Plenilunio (14 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Plenilunio
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—Qué raro —dijo luego la maestra, cuando la otra mujer ya se había marchado y el inspector le pidió a ella que se quedara un poco más, que mirase con atención las fotos—. No me imaginaba que fuera así el archivo de la policía. ¿No tienen ordenadores, grandes ficheros informáticos?

—Aquí no, todavía, pero aunque los tuviésemos —el inspector estaba sentado detrás de su mesa, separado de Susana por la luz de la lámpara y el álbum abierto. En su trato con los demás, sobre todo con las mujeres, prefería siempre la seguridad de la distancia física, el alivio de la corrección profesional—. Lo más probable es que ese sujeto no haya sido detenido nunca. A todos los efectos, ahora mismo es igual que si fuera invisible. ¿No le suena ninguna de esas caras? Fíjese, bien. Muchos de ellos rondan cerca de los colegios. Alguno puede incluso haberla molestado a usted.

Le preguntó al inspector si podía fumar, y el dijo que sí con la cabeza y le ofreció un cenicero. Ella sacó del bolso, no sin dificultad, un paquete de cigarrillos y una caja más bien incongruente de fósforos de cocina, y a continuación, en vez de encender el cigarrillo, sacó también un estuche de gafas, y cuando se las puso su cara cambió, se volvió más seria, más perfilada, dándole un aire de mujer más joven y a la vez más dueña de sus actos, sin el punto engañoso de vaguedad que había en sus ojos miopes cuando no las llevaba. Podía tener treinta y siete o treinta y ocho años, calculó el inspector, cuarenta como máximo. Que no fuera mucho más joven en el fondo lo tranquilizaba. No sabía tratar con personas muy jóvenes, hombres o mujeres, a no ser que pertenecieran al mundo familiar y previsible de la delincuencia, y ni siquiera a ésos, muchas veces, no a los más jóvenes de todos, a los adolescentes a quienes había visto destrozar escaparates e incendiar autobuses en Bilbao, amenazar de muerte y a cara descubierta a los policías que los miraban inmóviles, pasivos tras los escudos y los cascos.

—¿Le suena alguna de esas caras? —Me dan miedo todas.

Se estremecía al mirar las facciones de aquellos hombres, algunos muy jóvenes y otros septuagenarios, despeinados, sin afeitar, hoscos frente a la cámara de la policía, nunca con caras de arrepentimiento ni de miedo, sino de rencor, de furia callada y desafió unánimes en las frontalidades y en los perfiles, en las mejillas mal afeitadas, en la fijeza de las pupilas, le parecían las mascaras de una masculinidad brutal, no de trastorno mental ni de lujuria, sino de soberbia y de odio, de fría determinación y crueldad ocultas bajo unos rasgos casi siempre normales. Alguno de ellos podía actuar esa misma noche en algún callejón ella misma, al entrar en el portal oscuro de su casa, podía sentir de pronto la mordaza de una mana en la boca y el filo de una navaja en el cuello. Le desagradaba mirar las fotos, le costaba mucho detener su atención en cada una de ellas. Había tenido una sensación semejante alguna vez ;; que se vio obligada, en una reunión de amigos, a ver un video pornográfico.

—Fíjese sobre todo en los más jóvenes —dijo el inspector—. El que buscamos no debe de tener más de veinticinco años.

—Hijo de mala madre —Susana Grey aparto los ojos del álbum y miro la foto de Fátima que el inspector seguía teniendo clavada en la pared—. Como hay que ser para hacerle eso a una niña.

—Probablemente no es capaz de hacerlo con una mujer adulta.

—No me diga que están enfermos —dijo la maestra, con un acceso de dignidad y de rabia—. Que no pueden evitarlo. Es como decir que esos militares serbios de Bosnia no pueden vencer el impulso de matar y violar mujeres.

—No pensaba decirlo.

«No se corrió», había dicho Ferreras, «el muy carbón ni siquiera tuvo una erección completa». Pero usó los dedos, que eran muy fuertes y tenían las uñas mal cortadas, o con el filo muy áspero, por las señales que habían dejado en la piel de Fátima. Así que seguramente se dedica a un trabajo manual: al inspector le extrañó no haber pensado antes en eso, las uñas de filos rotos de quien trabaja con sus manos, miró las uñas sin pintar en las manos de Susana, deslizándose sobre las hojas plastificadas del álbum, a la luz de una lámpara cercada por la penumbra, porque ya era noche cerrada, y tuvo la sensación de haber despertado de un sueño inadvertido y brevísimo, un sueño del que volvía con un fragmento mínimo pero valioso de recuerdo, casi de adivinación, las uñas rotas de alguien, más capaces de desgarrar que de arañar, posiblemente con los filos oscuros, conteniendo en su mugre residuos infinitesimales de la sangre y de la piel de Fátima.

Capítulo 12

Oye el despertador en la habitación iluminada por la luna, la voz de la radio, la voz silbante y cálida de una mujer que hace un programa de llamadas nocturnas, puta, piensa, lo dice en alto, con cuidado, para que no lo oigan, es muy tarde pero nunca se sabe, las paredes oyen, la tía tiene toda la voz de una puta, de cuando se acercan a la barra en la whiskería y dicen, hola, me invitas a una copa, y adelantan el cigarrillo pidiendo fuego, y la copa es siempre de champán, o peor todavía, de sidra champán, de las marcas más tiradas, igual que ellas, las que trabajan en esas whiskerías de la carretera, a las salidas de la ciudad, después de los últimos bloques, de los concesionarios de coches y de las últimas gasolineras, las luces rojas parpadeando, llamando desde lejos, la claridad rojiza , azulada detrás de los cristales opacos, pura miseria luego, estafa, colchones sin sabanas, copas de sidra champán con olor a vómito y servilletas de papel tiradas sobre el suelo de cemento. Lo despierta la voz todas las madrugadas, a las cuatro exactamente, a las tres las madrugadas de los sábados, aunque hay muchas veces en que cuando empieza a sonar la radio el ya está despierto, mirando en la oscuridad los números rojos del reloj y esperando la voz, o simplemente no ha llegado a dormirse, tendido, como esta noche, fumando boca arriba, con la luz de la luna llena en la ventana, en toda la habitación, después de la lluvia, la luna llena estática y a la vez huyendo entre las grandes nubes que dispersa el viento, dejando el cielo limpio, con una gasa de luz que rodea la luna y entra en la habitación y se posa encima de los objetos, destacando sus formas, como si todas las cosas estuvieran hechas de la misma materia, de luz y sombra y ceniza lunar, el perchero y la cama, el armario, el espejo, que también se llama luna, y en el que podría verse ahora mismo si se levantara, sin necesidad de encender la luz eléctrica, tan clara se ha vuelto la noche.

En el fondo le gusta el insomnio, la potestad de permanecer despierto y alerta mientras los demás duermen, el privilegio, algunas veces, de ir caminando por las calles vacías, a las tres o a las cuatro de la madrugada, sobre todo ahora, este invierno en que la lluvia y el frió mantienen a la gente aún más encerrada en sus casas, la lluvia y el frió y además el miedo, no hay que olvidarlo, el gusto de conducir la furgoneta sin peligro de toparse con nadie, dando vueltas sin ningún propósito, acelerando en las avenidas de la parte nueva, camino de los limites despoblados de la ciudad, del parpadeo de las luces rojas, o haciendo sonar los frenos y los neumáticos por las esquinas de los callejones, iluminando de pronto con los faros los ojos de un gato, de uno de esos gatos salvajes que rondan por las casas y los corrales en ruinas del barrio de San Lorenzo, de donde sus padres se empeñan en no querer marcharse. «Cuando nosotros nos hayamos muerto vendes la casa», dice la madre, «pero mientras tanto no». «Tampoco falta mucho», dice el padre, con soma macabra, con su silbido de bronquitis crónica entre las palabras, y puede que también de cáncer de pulmón, ojalá, piensa, lo dice en voz alta, solo en su .habitación, frente al espejo del armario, donde se examina y se mide, de pie, desnudo y pálido ahora a la luz de la luna, no avergonzado, arrogante, donde vuelve a mirarse cada vez que entra, las pupilas, la piel de la cara, por miedo a alguna enfermedad, los dientes, abre mucho la boca y se acerca una linterna y tuerce la cabeza y desvía los ojos para inspeccionar empastes y caries, se pone las manos juntas en la boca para olerse el aliento, y entonces tiene que volver a lavárselas.

Ese olor siempre en ellas, el olor que le extraña que nadie parezca percibir, aunque tal vez disimulan por asco y no dicen nada, igual que disimula el mismo tantas veces, sonriendo por fuera y muerto de asco y de rabia por dentro, si señora, al momento señora, que va a ser hoy señora, faltaría más, ojalá te pudras y revientes. De día, cuando los viejos están levantados, sale del dormitorio con precauciones de huésped furtivo y se encierra en el cuarto de baño, asegurando el cerrojo, como antiguamente, hace diez o doce años, cuando se encerraba para hacerse las primeras pajas, para mirarse aquello como si fuera algo prodigioso y amenazador, alzándose por si solo, enrojeciendo, con aquella hendidura como un ojo vació, y luego el olor que también lo llenaba todo, tan delator y clandestino como el humo nauseabundo de los primeros cigarrillos. Tenía que lavarse las manos con un jabón muy áspero, se las restregaba tanto que quedaban rojas, pero al menos entonces eran unas manos más finas, aunque no ya de niño, manos de estudiante, de señorito sin callos, sin las uñas rotas y sucias, como ahora, siempre con una línea negra que ya no parece que haya manera de quitar. El, por las mañanas, cuando toma el primer café con un chorro de coñac, tiene el habito de limpiarse las uñas con un palillo de dientes, igual que otros se limpian las encías, pero esa mugre es demasiado áspera y la punta del palillo se quiebra, tendría que dejarlas horas sumergidas en agua hirviendo, y ni siquiera así. Se ducha con el agua a la máxima temperatura que su piel puede soportar, como salía en las duchas de la mili, hirviendo o helada, no había término medio, estaba uno quemándose y de pronto se quedaba azul de frió, se le encogía a uno todo, y los soldados se hacían bromas brutales, a ver ese, que no tiene polla, que le hagan un trasplante. Con el ruido del agua no oye los golpes en la puerta del baño, que él tiene la precaución de asegurar con su cerrojo, es el viejo que quiere entrar, porque siempre esta meándose, pues mea en la pila, carbón, piensa, lo dice en voz alta, porque el chorro de agua y la puerta cerrada se lo permiten, y el padre se marcha renegando, dice que gasta demasiado gas, que con el no hay bastante ni comprando una bombona todos los días. Se toca despacio, empieza a imaginar cosas y la nota que va creciendo, violácea y obstinada bajo el agua, pero no como en las películas o en las revistas, eso no hay modo de negarlo, aunque esos tíos están todos operados, y muchos son maricones y además no pueden ni usarla por su mismo tamaño, no entra, eso contaban de aquel asturiano del cuartel, que se iba de putas y no lo admitían al verle el mandado, y que había dejado preñada a su novia porque le reventó el condón cuando iba a correrse. A ver, que venga el asturiano, que le haga a este de donante de órganos, o por lo menos de unos centímetros, que a él no le hacen ninguna falta, dijo otro, el que lo había visto al salir de la ducha, antes de que a él le diera tiempo a taparse con la toalla. Estaba tiritando y se le había encogido, en cuanto entrara en calor iban a enterarse, que le dejaran un rato a cualquiera de sus novias o de sus hermanas y se lo demostraría. Pero no hay modo de estar tranquilo durante el día, cuando los dos están despiertos, hay que cerrar siempre por dentro el cuarto de baño y el dormitorio, por eso es preferible la noche, el insomnio, aunque luego ande toda la mañana como sonámbulo, a base de carajillos, y de puro nervio también, de la fuerza que tiene en los músculos, en los dedos de las manos, aunque no esté hinchado de hormonas, como esos marquitas del culturismo, con los bíceps venosos y brillantes de aceite. La vieja, cuando le vio atornillar el cerrojo, lo miro con cara de luto, la que tenía siempre, parecía amortajada en vida. Hay que ver, hijo mío, ni que tuvieras que esconderte de nosotros. Siempre encerrándose, como a los doce años, en la oscuridad y debajo de las mantas y procurando no hacer ruido con los muelles del somier, en el retrete del corral y luego, cuando lo hubo, en el cuarto de baño, las revistas escondidas bajo la camisa, y más tarde los videos envueltos en bolsas de la compra, aunque si no fuese por las fotos de las tapas daría igual, ya que ellos no saben conectar el aparato ni poner una película, son tan lerdos que hasta les costó acostumbrarse al mando a distancia, aunque ahora ya no lo dejan, la madre pulsa los botones con la misma rapidez con que pasaba antes las cuentas del rosario, que tía, la maña que se da para saltar de una telenovela a otra, y para subir mucho el volumen, se le va la mano y retumba la casa entera, solo que a ellos dos les da igual, podía haber un terremoto o un incendio y ellos seguirían mirando la televisión, muy fijos, pero sin enterarse de nada, ni de las películas ni de las noticias, ni de la misa que yen los domingos por la mañana, sobre todo si la dice el Papa, la vieja se pone a llorar y le tira besos, y el padre la mira de soslayo con odio y no dice nada, solo respira con los bronquios o los pulmones encenagados, con un enfisema o un cáncer, que no hubiera fumado tanto esos tabacos pestilentes, aquellas picaduras que lo sofocaban a uno, los cigarrillos liados y babosos que se guardaba apagados en los bolsillos del pantalón.

Cerrojo en el cuarto de baño y en la habitación, llave en los cajones del armario, y la vieja siempre tanteando como si estuviera ciega, y diciendo, hay que ver, ni que te fuera una a robar. Pero ni siquiera de noche se puede estar del todo tranquilo, ni cuando empieza la voz femenina a susurrar en la radio, igual que una puta, así de falsa, riéndose cuando un tío le dice por teléfono una guarrada, haciendo como que se escandaliza, que le va a cortar, si yo te llamara una de estas noches, piensa, si yo te contara. Pero ni siquiera entonces hay calma verdadera, se les oye roncar, tosen en su cuarto, incluso hablan o se pelean en voz baja, con las voces tan raras que tiene la gente a las horas del sueño, los dos tapados con el embozo hasta las barbillas, las cabezas juntas, las caras de muertos, alguna vez se asoma sin motivo al dormitorio de ellos y así los ve a la claridad del pasillo, las dos caras sumidas, sin las dentaduras postizas, el olor de la vejez, gases rancios bajo las sabanas y orines en la escupidera que ellos siguen usando, ahora que nadie las usa, aunque por lo menos es una escupidera de plástico, no uno de aquellos bacines de barro vidriado que siguieron teniendo hasta hace no mucho, fósiles incorregibles, los dos juntos como momias debajo del cabezal de su cama y del crucifijo, que es el mismo que les regalaron al casarse, igual que el despertador viejo de la mesa de noche, con un brillo gastado de azufre en los números y en las agujas, que hace treinta años debía de ser una novedad, era un reloj tan moderno que no hacía falta dar la luz para ver la hora. En cada mesa de noche hay un vaso de plástico con una dentadura postiza y una pequeña Virgen del Gavellar de plástico pintado como si fuera plata. La vieja le encendía cada noche a la suya una mariposa de aceite, hasta que una vez estuvo a punto de quemar la casa, fue a buscar el vaso de los dientes y la llama de la mariposa le prendió la manga del camisón, y a él lo despertaron sus gritos, apenas llevaba media hora durmiendo y ya no pudo cerrar otra vez los ojos, estaba visto que ni siquiera tenía derecho a dormir por las noches después de matarse trabajando. Podían haber ardido allí mismo los dos como arde la yesca, entre aquellos gases y ropas de lana y mantas y sabanas viejas que daban ese olor en la oscuridad, y con ellos podía haberse quemado toda la casa, con sus techos de cañizo sobre los que se oían de noche los pasos de las ratas y sus vigas de madera donde se afanaba la carcoma. Nunca hay silencio, no hay modo de estar seguro, de sentarse a ver tranquilamente una película a la una de la madrugada, que menos, se mata uno trabajando más horas que el reloj y luego tiene derecho a tomarse unas copas y a ver un video, pero no hay modo, siempre están molestando, levantándose a las dos de la mañana para beber agua o para mear, o porque se les ha olvidado poner en remojo los dientes, que asco, así que acabo por comprar otro televisor y lo instalo en su cuarto, conectándole el video, con su dinero podía hacer lo que le diera la gana, que le preguntara algo el viejo, que se atreviera. Desde entonces se encierra para mirar las películas tan perfectamente protegido como se encerraba en el water con una revista, pero tiene la precaución suplementaria de bajar el volumen, lo cual le impide oír los gritos y los jadeos y chapoteos tan fuerte como le gustaría, como los escucharía si una de esas mujeres estuviera de verdad con el diciéndole en el oído esas cosas que dicen, extendiendo su lengua tan larga para humedecerle el tímpano con la punta mojada. Así se escuchaban las películas en el cine Principal, antes de que lo cerraran, dos películas distintas cada noche por el precio de una y sesión continua, pero era un corte que el cine estuviera tan cerca de su casa, seguro que el portero lo conocía, pero se armaba de valor y le daba igual, de valor y de razón, no estaba haciendo nada malo, para eso trabajaba más horas que un reloj, se partía el espinazo, se dejaba la vida, compraba la entrada con su dinero y podía ver la película que le diera la gana, era mayor de edad, lo venía siendo desde mucho antes de cumplir los dieciocho años y marcharse a la mili. Nada de eso disminuía la congoja de acercarse a la taquilla mirando de soslayo, por si aparecía alguien conocido, y de entregarle la entrada al portero, sobre todo las primeras veces, pero cuando ingresaba en la penumbra de los pasillos que olían a ambientador barato y a humedad de paredes viejas ya no importaba nada, parecía que el suelo se inclinaba un poco hacia delante con el único fin de agregar más suavidad y determinación a los pasos, iba por un túnel caliente de calefacción e iluminado a trechos por bombillas rojas de emergencia y antes de empujar la pesada cortina roja o granate de un palco ya oía los gemidos, las palabras, los gritos, los chasquidos de succión o de embate, y al sentarse lo aturdía al principio el tamaño inconcebible de las cosas que se movían en la pantalla, las contorsiones, los pormenores ginecológicos de los cuerpos abiertos, los cuerpos tan fragmentados en primeros planos o retorcidos y amontonados en tales posturas que se tardaba un poco en distinguir, en identificar. Y alrededor suyo, en las butacas de la sala, en la penumbra donde quedaban todavía brillos de un lujo falso y arruinado muchos años atrás, veía algunas cabezas solitarias e inmóviles, no muchas, y nunca agrupadas, cabezas de viejos sobre todo, gente que permanecía en el cine sin quitarse el abrigo y salía tan velozmente como había entrado, por miedo tal vez a que los alumbraran a traición las luces de la sala, que en realidad no llegaban a encenderse nunca. Se oía a veces, en el silencio expectante de la sala casi vacía, alguna queja o un suspiro, una tos, se agitaba alguien en una butaca provocando un crujido de maderas viejas o se levantaba de pronto para salir, así que tampoco había modo de concentrarse en la película. Le pasaba lo mismo en su habitación, cuando estaba encerrado y oía en el pasillo los pasos y la tos del viejo, de pronto se le ocurría que no estaba echado el cerrojo y todo se estropeaba, en el momento buscado y elegido, en el instante más dulce, cuando su espasmo iba a coincidir con el del gañán que manchaba en la película la cara y la boca de una mujer que luego se relamía con la lengua larga y roja, seguro que a ellas les median las lenguas antes de contratarlas. «De otra cosa no sé, pero de artista porno no te ganas tú la vida, chaval», le dijo el tipo en las duchas del cuartel, mirándole abiertamente la entrepierna con su cara de risa, sin taparse, desnudo todavía, a él no le daba vergüenza, la suya le oscilaba pesadamente mientras se frotaba con la toalla, seguro que en su ducha no había salido tan helada la cabrona del agua. Oye la voz de la tía en la radio y nada más que de oírla se pone caliente, las tres y cuarto, dice la voz, susurrando, hablando en segunda persona como si le hablara nada más que a él en su dormitorio, «estés donde estés quiero que sepas que yo te hago compañía», dice, y él piensa, ya levantado, sin encender la luz eléctrica, pálido ante el espejo, a la luz de la luna, si tú supieras donde estoy, si supieras quien soy. Se viste rápido, en silencio, mirando el reloj, moviéndose como un gato, imagina, en la penumbra, entre las cosas alumbradas por la luna, presta atención, inmóvil, asomado al pasillo, escucha los ronquidos de los dos viejos, los de ella más suaves, los de él como si tuviera piedras o cieno en los pulmones, se pone la cazadora, se ajusta los cordones de las zapatillas de deporte, abre con llave el cajón del armario, comprueba la navaja antes de guardársela en el bolsillo trasero del pantalón, la hoja saltando elásticamente herida por la claridad lunar, luego el mechero y el tabaco, las llaves de la furgoneta, las de la casa, un día se hartara y los dejara encerrados y amortajados en su cama de muertos y no volverá nunca. Pero aún es pronto cuando sale a la calle, al callejón empedrado de donde ellos no quieren marcharse, el aire es muy suave y quieto, como la claridad de la luna, queda más de media hora hasta las cuatro, y sin pensarlo se deja llevar, por las plazuelas y los callejones vacíos, por las esquinas de casas abandonadas o habitadas solo por viejos. El corazón, sin motivo, empieza a latirle más fuerte según camina hacia ya sabe dónde, enciende un cigarrillo, aspira hondo y el humo, acre en el aire de la noche, brilla en el callejón, alrededor de su cabeza baja, camina con el pecho temblándole como si se aproximara a la entrada del cine Principal, como si hubiera aparcado el coche en el arcén de la carretera desierta, una noche muy oscura, y se acercara al parpadeo rojo y azulado de un letrero, a una casa con los cristales de las ventanas teñidos de una sucia claridad rojiza.

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