—¿Y tu mujer?
—A ella le costaba mucho más. Llamaban a casa cuando estaba sola y la amenazaban de muerte, o se quedaban en el teléfono sin decir nada, y cuando colgaba enseguida volvían a llamar. No podía dejarlo descolgado por si llamaba yo, por si Le avisaban de que me había ocurrido algo.
— También se que no habéis tenido hijos —ahora había cambiado el tono de voz: era de pronto más suave, el inspector no percibía en el tan acusadamente las veladuras de una posible reprobación—. Y que ahora ella está ingresada en esa clínica. Ya ves, a un cura viejo no le hace falta salir a la calle para enterarse de todo... ¿Le darán pronto el alta?
—EL médico me ha dicho que en una semana o diez días, como máximo, hasta que termine el tratamiento.
EL padre Orduña, para concentrarse en escuchar, bajaba la cabeza y la movía afirmativamente y tenía enlazadas las manos, exactamente en la misma actitud que en el confesionario. EL inspector, que carecía casi por completo de la costumbre indulgente de recordar la infancia, tuvo sin embargo como un instante de clarividencia en el tiempo, y vio esa misma cabeza, mucho más joven, moviéndose igual que ahora en una penumbra eclesiástica, las mismas manos pálidas y enlazadas, y recobro el olor misterioso de entonces, el olor a sotana, a iglesia y a tabaco del padre Orduña, que lo interrogaba amedrentadoramente, en voz baja, en vísperas de su primera comunión, que lo escuchaba luego con una lenta gravedad, que alzaba la mano pálida y blanda en el aire, en un gesto fugaz de absolución.
Pero ahora no estaban en la iglesia, sino sentados el uno frente al otro en los dos sillones del recibidor, separados por una mesa baja sobre la que había revistas viejas, boletines sindicales o parroquiales, una mesa y unos sillones como los de la sala de espera en los que casi nadie se sienta a esperar nada. Ahora, calculo el padre Orduña, el inspector habría rebasado los cincuenta años, pero lo que Le costaba más no era recordar cómo había sido de niño, cuando lo llevaron al internado, sino prestar una verdadera atención a sus rasgos de ahora, a su cara vulgar, castigada y enérgica, a su presencia desordenada y fornida de adulto que empieza a declinar. Con una nostalgia de paternidad imposible el cura pensaba que tal vez uno nunca puede ver plenamente como adulto a alguien cuya infancia presencio y sigue recordando, y que la verdadera memoria de los primeros años de la vida nunca Le pertenece a uno mismo, sino a quienes lo conocieron, a quienes lo educaron y lo vieron crecer. En la cara áspera y rojiza, en el pelo canoso, revuelto y escaso, en el cuello envejecido y no muy bien afeitado del inspector no había rastros del niño ahora inverosímil que sin embargo había sido: el padre Orduña sintió con un orgullo melancólico que era el mismo el depositario del pasado más íntimo de otro hombre, de un desconocido.
Por unos momentos lo examino en silencio, preguntándose en qué medida la cara del inspector repetía ahora, como suele sucederles a los hombres cuando envejecen, algunos rasgos exactos de la cara de su padre, a quien el padre Orduña solo había visto una vez, hacía muchos años, y de quien el inspector no hablaba nunca. La cara no solo es el espejo del alma, pensaba: también se va volviendo el espejo de las caras de los muertos. Cuarenta años atrás, en esa misma habitación, un chico que ahora solo existía en el recuerdo del padre Orduña había permanecido muchas veces exactamente así, como ahora estaba el hombre de mentón áspero, cara rojiza y pelo escaso y gris, mojado todavía. Lejos, detrás del ruido de la lluvia en los tejados y en los cristales de las ventanas, sonaron campanadas de funeral en la torre de alguna iglesia, y su resonancia lenta y honda trajo al interior de aquella habitación en la que los dos hombres se hablan callado y solo uno de ellos miraba francamente al otro una sugestión antigua de intemperie invernal, de callejones oscuros por los que se deslizan mujeres con velos camino de atrios iluminados. Tendría entonces la misma edad que la niña cuando la mataron, calculo el padre Orduña un chico flaco, recordaba, con la cicatriz de alguna pedrada muy visible entre el pelo rapado, con alpargatas, con calcetines grises, con un mandil gris y un cuello de celuloide blanco, con sabañones en las manos y en las orejas, con grandes ojos de asombro y desamparo infantil que por fortuna no solo estaban guardados en la fragilidad de la memoria de un viejo. Se había impuesto a si mismo la tarea de custodiar lo que ya no importaba a nadie, de preservar lo olvidado y perdido, sus cartas de Pasolini y de Althusser, sus remotos boletines ciclostilados que aliaban la buena nueva de Cristo y las diatribas de los profetas con los vaticinios científicos de Marx, de Lenin, de Ernesto Guevara. Todo lo tenía clasificado y guardado, y lo cuidaba tan celosamente como los archivos que nadie aparte de él había mirado des de hacía décadas, y cuya existencia probablemente nadie más conocía o recordaba. Estanterías metálicas pintadas de gris, archivadores de cartón, legajos atados con cinta roja, listas mecanografiadas de nombres, expedientes con fotografías. La única llave disponible la guardaba él. La tenía en el bolsillo, en el gran manojo de llaves que abrían todas las habitaciones desiertas del internado.
—Ven conmigo —dijo, en el mismo tono inapelable de otros tiempos, y se incorporó sin dificultad, incluso con una viveza de anciano impaciente—. Quiero enseñarte algo.
Una mujer enlutada, de unos sesenta años, con aire de infortunio y de iglesia, con tacones chatos y torcidos, esperaba sentada en un banco, en el vestíbulo de la comisaría, sosteniendo entre las manos un bolso pequeño y negro como si fuera un misal, nerviosa y rígida, atenta a la puerta acristalada de la calle, donde golpeaba la lluvia, y donde aparecían de vez en cuando siluetas de policías que entraban cerrando los paraguas y sacudiéndoles el agua, maldiciendo el tiempo. Cada vez que llegaba alguien de paisano, la mujer imaginaba que sería el inspector jefe, y miraba interrogativamente al guardia sentado tras la mesa de recepción, que Le hacia un gesto aburrido con la cabeza: ya se lo había dicho, el inspector jefe podía tardar mucho, incluso era posible que esa tarde ya no volviera, últimamente andaba siempre en la calle, Le dijo a la mujer, ¿no veía ella la televisión?, ¿no leía los periódicos? EL policía, grande y pesado, con la gorra algo echada hacia atrás y los codos sobre la mesa, como abarcando las anchas hojas del libro de entradas y salidas y el cenicero de cristal lleno de colillas, considero a la mujer desde el otro lado del humo lento de su cigarrillo: no, no tenía mucha pinta de enterarse de nada, parecía una de esas mujeres rudas y enlutadas que vienen de los pueblos de las cercanías a hacer compras o a sacarse el carnet de identidad y se asustan del tráfico y se dejan intimidar por los modales de los funcionarios, sobre todo si llevan uniforme. Con la espalda recta contra la pared, bajo un cartel con fotografías de terroristas, con las rodillas juntas bajo su falda de luto y los tacones torcidos e idénticos, en esa actitud concentrada de inercia y determinación de las personas habituadas a esperar siempre, la mujer miraba la puerta de cristales tras la que se escuchaba la lluvia y el reloj donde la aguja de los minutos parecía avanzar de vez en cuando a espasmos casuales, y apretaba en el regazo su bolso negro, sujetándolo con dedos fuertes y romos de manejar herramientas y recoger aceituna.
— Y entonces, ¿dice usted que el señor inspector vendrá sobre las cuatro?
—Señora, no se ponga pesada, que parece que no oye lo que Le digo —el guardia se caló la gorra, como para acentuar su posición oficial, y aplasto imperfectamente un filtro muy chupado entre las colillas del cenicero—. En estos días el inspector jefe no tiene horarios, ni nadie de nosotros. No se si se da usted cuenta de que estamos buscando a un asesino. ¿No ve usted los telediarios?
Imaginaban un fantasma al que habían dotado con todos los atributos abstractos de la crueldad y el terror, y al mismo tiempo sabían, aunque difícilmente aceptaban pensarlo, que no era una sombra de película en blanco y negro, ni uno de los tenebrosos ladrones de niños de las leyendas de otros tiempos, sino alguien idéntico a ellos, soluble en las caras de la ciudad, escondido en ellas, tal vez alguien que había mantenido conversaciones sobre el crimen con sus vecinos o sus compañeros de trabajo, que se había unido a la gran multitud silenciosa que acompaño al ataúd blanco de Fátima hasta el cementerio. Toda la ciudad se había congregado allí, desbordando la avenida de cipreses y la explanada de acceso, en la que se oían, en medio del silencio, los chasquidos de las cámaras de los fotógrafos, los motores de las cámaras de video de los telediarios, una muchedumbre de rostros serios, abatidos, abrumados por la incredulidad de que un crimen semejante hubiese ocurrido en la ciudad, entre ellos, no en la televisión, no en uno de esos programas de sucesos sangrientos, sino en la misma realidad en la que ellos vivían, en las calles por las que caminaban, vinculados des de ahora sin remedio a la irrupción de la salvaje crueldad que había aniquilado a Fátima. Conocían a la niña, tenían hijos o hijas en la misma escuela a la que iba ella, habían sido compañeros de su padre en alguno de los trabajos esporádicos a los que se dedicaba, eran parientes suyos, o de su mujer, o podían contar que la conocían del vecindario, o de charlar con ella en una tienda. Hay una vanidad sórdida en la cercanía de una desgracia, como en la de un éxito: se dilucidaban parentescos, se aseguraban conexiones confidenciales con la familia, o con la policía o las oficinas judiciales, cualquiera conocía al forense o al empleado municipal que había encontrado por casualidad el cadáver, se contaba en algún puesto del mercado, como de buena tinta, que acababa de llegar un inspector nuevo de Bilbao o de Madrid a hacerse cargo de las investigaciones, un hombre de grandes conocimientos científicos que iba a descubrir al asesino gracias únicamente al análisis de la saliva que impregnaba las colillas halladas cerca del cadáver de Fátima, o por unas huellas de sangre o un simple cabello, había tales adelantos ahora en los laboratorios de la policía que un pelo o una huella digital o una gota de saliva bastaban para identificar a alguien y llevarlo a la cárcel.
Volvían a bajar a los jardines de la Cava, adonde ya solo acudían algunos viejos y algunos drogadictos, y donde las noches de los fines de semana acampaban cuadrillas de adolescentes que se emborrachaban con vino barato, con litronas de cerveza, con botellas de licores dulzones y mortíferos: ahora bajaban a los jardines los vecinos de otros barrios con la intención de ver el sitio exacto del terraplén donde había aparecido el cadáver, pero una cinta de plástico amarillo cerraba el paso, y un policía estaba de guardia permanente, porque el inspector llegado de Madrid o de Bilbao y el forense continuaban la búsqueda de posibles huellas, contaban que con brochas diminutas rastreaban centímetro a centímetro la tierra y apartaban las agujas secas de los pinos, que tomaban fotografías con cámaras especiales para descubrir las impresiones de suelas de zapatos, tan invisibles y sin embargo tan delatoras como las huellas digitales. Pero pasaron los días y ninguno de los rumores fantásticos que circulaban por la ciudad llegaba a convertirse en noticia, y el número de periodistas, de fotógrafos y cámaras de televisión que montaban guardia frente a la puerta de la comisaría, comenzó a disminuir, al principio de una manera imperceptible, hasta que un día ya no quedo en la plaza ningún coche con una pequeña antena parabólica sobre el techo y el escudo en colores violentos de alguna cadena de televisión pintado en la carrocería. En la falta absoluta de novedades era posible imaginar la inminencia de algún hallazgo definitivo: la policía tenía una pista segura pero guardaba silencio para atrapar al asesino, habían detenido a alguien y se lo habían llevado en secreto a otra ciudad para evitar que lo lincharan. Pero los periodistas se marcharon al mismo tiempo que comenzaba la lluvia y la ciudad ingresaba en un invierno de cielos grises y nieblas como los de muchos años atrás, y quienes tuvieron la curiosidad de bajar a los jardines de la Cava en busca del lugar del crimen encontraron la cinta de plástico amarillo de la policía desbaratada por el viento y enredada entre los setos y los troncos oscurecidos de los pinos, y ya no pudieron saber cuál era el sitio exacto donde estuvo el cadáver ni tuvieron ocasión de merodear en busca de rastros no hallados por la policía ni de reliquias de la muerte de Fátima, porque la lluvia había empapado la tierra y arrastrado las agujas de los pinos acumuladas en los años de sequía, llevándoselo todo ladera abajo hacia la tierra oscura y porosa de las huertas, hacia las acequias ahora crecidas en torrentes que inundaban los viejos cauces secos y las hondonadas de los olivares.
Alentados por la extrañeza de aquel invierno de neblinas y largas noches de lluvias tan parecido a los inviernos que recordaban los viejos, vivían como en un tiempo denso de pasado, y en ella niña se convertía en una muerta de leyenda antigua de crímenes, de estampa primitiva de santidad y martirio, y el asesino no era un hombre como ellos, un conciudadano turbio y vulgar a quien muchos reconocerían cuando lo detuvieran, sino una sombra nítida y sin rasgos, un fantasma que había actuado sin dejar señales de su improbable consistencia material, huellas digitales o impresiones de suelas de zapato, filtros de cigarrillo rubio, manchas de sangre y de saliva. No había nada, empezaban a pensar, no lo hallarían nunca, aquel inspector recién llegado iba a volverse a Madrid con todos sus aparatos inútiles en el equipaje, con
sus
brochas de rastrear la tierra,
sus
bolsitas de plástico,
sus
cámaras fotográficas especiales, su arrogancia de policía científica.
Acataban la cualidad indescifrable del crimen, el fatalismo, de la invisibilidad que se había tragado a Fátima durante treinta horas y en el que simultáneamente desapareció su asesino. Pero no es posible desaparecer así, sin dejar el menor rastro, sin que quede un solo recuerdo, el testimonio de alguien, sin que nadie haya visto, se haya fijado en algo, haya presenciado una parte mínima o un indicio de lo que ocurrió en esa calle tan estrecha, en una distancia de no más de cien metros, entre la papelería y el portal, entre el adiós distraído de la dueña y la ligera alarma y luego el pánico gradual del padre: la acera angosta, los coches mal aparcados, montados sobre ella, tan cerca los unos de los otros que no dejaban espacio para pasar, las tiendas en las que los policías fueron entrando una por una, haciendo siempre las mismas preguntas con una monotonía y una paciencia invariables, mostrando la foto de Fátima, apuntando cosas en sus cuadernos de notas, cosas inútiles, tan repetidas y previsibles como las preguntas, sí, conocían a Fátima, la veían pasar por la mañana y a la salida de la escuela, no vieron nada especial esa tarde, no recordaban haber visto a nadie sospechoso, seguro que habrían fijado, en el vecindario se conoce todo el mundo, aquí todos somos gente de bien.