Y no lo decía en vano:
—¡No tener apego a la vida! Entonces, a qué se va a tener apego? La vida es lo único que Dios no da dos veces. ¡Ay, Dios mío; pero sí que es verdad que no le tienen aprecio! Los vi el año 70, y en esas malditas guerras ya no tienen miedo a la muerte. Son locos; nada más que locos. Y no valen un ochavo; no son hombres, son leones. (Para Francisca comparar un hombre a un león, palabra que pronunciaba le-ón, no era nada halagüeño.)
La calle de Santa Hildegarda daba vuelta muy cerca de casa, y no se podía ver venir a los soldados desde lejos; de modo que por el hueco que había entre las dos casas del paseo de la Estación es por donde se veían más y mis cascos corriendo y brillando con el sol. El jardinero tenía curiosidad por saber si quedaban muchos por pasar, y además sentía sed, porque el sol pegaba de firme. Y entonces, de repente, su hija, lanzándose como quien se lanza fuera de una plaza sitiada, hacía una salida, llegaba a la esquina próxima, y después de haber desafiado cien veces a la muerte, volvía a traernos una jarra de refresco de coco y la noticia de que aun había por lo menos un millar que venían en marcha por el camino de Thiberzy y de Méséglise. Francisca y el jardinero, ya reconciliados, discutían sobre lo que había que hacer en caso de guerra.
—Ve usted, Francisca —decía el jardinero—; mejor es la revolución, porque cuando hay revolución no van más que los que quieren.
—¡Ah, ya lo creo; eso, sí, es más franco!
El jardinero creía que cuando se declaraba la guerra se interrumpía el tránsito ferroviario.
—¡Claro! —decía Francisca—; para que los hombres no se puedan escapar.
Y contestaba el jardinero: «¡Es más listo el Gobierno!», porque se aferraba a la idea de que la guerra era una mala pasada trae el Gobierno jugaba al pueblo, y que todo el que podía se escapaba.
Pero Francisca se volvía muy pronto con mi tía; yo tornaba a mi libro, y las criadas otra vez se instalaban en la puerta a ver caer el polvo y la emoción que levantaron los soldados. Aun largo rato después que se hiciera la calma, una desusada ola de paseantes ennegrecía las calles de Combray. Y delante de todas las casas, incluso de aquellas en que no era costumbre hacerlo, los criados, y a veces los amos, festoneaban la entrada con una caprichosa orla, igual a ese festón de algas y conchas que, romo crespón y adorno, deja una marea fuerte en la orilla, después de alejarse.
Excepto en aquellos días, de costumbre podía entregarme a la lectura con toda tranquilidad. Pero la interrupción y el comentario que una visita de Swann me trajo a la lectura que tenía empezada de un autor nuevo para mí, Bergotte, tuvo por consecuencia que por mucho tiempo ya no fue sobre un muro exornado con mazorcas de flores moradas donde yo vi destacarse la imagen de una de las mujeres de mis sueños, sino sobre muy distinto fondo: el pórtico de una catedral gótica.
La primera persona que me habló de Bergotte fue un compañero mío, mayor que yo, y al que yo admiraba mucho: Bloch. Cuando le confesé la admiración que sentía por la
Noche de Octubre
, soltó una carcajada chillona como un clarín, y me dijo: «Desconfía de esa tu baja dilección por el tal Musset. Es un tipo de lo más dañino; una bestia bastante lúgubre. No puedo por menos de confesar que él, y hasta el llamado Racine, han hecho en su vida un verso con bastante ritmo, y que tiene en su abono lo que para mí es el mayor de los méritos: no significar absolutamente nada. El de Musset es «La blanche Oloossone et la blanche Camire», y el de Racine, «La fille de Minos et de Pasiphae». Los he visto citados, en descargo de esos dos malandrines, en un artículo de mi muy querido maestro Lecomte de Lisle, grato a los dioses inmortales. Y a propósito: aquí tienes un libro que yo no tengo tiempo de leer ahora, y que, según parece, recomienda ese inmenso hombrón. Me han dicho que considera a su autor como uno de los tíos más sutiles de hoy; y aunque es verdad que a veces da pruebas de inexplicable blandura, su palabra es para mí el oráculo de Delfos. Lee esas prosas líricas, y si el gigantesco coleccionador de ritmos que ha escrito
Baghavat
y el
Levrier de Magnus
dijo la verdad, por Apolo que saborearás, caro maestro, los nectáreos gozos del Olimpo. Me había pedido en tono sarcástico que lo llamara «caro maestro», y así me llamaba él también; pero, en realidad, nos recreábamos bastante con aquella broma, porque aun no estábamos muy lejos de la edad en que nos figuramos que dar nombre es crear.
Desgraciadamente, no pude calmar, hablando con Bloch y pidiéndole explicaciones, la inquietud que me causara diciéndome que los buenos versos (a mí que no les pedía nada menos que la revelación de la verdad) eran tanto mejores cuanto menos significaran. Porque no se volvió a invitar a Bloch a venir a casa. Primero se le hizo una buena acogida. Mi abuelo sostenía que cada vez que trababa con un compañero más íntima amistad que con los demás y lo llevaba a casa, se trataba siempre de un judío, cosa que en un principio no le hubiera desagradado —su amigo Swann también era de familia judía—, a no ser porque le parecía que, por lo general, yo no lo había escogido entre los mejores. Así que cuando llevaba a casa algún amigo nuevo, casi siempre se ponía a tararear: «
¡Oh Dios de nuestros padres, de la Judía!»
o
«¡Israel, quebranta tus cadenas!
», sin la letra, naturalmente (ti la lam ta lam talim); pero yo siempre tenía miedo de que mi compañero conociera la música y por ahí fuera a acordarse de la letra.
Antes de verlos, sólo al oír su nombre, que muchas veces no tenían ninguna característica israelita, adivinaba no ya sólo el origen judío de mis amigos que en realidad lo eran, sino hasta los antecedentes desagradables que pudiera haber en su familia.
—¿Y cómo se llama ese amigo tuyo que viene esta tarde?
—Dumont, abuelo.
—¿Dumont? No me fío…
Y se ponía a cantar:
Arqueros, velad bien,
velad, sin tregua y sin ruido.
Y después de hacernos, con la mayor habilidad, algunas preguntas más concretas, exclamaba: «¡Alerta, alerta!», o si era el mismo paciente, el que, obligado, sin darse cuenta, por medio de un disimulado interrogatorio, confesaba su procedencia, entonces, para hacernos ver que ya no le cabía duda alguna, se contentaba con mirarnos, tarareando imperceptiblemente:
¿Qué, que me traéis hasta aquí
a ese tímido israelita?,
o bien aquello de
¡Oh campos paternales, Hebrón, valle suave!,
o lo de
Sí, soy de la raza elegida.
Aquellas pequeñas manías de mi abuelo en ningún modo implicaban sentimientos de malevolencia hacia mis camaradas. Pero Bloch se hizo antipático a mis padres por otras razones. Comenzó por irritar a mi padre, que al verlo un día todo mojado, le preguntó con interés:
—¿Pero qué tiempo hace, amigo Bloch; ha llovido? No lo entiendo, porque el barómetro estaba muy bien.
Y no obtuvo más respuesta que ésta:
—Me es absolutamente imposible decirle a usted si ha llovido o no, porque vivo tan apartado de las contingencias físicas, que mis sentidos ya no se molestan en comunicármelas.
—Pero, hijo mío, tu amigo es idiota —me dijo mi padre, cuando Bloch se hubo marchado—. De modo que ni siquiera sabe decir cómo está el tiempo, con lo interesante que es eso. Es un majadero.
Bloch se hizo antipático a mi abuela porque como, después de, almorzar, dijera que ella se sentía un poco mala, Bloch ahogó un sollozo y se secó unas lágrimas.
—¿Cómo quieres que eso sea de verdad, si apenas me conoce? ¿O es que está loco?
Y, por último, se hizo desagradable a los ojos de todos porque después de llegar a almorzar con hora y media de retraso y todo lleno de barro, en vez de excusarse, dijo:
—Yo nunca me dejo influir por las perturbaciones atmosféricas ni por las divisiones convencionales del tiempo, y rehabilitaría con gusto el uso de la pipa de opio y del
kriss
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malayo; pero ignoro el empleo de esos instrumentos, mucho más dañinos, y tan vulgares, que se llaman reloj y paraguas.
A pesar de todo, hubiera seguido viniendo a Combray. Verdad es que no era el amigo que mis padres desearan para mí, acabaron por creer sinceras las lágrimas que le arrancó la indisposición de mi abuela; pero el instinto o la experiencia les había enseñado que los impulsos de nuestra sensibilidad ejercen poco dominio sobre la continuidad de nuestras acciones y nuestra conducta en la vida, y que el respeto a las obligaciones morales, la lealtad a los amigos, la ejecución de una obra y la sujeción a un régimen tienen más firme asiento en la ciega costumbre, que en aquellos momentáneos transportes fogosos y estériles. Mejor que a Bloch, hubieran querido para amigos míos compañeros que no me dieran más que aquello que con arreglo al código de la moral burguesa debe darse a los amigos; que no me enviaran inopinadamente una cesta de fruta tan sólo porque aquel día se habían acordado de mí cariñosamente, y que, no sintiéndose capaces de inclinar en favor mío la justa balanza de los deberes y exigencias de la amistad, por un sencillo impulso de su imaginación o de su sensibilidad, tampoco fueran capaces de falsearla en daño mío. Ni siquiera nuestros errores hacen desviarse fácilmente del deber a naturalezas de esas de las que era mi abuela dechado, ella que, reñida hacía muchos años con una sobrina con quien no se trataba, no cambió el testamento en que le legaba toda su fortuna, porque era su parienta más lejana y porque las cosas «debían ser así».
Pero yo quería a Bloch, mis padres deseaban darme gusto, y los insolubles problemas que yo me planteaba a propósito de la belleza sin sentido de la hija de Minos y de Pasifae me cansaban mucho más y me ponían más mareado de lo que hubieran podido hacerlo nuevas conversaciones con Bloch, por perniciosas que las considerara mi madre. Y se lo hubiera seguido recibiendo en casa, a no ser porque después de la comida aquella y luego de hacerme saber —noticia llamada a ejercer gran influencia en mi vida, haciéndome feliz primero y desdichado más tarde— que todas las mujeres no pensaban más que en el amor, y que no había una capaz de resistencia invencible, afirmó haber oído decir con toda seguridad 129 que mi tía había llevado una juventud borrascosa y había estado recluida, cosa sabida públicamente. No pude callármelo, se lo dije a mis padres; cuando volvió le dieron con la puerta en las narices, y un día que me acerqué a él en la calle, estuvo muy frío conmigo.
Pero en lo que me dijo de Bergotte no mintió.
Los primeros días no vi clara aquella cualidad que tanto habría de gustarme en su estilo, como pasa con una melodía que aun no distinguimos bien y que un día llegará a subyugarnos. No se me caía de la mano la novela suya que estaba leyendo, pero yo me sentía interesado únicamente por el asunto, como sucede en los primeros momentos del amor, cuando vamos todos los días a una reunión o un espectáculo, para ver a una mujer, y nos creemos que lo que allí nos lleva es el atractivo de la diversión. Luego, empecé a fijarme en las expresiones raras, casi arcaicas, que le gustaba emplear en aquellos momentos en que una oculta onda de armonía y un preludio interno agitaban su estilo; en esos momentos es cuando se ponía a hablar del «vano sueño de la vida», del «inagotable torrente de hermosas apariencias», del «tormento delicioso y estéril de comprender y amar», y de las conmovedoras efigies que ennoblecen para siempre la fachada venerable y seductora de las catedrales»; cuando daba expresión a toda una filosofía nueva para mí, con imágenes maravillosas, imágenes que parecían despertar aquel canto con arpas que entonces se elevaba, y al que las metáforas servían de sublime acompañamiento. Uno de aquellos pasajes de Bergotte, el tercero o cuarto que yo separé de entre los demás, me dio una alegría incomparable a la que me diera el primero, gozo que sentí en una región más profunda de mi ser, más lisa y más anchurosa, y de donde había desaparecido todo obstáculo y separación. Y es que, sin dejar de reconocer entonces su afición a las expresiones raras, la misma efusión musical, la misma filosofía idealista, que ya otras veces, y sin que yo me diera cuenta, habían sido causa de mi placer, ya no tuve la impresión de estar frente a un trozo particular de un determinado libro de Bergotte, que trazaba en la superficie de mi mente una figura puramente lineal, sino ante un «trozo ideal» de Bergotte, común a todos sus libros, y al cual todos los pasajes análogos que venían a confundirse con él prestaban una especie de espesor y de volumen que ensanchaban el espíritu.
No era yo el único admirador de Bergotte; también era el escritor favorito de una amiga de mi madre, muy ilustrada, y los enfermos del doctor Du Boulbon tenían que esperarse a que el doctor acabara la lectura del último libro de Bergotte; y de su sala de consulta y de un parque cerca de Combray salieron los primeros gérmenes de esa predilección por Bergotte, especie tan rara entonces y hoy tan universalmente extendida, cuya flor ideal y vulgar se encuentra en todas partes de Europa y América, hasta en el pueblo más insignificante. Lo que en los libros de Bergotte admiraba la amiga de mi madre, y, según parece, el doctor Du Boulbon, era lo mismo que yo: la abundancia melódica, las expresiones antiguas y otras más sencillas y vulgares, pero que, por el lugar en que las sacaba a la luz, revelaban un gusto especial, y, por último, cierta sequedad, cierto acento, ronco casi, en los pasajes tristes. También a él debían parecerle éstas sus mejores cualidades. Porque en los libros que luego publicó, al encontrarse con una gran verdad, o con el nombre de una catedral famosa, interrumpía el relato, y en una invocación, en un apóstrofe o en una larga plegaria, daba libre curso a aquellos efluvios que en sus primeras obras se quedaban en lo profundo de su prosa, delatados solamente por las ondulaciones de la superficie, y quizá eran aún más armoniosos cuando estaban así velados, cuando no era posible indicar de modo preciso dónde nacía ni dónde expiraba su murmullo. Aquellos trozos, en que tanto se recreaba, eran nuestros favoritos, y yo me los sabía de memoria. Y sentía una decepción cuando reanudaba el relato. Cada vez que hablaba de una cosa cuya belleza me había estado oculta hasta entonces, de los pinares, del granizo, de
Notre Dame de Paris
, de
Athalie
; o de
Phèdre
, esa belleza estallaba al contacto con una imagen suya, y llegaba hasta mí. Y como me daba cuenta de cuántas eran las partes del universo que mi flebe percepción no llegaría a distinguir si él no las ponía a mi alcance, hubiera deseado saber su opinión sobre todas las cosas, poseer una metáfora suya para cada cosa, especialmente para aquellas que yo tendría ocasión de ver, y más particularmente algunos monumentos franceses antiguos y ciertos paisajes marítimos, que consideraba él, a juzgar por la insistencia con que los citaba en sus libros, como ricos en significación y belleza. Desgraciadamente, no conocía yo sus opiniones respecto a casi nada. Y estaba seguro de que eran enteramente distintas de las mías, puesto que procedían de un mundo incógnito, al que yo aspiraba a elevarme; persuadido de que mis pensamientos habrían parecido simpleza pura a aquel espíritu perfecto, llegué hasta hacer tabla rasa de todos, y cuando me encontraba en algún libro suyo un pensamiento que ya se me había ocurrido a mí, se me dilataba el corazón, como si un Dios lleno de bondad me lo hubiera devuelto y declarado legítimo y bello. Sucedía a veces que una página suya venía a decir lo mismo que yo escribía a mi madre y a mi abuela las noches que no podía dormir, de tal modo que aquella página de Bergotte parecía una colección de epígrafes destinados a mis cartas. Y más tarde, cuando empecé a escribir un libro, ciertas frases, cuya cualidad no bastó para decidirme a seguir escribiendo, me las encontré luego equivalentes en Bergotte. Pero yo no sabía saborearlas más que leídas en sus obras; cuando era yo el que las escribía, preocupado de que reflejasen exactamente lo que yo estaba viendo en mi pensamiento, y temeroso de no «cogerlo parecido». No tenía tiempo para preguntarme si lo que yo escribía era agradable o no. Pero, en realidad, sólo esa clase de frases y de ideas me gustaba de verdad. Mis esfuerzos, descontentadizos e inquietos, eran señal de amor, de amor sin placer, pero muy hondo. De modo que cuando me encontraba con frases así en una obra ajena, es decir, sin tener ya escrúpulos ni severidad, sin necesidad de atormentarme, me entregaba con deleite al gusto que hacia ellas me movía, como el cocinero que por fin se acuerda de que tiene tiempo de ser goloso un día que no tuvo que cocinar. Cierta vez, al encontrar en un libro de Bergotte una burla referente a una criada vieja, mis irónica aún por lo magnífico y solemne del lenguaje del escritor, pero igual a la que yo había dicho un día a mi abuela hablando de Francisca, y otra ocasión en que vi como no juzgaba indigna de figurar en uno de aquellos espejos de la verdad, que eran sus obras, una observación análoga a otra que yo había hecho respecto al señor Legrandin (observaciones, tanto la relativa a Francisca como la del señor Legrandin, que hubieran sido de las que más deliberadamente habría yo sacrificado a Bergotte, convencido de que le parecerían insignificantes), me pareció de repente que mi humilde vida y los reinos de la verdad no estaban tan separados como yo pensaba, y que aun llegaban a coincidir en algunos puntos, y lloré de alegría y de confianza sobre las páginas del escritor, como en los brazos del padre vuelto a encontrar.