Consiguió echarme una mirada furiosa, todavía medio recostado en el ataúd de Aubrey.
Me volví hacia el quinto ataúd, el que habíamos dejado para el final sin necesidad de hablarlo. Estaba junto a la pared más alejada: un ataúd blanco y delicado, demasiado pequeño para un adulto. La luz de las velas se reflejaba en la madera labrada de la tapa.
Estuve tentada de abrirle un boquete con la escopeta, pero tenía que verla. Tenía que ver contra qué estaba disparando. El corazón iba a salírseme por la garganta; tenía el pecho encogido. Era el ama de los vampiros. Matar a un maestro vampiro, aun de día, era muy arriesgado; podían mantener atrapada a una persona con la mirada hasta que cayera la noche. Su mente. Su voz. Tanto poder… Y Nikolaos era la más poderosa que había visto en mi vida. Tenía el crucifijo bendecido. Todo iría bien. Aunque me habían arrebatado demasiadas cruces para que me sintiera completamente a salvo. En fin. Intenté levantar la tapa con una mano, pero era muy pesada y no tenía los goznes dispuestos de forma que pudiera abrirse fácilmente, como los ataúdes modernos.
—¿Puedes echarme una mano, Edward, o sigues intentando recordar cómo se respira?
Edward se me acercó, con la cara casi del color habitual. Cogió la tapa, y yo preparé la escopeta. Cuando la levantó, cayó un lado; no tenía bisagras.
—¡Mierda! —dije. El ataúd estaba vacío.
—¿Me buscabais? —Dijo una voz aguda y musical desde la puerta—. Arriba las manos. Se dice así, ¿no? Estáis perdidos.
—Ni os molestéis en tratar de alcanzar las armas —dijo Burchard.
Miré a Edward y vi que tenía la mano cerca de la metralleta, pero no lo suficiente. Su expresión era inescrutable, tranquila, normal. Como si estuviera de excursión. Yo estaba tan acojonada que sentía el sabor de la bilis en la garganta. Nos miramos y levantamos las manos.
—Girad despacio —dijo Burchard.
Le hicimos caso.
Nos estaba apuntando con una especie de subfusil. No soy tan fanática de las armas como Edward, así que no reconocí la marca ni el modelo, pero sabía que haría agujeros muy grandes. Además, por la espalda le asomaba la empuñadura de una espada. Una espada de verdad, nada menos.
Zachary estaba junto a él, con una pistola. La sostenía con las dos manos y los brazos rígidos. No parecía muy contento.
—Soltad las armas, por favor —dijo Burchard—, y poned las manos en la cabeza. —Sostenía el rifle como si hubiera nacido con él.
Obedecimos. Edward soltó la metralleta y yo dejé caer la escopeta. Teníamos muchas más armas.
Nikolaos estaba a un lado con una expresión fría de cólera.
—Tengo más años de los que podéis llegar a concebir —dijo con una voz que resonó por toda la habitación—. ¿Creíais que aún era prisionera de la luz del día? ¿Después de un milenio? —Entró en la habitación, con cuidado de no pasar por delante de Burchard y Zachary. Miró los restos de los vampiros, en los ataúdes, y sonrió; yo no había visto nunca nada tan perverso—. Pagarás por esto, reanimadora. Quítales el resto de las armas, Burchard; luego le haremos un regalo a la niñata.
Se colocaron frente a nosotros, pero no demasiado cerca.
—Contra la pared, reanimadora —dijo Burchard—. Zachary, si el hombre se mueve, pégale un tiro.
Burchard me empujó contra la pared y me registró a conciencia. No me obligó a abrir la boca ni a bajarme los pantalones, pero estuvo a punto. Encontró todo lo que llevaba, hasta la Derringer. Se guardó mi crucifijo en el bolsillo. ¿Y si me tatuase una cruz en el brazo…? No, seguramente no funcionaría.
Me pusieron junto a Zachary, y le llegó el turno a Edward. Miré a Zachary.
—¿Lo sabe? —pregunté.
—Cállate.
—No tiene ni idea, ¿verdad? —Sonreí.
Edward regresó y nos quedamos allí, desarmados y con las manos en la coronilla. No pintaba nada bien.
La adrenalina burbujeaba en mi interior como el champán, y el corazón amenazaba con salírseme por la boca. No me daban miedo las armas, de verdad. Me daba miedo Nikolaos. ¿Qué nos haría? ¿Qué me haría? No vi más solución que obligarlos a dispararme; tenía que ser mejor que cualquier cosa que Nikolaos tuviera en su mente estrecha y retorcida.
—Están desarmados, ama —dijo Burchard.
—Bien. ¿Sabes qué hacíamos mientras te cargabas a los míos?
No creí que esperara respuesta, de modo que no se la di.
—Estábamos preparando a un amigo tuyo, reanimadora.
Se me hizo un nudo en el estómago. Me acudió a la mente una imagen de Catherine, pero estaba fuera de la ciudad. Dios mío, Ronnie. ¿Tendrían a Ronnie?
Debió de notárseme en la cara, porque Nikolaos se echó a reír con una carcajada chillona y salvaje.
—De verdad, odio esa risa —dije.
—Silencio —dijo Burchard.
—Oh, Anita, ¡qué graciosa eres! Me encantará tenerte entre los míos. —Había empezado a hablar con voz aguda e infantil, pero al final era suficientemente grave para agarrotarme la columna—. Ven aquí, ¡ahora! —gritó con voz clara.
Oí un arrastrar de pies; Phillip entró en la estancia. La horrible herida de su cuello era una cicatriz gruesa y blanca. Recorrió la habitación con la mirada perdida, como si no la estuviera viendo.
—Virgen santa —susurré.
Lo habían levantado de entre los muertos.
Nikolaos danzó alrededor de Phillip. La falda de su vestido rosa pastel giraba acompañando su baile. El lazo grande y rosa que llevaba en el pelo se movía mientras ella daba vueltas con los brazos extendidos. Llevaba las delgadas piernas cubiertas con leotardos blancos. Los zapatos también eran blancos, con lazos rosa.
Se detuvo, riendo y sin aliento. Un rubor sano y sonrosado le cubría las mejillas, y le brillaban los ojos. ¿Cómo lo hacía?
—Parece muy vivo, ¿no? —Caminó a su alrededor y le rozó el brazo. Él se apartó, siguiendo con los ojos cada movimiento, asustado. La recordaba. Que Dios nos ampare. La recordaba.
—¿Quieres ver cómo lo hace tu amante? —preguntó.
Esperaba no haberla entendido. Me esforcé por mantener la cara inexpresiva. Debí de conseguirlo, porque se me acercó furiosa, con las manos en las caderas.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Quieres ver cómo se lo monta?
—¿Contigo? —pregunté. Tragué bilis, aunque igual debería haberle vomitado encima; así aprendería.
—O contigo. —Se acercó con las manos a la espalda—. Tú decides.
Casi me tocaba la cara con la suya. Tenía unos ojos tan condenadamente grandes e inocentes que parecía un sacrilegio.
—Ninguna de las dos opciones me hace demasiada gracia —dije.
—Lástima. —Regresó junto a Phillip. Estaba desnudo, y su cuerpo bronceado seguía siendo hermoso. ¿Qué eran unas cuantas cicatrices más?
—No sabías que ibas encontrarme aquí, así que ¿para qué has levantado a Phillip?
—Para que intentara matar a Aubrey. —Giró sobre sus zapatitos—. Los zombis de asesinados pueden ser muy divertidos cuando tratan de matar a sus asesinos. Se nos ocurrió darle una oportunidad mientras Aubrey estaba dormido, aunque era capaz de moverse si lo molestaban. —Miró a Edward—. Pero eso ya lo sabéis.
—Queríais que Aubrey lo matara otra vez —dije.
—Ajá —asintió, moviendo la cabeza con vehemencia.
—Guarra —dije.
Burchard me encajó un culatazo en el estómago, y caí de rodillas. Intenté respirar, pero no sirvió de gran cosa.
Edward miraba fijamente a Zachary, que le apretaba el cañón de la pistola contra el pecho. No hace falta ser buen tirador a esa distancia; ni siquiera tener suerte. Basta con apretar el gatillo para matar a alguien.
Paf
.
—Puedo obligarte a hacer lo que se me antoje —dijo Nikolaos.
Una nueva oleada de adrenalina me recorrió el cuerpo. Era demasiado. Vomité en la esquina. Los nervios y el golpe en el estómago. Había estado nerviosa en otras ocasiones, pero el culatazo era una experiencia nueva.
—Vaya, vaya —dijo Nikolaos—. ¿Tanto te asusto?
—Sí —dije cuando por fin logré ponerme en pie. ¿Para qué negarlo?
—¡Oh, qué bien! —exclamó aplaudiendo. Su rostro cambió en un instante. La niñita había desaparecido, y ningún vestido de puntillas rosa habría conseguido que la viera. La cara de Nikolaos se había vuelto más afilada, extraña, y sus ojos eran grandes estanques en los que podía ahogarme—. Escúchame, Anita. Siente mi poder en tus venas.
Me quedé mirando al suelo, y el miedo era una sensación fría en la piel. Esperé a que algo tirara de mi alma, a que su poder me sometiera. No ocurrió nada.
Nikolaos frunció el ceño. La niña había vuelto.
—Te mordí, reanimadora. Deberías venir arrastrándote cuando te lo pido. ¿Qué has hecho?
Murmuré una breve plegaria de todo corazón.
—Agua bendita —respondí.
—Esta vez te mantendremos vigilada hasta el tercer mordisco —dijo con un gruñido—. Ocuparás el sitio de Theresa, y puede que entonces muestres más interés por descubrir quién está matando vampiros.
Reprimí con todas mis fuerzas el impulso de mirar a Zachary. No porque no quisiera delatarlo; no me habría importado, pero estaba esperando el momento en que pudiera sacarle partido. La información podía servir para que mataran a Zachary, pero no nos quitaría de encima a Burchard ni a Nikolaos. Zachary era el menos peligroso de toda la habitación.
—No creo —dije.
—Oh, pero yo sí, reanimadora.
—Prefiero morir.
—Es que quiero que mueras, Anita —dijo abriendo los brazos—. Quiero que mueras.
—El sentimiento es mutuo.
Soltó una risita que me dio dentera. Si de verdad quería torturarme, le habría bastado con encerrarme en una habitación y reírse. Qué infierno.
—Vamos, niños y niñas, vamos a la mazmorra a jugar. —Nikolaos abrió la marcha, y Burchard nos indicó que la siguiéramos. Obedecimos. Zachary y él iban detrás, pistola en mano. Phillip se quedó indeciso en el centro de la habitación viéndonos marchar.
—Dile que nos siga, Zachary —dijo Nikolaos.
—Ven, Phillip, sígueme —ordenó Zachary.
Phillip se volvió y nos siguió, indeciso y con la vista desenfocada.
—Continúa —me dijo Burchard. Levantó un poco el fusil, y seguí adelante.
—Echándole miraditas a tu amante —dijo Nikolaos—; qué tierno.
La puerta de la mazmorra no estaba muy lejos. Si trataban de encadenarme, los atacaría y los obligaría a matarme. Aquello significaba que lo mejor era emprenderla con Zachary. Burchard podría herirme o dejarme inconsciente, cosa que no me convenía en absoluto.
Nikolaos nos guió escaleras abajo, al interior de la mazmorra. Vaya día para un desfile. Phillip iba detrás, pero ahora miraba a su alrededor y veía las cosas tal como eran. Se quedó inmóvil, contemplando el lugar donde Aubrey lo había matado. Extendió el brazo para tocar la pared y flexionó la mano, frotando los dedos contra la palma, como si sintiera algo. Se llevó una mano al cuello y encontró la cicatriz. Gritó. El grito reverberó en las paredes.
—Phillip —dije.
Burchard me mantuvo apartada de él. Phillip se quedó encogido en un rincón, con la cara oculta y los brazos alrededor de las rodillas. Emitía un sonido agudo y lastimero.
—¡Basta, basta! —Me acerqué a Phillip, y Burchard me contuvo poniéndome el subfusil en el pecho. Le grité en la cara—. ¡Mátame! ¡Mátame, cabrón! Será mejor que esto.
—Ya es suficiente —dijo Nikolaos. Avanzó hacia mí, y me aparté. Siguió andando, obligándome a retroceder hasta que choqué con la pared—. No quiero que te maten, Anita, pero quiero que sufras. Mataste a Winter de una puñalada; vamos a ver cómo eres de hábil. —Se apartó de mí—. Burchard, devuélvele los cuchillos.
Él no vaciló ni preguntó por qué. Sencillamente, se me acercó y me los entregó por la empuñadura. Yo tampoco pregunté nada. Los cogí.
Nikolaos estaba de repente junto a Edward, que empezó a apartarse.
—Mátalo si vuelve a moverse, Zachary.
Zachary se acercó a él empuñando la pistola.
—Arrodíllate, mortal —dijo Nikolaos.
Edward no obedeció. Me miró. Nikolaos le dio un puntapié en la corva, suficientemente fuerte para hacerlo gruñir. Cayó sobre una rodilla, y ella le cogió el brazo derecho y se lo inmovilizó en la espalda. Una mano diminuta le aferró la garganta.
—Si te mueves te rompo el cuello, humano. Siento tu pulso en la mano como una mariposa. —Rió, llenando la habitación de un horror pegajoso y sobrecogedor—. Burchard, enséñala a manejar un cuchillo.
Burchard se dirigió a la pared opuesta. La puerta quedaba encima de él, al final de los escalones. Dejó el subfusil en el suelo, desenfundó la espada y la colocó a su lado. Después sacó un cuchillo largo, de hoja casi triangular.
Hizo unos estiramientos para calentar, y yo me quedé mirándolo.
Sé usar un cuchillo. También sé lanzarlo con puntería; practico mucho. La mayoría de las personas les tienen miedo a los cuchillos. Si una se muestra dispuesta a abrirlas en canal, tienden a asustarse. Burchard no era como la mayoría. Se agachó un poco, con el cuchillo en la mano derecha, sujeto firmemente pero no con demasiada fuerza.
—Lucha con Burchard, reanimadora, o este morirá. —Tiró con fuerza del brazo de Edward, pero él no gritó. Ya podía dislocarle el hombro, que Edward no gritaría.
Me guardé un cuchillo en la funda de la muñeca derecha. Luchar con un cuchillo en cada mano puede quedar muy vistoso, pero nunca se me ha dado bien. Le pasa a mucha gente. Además, Burchard tampoco tenía dos cuchillos.
—¿A muerte? —pregunté.
—No puedes matar a Burchard, Anita. No seas tonta. Sólo te cortará un poco. Te dejará probar su filo; nada grave. No quiero que pierdas demasiada sangre. —Hablaba con un rastro de risa, pero desapareció, y su voz recorrió la habitación como un viento flamígero—. Quiero verte sangrar.
Genial.
Burchard empezó a rodearme, y yo me mantuve de espaldas a la pared. Cuando me atacó, el cuchillo centelleó. No cedí terreno; esquivé su hoja y traté de apuñalarlo cuando se abalanzó contra mí. Mi cuchillo cortó el aire. Estaba fuera de mi alcance, mirándome fijamente. Tenía seiscientos años de práctica, más o menos. Yo no podía superar aquello. Ni de lejos.
Sonrió. Lo saludé con una leve inclinación de cabeza, y él me imitó. Una señal de respeto entre dos guerreros, quizá. O eso, o estaba jugando conmigo. ¿A que no adivináis qué me parecía más probable?
De repente tenía su cuchillo encima, y sentí un corte en el brazo. Golpeé hacia fuera y le di en el estómago, pero se lanzó hacia mí en lugar de retirarse. Al esquivar el cuchillo me aparté de la pared. Sonrió. Mierda, quería dejarme al descubierto. Su alcance era el doble que el mío.