—No lo sé.
—Claro que sí.
No lo sabía, pero no iba a creerme.
—¿Por qué estás torturando a Phillip?
—Tenía que darle una lección después de lo de anoche.
—¿Porque te plantó cara? —pregunté.
—Sí, porque me plantó cara. —Bajó de la silla y se acercó. Giró sobre sí misma, y el vestido blanco se infló a su alrededor. Llegó hasta mí dando saltitos, sonriente—. Y porque estaba furiosa contigo. Puede que si torturo a tu amante, evite torturarte a ti. Y puede que la muestra te sirva de incentivo para encontrar al asesino. —Tenía la carita vuelta hacia mí, y los ojos claros le brillaban de alegría. Se le daba muy bien.
Tragué saliva y pregunté lo que tenía que preguntar.
—¿Por qué estabas furiosa conmigo?
Inclinó la cabeza a un lado. Si no hubiera estado llena de salpicaduras de sangre, habría quedado monísima.
—¿Es posible que no lo sepas? —Se volvió hacia Burchard—. ¿Qué opinas, amigo mío? ¿Tan ignorante es?
—Creo que es posible —dijo irguiendo los hombros.
—Oh, Jean-Claude ha sido muy malo. ¡Ponerle la segunda marca a una mortal sin que ella lo sepa!
Me quedé paralizada. Recordé los ojos azules y ardientes en la escalera, y la voz de Jean-Claude en mi cabeza. Vale, sospechaba algo, pero seguía sin entender qué significaba.
—¿Qué es la segunda marca?
—¿Se lo explicamos, Burchard? —Preguntó relamiéndose como una gatita—. ¿Le decimos lo que sabemos?
—Si de verdad no lo sabe, tenemos que informarla, ama.
—Sí. —Regresó a la silla—. Burchard, dile cuántos años tienes.
—Seiscientos tres.
—Pero eres humano —dije mirándole el rostro terso y sacudiendo la cabeza—, no vampiro.
—Llevo la cuarta marca y viviré mientras mi ama me necesite.
—No, Jean-Claude no me haría eso.
—Yo lo estaba presionando mucho —dijo Nikolaos restándole importancia con un gesto—. Sabía que te había puesto la primera marca para curarte. Supongo que estaba desesperado por salvarse.
Recordé el eco de su voz en mi mente. «Perdóname. No tuve elección.» Maldito seas, siempre hay elección.
—He soñado con él todas las noches. ¿Qué significa eso?
—Que se está comunicando contigo, reanimadora. Con la tercera marca vendrá el contacto mental directo.
—No —dije, sacudiendo la cabeza.
—No, ¿qué, reanimadora? ¿No quieres la tercera marca, o no nos crees?
—No quiero ser la sierva de nadie.
—¿Has estado comiendo más que de costumbre? —preguntó.
La pregunta era tan extraña que me quedé mirándola un momento. Luego me acordé.
—Sí. ¿Es relevante?
—Está absorbiendo energía a través de ti, Anita —dijo Nikolaos con el ceño fruncido—. Se alimenta a través de tu cuerpo. Debería estar debilitándose, pero tú lo mantienes fuerte.
—No era mi intención.
—Te creo —dijo—. Anoche, cuando me di cuenta de lo que había hecho, me puse furiosa. De modo que cogí a tu amante.
—Por favor, créeme: no es mi amante.
—Entonces, ¿por qué se enfrentó a mi ira para salvarte? ¿Por amistad? ¿Por dignidad? No creo.
Vale, que creyera lo que quisiera. Teníamos que salir vivos de allí; aquel era el objetivo y no importaba nada más.
—¿Qué podemos hacer Phillip y yo para arreglarlo?
—Oh, cuánta educación. Me gusta. —Puso una mano en la cintura de Burchard, un gesto distante como el de acariciar a un perro—. ¿Le enseñamos lo que le espera?
A Burchard se le tensó el cuerpo como si lo hubiera recorrido una corriente eléctrica.
—Si mi ama lo desea…
—Lo deseo —dijo ella.
Burchard se arrodilló frente a ella; la cara le quedó a la altura del pecho de Nikolaos. Ella me miró por encima de la cabeza del siervo.
—En esto consiste la cuarta marca —dijo.
Se llevó las manos a los botones de perlas que decoraban el vestido. Separó la tela y mostró unos senos diminutos, de niña, a medio formar. Se pasó una uña por el izquierdo; la piel se abrió como la tierra bajo un arado, y la sangre se derramó en una línea roja por el pecho y el estómago.
No pude ver la cara de Burchard cuando se inclinó. La abrazó por la cintura y le hundió la cara en el pecho. Ella se tensó y arqueó la espalda. Unos tenues sonidos de succión rompieron el silencio de la estancia.
Aparté la vista para mirar cualquier cosa excepto a ellos, como si los hubiera sorprendido follando y no pudiera marcharme. Valentine miraba hacia mí, y yo le devolví la mirada. Me saludó tocándose el ala de un sombrero imaginario y me mostró los colmillos. No le hice caso.
Burchard se había sentado junto a la silla, y estaba medio recostado en ella. Tenía la cara laxa y sofocada, y el pecho le subía y le bajaba en inspiraciones profundas. Se secó la sangre de la boca con una mano temblorosa. Nikolaos estaba muy quieta, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Igual resultaba que lo de follar no era una analogía tan bestia después de todo.
Nikolaos habló con los ojos cerrados y la voz más grave que de costumbre, sin mover la cabeza.
—Tu amigo Willie está otra vez en un ataúd. Se apiadó de Phillip, y hay que curarle esos instintos. —Levantó la cabeza bruscamente con un brillo en los ojos que era casi un resplandor, como si tuvieran luz propia—. ¿Hoy puedes verme la cicatriz?
Negué con la cabeza. Era una niña preciosa, sin defectos ni imperfecciones.
—Vuelves a estar perfecta. ¿Por qué?
—Porque invierto energía en ello. Es cuestión de concentrarse —dijo con una voz baja y cálida, igual de ominosa que el sonido de los truenos distantes.
Se me erizó el vello de la nuca. Iba a pasar algo malo.
—Jean-Claude tiene sus partidarios, Anita. Si lo matara, lo convertirían en un mártir. Pero si demuestro que es débil y no tiene poder, lo abandonarán y me obedecerán a mí… o no obedecerán a nadie.
Se puso en pie, con el vestido de nuevo abrochado hasta arriba. El pelo rubio algodonoso se movía como agitado por el viento, pero no había viento.
—Destruiré algo a lo que Jean-Claude ha otorgado su protección.
¿Con qué rapidez podría sacar el cuchillo de la pierna? Y ¿de qué me serviría?
—Le demostraré a todo el mundo que Jean-Claude es incapaz de proteger a los suyos, y que yo soy el ama de todos.
Puta egocéntrica. Winter me cogió del brazo antes de que pudiera hacer nada. Estaba demasiado ocupada vigilando a los vampiros para fijarme en los humanos.
—Adelante —dijo—. Matadlo.
Aubrey y Valentine se apartaron de la pared e hicieron una reverencia. De repente ya no estaban allí, como si hubieran desaparecido. Me volví hacia Nikolaos, que sonreía.
—Sí —dijo—, te he nublado la mente y no los has visto salir.
—¿Adónde han ido? —Tenía un nudo en el estómago. Creo que conocía la respuesta.
—Jean-Claude le otorgó su protección a Phillip; por tanto, debe morir.
—No.
—Oh, sí. —Nikolaos sonrió.
Un grito llegó por el pasillo. El grito de un hombre. El grito de Phillip.
—¡No! —Casi caí de rodillas; de no ser por la mano de Winter, habría llegado al suelo. Fingí desmayarme y me relajé mientras él me sostenía. Cuando me soltó, saqué el cuchillo de la funda del tobillo. Winter y yo estábamos cerca del pasillo, apartados de Nikolaos y su siervo humano. Quizá lo suficiente.
Winter la miraba como si esperara órdenes. Me levanté y le hundí el cuchillo en el vientre. La sangre empezó a brotar cuando retiré la hoja, y corrí hacia el pasillo.
Llegué a la puerta y noté la primera ráfaga de viento en la espalda. Abrí sin mirar atrás.
Phillip colgaba inerte de las cadenas. La sangre le caía por el pecho en una cascada roja brillante que salpicaba al llegar al suelo, como la lluvia. La luz de las antorchas se reflejaba en las vértebras húmedas. Lo habían degollado.
Me derrumbé contra la pared como si me hubieran dado un golpe. No podía respirar.
—Oh, Dios, Dios —susurraba alguien una y otra vez, y era yo. Bajé los escalones apoyándome contra la pared. No podía apartar los ojos del cadáver. No podía mirar nada más. No podía respirar. No podía llorar.
El reflejo de las antorchas en los ojos les daba la impresión de movimiento. Un grito me creció en las entrañas y me surgió por la garganta.
—¡Phillip!
Aubrey se interpuso entre él y yo. Estaba cubierto de sangre.
—Estoy deseando hacer una visita a tu encantadora amiga Catherine.
Quise abalanzarme contra él chillando, pero me apoyé en la pared para disimular el cuchillo que llevaba en la mano. Mi objetivo había dejado de ser salir viva de allí: quería matar a Aubrey.
—Hijo de puta, cabrón hijo de puta. —La voz me sonó asombrosamente tranquila, sin asomo de emoción. No tenía miedo. No sentía nada.
Aubrey frunció el ceño bajo la máscara de sangre de Phillip.
—No tolero los insultos.
—Cabrón de mierda, hijo de la gran puta.
Se me acercó, como yo quería, y me puso una mano en el hombro. Le grité a la cara con todas mis fuerzas, y en el instante de vacilación que siguió le clavé el cuchillo entre las costillas. Era estrecho y afilado, y lo metí hasta la empuñadura. El cuerpo se le tensó contra mí. Tenía los ojos abiertos por la sorpresa. Abrió y cerró la boca sin emitir sonido, y cayó al suelo mientras intentaba agarrarse al aire con las manos.
Valentine apareció de repente, arrodillado junto al cadáver.
—¿Qué has hecho? —No veía el cuchillo; había quedado oculto por el cuerpo de Aubrey.
—Matarlo, cabronazo, igual que voy a matarte a ti.
Valentine se puso en pie, empezó a decir algo, y se desencadenó el infierno. La puerta saltó en pedazos contra la pared más alejada, y un tornado irrumpió en la mazmorra.
Valentine cayó de rodillas y bajó la cabeza hasta el suelo. Estaba haciendo una reverencia. Yo me apreté contra la pared. El viento se me clavaba en la cara y me alborotaba el pelo frente a los ojos.
El ruido se atenuó y, a duras penas, conseguí mirar hacia la entrada. Nikolaos flotaba sobre el peldaño superior. El pelo le crepitaba; parecía una telaraña. La piel se le había encogido sobre los huesos y le confería un aspecto cadavérico. Los ojos le relucían con un fuego azul clarísimo. Empezó a descender, flotando con las manos extendidas.
Podía verle las venas como si fueran neones azules por debajo de la piel. Eché a correr hacia la pared opuesta, hacia el túnel que habían usado los hombres rata.
El viento me aplastó contra la pared, y entré a rastras en el túnel. La entrada era grande y oscura; el aire fresco me acarició la cara, y algo me cogió por el tobillo.
Grité. La cosa en que se había convertido Nikolaos me arrastró hacia atrás, me estrelló contra la pared y me inmovilizó las muñecas con una garra. Sentí su cuerpo en las piernas, todo huesos bajo la ropa.
Tenía los labios contraídos y enseñaba colmillos y dientes. La cabeza, prácticamente una calavera, siseó:
—¡Vas a aprender a obedecerme!
Me gritó en la cara, y yo también grité. Un grito inarticulado, como el de un animal al caer en una trampa. El corazón me palpitaba en la garganta, y no podía respirar.
—¡Nooo!
—¡Mírame! —gritó la cosa.
La miré y caí en el fuego azul de sus ojos. El fuego se abrió paso por mi mente; dolor. Sus pensamientos me cortaban como cuchillos y se llevaban partes de mí. Su ira ardía y quemaba, hasta que creí que me arrancaba la piel de la cara. Sentí como si me hurgaran en el cráneo con garras, arañando el hueso.
Cuando recuperé la visión estaba encogida contra la pared, y ella se cernía sobre mí, sin tocarme: no le hacía falta. Yo estaba temblando, y tiritaba tanto que me castañeteaban los dientes. Tenía frío, mucho frío.
—Más tarde o más temprano, reanimadora, me llamarás
ama
y lo dirás sinceramente.
De repente estaba de rodillas junto a mí. Apretó su cuerpo delgado contra el mío, mientras me sujetaba contra el suelo por los hombros. No podía moverme.
—Voy a hundirte los colmillos en el cuello —me susurró la niñita guapa al oído—, y no puedes evitarlo.
Una de sus delicadas orejas me rozó los labios. Le clavé los dientes hasta notar el sabor de la sangre. Gritó y se apartó; le bajaba un reguero por un lado del cuello.
Unas garras punzantes como cuchillas me desgarraron el cerebro; su dolor y su ira lo convertían en puré. Creo que volví a gritar, pero no oí nada. Al cabo de un rato dejé de oír por completo. Llegó la oscuridad, que se tragó a Nikolaos y me dejó sola, flotando en las tinieblas.
Desperté, cosa que, de por sí, ya fue una agradable sorpresa. Vi una luz eléctrica en el techo. Estaba viva y fuera de la mazmorra. Bueno era saberlo.
¿Por qué me resultaba sorprendente estar viva? Pasé los dedos por la tapicería áspera y nudosa del sofá en el que estaba tumbada. Encima había un cuadro: un paisaje fluvial con barcas, mulas, personas… Alguien se me acercó. Tenía una larga melena rubia, la mandíbula cuadrada y un rostro atractivo. No tan inhumanamente hermoso como me había resultado anteriormente, pero aun así atractivo. Supongo que hay que ser muy guapo para hacer
striptease
.
—Robert —grazné con voz ronca.
—Tenía miedo de que no despertaras antes del amanecer. —Se puso de rodillas junto a mí—. ¿Te duele mucho?
—¿Dónde…? —Carraspeé y recuperé el habla parcialmente—. ¿Dónde estoy?
—En el despacho de Jean-Claude, en el Placeres Prohibidos.
—¿Quién me ha traído?
—Nikolaos. Ha dicho: «Aquí tienes a la puta de tu amo». —Vi cómo tragaba saliva. Me recordó algo, pero no supe qué.
—¿Sabes lo que ha hecho Jean-Claude? —pregunté.
—Mi amo te puso la segunda marca —contestó Robert—. Cuando hablo contigo, hablo con él. —¿Lo decía en sentido figurado o literal? En realidad, prefería no saberlo—. ¿Cómo te encuentras?
Y había algo en su modo de preguntarlo que significaba que no debería encontrarme bien. Me dolía el cuello. Me lo toqué: sangre seca.
Cerré los ojos, pero no me sirvió de nada. Un sonido leve, muy parecido a un sollozo, se me escapó de la garganta. Tenía la imagen de Phillip grabada a fuego. La sangre que brotaba de su cuello, la carne rosada desgarrada… Sacudí la cabeza y probé a respirar profunda y lentamente. No me sirvió de nada.
—Servicio —dije.