Un domingo que mi tía tuvo la visita del cura y de Eulalia al mismo tiempo, y se echó luego a descansar, subimos todos a despedirnos, y mamá le dijo cuánto lamentaba aquella mala suerte que reunía a todas sus visitas a la misma hora.
—Ya sé que las cosas no se han arreglado muy bien esta tarde, Leoncia —le decía cariñosamente—. Todo el mundo ha venido al mismo tiempo.
A eso interrumpía la tía mayor con un «por mucho trigo…», porque desde que su hija estaba mala creía deber suyo animarla presentándole siempre las cosas por el lado bueno. Pero mi padre tomaba la palabra:
—Ya que toda la familia está reunida, voy a aprovecharme para contaros una cosa, sin tener que repetírsela a cada cual. Me temo que Legrandin esté enfadado con nosotros; apenas si me saludó esta mañana.
Yo no me quedé a oír a mi padre, porque precisamente estaba con él aquella mañana cuando se encontró con Legrandin, y bajé a la cocina a enterarme de lo que teníamos de cena, cosa que me distraía todos los días como las noticias del periódico, y me excitaba como un programa de fiestas. Al pasar el señor Legrandin junto a nosotros, saliendo de misa, y al lado de una dama propietaria de un castillo de allí cerca, y a quien sólo conocíamos de vista, mi padre lo saludó reservada y amistosamente a la vez, sin pararse; Legrandin apenas si contestó, un poco extrañado, como si no nos conociera, y con esa perspectiva de la mirada propia de las personas que no quieren ser amables, y que desde allá, desde el fondo súbitamente prolongado de sus ojos, parece que lo ven a uno al final de un camino interminable, y a tanta distancia, que se contentan con hacernos un minúsculo saludo con la cabeza para que guarde proporción con nuestra dimensión de marioneta.
Como la dama que Legrandin acompañaba era persona virtuosa y bien considerada, no podía pensarse que Legrandin disfrutara de sus favores y que le molestara que los vieran juntos; así que mi padre se preguntaba qué había hecho él para incomodar a Legrandin. «Sentiría mucho saber que está enfadado —dijo mi padre—, porque resalta junto a toda esa gente endomingada, con su americana recta, su corbata floja, tan desafectado, con esa sencillez tan de verdad y tan ingenua que se hace muy simpática.» Pero el consejo de familia opinó unánimemente que lo del enfado era una figuración de mi padre, y que Legrandin debía de ir en aquel momento pensando en alguna cosa y distraído. Por lo demás, el temor de mi padre se disipó al día siguiente por la tarde. Volvíamos de dar un gran paseo cuando vimos junto al Puente Viejo a Legrandin, que con motivo de las fiestas pasaba unos días en Combray. Vino hacia nosotros tendiéndonos la mano: «Señor lector, me preguntó, ¿conoce usted este verso de Paul Desjardins?:
Ya está el bosque sombrío, pero azul sigue el cielo.
«¿No es verdad que el verso da muy bien la nota de esta hora? Puede que no haya usted leído nunca a Paul Desjardins. Léalo, hijo mío; hoy se está cambiando en sermoneador, pero ha sido por mucho tiempo un límpido acuarelista…
Ya está el bosque sombrío, pero azul sigue el cielo…
«¡Ojalá siga el cielo siempre azul para usted!, amiguito mío; hasta en esa hora que para mí ya va llegando, cuando el bosque está sombrío y cae la noche, se consolará usted mirando al cielo.» Sacó un cigarrillo y se estuvo un rato con la vista puesta en el horizonte. «¡Bueno, adiós, amigos!», —dijo de pronto, y se marchó.
A la hora en que yo bajaba a la cocina a enterarme, la cena ya estaba empezada, y Francisca señoreaba las fuerzas de la naturaleza convertidas en auxiliares suyas, como en esas comedias de magia donde los gigantes hacen de cocineros; meneaba el carbón, entregaba al vapor unas patatas para estofadas, y daba punto, valiéndose del fuego, a maravillas culinarias, preparadas previamente en recipientes de ceramista desde las tinas, las marmitas, el caldero, las besugueras, a las ollitas para la caza, los moldes de repostería y los tarritos para natillas: pasando por una colección completa de cacerolas de todas dimensiones. Me paraba a mirar encima de la mesa, donde acababa de mondarlos la moza, los guisantes alineados y contados, como verdes bolitas de un juego; pero mi pasmo era ante los espárragos empapados de azul ultramar y de rosa, y cuyo tallo, mordisqueado de azul malva, iba rebajándose insensiblemente hasta la base —sucia aún por el suelo de su planta—, con irisaciones de belleza supraterrena. Parecía que aquellos matices celestes delataban a las deliciosas criaturas que se entretuvieron en metamorfosearse en verduras, y que, a través del disfraz de su firme carne comestible, transparentaban con sus colores de aurora naciente sus intentos de arco iris y su languidez de noches azules, una esencia preciosa, perceptible para mí aun cuando, durante toda la noche que seguía a una comida donde hubo espárragos, se divertían en sus farsas poéticas y groseras, como fantasía shakespeariana, en trocar mi vaso de noche en copa de perfume.
La pobre Caridad de Giotto, como Swann la llamaba, encargada por Francisca de «recortarlos», los tenía al lado en una cesta, con cara de pena, como si estuviera sintiendo todo el dolor de la madre tierra; y las leves coronas azules que ceñían a los espárragos por cima de sus túnicas rosas, se dibujaban tan finamente, estrella por estrella, como se dibuja en el fresco de Padua las flores ceñidas en la frente de la Virtud o prendidas en su canastilla. Y entre tanto, Francisca daba vueltas en el asador a uno de aquellos pollos, asados como ella sola sabía hacerlo, que difundieron por todo Combray el olor de sus méritos, y que cuando no los servía a la mesa hacían triunfar la bondad en mi concepción especial de su carácter, porque el aroma de esa carne que ella convertía en tan tierna y untuosa, era para mí el perfume mismo de una de sus virtudes.
Pero el día que bajé a la cocina mientras mi padre consultaba al consejo de familia respecto a su encuentro con Legrandin, era uno de aquellos en que la Caridad de Giotto, bastante mal aún por su reciente parto, no podía levantarse; y Francisca, como no tenía ayuda, estaba retrasada en su trabajo. Cuando bajé la vi en la despensa, que daba al corral, matando un pollo, que con su resistencia desesperada y tan natural, acompañada por los gritos de Francisca, que, fuera de sí, al mismo tiempo que trataba de abrirle el cuello por debajo de la oreja, chillaba «¡Mal bicho, mal bicho!», ponía la santa dulzura y la unción de nuestra doméstica un poco menos en evidencia de lo que hubiera puesto el pobre animal en el almuerzo del día siguiente, con su pellejo bordado en oro como una casulla, y su grasa preciosa, que parecía ir goteando de un ropón. Cuando ya murió, Francisca recogió la sangre, que iba corriendo sin sofocar su rencor, y aun tuvo un acceso de cólera, y mirando el cadáver de su enemigo, dijo por última vez: «Mal bicho». Volví a subir, todo trémulo; mi deseo hubiera sido que echaran en seguida a Francisca. Pero entonces, ¿quién me haría unas albóndigas tan calentitas, un café tan perfumado… y aquellos pollos…? Y en realidad, ese cobarde cálculo lo hemos hecho todos, como lo hice yo entonces. Porque mi tía Leoncia sabía —cosa que ignoraba yo— que Francisca, que habría dado su vida sin una queja por su hija o por sus sobrinos, era para los demás seres extraordinariamente dura de corazón. A pesar de eso, mi tía la tenía en casa porque, aunque conocía su crueldad, estimaba mucho su buen servicio. Poco a poco fui advirtiendo que el cariño, la compunción y las virtudes de Francisca ocultaban tragedias de cocina, lo mismo que descubre la Historia que los reinados de esos reyes y reinas representados orando en las vidrieras de las iglesias se señalaron por sangrientos episodios. Me di cuenta de que, exceptuando a sus parientes, los humanos excitaban tanto más su compasión con sus infortunios cuanto más lejos estaban de ella. Los torrentes de lágrimas que lloraba al leer el periódico, sobre las desgracias de gente desconocida, se secaban prestamente si podía representarse a la víctima de manera un poco concreta. Una de las noches siguientes al parto de la moza, viose ésta aquejada por un fuerte cólico; mamá la oyó quejarse, se levantó y despertó a Francisca, que declaró, con gran insensibilidad, que todos aquellos gritos eran una comedia, y que quería «hacerse la señorita». El médico, que ya temiera esos dolores, nos había puesto una señal en un libro de medicina que teníamos, en la página en que se describen esos dolores, y nos indicó que acudiéramos al libro para saber lo que debía hacerse en los primeros momentos. Mi madre mandó a Francisca por el libro, recomendándole que no dejara caer el cordoncito que servía de señal. Pasó una hora, y Francisca sin volver; mi madre, indignada, creyó que había vuelto a acostarse, y me mandó a mí a la biblioteca. Allí estaba Francisca, que quiso mirar lo que indicaba la señal, y al leer la descripción clínica de los dolores, sollozaba, ahora que se trataba de un enfermo-tipo, desconocido para ella. A cada síntoma doloroso citado por el autor del libro, exclamaba: «Por Dios, Virgen Santa, es posible que Dios quiera hacer sufrir tanto a una desgraciada criatura? ¡Pobrecilla, pobrecilla!».
Pero en cuanto la llamé y volvió junto a la cama de la Caridad de Giotto, sus lágrimas cesaron, ya no pudo sentir ni aquella agradable compasión y ternura que le era desconocida, y que muchas veces le proporcionaba la lectura de los periódicos, ni ningún placer de ese linaje, y molesta e irritada por haberse levantado a medianoche por la moza, al ver los sufrimientos mismos cuya descripción la hacía llorar, no se le ocurrieron más que gruñidos de mal humor, y hasta horribles sarcasmos, diciendo, cuando se creyó que nos habíamos ido y que ya no la oíamos: «No tenía más que haber hecho lo que se necesita para eso; y bien que le gustó; ahora que no se venga con mimos. También hace falta que un hombre esté dejado de la mano de Dios para cargar con
eso
. Ya lo decían en la lengua de mi pobre madre:
Del trasero de un perro se enamorica,
y llega a parecerle cosa bonica.»
Cuando su nieto tenía un leve constipado de cabeza, por la noche, en vez de acostarse y aunque no estuviera bien, se marchaba a ver si necesitaba algo, y andaba cuatro leguas, para volver antes de amanecer a la hora de su faena; pero ese mismo amor a los suyos y el deseo de asegurar la futura grandeza de su casa se traducía, en su política con los otros criados, por una máxima constante, que consistió en no dejarlos introducirse en el cuarto de mi tía, al que no dejaba acercarse a nadie, muy orgullosamente, llegando hasta levantarse cuando estaba mala, para dar el agua de Vichy a mi tía, antes que permitir a la moza el acceso al cuarto de su ama. Y como ese himenóptero observado por Fabre, la abeja excavadora, que para que sus pequeñuelos tengan carne fresca que comer después de su muerte, apela a la anatomía en socorro de su crueldad, y hiere a los gorgojos y arañas capturados, con gran saber y habilidad, en el centro nervioso que rige el movimiento de las patas, sin dañar otra función vital, de modo que el insecto paralizado, junto al cual pone sus huevos, ofrezca a las larvas que vengan carne dócil, inofensiva, incapaz de huir o resistirse, y completamente fresca, Francisca hallaba, para servir su permanente voluntad de hacer la casa imposible a todo criado, agudezas tan sabias e implacables, que muchos años más tarde nos enteramos de que si comimos aquel verano espárragos casi a diario, fue porque el olor de ellos ocasionaba a la pobre moza encargada de pelarlos ataques de asma tan fuertes, que tuvo que acabar por marcharse.
Pero, desgraciadamente, la opinión que nos merecía Legrandin tenía que cambiar mucho. Uno de los domingos siguientes a aquel encuentro en el Puente Viejo, que sacó a mi padre de su error, al acabar la misa, cuando con el sol y el rumor de fuera entraba en la iglesia una cosa tan poco sagrada que la señora de Goupil, la señora de Percepied (todas las personas, que al llegar yo momentos antes, después de empezada la misa, siguieron absortas en su rezo, los ojos bajos, y yo habría creído que no me veían si no hubieran empujado con el pie el banquito que me estorbaba el paso a mi silla), empezaban a hablar con nosotros en alta voz, como si estuviéramos ya en la plaza, vimos en el deslumbrante umbral del pórtico, y dominando el abigarrado tumulto del mercado, a Legrandin; el marido de la señora con quien lo viéramos aquel otro día estaba presentándole en aquel momento a la mujer de otro rico terrateniente de allí cerca. En la cara de Legrandin pintábanse animación y fervor extraordinarios; hizo un profundo saludo, seguido de una inclinación secundaria hacia atrás, que llevó bruscamente su busto más atrás de lo que estaba en la posición inicial del saludo, y que sin duda había aprendido del marido de su hermana, el señor de Cambremer. Ese rápido enderezarse hizo refluir, a modo de ola musculosa, las ancas de Legrandin, que yo no suponía tan llenas; y no sé porqué aquella ondulación de pura materia, sin ninguna expresión de espiritualidad, y azotada tempestuosamente por una baja solicitud, despertaron de pronto en mi ánimo la posibilidad de un Legrandin muy distinto del que conocíamos. La señora aquella le mandó decir un recado al cochero, y mientras que se llegaba al coche persistió en su rostro aquella huella de tímido y servicial gozo que la presentación en él marcara. Sonriente, como hechizado y soñando, volvió apresuradamente hacia la señora, y como andaba más de prisa que de ordinario, sus hombros oscilaban a derecha e izquierda ridículamente, y tanto era su descuido al andar y su despreocupación por el resto del mundo, que parecía el juguete inerte y mecánico de la felicidad. Entre tanto, salimos del pórtico y fuimos a pasar a su lado; Legrandin era lo bastante educado para no volver la cabeza; pero puso su vista, impregnada de hondo meditar, en un punto tan lejano del horizonte, que no pudo vernos, y así no tuvo que saludarnos. Y allí quedó tan ingenuo su rostro rematando una americana suelta y recta, que parecía un poco descarriada, sin quererlo, en medio de aquel detestado lujo. Y la chalina de pintas, agitada por el viento de la plaza, seguía flotando por delante de Legrandin, como estandarte de su altivo aislamiento y de su noble independencia. En el momento en que llegábamos a casa notó mamá que se nos había olvidado la tarta, y rogó a mi padre que volviéramos a decir que la llevaran en seguida. Cerca de la iglesia nos cruzamos con Legrandin, que venía en dirección opuesta a la nuestra, acompañando a la señora de antes al coche. Pasó a nuestro lado sin dejar de hablar con su vecina, y nos hizo con el rabillo de sus ojos azules un gesto que en cierto modo no salía de los párpados; y que, como no interesaba los músculos de su rostro, pudo pasar completamente ignorado de su interlocutora; pero que, queriendo compensar con lo intenso del sentimiento lo estrecho del campo en que circunscribía su expresión, hizo chispear en aquel rinconcito azulado que nos concedía toda la vivacidad de su gracejo, que, pasando de la jovialidad, frisó en malicia, y que sutilizó las finuras de la amabilidad hasta los guiños de la connivencia, de las medias palabras, de lo supuesto, hasta los misterios de la complicidad, y que, finalmente, exaltó las garantías de amistad hasta las protestas de ternura, hasta la declaración amorosa, e iluminó entonces a la dama con secreta e invisible languidez, sólo perceptible para nosotros, enamorada pupila en rostro de hielo.