Tenía la mano derecha apoyada en la mesa, los dedos tamborileando ligeramente mientras hablaba, en un gesto reflejo de nerviosismo que ella había observado otras veces. Tranquilamente, con decisión y sigilo, Susana puso su mano sobre la del inspector, la presiono con suavidad hasta que el movimiento se detuvo.
—Cometer un crimen y quedar impune es relativamente fácil —dijo el inspector, la mano ahora inmóvil debajo de la de Susana, la mirada huidiza, por pudor, sobre todo—. Más todavía si no existe un móvil claro y además quien lo comete no pertenece al mundo de la delincuencia. Los policías y los delincuentes habituales nos conocemos todos, igual que os conocéis los maestros, supongo. Olvídate de todos esos adelantos científicos que le gustan a Ferreras. Nuestra forma habitual de resolver un crimen es gracias al procedimiento más primitivo de todos, el chivatazo. Pero si el criminal actúa solo, si no hay testigos y no esta fichado, hay muchas posibilidades de que quede impune.
—Yo me imagino siempre a esos asesinos que lo calculan todo y que sin embargo han cometido un solo error...
—Películas —el inspector sonrió—. Las películas le han destrozado el cerebro a la gente. Matar a una persona es bastante fácil en realidad, no tiene ningún merito y ningún atractivo, ni siquiera morboso. Lo que me da asco del cine es el modo en que hace que el crimen parezca llamativo, cuando en realidad no es más que crueldad y chapuza, como cuando en una corrida el toro no acaba de morirse y lo siguen apuñalando de cualquier manera, porque tienen prisa para llegar a su casa o porque está oscureciendo. Salvo los terroristas o los sicarios de los narcotraficantes nadie planea nada. Y muchas veces ni siquiera importa que haya testigos, porque los testigos no hablan. La gente normal tiene miedo, es muy fácil de asustar. Con una pistola o una navaja cualquiera es omnipotente, no tiene ningún merito aterrorizar o matar. Ni siquiera hace falta navaja: un grito, un gesto, y la victima esta rendida. La fuerza de las manos. Tú no viste las señales de los dedos en la nuca de Fátima.
—Puede que no estés buscando como deberías —dijo Susana, un poco irreflexivamente, y enseguida se arrepintió de su afirmación: que sabía ella para juzgar el trabajo de otro. Pero en la mirada del inspector había una invitación a que continuara.
—Quizás no te fijas lo suficiente en las cosas —dijo—. Quizás crees que miras, pero en realidad no estás mirando, te encierras tanto en tu obsesión y en tu búsqueda que acabas por no ver nada de lo que hay a tu alrededor. Me contaste que ese individuo cruzo la calle sujetando a Fátima y chapándose la sangre de la mano, pero solo lo vio aquella mujer, nadie más entre tanta gente. Las personas no se fijan mucho en lo que hacen o dicen los otros.
—«Tienen ojos y no ven» —el inspector se acordó del padre Orduña—. «Oídos y no oyen.»
—Los hombres sobre todo. Los hombres se fijan en las cosas menos todavía que las mujeres.
—Yo me he fijado en ti.
—¿De veras? —Susana sonrió, halagada, incrédula—. No lo creo. Miras muy atento pero parece que siempre estás viendo o recordando otras cosas.
Sus rodillas se habían encontrado con las de él debajo de la mesa. Ninguno de los dos las aparto. Bruscamente los agobiaba la dificultad de seguir hablando, la evidencia de que el silencio lo malograría todo si se prolongaba un segundo más. EL inspector dijo que tenía que volver a la oficina. Llamo al camarero con un gesto de la mano izquierda, por no mover la que aún permanecía quieta bajo la mano de Susana. Haciendo manitas, pensaba ella, con creciente pavor y ridículo, rozándonos las rodillas bajo la mesa de plástico de una pastelería, como novios tardíos, como los novios viejos de antes, parejas mustias de solteronas y viudos que llegaban al matrimonio con una pesadumbre notarial.
—Puedo llevarte en el coche —dijo Susana—. Lo tengo aparcado cerca de aquí.
—Déjalo, no son ni diez minutos —por fin habían separado las manos, ahora solo quedaba que le dieran a él la vuelta—. Un paseo me vendrá bien.
—¿Cómo está tu mujer?
—Igual, me parece —había enrojecido un poco, pero sostuvo su mirada—. Creo que ha perdido el contacto con la realidad.
Estaban en la acera, ya de noche, a la luz del escaparate de la pastelería, otra vez incapaces de decir adiós con soltura o de negarse abiertamente a la despedida, cada uno ya resignado a su pequeño ridículo personal, al reproche solitario de unos minutos más tarde, cuando de verdad se hubieran despedido y ya no fuera posible remediar el silencio, corregir el suplicio, la vejatoria indecisión.
—Te debo una invitación a cenar —dijo el inspector.
—No tendrás tiempo ni ganas, con tanto trabajo —en las palabras de Susana era perceptible un filo de sarcasmo.
—¿Quieres decir que no aceptas?
— Todavía no me has invitado.
—Elige tú el día y el lugar.
Susana se encogió de hombros y hundió las manos en los grandes bolsillos de la trenka con un ademán de abatimiento o renuncia, de impaciencia gastada. Sin darse mucha cuenta habían llegado casi al portal de su casa.
—Eso se dice cuando se quiere postergar las cosas —dijo—. Cuando en el fondo no se quiere que ocurran, o no importa mucho. ¿Tú nunca te sientes solo en esta ciudad? Haces algo, aparte de tu trabajo, llegas a tu casa y no te dan ganas de salir enseguida y de encontrarte con alguien, de tomar una copa y quedarte charlando hasta las tantas? De nuevo estaban parados en la acera, atrapados por la inmovilidad, como la primera noche y posiblemente como siempre, temió ella, incapaces de romper el maleficio de las despedidas, la parálisis de los adioses que concluyen sin el menor signo de ternura, de proximidad física; Pero ella no tenía ya tiempo, ni le quedaban ánimos para renunciar de antemano a lo que deseaba, ni podía permitirse el lujo o la falta de riesgo de la dignidad y la reserva, o de la cobardía que a veces recibe esos nombres. Sin rebajarse a vigilar de soslayo por si alguna vecina la estaba viendo dio un paso hacia él y lo besó en la boca, sin estrecharlo contra ella, pero si atrayéndolo con su mano en la nuca, las yemas de los dedos en la piel áspera, entre el pelo corto y gris, más como una exigencia que como una caricia.
—¿Quieres que suba contigo? —la voz del inspector sonó más oscura cuando se apartaron el uno del otro. Había tragado saliva antes de hablar, sorprendido aún, aterrado por su propia audacia.
—Hagamos algo —dijo Susana, ahora temeraria y tranquila, lúcida, confirmada, resuelta—. Si no quieres dímelo y no pasa nada. No me apetece que veas hoy mi casa, no está muy ordenada ni muy limpia. Además yo me encuentro muy cansada, es lunes, he pasado una mala noche. Tampoco tú tienes muy buena cara, y estas muy preocupado, quien sabe si te has ofrecido a subir conmigo por cortesía, y en realidad lo que estas deseando es volver a tu oficina o encerrarte en tu casa. Hace mucho tiempo que no me gusta de verdad un hombre. Se cuanto me gustas tú, pero no cuanto te gusto yo a ti. Si quieres, te esperare mañana por la tarde. No aquí, porque las vecinas son muy chismosas, y además algunas son madres de alumnos. Reservare una habitación en La Isla de Cuba y cuando tú llegues ya estaré en ella. Si no quieres dímelo ahora mismo. Lo entenderé y no pasara nada. Si me dices que no, aceptare la explicación que me des. No creo que sufra mucho, porque todavía no estoy muy enamorada de ti. ¿Qué hora es?
—Van a dar las siete.
— Te espero mañana a esta misma hora.
—Podemos ir juntos.
—Prefiero ir yo sola. Me apetece esperarte.
Volvió a besarlo rápidamente en los labios, empujo la puerta y desapareció sin mirar ni una sola vez hacia atrás.
Ahora eran casi las siete y media y aún estaba esperando. El
gin-t.onic
, mediado, se le había quedado tibio, los cubitos disueltos en el liquido ya sin burbujas. Tal vez, después de todo, no iba a venir. En ningún momento le prometió que lo haría. En la ventana la luna llena tenía una rotundidad de luna de cartón recortada contra un decorado de cielo azul marino. El río sonaba muy cerca, arrastrando piedras y ramas de árboles en su corriente crecida por las lluvias. Le pareció que escuchaba tras el rugido del agua el motor de un coche, el silbido lejano de un tren. Desalentada de pronto, como quien ha dormido una siesta demasiado larga y despierta ya de noche, con la boca amarga y el sentido del tiempo alterado, fue al baño a lavarse los dientes, para quitarse el regusto de alcohol, y se miro en el espejo con un propósito de objetividad e ironía rápidamente frustrado por el desanimo. Pediría que le sirvieran la cena en la habitación, se marearía suavemente con vino tinto, a la mañana siguiente se despertaría tarde y llamaría a la escuela para decir que estaba enferma. Las ocho menos veinte. Al menos podía haber inventado un pretexto para no venir, una mentira verosímil, razonable. ¿Estaba en su oficina, mirando el teléfono, incapaz de llamar y a la vez temiendo una llamada de ella? Había empezado a corregir el carmín de los labios cuando oyó unos golpes quedos en la puerta. No pregunto quién era, abrió sin temer el desengaño de la cara de un botones o de una camarera. En esa forma de llamar a la puerta lo reconoció tan sin incertidumbre como si hubiera escuchado su voz.
Todo exacto, duplicado, idéntico, todo repetición y simultaneidad, como el despertar de cada madrugada con los números rojos en la oscuridad doble de la habitación y del espejo y con la voz susurrante en la radio, o como un sueño que se recuerda repetido mientras se lo está soñando. Igual que en el sueño, todo parece que transcurre dentro de la cabeza, sin que nada exterior interfiera, sin que nadie sepa o mire o desobedezca las instrucciones dictadas por el mismo sueño, por la voluntad o el antojo de quien lo está soñando todo. Los ojos muy abiertos, mirando hacia arriba, no hacia la cara, sino hacia la navaja automática que ha saltado igual que un relámpago en la luz del ascensor, hacia la mano que lo ha detenido de un puñetazo entre dos pisos, las dos respiraciones tan fuertes en el espacio estrecho y cerrado, metálico, de un metal pintado para imitar la madera, chapa barata que resuena a hueco con el puñetazo. Es uno de esos ascensores antiguos que no tienen puerta de seguridad, así que uno de los lados es el cemento de un muro, lo cual le confirma un sentimiento irracional pero muy poderoso de protección y refugio, como si estuviera en un pozo o en un túnel blindado, no en una casa de vecindad donde en cualquier momento podrían sorprenderlo. Nadie lo sorprendió la otra vez, nadie lo detuvo, y ahora todo es tan idéntico que mira la cara de la niña y ve la de la otra, no la que había en las fotos que aparecieron en la televisión y en los periódicos sino la verdadera, la que hasta ahora mismo el no había recordado, la que se levanto hacia él en el otro as censor idéntico a este y al principio no temió nada, durante unos segundos había parecido más intrigada que asustada por la navaja y la detención del ascensor, solo empezó a asustarse de verdad cuando vio la sangre que chorreaba de la mano.
Todo lo mismo, la navaja que desciende hasta el cuello, pero ahora no tiene que bajar tanto como la otra vez, y eso de repente es una anomalía, una irregularidad que disgusta, pero que no es grave, parece más bien el resultado de un defecto de enfoque. La niña es más alta, incluso no puede decirse que sea del todo una niña, que raro no haberlo advertido hasta ese momento, como cuando en la penumbra de la whiskeria se le acerca una mujer descotada e incitante y un segundo después es una vieja con el cuello arrugado y el pelo pintado de amarillo. Es más alta que la otra, el no le saca mucho más de una cabeza, y las tetas le abultan bajo la camisa, lleva una camisa y un suéter abierto y no un chándal rosa, le abultan aunque no mucho, apenas están empezando a salirle, por algo dice el siempre que ahora a las tías les salen las tetas antes que los dientes. El pelo es negro, como el de la otra, aunque mucho más largo, muy fuerte cuando le tira de él para obligarla a arrodillarse, y la nuca es igual de suave, todo se vuelve a repetir, por encima de las anomalías, el ascensor parado entre dos pis os y la navaja y el tiempo tan detenido por su voluntad como el ascensor, y también la sangre, en su mano derecha, la sangre brotando de una fina hendidura en la palma de la mano, aunque no con tanta abundancia como la otra vez, se ha cortado con el filo de la navaja y ni siquiera se había dado cuenta, se chupa la mano y la sangre sabe exactamente igual que la otra vez, y mientras la fuerza a arrodillarse, oliendo en la palma de la mano a sangre y a pescado, también al sudor de la excitación, del encierro en esa jaula tan estrecha, rápido, le dice, ábreme la bragueta, que poderío, le va a estallar la cremallera del pantalón vaquero, esta arrodillada con la cara a la altura de sus ingles pero no hace nada, alza los ojos muy abiertos y mira la navaja, la sangre que brota de la mano, de modo que tiene que darle una hostia en la nuca, ahora, justo ahora, no puede esperar, va a reventar del calentón, como los tíos de las erecciones colosales en las revistas y en las películas, que se tiran a una tía en cualquier parte, en cualquier postura, en un ascensor o contra una pared, le aplasta la cara contra el pantalón, la oye respirar como detrás de una mordaza, pero aún no hace nada, no mueve las manos, ni siquiera ha empezado a bajar la cremallera, y entonces suenan golpes, golpes violentos en las puertas metálicas, golpes y voces que vienen de abajo, seguramente del portal, alguien ha perdido la paciencia esperando el ascensor. Sólo ahora se encuentran los ojos de los dos, y sin decir nada elle tira del pelo para obligada a levantarse, excitado por el peligro, no asustado, tan invulnerable a todo como en el interior de un sueño, se limpia la sangre de la mana en el pelo negro y liso, la punta de la navaja en el cuello, le da al botón del último piso, los golpes suenan más fuertes abajo y ahora no sabe si también sonaban la otra vez. Recuerda y actúa al mismo tiempo, ve delante de sus ojos lo que ya vio idénticamente hace dos meses, un rellano casi a oscuras, con puertas de pisos cerradas como tumbas, con mirillas a las que nadie va a asomarse. Se marcha el ascensor, llamado al fin por el vecino que daba golpes tan furiosos y ahora la oscuridad es completa, al principio, luego, poco a poco, van viéndose las cosas, igual que se van escuchando sonidos en lo que hasta ahora era un silencio ocupado por los jadeos, se oyen ruidos domésticos al otro lado de las puertas cerradas, gritos débiles de niños, trajín de cocinas, anuncios de la televisión, pero todo lejano, según bajan las escaleras, tan lóbregas como las de la torre o los sótanos de un castillo. Nadie sube o baja nunca las escaleras altas de una casa de pisos a no ser que se averíe el ascensor. Nadie sabe lo que ocurre en esa oscuridad, más allá de la luz brevemente encendida en los rellanos de las puertas. Avanzan casi a tientas, rozando la pared, el brazo de la niña doblado contra la espalda, los huesos de la muñeca tan frágiles como la otra vez, como los huesos livianos y huecos de un pájaro, podría apretar un poco más y el brazo se partiría como una caña seca, como el espinazo de un pescado, aprieta y sabe el punto justo en que debe suavizar la presión para que el hueso no se rompa, igual que sabe hasta dónde puede presionar con el filo de la navaja en el cuello sin que se rasgue la pie!. Pero en realidad no tiene que hacer mucha fuerza, el cuerpo ya no del todo infantil parece blando y dócil, como hecho de trapo, le ha dicho al oído que si grita le cortara el cuello de un tajo y ella ha movido violentamente la cabeza, lo ha mirado con los ojos muy abiertos y vidriosos de lagrimas, y. ahora la hace detenerse en el rellano intermedio, donde solo hay una ventana de cristal escarchado que debe dar a un patio interior, y por la que entra una luz escasa, a la que las pupilas se acostumbran enseguida, una luz que .le permite ver de cerca la cara rígida de miedo, hipnotizada, sometida, las facciones paralizadas, la boca abierta, respirando muy fuerte, pero incapaz de articular palabras, o de emitir gritos, el brillo de la navaja que el pasa ahora con suavidad a través de una mejilla, como eligiendo el dibujo de una herida, de una futura cicatriz. Suena cerca el ascensor, pero él no lo escucha, no le presta atención, se enciende la luz de la escalera con un tictac de cronometro, se escuchan cerca unas voces, pasos, el ruido de unas llaves, uno o dos pisos más abajo, escuchan los dos, la navaja en la cara, los ojos de cada uno en los ojos del otro, la respiración simultanea, la presión gradual en la muñeca, el filo de acero casi hendiendo la piel mientras a unos pasos de distancia alguien ha salido del ascensor y abre la puerta de su casa y lo reciben las voces y los olores de su vida diaria, la promesa de un descanso aturdido, de la cena y luego la somnolencia frente al televisor: quien puede saber lo que ocurre un poco más allá, en la oscuridad adonde no llegan las luces, detrás de una puerta cerrada, en el hueco de una escalera por la que nunca sube ni baja nadie. La puerta se ha cerrado y el afloja ligeramente la presión de la muñeca y aparta la navaja, venga, dice de nuevo, empujándola hacia el suelo con su mano derecha grande y poderosa, bájame la cremallera, y en ese momento la luz del descansillo se vuelve a apagar, y durante unos segundos vuelven a no ver nada: la oye que solloza, no comprende o no sabe, pero como no va a saber, si ahora nacen putas, les enseñan las madres, más putas que ellas, una mano torpe tantea la ingle del pantalón vaquero y no encuentra la cremallera, y es él, impaciente, quien por fin la baja, quien saca con dificultad y urgencia lo que se le había hinchado tanto dentro, no va a caberte en la boca, piensa, o dice, le aprieta muy fuerte con los dedos los huesos de la nuca, le dice las mismas palabras que ha leído en las revistas y escuchado en las películas, las que no se atreve a decir en voz alta ni cuando ha ido de putas, le ordena, le exige, le abre la boca el mismo, en la penumbra, como abriría la de un pescado para extraerle las vísceras, la saliva y las lagrimas le mojan la mano, la saliva y los mocos, empuja rítmicamente ahora, pero ella no sabe bien lo que tiene que hacer, se ahoga respirando por la nariz, que está llena de mocos, la guía con la mano, pero es tan torpe que no hay modo, y la luz de la escalera vuelve a encenderse, de nuevo pasos, aunque no voces, y el ruido del ascensor, siente que se va a retraer, que la hinchazón tremenda ha empezado a encogerse, a debilitarse o enfriarse, todo idéntico, podría quedarse inmóvil y las cosas continuarían sucediendo, igual que dicen que vuelan los aviones con el piloto automático, por eso sabe que no lo van a descubrir, que la niña no va a gritar y que nadie va a subir por la escalera. La empuja de un manotazo contra la pared, la luz se apaga, se sube la cremallera y se vuelve a abrochar el cinturón, andando, dice, y cuidadito, que te corto la lengua.