Por el camino de Swann (16 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Pero como le decía yo a ese artista, que, por lo demás, es un hombre muy fino y, según parece, un virtuoso del pincel, «¿qué es lo que ve usted de notable en esa vidriera, que es aún un poco más oscura que las otras?»

—Pero estoy segura de que si se lo pidiera usted a Monseñor —decía indiferentemente mi tía, la cual ya estaba pensando que iba a cansarse— no le negaría a usted una vidriera nueva.

—Desde luego, señora —contestaba el cura—. Pero es que precisamente monseñor llamó la atención hacia esa desdichada vidriera, demostrando que representa a Gilberto el Malo, señor de Guermantes, descendiente directo de Genoveva de Brabante, que era una Guermantes, en el momento de recibir la absolución de San Hilario.

—Pero yo no veo allí a San Hilario.

—Sí; ¿no se ha fijado usted nunca en una dama con traje amarillo que está en una esquina de la vidriera? Pues es San Hilario (Saint-Hilaire), que en otras provincias se llama Saint-Illiers, Saint-Hélier, y hasta Saint-Ylie, en el Jura. Y estas corrupciones de
sanctus Hilarius
no son de las más raras que ocurren con los nombres de los bienaventurados. La patrona de usted, amiga Eulalia,
sancta Eulalia
, ¿sabe usted en lo que fue a parar en Borgoña? Pues sencillamente en
Saint-Eloi
, se convirtió en santo. Qué, Eulalia, ¿se imagina usted cambiada en hombre después de muerta? —El señor cura siempre tiene ganas de broma—. Pues el hermano de Gilberto, Carlos el Tartamudo, príncipe piadoso, pero que por habérsele muerto su padre, Pipino el Insensato, muy joven, a consecuencia de una enfermedad mental, carecía del freno de toda disciplina, en cuanto veía en un pueblo un individuo que no le era simpático, mandaba matar a todos los habitantes de aquel lugar. Gilberto, para vengarse de Carlos, mandó quemar la iglesia de Combray, la primitiva entonces, la que Teodoberto, al salir con su corte de su residencia de campo que tenía cerca de aquí en Thiberzy (
Theoderberciacus
), para ir a luchar con los borgoñones, prometió labrar encima de la tumba de San Hilario si el Todopoderoso le concedía la victoria. No queda más que la cripta, que Teodoro le habrá enseñado a usted alguna vez, porque lo demás lo quemó Gilberto. Y luego derrotó al desdichado Carlos, con el auxilio de Guillermo el Conquistador (el cura pronunciaba
Guilermo
), y por eso vienen tantos ingleses a ver la iglesia. Pero no supo conciliarse las simpatías de los vecinos de Combray, que un día, al salir Gilberto de misa, se arrojaron sobre él y le cortaron la cabeza. Teodoro tiene un librito donde se explica todo eso.

Pero, indudablemente, lo más curioso de nuestra iglesia es la vista desde el campanario, que es grandiosa. Claro que a usted, que no está muy fuerte, no le aconsejaría yo que subiera los noventa y siete escalones, la mitad precisamente que en el célebre Duomo, de Milán. Hay para cansar a una persona sana, mucho más teniendo en cuenta que hay que subir doblado para no romperse la cabeza, y que va uno recogiendo con la ropa todas las telarañas de la escalera. De todos modos, tendría usted que abrigarse bien, añadía (sin observar la indignación que causaba a mi tía esa idea de suponerla capaz de subir al campanario), porque arriba hay una corriente de aire tremenda. Hay personas que dicen haber sentido allí el frío de la muerte. Pero los domingos siempre vienen partidas de gente, a veces de muy lejos, para admirar la belleza del panorama, y siempre vuelven encantados. Mire usted, precisamente el domingo que viene encontraría usted gente, porque son las Rogaciones. Y hay que confesar que desde allá arriba hay un panorama mágico, con unas vislumbres de la llanura a lo lejos, que tiene un carácter muy particular. Cuando hace un tiempo claro se puede distinguir hasta Verneuil. Y, además, se dominan a un tiempo cosas que de otro modo no se pueden ver más que separadamente; por ejemplo, el curso del Vivonne y los fosos de Saint-Assise les Combray, que están separados del río por una cortina de árboles muy grande, o los distintos canales de Jouy le Vicomte (
Gaudiacus vice comitis
, como usted sabe). Cada vez que he ido a Jouy le Vicomte he visto un trozo de canal, y al volver una calle veía otro, pero entonces ya desaparecía el anterior, y aunque los reuniera con el pensamiento ya no hace efecto. Desde el campanario de San Hilario ya es otra cosa: se los ve formar como una red en que está cogida la localidad. Ahora, que no se distingue el agua, y parecen grandes grietas que dividen el pueblo en varios trozos, tan perfectamente como un brioche ya cortado, pero con los pedazos juntos. Para verlo bien del todo habría que estar al mismo tiempo en el campanario de San Hilario y en Jouy le Vicomte.

Tanto cansaba a mi tía el cura, que apenas se marchaba no tenía más remedio que despedir a Eulalia.

—Tenga usted, pobre Eulalia —decía con voz feble, sacando una moneda de una bolsita que tenía al alcance de la mano—; tenga usted, para que no me olvide en sus oraciones.

—Pero, señora, eso no está bien; ya sabe usted que no es por eso por lo que vengo —decía Eulalia, siempre con el mismo vacilar y la misma timidez que si fuera la primera vez, y con una apariencia de descontento que divertía a mi tía y no le parecía mal, porque si algún día Eulalia, al tomar el dinero, presentaba semblante menos contrariado que de costumbre, mi tía decía:

—No sé lo que tenía Eulalia; yo le he dado lo mismo que siempre y parece que no estaba contenta.

—Pues no puede quejarse —suspiraba Francisca, que tendía a considerar como calderilla todo lo que mi tía le daba para ella o para sus hijos, y como tesoros derrochados locamente por una ingrata las piezas depositadas todos los domingos en la mano de Eulalia, con tanta discreción, que Francisca no llegó a verlas nunca—. Y no es que ella ambicionara el dinero que mi tía daba a Eulalia. Ya gozaba bastante del caudal de mi tía, al saber que las riquezas del ama ensalzan y hermosean al mismo tiempo a la sirvienta; y que ella, Francisca, era persona insigne y glorificada en Combray, Jouy le Vicomte y otros lugares, por lo numeroso de las haciendas de mi tía, la frecuencia y duración de las visitas del cura y la gran cantidad de botellas de agua de Vichy que se consumía. Era avara por mi tía, y de haber administrado su fortuna, lo cual era su sueño, la habría defendido de los ataques ajenos con ferocidad maternal. No le hubiera parecido mal que mi tía, cuya incurable generosidad conocía, se alargara a dar, siempre que fuera a personas ricas. Quizá pensaba que los ricos, como no tenían necesidad de los regalos de mi tía, no podían ser sospechosos de quererla por sus dádivas. Además, estas dádivas, hechas a personas de gran posición económica, como la señora de Sazerat, Swann, Legrandin, o la señora de Goupil, entre personas del «mismo rango» que mi tía y que «podían codearse», se le representaban como un aspecto de los usos de aquella vida extraña y brillante de los ricos que dan bailes y se visitan, vida que Francisca admiraba sonriente. Pero ya no era lo mismo si los beneficiarios de la generosidad de mi tía eran de aquellos que Francisca llamaba «gente como yo, gente que no es más que yo», y que le inspiraban desprecio, a no ser que la llamasen «señora Francisca», y se consideraran «menos que ella». Y cuando vio que, a pesar de sus consejos, mi tía hacía su voluntad, y nada más, y tiraba el dinero —por lo menos Francisca así se lo creía— con seres indignos, empezaron a parecerle muy parvos los regalos que su ama le hacía, comparados con las cantidades imaginarias prodigadas a Eulalia. Y para Francisca no había en los alrededores de Combray hacienda lo bastante considerable para que no la pudiera adquirir Eulalia con el producto de sus visitas. Cierto que Eulalia hacía la misma evaluación de las riquezas inmensas y ocultas de Francisca. Por lo general, en cuanto Eulalia se iba comenzaba Francisca a hacer malévolas profecías a cuenta de ella. Odiábala, pero le tenía miedo y se consideraba obligada mientras estuviera en casa a «ponerle buena cara». Pero cuando se había marchado, se cobraba, sin nombrarla nunca, a decir verdad, pero profiriendo oráculos sibilinos o sentencias de un carácter general, como las del Eclesiastés, pero cuya aplicación no podía escapar a mi tía. Después de mirar por un rincón del visillo si ya había cerrado la puerta Eulalia, decía: «Los aduladores siempre saben caer a punto y recoger las pepitas, pero paciencia, que ya los castigará Dios algún día»; y lo decía con el mismo mirar de lado y la misma insinuación de Joas, cuando, pensando exclusivamente en Atalia, dice:

Le bonheur des méchants comme un torrent s’écoule
[14]
.

Pero cuando el cura había estado también de visita, tan interminable que agotaba las fuerzas de mi tía, Francisca se marchaba del cuarto detrás de Eulalia, diciendo:

—Señora, voy a dejarla a usted descansar, porque tiene usted aspecto de hallarse fatigada.

Mi tía ni siquiera contestaba, exhalando un suspiro que parecía el último, con los ojos cerrados y como muerta. Pero apenas había llegado abajo Francisca, sonaban por toda la casa cuatro campanillazos violentísimos, y mi tía, sentada en la cama, gritaba:

—¿Se ha ido ya Eulalia? ¿No le parece a usted que se me ha olvidado preguntar si la señora de Goupil llegó a misa después de alzar? Corra usted a ver si la alcanza.

Pero Francisca volvía sin haberlo logrado.

—¡Qué fastidio! —decía mi tía sacudiendo la cabeza—. Lo único importante que le tenía que preguntar.

Y así se iba pasando la vida para mi tía Leoncia, siempre idéntica en la dulce uniformidad de lo que ella llamaba con desdén fingido y profunda ternura su «rutina». Guardada por todo el mundo, no sólo en casa, donde todos, después de haber comprobado la inutilidad de darle un consejo de mejorar de higiene, se habían resignado a respetarla, sino en el pueblo, donde, a tres calles de distancia, el embalador, antes de ponerse a clavetear, mandaba preguntar a Francisca si mi tía no «estaba descansando», aquella rutina se vio quebrantada por una vez ese año. Y fue porque, lo mismo que un fruto escondido llega a sazón sin que nadie se dé cuenta, y se desprende espontáneamente, la moza una noche salió de su cuidado. Pero sufrió dolores intolerables, y como en Combray no había comadrona, Francisca tuvo que ir por una a Thiberzy antes de que amaneciera. Los gritos de la moza no dejaron dormir a mi tía, y como Francisca volvió muy tarde, a pesar de lo corto de la distancia, la echó mucho de menos. Así que mi madre me dijo por la mañana: «Sube a ver si tu tía necesita algo». Entré en la primera habitación, y por la puerta abierta vi a mi tía durmiendo echada de lado; la vi que roncaba ligeramente. Ya iba a marcharme muy despacito, pero sin duda el ruido que hice se entremetió en su sueño y le «cambió de velocidad», como dicen de los automóviles, porque la música de los ronquidos se interrumpió un instante, y siguió luego un tono más bajo, hasta que por fin se despertó, volviendo a medias la cara, que entonces pude ver; pintábase en ella algo como terror; sin duda había tenido un sueño terrible; tal como estaba colocada no podía verme, y yo me estuve allí sin saber qué hacer, si adelantarme o salir; pero ya mi tía parecía volver al sentimiento de la realidad, y haber reconocido lo falaz de las visiones que la asustaran; una sonrisa de gozo, de piadosa, gratitud al Creador, que deja que la vida sea menos cruel que los sueños, iluminó débilmente su rostro, y con aquélla su costumbre de hablarse a sí misma a media voz, cuando creía que estaba sola, murmuró: «¡Alabado sea Dios! No tenemos más preocupación que ésta del parto de la moza. ¿Pues no había soñado que mi pobre Octavio resucitaba y quería hacerme dar un paseo diario?». Tendió la mano hacia el rosario, que estaba en la mesita; pero el sueño que tornaba no le dejó fuerzas para cogerle, y volvió a dormirse tranquila; entonces salí a paso de lobo del cuarto, sin que ella ni nadie haya sabido nunca lo que yo acababa de oír.

Al decir que aparte de los sucesos muy raros, como aquel alumbramiento, la rutina de mi tía no sufría jamás variación alguna, no cuento las que, por repetirse siempre idénticas y con intervalos regulares, no producían en el seno de la uniformidad más que una especie de uniformidad secundaria. Así, todos los sábados, como Francisca tenía que ir por la tarde al mercado de Roussainville le Pin, se adelantaba una hora el almuerzo, para todos. Y mi tía se acostumbró tan perfectamente a esta derogación semanal de sus hábitos, que tenía tanto apego a esta costumbre como a las demás. Y tanto se había «arrutinado», como decía Francisca, que si algún sábado hubiera tenido que esperar la hora habitual del almuerzo, aquello la habría «sacado de sus casillas» tanto como el tener que adelantar su almuerzo a la hora del sábado en otro día cualquiera. Este adelanto del almuerzo prestaba al sábado, para nosotros todos, una fisonomía particular, indulgente y muy simpática. En ese momento, en que por lo general nos queda aún una hora que vivir antes del descanso de la comida, sabíamos que iban a llegar a los pocos segundos unas escarolas precoces, una tortilla de favor y un
bittec
[15]
inmerecido. El retorno de aquel sábado asimétrico era uno de esos menudos acontecimientos interiores, locales, casi cívicos, que en las vidas tranquilas y las sociedades fuertes crean como un lazo nacional, llegan a tema favorito de las conversaciones, de las bromas y de los relatos, deliberadamente exagerados; y hubiera sido núcleo apto para un ciclo legendario de tener alguno de nosotros la testa épica. Ya por la mañana, antes de vestirnos, sin ningún motivo y sólo por el gusto de poner a prueba la fuerza de solidaridad, nos decíamos unos a otros, con buen humor, cordialmente, patrióticamente: «Hoy no tenemos que descuidarnos, es sábado», mientras que mi tía, conferenciando con Francisca, y al pensar que el día sería más largo que de costumbre, decía: «Hoy, como es sábado, podría usted hacerles un buen guiso de ternera.» Si a las diez y media sacaba alguno, distraído, el reloj, diciendo: «Todavía falta una hora y media para el almuerzo», todos nos alegrábamos de poder recordarle: «¿Pero en qué está usted pensando: no ve que es sábado?»; y todavía nos duraba la risa un cuarto de hora después, y nos prometíamos subir a contárselo a mi tía para distraerla. Hasta el cielo parecía otro. Después del almuerzo, el sol, consciente de que era sábado, se paseaba una hora más por lo alto del cielo, y cuando uno de nosotros, que creía que ya se hacía tarde para el paseo, exclamaba: «¡Cómo! ¡Las dos nada más!», al ver pasar las dos campanadas de la torre de San Hilarlo (que ya están acostumbradas a encontrarse los caminos desiertos, por mor de la comida o de la siesta, a lo largo del río, claro y corretón, abandonado hasta del pescador, y que pasan solitarias por el cielo vacante, donde no quedan más que unas nubecillas perezosas), todo el mundo le respondía a coro: «Lo que lo despista a usted es que hemos almorzado una hora antes; ¿no ve usted que es sábado?». La sorpresa de un bárbaro (así llamábamos a toda persona ignorante del carácter particular del sábado), que venía a ver a papá a las once y nos encontraba sentados a la mesa, era una de las cosas que más divertían a Francisca en este mundo. Pero por mucho que la regocijara el hecho de que el desconcertado visitante ignorara que los sábados almorzábamos antes, aun le parecía más cómico (simpatizando en el fondo con esa estrecha patriotería) que a mi padre no se le ocurriera que el bárbaro podía ignorarlo, y contestara, sin más explicaciones, a su asombro, al vernos ya sentados a la mesa: «¡Pero, hombre, es sábado!» Y cuando Francisca llegaba a este punto del relato, tenía que secarse lágrimas de risa, y para acrecer su regocijo, prolongaba el diálogo, inventaba una respuesta del visitante a quien aquella del «sábado» no decía nada. Y muy lejos de quejarnos de sus adiciones, todavía nos sabían a poco, y le decíamos: «Me parece que dijo algo más. La primera vez que lo contó usted era más largo». Y hasta mi tía dejaba su labor, y alzando la cabeza, miraba por encima de sus lentes.

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