«Ya se puede vestir», dijo Ferreras, quitándose los guantes de goma, en el mismo tono de voz en que le había hablado a la niña, Paula, desde que la vio entrar en el consultorio, todavía muy pálida, envuelta en la misma manta que le habían echado por encima los taxistas cuando la recogieron, todavía despeinada y con grandes ojeras moradas, acompañada por su padre, guiada por el, que la abrazaba delicadamente por los hombros y le hablaba en voz baja, casi al oído, como traduciéndole las cosas que los demás le decían y que ella aún era incapaz de entender, las instrucciones de los policías y de los enfermeros de Urgencias, del hombre fornido, de pelo gris, cara bronceada y bata blanca, el forense, que lo hacía todo con ademanes sigilosos y exactos, que le paso un instante la mano a la niña por la cabeza despeinada, sucia aún de tierra y de agujas de pinos, y la retiro enseguida ante el gesto de pavor de ella, tan instintivo como el de un animal golpeado.
«Tranquila», dijo el forense, «no voy a hacerte nada, tranquila, corazón», y el padre se acerco a ella, que estaba sentada en la camilla, y le tomo las dos manos, con los ojos húmedos e intentando sonreír, repitiendo o traduciendo para ella las palabras de Ferreras, «vamos, cariño, tranquilízate, ya no va a pasarte nada». La niña se echó en los brazos de su padre y hundiendo la cabeza despeinada en su pecho empezó a tiritar y a gemir, con un sonido gutural, sofocado, no plenamente humano, un sollozo que Ferreras no le había escuchado antes a nadie, y que le helaba la sangre por su sugestión primitiva de sufrimiento y de terror, de espanto sin alivio ni comprensión posible, como el que podría haber sentido una mujer de hace veinte o treinta mil años al ser abatida en la oscuridad de un bosque por el zarpazo o el mordisco de un animal carnívoro.
Se apartó de la camilla, para no interferir en el abrazo del padre y la hija, para no ser visible a ellos, se quedó un poco atrás y recogió del suelo la manta en la que habían traído envuelta a la niña, examinándola despacio a la luz de una lámpara poderosa, buscando indicios, usando sus pequeñas pinzas para separar agujas de pino, trozos de corteza, algún pequeño grumo de barro o de sangre, de barro ensangrentado. La niña aún no había acertado a decir nada, y el no había permitido que le hicieran preguntas. Abría mucho la boca como para gritar y se volcaba hacia delante sacudida por convulsiones violentas, su padre le sostenía la cabeza y le apartaba el pelo mientras ella vomitaba una sustancia escasa y amarilla. Le había inyectado un sedante suave, una enfermera había intentado que tomara unos sorbos de tila caliente, porque estaba azulada de frío, parecía que hubiera sobrevivido a un naufragio, a un cataclismo ignorado del que no había más testigos que ella misma: testigo casi mudo, con la lengua todavía un poco torcida, con una camisa desgarrada cubriéndola apenas y los muslos y el vientre enlodados de sangre.
El único alivio, el único asidero posible contra la simple rabia y el asco, era, igual que siempre, el cumplimiento de los detalles menores. Papeles que era preciso rellenar, fechas y números de orden, hora de ingreso, nombre de la paciente, del padre o madre o tutor, domicilio. Podía pedirle a alguna enfermera que se encargara de eso, de los trámites, igual que podía haber ordenado que le pusieran la inyección a la niña, pero prefirió hacerlo todo él, no por desconfianza, sino para disciplinarse interiormente, para fingir un principio verosímil de normalidad, monotonía, eficacia. «Por favor», le dijo al padre, «me dice el nombre completo de la niña», y el hombre, sin separarse de ella, los dos sentados en la camilla donde un poco después Ferreras le pediría que la ayudara a tenderse, lo repitió muy serio, en voz baja, con docilidad y rectitud, porque se le veía que era un hombre habituado a la calma, dotado de una instintiva fortaleza moral que sin duda le ayudaba ahora a no derrumbarse, a decir gracias y por favor y a hablarle a su hija en un tono de ternura sin rastros de nerviosismo, de despecho o de odio, sin permitir que su propio dolor, el sufrimiento de tantas horas pasadas desde que la niña no volvió a casa, se sumara al de ella y lo acrecentara. A su mujer le habían dado un sedante muy fuerte, le explicó a Ferreras, como disculpándola por no estar allí: a la mañana siguiente, cuando despertara, sabría que la nimia, estaba a salvo. «Le daré a usted otro, si quiere», dijo el forense, pero el negó resueltamente, abrazado a su hija, no se quería dormir, no la iba a dejar sola ni un segundo, y los ojos enrojecidos se le llenaban otra vez de lagrimas, buscaba un pañuelo de papel y sólo le quedaba el envoltorio de plástico de un paquete. Ferreras abrió otro y se lo ofreció, y el hombre, después de limpiarse y sonarse, le dio las gracias, educado siempre, agradecido, acariciando el pelo, la cara de su hija, diciéndole diminutivos infantiles en voz baja, nombres que tal vez llevaba sin decirle desde hacía muchos años, porque la niña casi era ya una adolescente, llevaba unos meses viniéndole la regla, cinco meses, precisó, con una familiaridad que a Ferreras Le resultó inusual en un padre. Anotó ese dato en uno de los formularios, se abrocho la bata blanca, se puso despacio los guantes de goma.
—¿Tengo que salir? —dijo el padre, con miedo.
—Prefiero que se quede —Ferreras se acerco a la camilla, y la niña, aunque no lo miraba, retrocedía contra la pared—. Ayúdela a tenderse. Dígale que no tenga miedo.
—Que le han hecho a mi hija —el hombre se inclinaba sobre ella, ahuecando la pequeña almohada bajo su cabeza, cubriéndole el pecho con la camisa—. Quien ha sido capaz.
—No le toque todavía el pelo —dijo Ferreras—. Ayúdele a abrir un poco más las piernas. Así. Tiene que dolerle mucho.
Acerco más la luz, se sentó a los pies de la camilla, entre las rodillas abiertas y levantadas de la niña. Recogió muestras de sangre, de flujo, cepillo el vello tenue del pubis, encontrando varios pelos oscuros, rizados y fuertes, que guardo en una bolsa de plástico: tenía la sensación irracional y poderosa de reconocerlos, de identificar un rastro perdido meses atrás, no en una camilla de reconocimiento, sino en una mesa de autopsia, una huella tan familiar como, una voz, como una cara entrevista varias veces, borrosa, encontrada de nuevo, ahora precisa y distinta a cualquier otra.
«De modo que eres tú otra vez», pensaba, examinando con un extremo de delicadeza que ignoraba poseer en las manos el sexo desgarrado y manchado de la niña, las heridas, los arañazos, la carne rosa infinitamente indefensa, vulnerable a cualquier crueldad. La más leve presión despertaba en la niña contracciones de dolor, y el intentaba tranquilizarla diciendo cosas en voz baja, no te va a pasar nada, cariño, no voy a hacerte nada, enseguida termino. Examino las rodillas desolladas y rojas, la piel de los muslos, que empezaba a volverse tibia, aunque conservara todavía una palidez azulada, las plantas rosadas de los pies, sucias de barro, con pequeños cristales y trozos de grava incrustados. Los extrajo cuidadosamente con las pinzas, los guardo en otra bolsa, con otra etiqueta, y repetía entre dientes, «así que eres tú, cabrón, así que tuviste que llevarla al mismo sitio».
—¿Decía algo? —dijo el padre, sentado a la cabecera de la niña, no atreviéndose todavía a preguntar.
—Nada, perdone —Ferreras le había hecho bajar las piernas y la había tapado hasta la cintura con una sabana—. Hablaba solo.
Los moratones en la cintura y en la piel tensa sobre las costillas, los arañazos, las huellas rojizas de la presión de los dedos: te conozco, pensaba, decía en silencio, y cada cosa que descubría confirmaba su intuición, su vengativa certeza, otro pelo de pubis en el interior de la boca, debajo de la lengua, las señales de las unas en el cuello, las manchas moradas en los hombros y debajo de la nuca, exactas como huellas digitales, igual que la otra vez, como las manos pintadas que recordaba haber visto en la cal de las aldeas de Marruecos, siluetas azules de manos, tantos años atrás. Calculaba las palabras técnicas que escribiría más tarde en el informe, los términos exactos que describían y al mismo tiempo difuminaban la infamia, pero sobre todo imaginaba que estaba hablándole al otro, al que reconocía en las señales de sus actos, en la incisión de navaja en torno a uno de los leves pechos de la niña, en los pelos fuertes y rizados, pero sobre todo en algo más de lo que estaba ya seguro, aunque le faltara la confirmación de un examen del flujo y de la sangre bajo el microscopio, una evidencia que le parecía el retrato indudable pero todavía parcialmente en sombras del agresor, del casi repetido asesino.
Lo dijo en voz alta porque sabía que era lo que el padre más esperaba y temía, lo que hasta ahora no se había atrevido a preguntarle, sentado junto a su hija, acariciándole las manos, diciéndole diminutivos infantiles al oído mientras seguía de soslayo los movimientos del médico, las expresiones sucesivas de su cara.
—No ha sido violada. Técnicamente al menos, si le sirve de consuelo —dijo Ferreras—. Tiene desgarrado el himen, pero no hay signos de penetración. No hay rastros de semen.
—Gracias a Dios —el hombre tenía las manos cruzadas bajo la barbilla, como si rezara—¿Puedo llevármela a casa?
—Es mejor que se quede aquí en observación, al menos cuarenta y ocho horas. Conviene hacerle radiografías, sobre todo del tórax, puede tener alguna costilla fracturada. Ahora le pondré una inyección para que duerma por lo menos doce horas. Es lo que más le hace falta. Usted podrá quedarse con ella.
El padre la ayudo a incorporarse, le puso como a una niña torpe o dormida el camisón de la Seguridad Social que había traído una enfermera. Tan pálida, con las ojeras violáceas, con el camisón que le estaba muy grande, parecía de pronto no una niña recién llegada a la pubertad, sino una mujer muy escuálida, debilitada por la enfermedad o el hambre, alucinada por el terror, como las mujeres judías en las fotos de los campos de exterminio. Enseguida vendrían para llevársela a una habitación, dijo Ferreras. Pero tal vez podrá recobrarse, pensaba, deseaba y pedía, con una intima y laica actitud de oración, tan solo tiene doce años, aún conserva intacto todo el empuje orgánico de crecer y olvidar: no has podido matarla, cabrón, no podrás envenenar su vida futura. Con extremo cuidado le inyectó un somnífero a la niña en un brazo y le indico al padre que sujetara contra la piel un algodón empapado en alcohol. Ahora vas a dormirte, le dijo a ella, acercándose con cautela, aunque esta vez no fue rechazado, veras como no tienes malos sueños.
Se quito los guantes, pero no la bata blanca, se lavo las manos. Cuando los celadores vinieron a llevarse a la niña el padre se volvió hacia el y le apretó las dos manos, largamente, con una fuerza muy intensa, de dolor y de alivio, de agradecimiento. Era un hombre joven, de menos de cuarenta años, con una cara serena a pesar de la extenuación nerviosa y las horas de angustia que se parecía mucho a la de su hija.
Al quedarse solo, Ferreras busco en su cazadora de motorista y explorador, colgada de la percha, una petaca plana y plateada, y bebió un trago de whisky que le quemo la garganta y luego el estomago, dejándolo en una calma inerte, de cansancio e insomnio: lo había despertado el teléfono a las tres de la madrugada, y ahora eran las cinco y media, y no pasaría ni un minuto sin que alguien llamara allá puerta. Se paso bajo la nariz el frasco abierto de whisky: no olía a alcohol, sino a humo y algas, a agua salobre de torrente. El aroma del whisky de malta atenuaba los olores clínicos de la pequeña sala, le concedía un paréntesis de algo parecido al reposo, al olvido.
Donde estas ahora mismo, cabrón, que estas sintiendo, que piensas que has hecho. La puerta se abrió sin que nadie llamara y apareció el inspector en ella.
—¿Ha sido él?
—Me juego el cuello a que sí —Ferreras observo que los ojos del inspector se iban hacia la petaca abierta de whisky: lo huele, igual que huele todavía el tabaco y se conmueve con los antiguos y queridos olores, las dulces hebras quemadas, disueltas en ceniza y humo, las moléculas del alcohol en el aire—. Tome un trago —le ofreció la petaca, y el inspector la rechazó con un gesto rápido, apartando los ojos—. EL whisky de malta es prescripción medicinal.
Pero había algo, y no era el alcohol, ni la excitación renovada de la búsqueda, de la inminente cacería. Algo que ahora estaba y que antes no había estado nunca en los ojos grises del inspector, en sus pupilas fijas y absortas, fragilidad ansiosa, o temor de algo, como si hubiera perdido, en el curso de los días, los pocos días pasados des de la última vez que Ferreras lo había visto, la suficiencia o la seguridad en si mismo que parecían tan naturales en el como el color gris de su pelo o la tonalidad rojiza de sus mejillas, de sus pómulos huesudos, la piel siempre como avivada por un viento muy frío, por la intemperie de un clima mucho más al norte.
—En el mismo sitio —dijo Ferreras—. A la misma hora.
—¿Has hablado con ella?
—No puede hablar —a Ferreras le extrañó mucho que el inspector lo0 tuteara—. Tenía en el pelo y en la camisa agujas de pinos, como Fátima. Si quieres vamos ahora mismo al terraplén y estoy seguro de que encontraremos su ropa. —Pero no la ha matado.
—Puede que no lo sepa.
—No te entiendo.
—Puede que la haya dado por muerta, como a Fátima.
—¿Intentó asfixiarla?
— Tiene desencajada la mandíbula y la lengua casi partida. Toda la boca está llena de hilos de algodón.
—La quiso ahogar igual que a Fátima.
—Seguro. Exactamente igual.
—Vámonos al terraplén —el inspector se puso en pie, y Ferreras observó que no llevaba bien abrochados los botones de la camisa, y que tenía una mancha de carmín en un pico del cuello, cerca del nudo de la corbata, más flojo de lo habitual en él. De modo que era eso: Ferreras, confusamente, muy al fondo de la excitación y el cansancio, de la urgencia de averiguar rastros, de identificar huellas, sentía envidia, un rencor melancólico—. He hablado con los taxistas que la encontraron, con el médico de guardia y con el padre de la niña —continuó el inspector—. Es prácticamente imposible, pero voy a intentar que mañana no se publique nada en el periódico, que nadie se vaya de la lengua.
—¿Quieres que se confíe?
—Al contrario —ahora el inspector había advertido la mirada de Ferreras, y se pasaba instintivamente la mano por el cuello—. Quiero desconcertarlo. Quiero que no esté seguro de que la niña murió o de que se haya encontrado el cadáver. Habla tú con las enfermeras, con los celadores, exígeles que te juren que no van a decir nada.