Cuando pasaban junto a alguna ventana oían muy fuerte el sonido de la lluvia. «Bendita agua», dijo el padre Orduña, «con la falta que hacia». AI inspector le sobrevino de improviso no un recuerdo, sino una sensación física muy precisa contra la que no tuvo tiempo de ponerse en guardia, una efusión a la vez de rabia antigua y de ternura, de felicidad y desamparo: el olor del cáñamo y de la lona de las alpargatas mojadas, el vaho recalentado de las respiraciones y de los mandiles húmedos en una mañana lluviosa Y— oscura de invierno. El padre Orduña se detuvo y se apoyo en su brazo para recobrar el aliento.
—Y a hemos llegado. .
Saco el manojo de llaves que le abultaba el bolsillo del pantalón y estuvo un rato probándolas una tras otra con creciente impaciencia hasta que por fin pudo abrir la puerta frente a la que se habían detenido. Le hizo pasar a una habitación muy pequeña, sin ventanas, en la que no se escuchaba la lluvia, ningún sonido que viniera del exterior. Busco la luz a tientas, no la encontró y le pidió al inspector un mechero o cerillas, pero este no tenía, y el murmuro en una parodia de viejo cascarrabias, «eso es lo que nos pasa por dejar de fumar». Como a lo largo de toda su vida, enseguida lo dominaba la impaciencia ante los pequeiios contratiempos domésticos, las manos romas y blancas se Le enredaban torpemente en cualquier cosa, lo mismo en una máquina de escribir a la que quería cambiarle la cinta que en un envoltorio de plástico que no acertara a abrir. Su falta de atención hacia el funcionamiento o la naturaleza de los objetos más usuales era tal vez parte de su indiferencia por los bienes y las comodidades del Mundo. La vejez, la mala vista y el temblor de las Manos acentuaban su descuido. El aún tanteaba la pared cuando el inspector encendió la luz: un tubo fluorescente en el techo, muy alto, que alumbraba una habitación estrecha, con una mesa en el centro, con las paredes llenas de legajos, de libros de contabilidad y archivadores de cartón que llevaban escritas fechas de años lejanos.
—Aquí lo tienes —dijo el padre Orduña—: La historia entera del Colegio, desde que lo abrimos, en el año 47. Esto antes era un desastre, pero poquito a poco yo lo he organizado todo, cada cosa en su sitio, año por año, todos los curas y maestros y todos los alumnos que han pasado por aquí. Pensaba escribir alguna vez una historia de nuestra comunidad, pero me parece que se me ha hecho tarde. Se me iban los días sin sentir, este cuarto es más silencioso que la cripta de la iglesia, aunque por fortuna menos frió, me ponía a revisar papeles y fotos y hasta me olvidaba de bajar a comer, más de una vez me estuvieron buscando y temieron que me hubiera dado un ataque al corazón. Pero estaba tan bien aquí, con mis papeles, mi estufa y mis cigarritos. ¿Quieres ver donde estás tú?
EL inspector no quería, pero no dijo nada. Su ternura hacia el viejo fácilmente se le podría convertir en fastidio. Por lo común no se acordaba mucho de su infancia ni de su primera juventud, le faltaba el habito de la memoria desinteresada, y desde luego era del todo inmune a cualquier forma de nostalgia. Como había pasado una parte de la vida callando sus orígenes o inventando mentiras sobre ellos acabo efectivamente por olvidar en gran parte lo que se había esforzado tanto en ocultar. Le desagradaba mucho el placer con que casi todo el mundo cuenta cosas de la niñez, como si hubieran vivido experiencias únicas, probables novelas. EL carecía de la vanidad de los recuerdos, y si conservaba alguno con especial detalle no lo debía a la agudeza de la memoria, sino al remordimiento. Tal vez si hubiese tenido hijos se le habrían despertado las imágenes y las sensaciones de su propia infancia. Pero, igual que muchas personas que no tienen nunca trato con niños, vivía como si no hubiera conocido más que la edad adulta, y la vida de los niños le parecía un estado tan ajeno a su experiencia personal como la de los perros o los chimpancés. Solo ahora, después del crimen, había empezado a reparar con detalle en la presencia de los niños: los vela salir de la escuela donde estuvo Fátima, había interrogado a algunos, a algunas amigas suyas, sobre todo, niñas huidizas y todavía aterradas que lo miraban como sospechando de el y retrocedían instintivamente si se acercaba un poco más a ellas.
Le sorprendía como un mundo desconocido el olor a tiza y a sudor infantil de las aulas, el tumulto en las escaleras a la hora del recreo, la discordancia de tantas voces agudas. La maestra de Fátima, a la que todos llamaban la señorita Susana, le había parecido una mujer como fatigada o exiliada en un país de seres más ruidosos, de pequeña estatura, inexplicables y pugnaces, envolviéndola con sus gritos, sus llantos, sus solicitudes urgentes y tirones de ropa igual que los liliputienses a Gulliver con sus maromas de tela de araña. La última vez que la había visto, en la comisaría, se fijo en que llevaba los labios pintados de un rojo más fuerte que el que usaba en la escuela. Su mujer tenía los labios hinchados y secos, ahora apenas los movía para hablar, cuando hablaba, y era muy difícil enterarse de lo que decía.
—En que estarás pensando —el padre Orduña lo miro muy de cerca con sus ojos diminutos, siempre inquisitivos y como acusadores, y dejo sobre la mesa una caja de cartón, soltándola con tanta brusquedad que levanto un poco de polvo—. Aquí están los documentos del año en que tú viniste. Aquí estará tu expediente de entonces.
—Pero por que se molesta, padre —dijo el inspector, notando un principio injusto de irritación hacia el viejo, deseando no estar allí, en la habitación tan pequeña y sofocada de polvo, blindada de silencio como el interior de una cámara subterránea, no escuchar la respiración demasiado laboriosa del padre Orduña ni oler su aliento de enfermedad y medicina, su ropa no muy limpia, la colonia barata que usaba.
—No es molestia —el padre Orduña ahora lo miro muy serio, irguiéndose, como cuando iba a reprender a alguien y adoptaba un aire no de amenaza, sino de gravedad—. Es que quiero que sepas quien eras. Tienes cara de no acordarte bien. Ahora a la gente se le olvidan todas las cosas, de modo que nadie sabe quién es de verdad. ¿Te acuerdas de lo que dice don Quijote? «Yo sé quién soy.» Que palabras tremendas. Y lo que les pregunta Jesús a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién creéis que soy?». Y el caso es que no lo sabían, no podían estar seguros, y lo que es peor, no se atrevían a saberlo. Yo sé quien fuiste tú, pero eso era hace tanto tiempo que tú ya no te acuerdas o no quieres acordarte, y a lo mejor no sabes quién eres ahora.
—Lo que yo quiero saber es quien es otro.
¿(EL que mato a Fátima?
—Quien si no. Eso es lo último que me importa ahora. —¿ Y no te importa saber quién eres de verdad?
—No entiendo por qué me dice eso —el inspector aparto los ojos de la mirada del padre Orduña, ahora irritado consigo mismo, cobarde en el fondo, inseguro, como un adolescente reclamado a un despacho para recibir un sermón, a sus años—. Claro que se quién soy. Puede que quien no lo sepa sea usted. Aquel que usted conoció no existe. Por suerte, desde luego. No tenía una vida envidiable. Si ustedes no me hubiesen recogido aquí habría acabado en un hospicio, o tirado en la calle, yendo a comer el rancho de los cuarteles.
Pero se estaba explicando, casi se confesaba ante un hombre a quien no había visto en más de cuarenta años y sin embargo le hablaba en el mismo tono que si hubiera permanecido siempre cerca de él, vigilándolo, adivinando policialmente sus pensamientos o sus debilidades, censurando sus actos como un padre fastidioso y asiduo, con una agobiante voluntad de protección, de advertencia.
—Mira quien eras —el padre Orduña había volcado y desordenado sobre la mesa todo el contenido de la caja de cartón, buscando entre fajos de papeles y entre carpetas de un azul polvoriento con sus manos impacientes y torpes, inclinándose mucho para ver de cerca las caras de las fotografías, las listas mecanografiadas de nombres: Le mostró una hoja que tenía una foto grapada en un ángulo superior, junto al membrete con el yugo y las flechas—. ¿Te acordabas?
Pero no podía acordarse, y no por falta de memoria, sino porque jamás había visto un foto suya de niño. La gente no se hacía tantas fotos entonces, no tenían cámaras, ni álbumes donde guardarlas, ni dinero para pagar a un fotógrafo. En casa de Fátima había visto docenas de fotos de la niña muerta, tomadas casi desde el mismo momento en que nació, una cara roja, el pelo tieso y aplastado, los ojos cerrados, una mueca de llanto en la boca. En la penumbra agobiante del piso donde ahora el televisor permanecía funerariamente apagado el padre y la madre de Fátima le mostraron como un copioso tesoro los videos y las fotos en color de la niña, fotos de cumpleaños, de bailes de disfraces, de fiestas de fin de curso, de comunión, grandes fotos enmarcadas en el salón, colgadas en la pared o dispuestas en las estanterías, sobre el televisor, como en una capilla, un catalogo inagotable que no restituía la presencia ni aliviaba el dolor, que lo poblaba todo de fantasmas patéticos y sucesivos, ahora alineados en dirección al final, episodios necesarios hacia el cumplimiento del destino: hacia las últimas fotos en blanco y negro, las que tomo Ferreras y no había visto nadie más que ellos dos.
Pero la cara de su foto infantil no le pareció del todo la de alguien dotado de una exacta identidad. No veía la cara de un niño con nombre y apellidos, con rasgos distintos a los de cualquier otro, sino una efigie más bien abstracta, como la de una moneda, una cara de época, de un cierto tiempo y de una condición social, el Pelo cortado al cero, la expresión asustada, las orejas grandes, la camisa sin cuello, con los bordes gastados, abrochada hasta el último botón. Ni siquiera en el miedo que agrandaba los ojos había nada personal: era el miedo infantil a los procedimientos y a la autoridad de los extraños, el susto y la sorpresa del flash. Las manos invasoras de los adultos apretaban, hacían torcer la barbilla, palpaban dolorosamente el vientre o las rodillas o el cuello sobre las sabanas frías de un consultorio médico, introducían los dedos en la garganta, los dedos del asesino en la boca y en la garganta sofocada de Fátima, en su vagina, había dicho Ferreras, desgarrándolo todo. Las manos pálidas de los curas se levantaban verticalmente en el aire o se adelantaban para ser besadas en el dorso, o descendían cruelmente hacia la cara en una bofetada.
—Os pegábamos —dijo el padre Orduña, ahora sin mirar las fotos que tenía del ante, retraído en si mismo—. Con la mana abierta en la cara, con los nudillos en la nuca. Os amenazábamos con las palmetas o con los castigos del Infierno, os contábamos los martirios sádicos de los apóstoles y las muertes horrendas de los herejes y de los grandes pecadores. Por si no había ya bastante miedo y desgracia en vuestras vidas os administrábamos más, que vergüenza. Todos los días, ¿te acuerdas? De la mañana a la noche, en la misa y en el rosario, en los sermones de la iglesia, en los ejercicios espirituales. Luego he pensado mucho en eso, todos estos años, sobre todo los últimos, cuando me he quedado más solo. Venía aquí, miraba vuestras caras en las fotos y me daban ganas de pediros perdón a todos, uno por uno.
—Eran otros tiempos, padre —dijo el inspector—. Ustedes hablaban y actuaban como todo el mundo.
—Eso no es una disculpa —el padre Orduña se miraba las manos enlazadas con una expresión triste que acentuaba su cara de vejez, y parecía que al mirárselas veía en ellas todo el dolor que en años muy lejanos habían infligido, aquellas mismas manos ahora blandas, temblorosas, con el dorso manchado—. Os castigábamos a quedaros de rodillas con los brazos abiertos, os amenazábamos, os espiábamos siempre, os envenenábamos el alma con la obsesión del pecado. Eso era lo que hacíamos.
—Cualquier padre castigaba entonces a correazos a sus hijos. Usted no tiene la culpa de que los tiempos fueran así.
—Pero mírate bien, que ni siquiera te has fijado —dijo el padre Orduña, devolviéndole la hoja de papel con la foto que el inspector había dejado sobre la mesa sin apenas mirarla—. Eras exactamente así cuando viniste. Miro esa foto y estoy viéndote. Os puse en fila cuando os trajeron de la estación y pensé: «ese es el más débil». No te atrevías ni a probar el tazón de cacao que os dimos para desayunar.
El padre Orduña podía haberle mostrado cualquiera de las demás fotos del archivo y el también habría creído que era la suya: si estaba seguro no era por la cara en blanco y negro de un niño de otra época, sino por el nombre y los dos apellidos mecanografiados en el papel con letras mayúsculas. Leyó por encima la fecha y el encabezamiento,
Madrid,
la prosa cruenta y oficial que resumía en unas cuantas líneas su origen y la mancha con la que había nacido y el porvenir que se le asignaba,
hallándose su madre falta de medios e incapacitada por enfermedad y su padre cumpliendo fa arriba señalada condena,
al leer eso sintió que enrojecía y que el padre Orduña iba a darse cuenta. El niño de la foto no era él y la noche en la que lo hicieron viajar en el vagón de tercera de un tren helado y lentísimo sin decirle a dónde había sucedido en otra época del mundo, pero la vergüenza, y el remordimiento de sentirla, si eran plenamente suyos, los atributos íntimos de su identidad personal.
— Teníamos que enderezaros, que cristianizaros —dijo el padre Orduña—. Nos decían que os enviaban aquí para que os arrancáramos la mala simiente que vuestros padres os habrían inculcado en el alma. Éramos como misioneros, como evangelizadores.
—¿Usted creía entonces en eso?
—Por supuesto que lo creía —ahora fue el padre Orduña quien bajó la cabeza: cada cual lleva consigo su propio remordimiento, su variedad personal de vergüenza—. Yo tenía mis ideas sobre la caridad y los pobres, pero era un cura integrista. Había estado en la guerra en el lado de los que ganaron.
—¿Como capellán?
—No, hombre, ojalá —el padre Orduña fingía ordenar sobre la mesa las cartulinas de un fichero de alumnos—. Pegando tiros, de alférez provisional. Lo de hacerme cura vino luego. Una vocación tardía. Como la tuya por las fuerzas del orden.
El tono de impertinencia afectuosa no llegaba a velar un filo persistente de reprobación, algo que estaba en sus ojos, la clase de censura que es más eficaz porque no llega a formularse en palabras y se fortalece así en la culpa del otro.
—De algún modo tenía que ganarme la vida.
—¿Llegó a saberlo tu padre?
—Creo que no —el inspector se encogió de hombros y dejó sobre la mesa el papel con la foto: quería dar por terminada la visita, salir cuanto antes de la habitación—. Murió antes de que yo terminara Derecho. Pero bastante desgracia le parecía ya que un hijo suyo quisiera ser abogado y apolítico.