El seto dejaba ver en el interior del parque un paseo que tenía a los lados jazmines, pensamientos y verbenas entremezcladas con alhelíes que abrían su fresca boca, de un rosa fragante y pasado como cuero de Córdoba; en la arena del centro del paseo una manga de riego, pintada de verde, iba serpenteando, y en los sitios donde tenía agujeros lanzaba por encima de las flores, cuyo aroma impregnaba con su frescura, el abanico vertical y prismático de sus gotillas multicolores. De repente me fiaré, sin poder moverme, como sucede cuando vemos algo que no sólo va dirigido a nuestro mirar, sino que requiere más profundas percepciones y se adueña de nuestro ser entero. Una chica de un rubio rojizo, que, al parecer, volvía de paseo, y que llevaba en la mano una azada de jardín, nos miraba, alzando el rostro, salpicado de manchitas de color de rosa. Le brillaban mucho los negros ojos, y como yo no sabía entonces, ni he llegado luego a saberlo, reducir a sus elementos objetivos una impresión fuerte, como no tenía bastante de eso que se llama «espíritu de observación» para poder aislar la noción de su color, por mucho tiempo, cuando pensé en ella, el recuerdo del brillo de sus ojos se me presentaba como de vivísimo azul, porque era rubia; de modo que quizá si no hubiera tenido ojos tan negros —cosa que tanto sorprendía al verla por vez primera— no me hubieran enamorado en ella tanto como me enamoraron, y más que nada sus ojos azules.
La miré primero con esa mirada que es algo que el verbo de los ojos, ventana a que se asoman todos los sentidos, ansiosos y petrificados; mirada que querría tocar, capturar, llevarse el cuerpo que está mirando, y con él el alma; y luego, por el miedo que tenía de que de un momento a otro mi abuelo y mi padre vieran a la chica y me mandaran apartarme, y correr un poco delante de ellos, la miré con una mirada inconscientemente suplicante, que aspiraba a obligarla a que se fijara en mí, a que me conociera. Dirigió ella sus pupilas delante de ella primero, y luego hacia un lado, para enterarse de las personas de mi padre y mi abuelo, y sin duda sacó de su observación la idea de que éramos ridículos, porque se volvió, y con aspecto de indiferencia y desdén, se puso de lado, para que su rostro no siguiera en el campo visual donde ellos estaban; y mientras que sin haberla visto, siguieron andando dejándome atrás, ella dejó que su mirada se escapara hacia donde yo estaba, sin ninguna expresión determinada, como si no me viera, pero con una fijeza y una sonrisa disimulada, que yo no pude interpretar, con arreglo a las nociones que me habían dado de lo que es la buena educación, más que como prueba de un humillante desprecio; y al mismo tiempo esbozó con la mano un ademán burlón, que cuando se dirigía públicamente a una persona desconocida, no tenía en el pequeño diccionario de buenas maneras que yo llevaba conmigo más que una sola significación: la de insolencia deliberada.
—Vamos, Gilberta, ven aquí; qué es lo que estás haciendo —gritó con voz penetrante y autoritaria una señora de blanco, que yo no había visto, y que tenía detrás, a alguna distancia, a un señor con traje de dril, para mí desconocido, el cual me miraba con ojos saltones; y la chica dejó de sonreír; bruscamente, cogió su azada y se marchó, sin volverse hacia mí, con semblante dócil impenetrable y solapado.
Y así pasó junto a mí ese nombre de Gilberta, dado como un talismán, con el que algún día quizá podría encontrar a aquel ser, que por gracia suya ya se había convertido en persona, cuando un momento antes no era más que una vaga imagen. Y así pasó, pronunciado por encima de los jazmines y de los alhelíes, agrio y fresco como las gotas de agua de la manga verde; impregnando, irisando la zona de aire que atravesó —y que había aislado— con todo el misterio de la vida de la que lo llevaba, ese nombre que servía para que la llamaran los felices mortales que vivían y viajaban con ella; y desplegó bajo la planta del espino rosa, y a la altura de mi hombro, la quintaesencia de su familiaridad, para mí dolorosa, con su vida, con la parte desconocida de su vida, en donde yo no podía penetrar.
Por un instante, mientras nos íbamos alejando, y mi abuelo murmuraba: «Ese infeliz de Swann, ¡qué papel le hacen representar!: se arreglan para que se vaya y pueda ella quedarse sola con su Charlus, porque es él, ¿sabes?, lo he reconocido. ¡Y esa niña, viéndolo todo!», la impresión que en mí dejara el tono despótico con que habló a Gilberta su madre, sin que ella replicara, me la mostró como obligada a obedecer a alguien, no siendo ya superior a todo, y calmó mi pena, me tornó la esperanza y disminuyó mi amor. Pero pronto ese amor volvió a elevarse de nuevo dentro de mí como reacción con que mi humillado corazón quería ponerse al nivel de Gilberta o rebajarla a ella hasta mi corazón. La quería, lamentaba no haber tenido tiempo e inspiración para ofenderla, para hacerle daño, para obligarla a que se acordara de mí. Me parecía tan bonita, que con gusto hubiera vuelto sobre mis pasos para gritarle, encogiéndome de hombros: «Es usted feísima, ridícula, repulsiva». Y entre tanto me iba alejando, llevándome para siempre como tipo primero de la felicidad inaccesible a los niños de mi clase, por leyes naturales, imposibles de violar, la imagen de una chiquilla rubia, con el cutis lleno de manchitas rosas, que tenía una azada en la mano y se reía, dejando escaparse hacia mí prolongadas miradas inexpresivas y solapadas. Y ya el encanto con que su nombre había aromado aquel lugar junto a las plantas de espino rosa, en que lo oímos ella y yo al mismo tiempo, iba a ganar, a impregnar, a perfumar todo lo que la rodeaba: sus abuelos, que los míos tuvieron la dicha inefable de tratar; la sublime profesión de agente de cambio, y el penoso barrio de los Campos Elíseos, donde ella vivía en París.
—Leoncia —dijo mi abuelo al volver—, me hubiera gustado que estuvieras con nosotros hace un momento. No conocerías Tansonville. Si me hubiera atrevido te habría cortado una rama de espino rosa, de esos que te gustaban tanto.
Mi abuelo siempre contaba nuestros paseos a mi tía Leoncia, en parte para distraerla, y en parte porque no había perdido toda la esperanza de que llegara a salir alguna vez. Le gustaba mucho en tiempos esa posesión y, además, las visitas de Swann fueron de las últimas que recibiera cuando ya tenía cerrada la puerta a todo el mundo. Y lo mismo que cuando Swann venía ahora a preguntar por ella (porque ella era la única persona de casa a quien Swann quería seguir viendo) le mandaba decir que estaba cansada, pero que lo dejaría subir otro día, así aquella noche contestó: «Sí, un día que haga bueno iré en coche hasta la puerta del parque». Y lo decía sinceramente. Le hubiera gustado ver a Swann, y ver a Tansonville; pero con sólo el deseo se le agotaban las fuerzas, y ya no le quedaban para llevarlo a realización. A veces, el buen tiempo la reanimaba un poco, se levantaba, se vestía; pero el cansancio llegaba antes de que hubiera salido a la otra habitación, y pedía de nuevo la cama. Y es que para ella ya había empezado —más pronto de lo que suele llegar— ese gran abandono de la vejez, que está preparándose a morir, que se envuelve en su crisálida, dejación que se puede advertir allá al fin de las vidas que se prolongan mucho, hasta entre amantes que se quisieron profundamente, entre amigos que estuvieron unidos por los más generosos lazos, y que al llegar un año dejan ya de hacer el viaje o la salida necesarios para verse, no se escriben y saben que no volverán a comunicarse en este mundo. Mi tía sabía muy bien, sin duda, que nunca más vería a Swann, que no volvería a salir de su casa; pero esa reclusión definitiva hacíasela cómoda la misma razón que, según nosotros, debiera serle más dolorosa; y es que aquella reclusión se la imponía la disminución, perceptible para ella cada día que pasaba, de sus fuerzas, y que al convertir todo acto y movimiento en cansancio o en sufrimiento, revestía a la inacción, al aislamiento y al silencio de la suavidad reparadora y bendita del descanso.
Mi tía no fue a ver el seto de espino rosa; pero yo preguntaba a cada momento a mis padres si no iba a ir, si antes iba a menudo a Tansonville, para hacerlos hablar de los padres y los abuelos de la señorita de Swann, que me parecían seres enormes, como los dioses. Ansiaba oír ese nombre, para mí casi mitológico, de Swann, cuando hablaba con mis padres, y no me atrevía a pronunciarlo yo, pero arrastraba a mis padres a temas de conversación concernientes a Gilberto y a su familia, referentes a ella, y que no me dejaban muy aislado de ella; y de pronto obligaba a mi padre, haciendo como que me creía que el cargo que tuvo mi abuelo ya lo había tenido otra persona de la familia, o que el seto de espino rosa, que quería ver la tía Leoncia, estaba en terrenos comunales, a rectificarme, diciéndome como espontáneamente y para corregirme: «No, no, ese cargo lo tenía el padre de
Swann
; el seto es del padre de
Swann
». Y entonces yo volvía a respirar, porque ese nombre, que en el momento de oírlo me parecía más lleno que ninguno, porque tenía la pesantez de las muchas veces que yo lo había pronunciado antes mentalmente, al posarse en el lugar de mi alma, en que siempre estaba escrito, pesaba hasta ahogarme. Causábame un placer que me daba vergüenza haberme atrevido a solícitas de mis padres, porque era un placer tan grande, que, sin duda, debió de costarles mucha pena el dármelo, y eso sin ninguna compensación, porque para ellos no era placer alguno. Así que, por discreción, desviaba la conversación. Y también por escrúpulo de conciencia. Todas las raras seducciones que para mí adornaban el nombre de Swann las encontraba en ese nombre cuando ellos lo pronunciaban. Y entonces se me figuraba de pronto que mis padres no podían por menos de sentir también esas seducciones, que se colocaban en mi punto de vista; que a su vez advertían mis sueños, los absorbían, los hacían suyos, y me sentía tan apenado como si hubiera vencido y depravado a mis padres.
Aquel año, cuando mis padres, un poco antes que de costumbre, decidieron la fecha de vuelta a París, la mañana del día de salida me rizaron el pelo para retratarme, pusiéronme con mucho cuidado un sombrero nuevo y me vistieron una casaca de terciopelo; mi madre estuvo buscándome por todas partes, y, por fin, me encontró llorando a lágrima viva en el atajo que va a Tansonville, despidiéndome de los espinos, abrazando sus punzantes ramas y pisoteando mis papillotes y mi sombrero nuevo, como una princesa de tragedia a quien pesaran sus vanos atavíos, sin la menor gratitud para la persona que con tanto cuidado me había hecho los lazos y me había arreglado el peinado. Mi llanto no conmovió a mi madre; pero no pudo retener un grito al ver mi sombrero aplastado y mi casaquita estropeada. Yo no la oía. «¡Pobres espinitos míos! —decía yo llorando—, vosotros no queréis que yo esté triste; no queréis que me vaya, ¿verdad? Nunca me habéis hecho nada malo. Os querré mucho siempre.» Y secándome las lágrimas, les prometía para cuando fuera mayor no imitar la insensata vida de los demás hombres, y al llegar los días de primavera, aunque estuviera en París, salir al campo a ver los primeros espinos, en vez de hacer visitas y escuchar tonterías.
Ya en el campo, no nos separábamos de los espinos en todo el resto del paseo, cuando íbamos por el lado de Méséglise. Recorríalos constantemente, invisible caminante, el viento, que para mí era el genio particular de Combray. Todos los años el día que llegábamos, yo, para tener la sensación cabal de estar en Combray, subía a verlo correr por entre los sayos y a correr tras de él. Siempre llevábamos el viento al Méséglise, por aquella combada plana, donde se pasan leguas y leguas sin que el terreno se quiebre nunca. Sabía yo que la hija de Swann iba a menudo a Laon a pasar unos días, y aunque Laon se hallaba a bastantes leguas, como la distancia estaba compensada por la falta de obstáculos, cuando en aquellas cálidas tardes veía venir un soplo de viento del extremo horizonte inclinando los trigales más distantes, propagándose como una ola por aquella vasta extensión, y yendo a morir a mis pies, tibio y murmurante, entre los tréboles y los pipirigallos, aquella llanura que a los dos nos era común parecía como que nos acercaba y nos unía, y yo me figuraba que aquel soplo de viento la había rozado; que el murmullo de la brisa que yo no podía entender, era un mensaje suyo, y besaba el aire al pasar. A la izquierda había un pueblo llamado Champieu (
Campus Pagani
, según el cura). A la derecha veíanse, asomando por encima de los trigales, los dos campanarios rústicos y cincelados de San Andrés del Campo, afilados, escamosos, torneados, amarillos, grumosos, alveolados como dos espigas más.
A simétricos intervalos, en medio de la inimitable ornamentación de su follaje, inconfundible con el de ningún otro árbol frutal, abrían los manzanos sus largos pétalos de satén blanco, o dejaban colgar los tímidos ramitos de sus capullos encarnados. Por allí, por el lado de Méséglise, es donde observé por vez primera esa sombra redonda que dan los manzanos en la tierra soleada, y esas sedas de oro que el sol poniente teje oblicuamente bajo las hojas del árbol, y cuya continuidad veía yo a mi padre romper con su bastón, pero sin desviar nunca sus hilos.
Muchas veces, por el cielo de la tarde cruzaba la luna, blanca como una nube, furtiva, sin brillo, igual que una actriz cuya hora de trabajar no llegó aún, y que en traje de calle mira desde la sala a sus compañeras, sin llamar la atención, deseando que nadie se fije en ella. Me gustaba encontrar su imagen en los libros y en los cuadros, pero esas obras de arte diferían mucho —por lo menos durante, los primeros años, antes de que Bloch acostumbrara mi vista y mi pensamiento a más sutiles armonías— de esas en que hoy me parecería bella la luna, y que entonces no me decían nada.
Era, por ejemplo, en una novela de Saintine, en un paisaje de Gleyre, donde dibuja limpiamente en el cielo su hoz de plata, en obras de esas ingenuamente incompletas, coma lo eran mis propias impresiones, obras que indignaba a las hermanas de mi abuela el que yo admirara. Creían ellas que deben presentarse a los niños obras de arte de las que admiramos definitivamente cuando somos hombres maduros, y que los niños demuestran buen gusto si las encuentran agradables desde un principio. Y es porque, sin duda, se representaban los méritos estéticos como objetos materiales, que unos ojos abiertos no tienen más remedio que percibir, sin necesidad de haber ido madurando lentamente sus equivalentes dentro del propio corazón.
Por el lado de Méséglise, en Montjouvain, casa situada junto a una gran charca y al abrigo de una escarpa llena de matorrales, vivía el señor Vinteuil. Así que muchas veces nos cruzábamos en el camino con su hija, que iba, a todo correr, en un cochecito guiado por ella. Desde un cierto año ya no nos la encontrábamos a ella sola, sino acompañada por una amiga mayor que ella, que tenía mala fama en aquellas tierras y que acabó por irse a vivir definitivamente a Montjouvain. La gente decía: «Ese pobre señor Vinteuil tiene que estar cegado por el cariño para no enterarse de lo que se murmura y dejar a su hija, él que se escandaliza por una palabra mal dicha, que meta en casa a una mujer así. Y dice que es una mujer excepcional, de gran corazón y con muchas disposiciones para la música, si las hubiera cultivado. Pero que tenga por seguro que no es a la música a lo que se dedica con su hija». El señor Vinteuil lo decía, y, en efecto, es cosa digna de notarse la admiración que despierta una persona por sus cualidades morales en los padres de otra persona cualquiera con quien tenga relaciones carnales. El amor físico, tan injustamente difamado, obliga de tal modo a un ser a poner de manifiesto hasta las menores partículas de bondad y de desprendimiento que en sí lleve, que estas virtudes acaban por resplandecer a los ojos de las personas que más de cerca la rodean. El doctor Percepied, que por su vozarrón y sus espesas cejas podía representar cuando quería el papel de hombre pérfido, para el que no tenía disposiciones, sin que eso comprometiera en nada su reputación inquebrantable e inmerecida de fiera bondadosa, se las arreglaba para hacer llorar de risa al cura y a todo el mundo, diciendo con topo rudo: «Sí, sí; parece que se dedica a la música la niña de Vinteuil con su amiga. Parece que eso les extraña a ustedes. Yo no sé, su padre es el que me lo ha dicha ayer. Después de todo, ¿por qué no va a gustarle la música a esa joven? Yo no puedo contrariar las vocaciones artísticas de los muchachos. Y Vinteuil se conoce que tampoco. Y también él se dedica a la música con la amiga de su hija. ¡Caramba!, todo es música en esa casa. ¿Pero de qué se ríen ustedes?, ¿de qué ya es mucha música? El otro día me encontré al buen Vinteuil junto al cementerio, y no se podía tener de pie».