Dejo la bolsa en el asiento de atrás, se quedo un rato quieta, sentada al volante, como repasando una serie de decisiones necesarias y prácticas, se vio pálida en el espejo, con las ojeras más pronunciadas, con esa tonalidad marchita de cansancio en la piel, que menos, después de tantas horas con los niños, con treinta niños y niñas de nueve y diez años, turbulentos, más nerviosos según avanzaba el día, encerrados en un aula demasiado pequeña, donde el pupitre de Fátima había vuelto a ser ocupado, aunque su foto seguía colgada en la pared, entre los dibujos de sus compañeros, cerca de las cartulinas azules en las que los demás habían hecho sus trabajos manuales. Miraba siempre la foto, encontraba los ojos rasgados y la sonrisa de la niña como pidiéndole serenamente que siguiera acordándose, que no se olvidara de ella, y esa tarde, a las cinco, cuando el aula se quedo vacía, tardo un poco más de lo habitual en recoger sus cosas, y al no haber nadie más la presencia de Fátima se le hizo más intensa en la fotografía, despertándole, sin que se diera mucha cuenta, como un instinto de complicidad y gratitud.
De lo que le sucedía ahora mismo había algo que estaba vinculado a Fátima, y no solo el azar espantoso sin el cual ella, Susana Grey, no habría ni conocido la existencia del hombre con quien se habla citado hora y media más tarde. Fátima, su devoción hacia ella, su talento infantil para la laboriosidad y la dicha, la habían rescatado más de una vez del desengaño y la desgana hacia su trabajo, le hablan ofrecido una preciosa compensación intima de otras deslealtades. Después de muerta la niña comprendía de verdad cuanto le había importado su predilección, como la había alimentado su deseo de saber, la prontitud con que Fátima le mostraba que la paciencia de su trabajo no estaba siendo por completo estéril: velozmente lo aprendía todo, y lo que había aprendido enseguida fructificaba en su inteligencia, como un alimento de resultados inmediatos en el vigor físico de un niño.
En el espejo donde se miraba para pintarse los labios vio que los ojos, desenfocados sin las gafas, adquirían un brillo de lagrimas, pero ahora no podía permitirse a sí misma el desfallecimiento ni el consuelo del llanto, que la asaltaba tan sin aviso en los últimos tiempos, incluso al leer o al escuchar música, cuando leía un poema de Antonio Machado o de Cesar Vallejo o escuchaba ciertas canciones no especialmente sentimentales. Se puso las gafas, eligió una cinta entre el desorden de la guantera, que se había extendido también al suelo, no Paul Simon esta vez, sino algo más enérgico, más adecuado para fortalecerle la audacia, The Pretenders, y enseguida pensó que si él fuera en el coche no se atrevería a ponerle esa música. Lo miraba a los ojos grises y atentos y no podía imaginar que pensaba, cómo estaría viéndola a ella. La aterraba de pronto la convicción de estar enamorándose de un desconocido. Aceleró fuerte nada más salir a la carretera, subió el volumen, repitiendo en voz baja la letra de una canción, y sólo al dejar atrás los últimos edificios se sintió resuelta y despejada, contagiada por la fuerza de la música y la vibración del coche, libre del empeño agotador y minucioso de las decisiones por la velocidad que la llevaba inexorablemente hacia el valle mientras empezaba a atardecer y la luna llena y amarilla aparecía en el espejo retrovisor, sobre el perfil de las torres y los tejados que iban quedándose atrás según transcurrían con una rapidez idéntica los kilómetros y los minutos.
Él le había dicho que llegaría entre las seis y media y las siete: prefería esperarlo con tiempo, llegar antes a la habitación, examinarlo todo, incluso había pensado darse una ducha y cambiarse de ropa, para no tener consigo el olor a cansancio y a tiza y a sudor infantil de la escuela, pero decidió que no, que no quería dar una impresión excesiva de evidencia, así que tan sólo se cepilló el pelo y subrayó la sombra de los ojos y el carmín de los labios, no era una amante preparándose para recibir a su cómplice apresurado y adultero.
Venció como pudo la ligera vergüenza, la palpitación de ignominia, mientras firmaba la ficha de ingreso en recepción y mostraba su carnet de conducir y su tarjeta de crédito, temiendo encontrar alguna cara conocida en el personal, la cara de un vecino o la del padre de un alumno: todo de pronto difícil, embarazoso, lento, imposible, los detalles del formulario, el botones que tardaba en recoger su bolsa, la puerta de la habitación que tardaba en abrirse, las monedas para la propina que no aparecían en el bolso, volcado sobre la cama, la profusión de todo, salvo de monedas de cien, los kleenex, la polvera, el lápiz de labios, los cigarrillos, la caja grande de cerillas, reunió al fin trescientas pesetas y se las dio al botones con una aprensión irracional de vileza, como si lo estuviera sobornando por algo, comprando su silencio.
Al quedarse sola instantáneamente se tranquilizó. No parecía que estuviera en la habitación de un hotel, sino en una casa de campo adonde alguien la hubiera invitado. Las paredes blancas, el techo inclinado, con rudas vigas de madera barnizada, el suelo de baldosas rojas, una ventana de postigos recios que daba sobre la barranca del río: en la ciudad, a lo lejos, las luces se habían encendido de golpe, aunque todavía no era noche cerrada, quedaba una fosforescencia de claridad diurna en la ligera niebla del no, en la tierra caliza de los olivares. Tan lejos y tan cerca, pensaba, tan protegida y tan frágil, un poco extraña ante sí misma en la extrañeza general de las cosas, del lugar y la hora, las seis de la tarde de un día laborable y ella no estaba en casa, ni siquiera sabía si iba a regresar esa noche, o si volvería a la ciudad a la mañana siguiente, a las nueve menos cuarto, como cada mañana, exaltada o desengañada, o ni siquiera eso, envilecida por una sensación de fraude, por la turbia contrición sexual.
Examinó el minibar, dudando entre el whisky y la ginebra, y por fin se hizo un
gin-t.onic
y abrió para acompañarlo una bolsa de almendras saladas. La mezcla del amargor de la tónica y del mareo dulce de la ginebra le dio un punto de ligereza matizado por el sabor a sal de las almendras, que acentuaba las ganas y el gusto de beber. Va a venir, pensaba, sentada en la cama, descalza, con las piernas rectas y los pies juntos sobre la colcha, el
gin-t.onic
frío en el regazo, con su incitante rumor de burbujas y su aroma amargo a cáscara de limón, el cigarrillo en el cenicero, junto a la lámpara todavía no encendida de la mesa de noche, viéndose en el espejo de marco antiguo que había justo enfrente de la cama, está viniendo, va a venir porque yo lo he, llamado, porque he tenido la desvergüenza, la temeridad, la valentía de decirle que lo esperaba aquí, que no tengo ya tiempo ni ganas ni paciencia para esconder lo que más deseo ni para seguir perdiéndome lo mejor de mi vida, que ya no se fingir, ni esperar, ni resignarme, ni decirle buenas noches a un hombre que me gusta mucho y verlo marcharse como si me diera igual, como la otra noche, cuando se despidieron después de la cena, del abuso del vino y del llanto invencible. Cuanto tiempo sin abrazarse así a alguien, sin desear de ese modo a un hombre, con tanta urgencia y tanta dulzura, con una seguridad infundada pero también muy fuerte de que si daba los pasos necesarios no iba a ser abatida más tarde por el arrepentimiento.
Esa noche, después de la cena y de lo que ella misma llamo el espectáculo del llanto, habían entrado en silencio a la ciudad, cada uno inhábil para mirar al otro, en ese enfriamiento de extrañeza recobrada que sobreviene tras una efusión prematura, tras la sospecha de una equivocación, de un paso en falso, al menos. Le llevo en el coche hasta el portal de su casa, aunque ella había dicho que no era necesario, y ninguno de los dos supo despedirse, se miraron fugazmente y él le dio las gracias por la cena con una cortesía demasiado formal, se quedo quieto con la mano ya entreabriendo la puerta, dijo buenas noches, en un tono que ella repitió al contestarle, y salió cerrando mientras miraba, observo Susana, a un lado y otro de la calle. Le dijo adiós con la mano, cuando ella arranco, y fue un adiós impersonal, una inclinación ligera de cabeza y apenas un gesto de la mano que sostenía las llaves. Por el retrovisor, mientras ya se alejaba, lo vio entrar en el portal, y le dio una impresión de soledad absoluta, como esa gente que nada más decir adiós ya está muy lejos, ya ha cancelado todo vinculo con la persona de quien se despide, ha borrado su presencia con un rápido automatismo, con un gesto y una sola palabra.
Durmió mal, por culpa del café imprudente que había bebido después de la cena, irritada consigo misma y con él, con la frialdad y la torpeza mutua de la despedida. Al día siguiente, viernes, la resaca y el dolor de garganta por haber fumado más de la cuenta se sumaron al cansancio laboral de cinco días seguidos de escuela: se quedaba ausente en las conversaciones del patio y de la sala de profesores, no tenía paciencia con los niños, le costaba mucho levantar la voz. Llego de vuelta a casa cuando ya estaba anocheciendo, y nada más encender la luz del recibidor empezó a sonar el teléfono. Mala madre, se dijo a sí misma, al reconocer más tarde que había sufrido una cierta decepción cuando escucho la voz de su hijo: hablándole con una ternura ya inusual en él, con aquella ruda voz de adolescente que había adquirido en los últimos tiempos, le dijo que tenía ganas de verla, que iría a pasar con ella el siguiente fin de semana.
Después de colgar sintió el remordimiento de haber sido tal vez demasiado fría con el chico, o demasiado brusca al decide adiós, pues había querido evitar el peligro de que se pusiera al teléfono su padre, dispuesto a comunicarle alguna nueva fase de su tormento o su compromiso, a consultar con ella el estado psicológico del hijo. Mientras ordenaba la casa y escuchaba un disco liviano y juvenil de Ella Fitzgerald que la animaba mucho, repaso palabra por palabra la conversación, como un fiscal en busca de pruebas contra ella misma, en un examen pormenorizado y solitario que la obsesionaba con cierta frecuencia. Era mucho más hábil para acusarse o para dejarse herir por las acusaciones de los otros que para defenderse, y ahora comprendía, tarde y sin duda ya sin mucho remedio, que de esa debilidad suya se había alimentado durante cerca de veinte años el parasitismo emocional de su ex marido, su talento infalible para despertarle la incertidumbre y la culpabilidad.
«Nunca más», dijo en voz alta, brindando consigo misma desde la cama, frente al espejo, nerviosa y un poco ebria, impaciente, queriendo no mirar mucho el reloj, a las siete menos cuarto, en la habitación iluminada ahora por la lámpara de la mesa de noche. Cuando él llegara no debía encontrar demasiada luz, pero tampoco un exceso de penumbra, aún tema tiempo de vaciar el cenicero y de abrir la ventana para que se fuese el humo. Las personas que no fuman son muy sensibles al olor del tabaco, los ex fumadores sobre todo, conversos recientes, como sin duda era él. Desde la ventana no se veía el puente ni la carretera. Pero al abrirla oyó acercarse el motor de un coche que se esforzaba cuesta arriba y le dio un escalofrío, y cerro en seguida. En los minutos de la espera todo se le iba volviendo un poco irreal.
Pero no eran minutos, sino días enteros los que había pasado, primero esperando que ocurriera algo, y luego decidiéndose a actuar ella misma, cavilando a solas, imaginando palabras o astucias posibles, golpes de azar que lo resolvieran todo, un encuentro en la calle, por ejemplo, el sábado, cuando ella iba al mercado, recordaba haberle dicho que hacia la compra los sábados por la mañana: no estaría mal que fuese él quien buscara el encuentro, pero no parecía muy posible, en el coche y durante la cena Susana había pensado algo que solo se atrevió a decirle después, que él era, como dice Nabokov de Proust, otro héroe de la combustión interna.
Para llegar al mercado tenía que pasar por la plaza donde estaba la comisaría. Vio guardias de uniforme en la puerta, y un coche patrulla que tenía encendidas las luces destellantes, aunque no sonaba la sirena. Se sintió un poco ridícula, recordando algo que él le había dicho con toda seriedad, aunque sin ningún énfasis, como dándole cuenta de un hecho natural: en lo único que pensaba, para lo único que vivía, era para encontrar al hombre que había matado a Fátima. ¿No había sido una manera sutil o simplemente cobarde de advertirle que no siguiera aproximándose a él? Pero iba al mercado con el propósito no del todo preciso en su conciencia de comprar alguna cosa excepcional para invitarlo a él, si se atrevía o se decidía a llamarlo.
En la plaza, a la luz gris de la mañana, sobre el asfalto mojado, la agitación silenciosa de las luces del coche policial imponía un presentimiento de alarma, una urgencia de algún modo irrisoria, que no se correspondía con ninguna actividad visible, con la quietud de los guardias que fumaban en la puerta o la de los taxistas que aguardaban bajo las copas redondas de los aligustres.
Si él estaba en su despacho, si se había acercado al cristal del bacón, podía verla pasar con su carro de compra, con el pantalón de pana, las botas de invierno, la trenka azul oscuro. No quiso alzar la cabeza ni dirigir la mirada hacia el edificio de la comisaría. Con decepción y alivio al mismo tiempo se alejo por los soportales de la calle que llevaba al mercado, llena de gente a esa hora, de coches y mujeres con carritos de compra iguales que el suyo, cada vez más poblada y densa de voces y de olores. A su hijo, desde los tres o cuatro años, le gustaba mucho ir con ella al mercado. Pasaba ahora sola junto a los puestos de juguetes baratos y chulerías y veía en otros niños, abrigados para el invierno, con anoraks y botas de goma, los mismos gestos y miradas del suyo, los chatos dedos índices que señalaban o elegían cosas, los ojos muy abiertos, las mejillas tan suaves enrojecidas por el viento, las caras pegadas a un cristal, hipnotizadas por un coche de plástico, por un bastón relleno de bolitas de anís o un superhéroe apócrifo.
No creía que fuese a invitarlo, pero decidió que en cualquier caso iba a prepararse una comida digna, para mitigar la soledad y el tedio del sábado nublado agasajándose a sí misma. Por si acaso, por si se decidía al final o él llamaba, o se encontraban en la calle, compro dos besugos en su pescadería de siempre, la de aquel hombre joven que le inspiraba un poco de lástima porque no tenía ninguna pinta de pescadero, el cuerpo romo y carnoso sí
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y las manos grandes, pensaba, rojas y fuertes cuando manejaban un hacha o abarcaban entre las dos un puñado chorreante de calamares o de boquerones, húmedas cuando se rozaban ligeramente con las suyas al devolverle el cambio. Pero la cara no, la cara resultaba tan incongruente con el resto del cuerpo y en aquel puesto de pescado como la voz, muy educada y suave, que le hacía acordarse con lejano desagrado de la voz de su ex marido. Era una cara joven, aunque nada juvenil, como antigua, los ojos grandes, alargados y muy juntos, unidos además por el largo arco de las cejas, una cara como bizantina, absorta, siempre un poco ajena a la acción terminante de las manos.