que menos alta que la del campanario, aun subsistía junto a ella, sorprendía ante todo el tono sombrío y rojizo de la piedra; en las brumosas mañanas de otoño, elevándose por encima del tormentoso color violeta de los viñedos, hubiérase dicho que era una ruina purpúrea, del color casi de la viña virgen.
Muchas veces, al pasar por la plaza, de vuelta del paseo, mi abuela me hacía pararme para contemplar el campanario. De las ventanas de la torre, colocadas de dos en dos, unas encima de otras, con esa justa y original proporción en las distancias que no sólo da belleza y dignidad a los rostros humanos, soltaba, dejaba caer a intervalos regulares bandadas de cuervos, que durante un instante daban vueltas chillando, como si las viejas piedras que los dejaban retozar sin verlos; al parecer, se hubieran tornado de pronto inhabitables, y exhalando un germen de agitación infinita los hubieran pegado y echado de allí. Y después de haber rayado en todas direcciones el terciopelo morado del aire, se calmaban de pronto y volvían a absorberse en la torre, que de nefasta se había convertido en propicia, y unos cuantos, plantados aquí y allá, parecían inmóviles, cuando estaban, quizá, atrapando a algún insecto en la punta de una torrecilla, lo mismo que gaviota quieta, inmóvil, con la inmovilidad del pescador, en la cresta de una ola. Sin saber muy bien porqué, mi abuela apreciaba en la torre de San Hilario esa falta de vulgaridad, de pretensión y de mezquindad que la inclinaba a querer y a considerar como ricos en benéfica influencia a la naturaleza —siempre que la mano del hombre no la hubiera, como la de nuestro jardinero, empequeñecido— y a las obras geniales. Indudablemente, la iglesia, vista por cualquier lado, se distinguía de los demás edificios en que tenía infusa como una especie de pensamiento; pero en su campanario es donde parecía tomar conciencia de sí misma y afirmar una existencia individual y responsable. La torre hablaba por ella. Creo que en la de Combray encontraba mi abuela la cualidad que más apreciaba en este mundo: la naturalidad y la distinción. Como no entendía de Arquitectura, decía: «Hijos míos, podéis reíros de mí; no será hermosa conforme a los cánones, pero me gusta mucho esa forma suya tan vieja y tan rara. Estoy convencida de que si tocara el piano tocaría con «alma». Y, al mirarla, al seguir con la vista la suave tensión, la inclinación ferviente de sus declives, de sus pendientes de piedra, que conforme se alzaban iban acercándose como se juntan las manos para rezar, uníase tan bien a la efusión de la aguja, que su mirada se lanzaba hacia arriba con ella; y, al mismo tiempo, sonreía bondadosamente a las viejas piedras gastadas, que ya sólo en el remate alumbraba el poniente, y que desde el momento en que entraban en esa zona soleada, suavizadas por la luz, parecían subir mucho más arriba, ir más lejos, como un canto atacado en voz de falsete, una octava más alto.
Lo que en Combray daba forma, coronamiento y consagración a todos los quehaceres, a todas las obras y a todas las perspectivas de la ciudad, era el campanario. Desde mi cuarto sólo alcanzaba a ver su base, cubierta de pizarra; los domingos, cuando veía en una cálida mañana aquellas pizarras flameantes como un negro sol, me decía: «¡Dios mío!, las nueve. Tengo que vestirme ya para ir a misa, si quiero que me quede tiempo para subir a dar un beso a la tía Leoncia»; y ya veía exactamente el color que iba a tener el sol en la plaza, y el calor y el polvo que haría en el mercado, y la sombra del toldo de la tienda donde mamá entraría, quizá, antes de misa, atravesando un olor de tela cruda, a comprar un pañuelo, pañuelo que le haría mostrar el amo, el cual se preparaba ya a cerrar y acababa de salir de la trastienda, con su americana de domingo y con las manos bien jabonadas, aquellas manos que tenía por costumbre restregarse una con otra cada cinco minutos, y aun en las más tristes circunstancias, con aire de audacia, de galantería y de triunfo.
Cuando después de misa entrábamos a decir a Teodoro que nos mandara un brioche mayor que de costumbre, porque nuestros primos, aprovechando el buen tiempo, habían venido de Thiberzy a almorzar con nosotros, teníamos enfrente el campanario, que, dorado y recocido como un gran brioche bendito, con escamas y gotitas gomosas de sol, hundía su aguda punta en el cielo azul. Y por la tarde, al volver de paseo, cuando ya pensaba yo en que pronto tendría que despedirme de mamá y no volver a verla, mostrábase el campanario tan suave en el acabar del día, que parecía colocado y hundido como un almohadón de terciopelo pardo, en el cielo pálido, que había cedido a su presión, ahondándose ligeramente para hacerle hueco, y refluyendo en los bordes; y los chillidos de los pájaros que revoloteaban por alrededor acrecían su silencio, daban más impulso a su aguja y lo revestían de inefable carácter.
Hasta cuando había que ir por las calles de detrás de la iglesia, donde no se la veía, todo parecía ordenado con arreglo al campanario, que surgía aquí o allá entre las casas, aun más impresionante por asomar así sin la iglesia. Verdad que hay muchos otros campanarios mucho más hermosos vistos de esa manera, y que guardo en mi memoria viñetas de torres asomando encima de los tejados, de un carácter más artístico que las que componían las tristes calles de Combray. Nunca se me olvidarán, de una curiosa ciudad de Normandía, próxima a Balbec, dos encantadores palacios del siglo XVIII, que por muchos conceptos me son caros y venerables, y entre los cuales, cuando se mira desde el hermoso jardín que baja de las escalinatas de los palacios hacia el río, se eleva la aguja gótica de una iglesia, y parece como que termina y corona sus fachadas; pero con un material tan distinto, tan precioso, tan rizado, rosáceo y pulido, que se aprecia claramente que no forma parte de ellos, como no forma parte de las dos hermosas guijas, entre las que está presa en la playa, la flecha purpurina y dentada de una concha en forma de huso, toda resplandeciente de esmalte. En el mismo París, en uno de los barrios más feos de la ciudad, sé yo de una ventana por la que se ve, después de un primero, un segundo y hasta un tercer término de tejados amontonados de varias calles, una campana morada, a veces rojiza, y en ocasiones, cuando la atmósfera tira una de sus mejores «pruebas», de un negro filtrado en gris, que no es más que la cúpula de San Agustín, y que da a esa vista de París el carácter de algunas de Roma, por Piranesi. Pero como en ninguno de aquellos grabados, por gustosamente que los ejecutara mi memoria, pude poner lo que ya tenía perdido hacía tanto tiempo, es decir, el sentimiento que nos mueve, no a mirar una cosa como un espectáculo, sino a creer en ella como en un ser sin equivalente, ninguna de ellas señorea una parte tan honda de mi vida como el recuerdo de aquellos aspectos del campanario de Combray en las calles de detrás de la iglesia.
Unas veces, cuando a las cinco de la tarde íbamos al correo por las cartas, se le veía a la izquierda, y unas casas más abajo de uno, elevando bruscamente con su aislada cima, la línea que dibujaban los tejados; otras, por el contrario, cuando queríamos preguntar por la señora Sazerat, se seguía con la vista dicha línea, que después de haberse elevado voluta a bajar en su otra vertiente, sabiendo que había que torcer por la segunda bocacalle, pasado el campanario; y si íbamos más allá, camino de la estación, se lo veía oblicuamente, mostrando de perfil aristas y superficies nuevas, como un sólido sorprendido en un aspecto desconocido de su revolución. Y desde las márgenes del Vivona, el ábside, musculosamente recogido e hinchado por la perspectiva, parecía nacido del esfuerzo que hacía el campanario para lanzar su aguja hasta el mismo corazón del cielo; pero en cualquier forma que se lo viera, a él era menester tornar siempre; a él, que lo dominaba todo, conminando a las casas con un inesperado pináculo que se alzaba ante mí como un dedo inconfundible de Dios, aunque el Cuerpo Divino, oculto por la muchedumbre humana, no se veía. Y hoy todavía, si en alguna gran ciudad de provincias o en un barrio de París que no conozco bien, un transeúnte que me ha «encaminado» me indica a lo lejos como punto de referencia la torre de un hospital, o el campanario de un convento, que alzan su puntiagudo bonete eclesiástico en la esquina de una calle por donde debo continuar, a poco que mi memoria pueda encontrarle oscuramente algún rasgo de parecido con la amada y desaparecida silueta, el transeúnte, si se vuelve a ver si voy bien, puede, todo asombrado, verme, olvidado del paseo o del quehacer, allí parado delante del campanario horas y horas, probando a acordarme, y sintiendo en mi interior tierras reconquistadas al olvido que van quedando en seco y tomando forma; y en ese instante, y con mayor ansiedad que el momento antes, cuando le pedía que me guiara, sigo buscando mi camino, doblo una calle…, pero todo sin salir de dentro de mi corazón.
Al volver de misa solíamos encontrarnos con el señor Legrandin, que, obligado a vivir en París por su profesión de ingeniero, no podía, como no fuera en vacaciones, venir a su finca de Cambray más que desde el sábado por la noche hasta el lunes por la mañana. Era una de esas personas que además de su carrera científica, en la que logran brillantes triunfos, tienen una cultura enteramente distinta, artística o literaria, que no utiliza su especialización profesional, pero de la que beneficia su conversación. Más leídos que muchos literatos (en aquella época no sabíamos que el señor Legrandin gozaba de cierta reputación como escritor, y nos extrañamos al ver que un músico célebre había escrito una melodía con letra suya), y con más «facilidad» que muchos pintores, se imaginan estas personas que la vida que hacen en este mundo no es la apropiada para ellos, y ponen en sus ocupaciones positivas, ya una indiferencia medio caprichosa, ya una aplicación constante y altiva, despectiva, amarga y concienzuda. Alto, bien formado, de rostro fino y pensativo, con largos bigotes rubios, mirar azul y desengañado, de cortesía extremada y de conversación tan grata como nunca la oímos, era a los ojos de mi familia, que le citaba siempre como dechado, el tipo del hombre selecto, que tomaba la vida del modo más noble y delicado. Lo único que le censuraba mi abuela era hablar un poco mejor de lo debido, de un modo un tanto libresco, y de que su lenguaje careciera de la naturalidad que tenían sus chalinas siempre flotantes y su americana recta, casi de estudiante. También le extrañaban los inflamados párrafos que a veces lanzaba contra la aristocracia, la vida mundana, y el
snobismo
[9]
, «que seguramente era el pecado en que pensaba San Pablo al hablar de un pecado que no tiene remisión».
La ambición mundana era un sentimiento tan imposible de sentir y casi de comprender para mi abuela, que le parecía gastar tanta pasión en difamarla. Además no le parecía cosa de muy buen gusto que el señor Legrandin, que tenía una hermana casada, cerca de Balbec, con un hidalgo de la Normandía Baja, se entregara a tan violentos ataques contra los nobles, llegando casi hasta a reprochar a la Revolución el no haberlos guillotinado a todos.
—Salud, amigos míos —decía viniendo a nuestro encuentro—. Felices ustedes que pueden vivir mucho aquí. Yo, mañana, tengo que volverme a París, a meterme en mi rincón.
¡Ah! —añadía con aquella sonrisa suavemente irónica y desencantada; un tanto distraída, que le era peculiar—, cierto que tengo en casa toda clase de cosas inútiles. Sólo me falta lo necesario, es decir, un gran espacio de cielo, como aquí. Procura guardar siempre por encima de tu vida un buen espacio de cielo, joven —añadía, volviéndose hacia mí—. Tienes un alma muy buena, poco usual, y una naturaleza de artista, así que no consientas que le falte lo que necesita.