Edward estaba en el asiento del acompañante con la metralleta en el regazo. Por primera vez desde que lo conocía, parecía alterado, incluso asustado.
—¿Vas a dormir con esa metralleta? —le pregunté.
—¿Y tú? —Me miró—. ¿Vas a dormir con la pistola?
Un punto para Edward. Tomé las curvas cerradas del camino de acceso tan deprisa como me atreví. Mi Nova no estaba pensado para maniobras rápidas, y no me pareció muy buena idea tener un accidente en aquel cementerio justo entonces. Los faros iluminaban las lápidas, pero no había ningún movimiento. Ni un algul a la vista.
Me llené los pulmones y dejé escapar el aire. Habían intentado matarme dos veces en otros tantos días. Sinceramente, prefiero los tiros.
Viajamos sin decir nada durante un buen rato. Fue Edward quien interrumpió la relativa calma del zumbido de las ruedas.
—Creo que no deberíamos volver a tu piso —dijo.
—Estoy de acuerdo.
—Puedes venir a mi hotel, a no ser que tengas otro lugar adonde prefieras ir.
¿Adónde podía ir? ¿A casa de Ronnie? No quería volver a ponerla en peligro. ¿Qué otras vidas podía arriesgar? Casi mejor ninguna, excepto la de Edward; él podía con ello, quizá hasta mejor que yo.
Las vibraciones del busca, que llevaba en el cinturón, se extendieron por todo mi abdomen. Odiaba llevarlo en modo silencioso; el puto trasto siempre me asustaba cuando se ponía en marcha.
—¿Qué coño te ha pasado? —Dijo Edward—. Has pegado un salto como si te hubieran mordido.
Apreté el botón del busca, para que se estuviera quieto y para ver quién había llamado. La pantalla se iluminó brevemente.
—Me han llamado al busca, y se ha puesto a vibrar.
—No vas a llamar al trabajo —dijo, mirándome. Hizo que sonara casi como una orden.
—No te pongas plasta, Edward, que no estoy para gaitas.
Lo oí suspirar, pero ¿qué podía decir? Estaba conduciendo yo. A menos que sacara la pistola y secuestrara el coche, tendría que ir adonde yo decidiera. Tomé la siguiente salida y encontré una cabina telefónica, junto a una tienda de esas que abren hasta las tantas. Estaba completamente iluminada y me hacía resultar un blanco fácil, pero después de los algules necesitaba luz.
Edward me observó bajar del coche con la cartera en la mano. No me acompañó para cubrirme. Pues bueno; tenía mi pistola. Si quería hacer pucheros, allá él.
Llamé al trabajo. Respondió Craig, el secretario de noche.
—Reanimators, Inc., buenas noches.
—Hola, Craig, soy Anita. ¿Qué pasa?
—Ha llamado Irving Griswold. Quiere que le devuelvas la llamada inmediatamente o no hay reunión. Ha dicho que tú lo entenderás. ¿Lo entiendes?
—Sí. Gracias, Craig.
—Suenas fatal.
—Buenas noches, Craig. —Colgué el teléfono. Me sentía cansada y atontada, y me dolía la garganta. Quería quedarme hecha un ovillo en un lugar oscuro y tranquilo durante una semana…, pero llamé a Irving.
—Soy yo —dije.
—Pues ya era hora. ¿Sabes los quebraderos de cabeza que me ha costado organizar esto? Y casi te lo pierdes.
—Si no dejas de cotorrear, aún puedo perdérmelo. Dime dónde y cuándo. —Me lo dijo. Si nos dábamos prisa, podíamos llegar—. ¿Por qué todo el mundo se empeña en hacerlo todo esta noche? —añadí.
—Oye, si no quieres ir, tú misma.
—Está siendo una noche muy, muy larga, así que no me toques los cojones.
—¿Estás bien?
Qué pregunta mas estúpida.
—No del todo, pero sobreviviré.
—Si estás herida, intentaré aplazar la reunión, pero no puedo prometerte nada. Fue tu mensaje lo que lo convenció para verte.
Apoyé la frente en el metal de la cabina.
—Allí estaré, Irving.
—Yo no. —Parecía muy indignado—. Una de las condiciones ha sido que nada de periodistas ni de policía.
No tuve más remedio que sonreír. Pobre Irving; se perdía toda la fiesta. Por otro lado, aquella noche no lo habían atacado los algules y no había estado a punto de volar por los aires. Quizá debiera reservarme la compasión para mí.
—Gracias, Irving, te debo una.
—Unas cuantas —dijo—. Ten cuidado; no sé en qué te has metido esta vez, pero parece gordo.
Saltaba a la vista que intentaba sonsacarme.
—Buenas noches, Irving. —Colgué antes de que pudiera hacerme más preguntas.
Marqué el número de Dolph. No sé por qué no podía esperar hasta la mañana, pero aquella noche había estado a punto de morir. Si moría, quería que alguien persiguiera a Zachary.
Dolph respondió al sexto timbrazo, con la voz pastosa por el sueño.
—¿Sí?
—Soy Anita Blake.
—¿Qué pasa? —De repente sonó casi alerta.
—Sé quién es el asesino.
—Dime.
Se lo dije. Tomó notas e hizo preguntas. La más importante llegó al final.
—¿Puedes demostrar algo de esto?
—Puedo demostrar que lleva un
gris-gris
. Puedo declarar que me hizo una confesión. Ha intentado matarme; eso sí que lo he presenciado personalmente.
—Va a costar vendérselo a un jurado o a un juez.
—Ya lo sé.
—Intentaré averiguar algo más.
—Casi tenemos un caso claro contra él, Dolph.
—Cierto, pero todo depende de que te mantengas viva para declarar.
—Sí, tendré cuidado.
—Ven mañana y haz una declaración oficial.
—Iré.
—Buen trabajo.
—Gracias —dije.
—Buenas noches, Anita.
—Buenas noches, Dolph.
Volví al coche.
—Tenemos una reunión con los hombres rata en tres cuartos de hora.
—¿Por qué es tan importante? —preguntó.
—Porque creo que pueden ayudarnos a entrar en la guarida de Nikolaos. No conseguiríamos llegar hasta ella por la puerta principal. —Puse el coche en marcha y lo llevé a la carretera.
—¿A quién más has llamado? —preguntó.
De modo que sí que había estado vigilando.
—A la policía.
—¿Qué?
A Edward no le ha gustado nunca tratar con la poli. Qué cosas.
—Si Zachary consigue matarme, quiero que haya alguien que se encargue de él.
—Háblame de Nikolaos —dijo al cabo de unos instantes.
—Es un monstruo —dije encogiéndome de hombros—, una puta sádica de más de mil años.
—Me muero por conocerla.
—Pues mira por dónde, puede que mueras por conocerla.
—Ya hemos matado a otros maestros vampiros, Anita. Sólo es una más.
—No. Nikolaos tiene más de mil años. No creo que nada me haya dado tanto miedo en toda mi vida.
Se quedó en silencio, con un gesto inexpresivo.
—¿Qué piensas? —pregunté.
—Que me encantan los desafíos. —Sonrió, con una sonrisa enorme y hermosa. Mierda. La Muerte había vislumbrado un objetivo digno de él, la mayor presa de todas. No le tenía miedo, pero debería.
No hay muchos lugares abiertos a la una y media de la mañana, pero Denny's es uno de ellos. Se me hacía rara la idea de reunirme con los hombres rata delante de un café y unos bollos. ¿No deberíamos vernos en un callejón oscuro? No es que me quejara, de verdad. Sólo que me parecía… curioso.
Edward entró antes para asegurarse de que no fuera otra trampa. Si se sentaba a una mesa, el sitio era seguro; si volvía a salir, no. Sencillo. Aún no lo conocía nadie. Mientras no estuviera conmigo, podía ir adonde quisiera sin que nadie intentara matarlo. Hay que joderse. Empezaba a entrarme complejo de María Tifoidea.
Edward se sentó a una mesa. Todo iba bien. Me sumergí en la luz intensa y la comodidad artificial del restaurante. La camarera se acercó. Tenía unas ojeras pronunciadas, muy bien disimuladas por una espesa capa de corrector, que las dejaba rosáceas. Más allá, un hombre se acercaba también, con la mano levantada y flexionando el dedo, como si quisiera pedir algo.
—Me están esperando —le dije a la camarera—. Gracias.
El restaurante solía estar tirando a vacío los lunes por la noche o, mejor dicho, los martes por la mañana. Había dos hombres sentados a una mesa, frente a la del que había hecho señas. Tenían una pinta normal, pero el aire de su alrededor parecía crepitar con una sensación de energía contenida. Cambiaformas. Habría apostado la vida, y puede que eso fuera justo lo que estaba haciendo.
Una pareja, hombre y mujer, estaba sentada en la esquina opuesta. Estaba segura de que también eran cambiaformas.
Edward ocupaba una mesa cerca de ellos, pero no demasiado cerca. También tenía experiencia como cazador de cambiaformas y sabía identificarlos.
Cuando pasé junto a la mesa, uno de los hombres levantó la vista. Me miró con unos ojos marrones muy oscuros, casi negros. Tenía las facciones cuadradas y era delgado, de constitución menuda; vi cómo se le movían los músculos de los brazos cuando juntó las manos bajo la barbilla para mirarme. Le devolví la mirada, pasé de largo y me acerqué a la mesa donde estaba sentado el rey de las ratas.
Era alto, al menos uno ochenta, de piel oscura, cabello corto, tupido y negro, y ojos marrones. Tenía la cara delgada y arrogante, con unos labios casi demasiado blandos para la expresión altanera con que me miró. Era un moreno atractivo, inconfundiblemente mexicano, y su desconfianza era palpable en el aire.
Me senté frente a él. Respiré profundamente para tranquilizarme y lo miré.
—He recibido tu mensaje. ¿Qué quieres? —preguntó con voz suave pero grave, sin rastro de acento.
—Quiero que nos lleves a mí y al menos a un hombre a los túneles que hay bajo el Circo de los Malditos.
—¿Por qué iba a hacer eso? —Había fruncido el ceño, y entre los ojos se le marcaron unas arrugas finas.
—¿Quieres liberar a los tuyos de la influencia del ama? —Asintió sin dejar de fruncir el ceño. Lo estaba convenciendo—. Llévanos a la entrada de la mazmorra, y yo me ocuparé del resto.
—¿Por qué debería confiar en ti? —preguntó juntando las manos en la mesa.
—No soy cazarrecompensas. Nunca le he hecho nada a ningún cambiaformas.
—No podremos luchar a tu lado si te enfrentas a ella. Ni siquiera yo puedo. Tiene el poder de convocarme. No respondo, pero lo percibo. Puedo impedir que las ratas menores y los míos la ayuden contra ti, pero eso es todo.
—Basta con que nos lleves adentro. Nosotros nos encargamos del resto.
—¿Tan segura estás?
—Estoy dispuesta a jugarme la vida —afirmé.
Se llevó los dedos a los labios, con los codos apoyados en la mesa. La marca grabada a fuego seguía allí, aun en forma humana: una corona tosca de cuatro puntas.
—Os ayudaré a entrar —dijo.
—Gracias —dije sonriendo.
—Ahórrate las gracias hasta que logres salir viva —dijo mirándome fijamente.
—Trato hecho. —Le tendí la mano. Tras dudar un momento, me la estrechó.
—¿Quieres esperar unos días? —preguntó.
—No —dije—. Quiero entrar mañana.
—¿Estás segura? —preguntó, ladeando la cabeza.
—¿Por qué? ¿Hay algún problema?
—Estás herida. ¿No sería mejor esperar a haberte curado?
Tenía unas cuantas magulladuras y me dolía el cuello, pero…
—¿Cómo lo sabes?
—Hueles como si esta noche te hubiera rondado la muerte.
Lo miré fijamente. Irving nunca hace gala de sus poderes sobrenaturales. No digo que no los tenga, pero se esfuerza mucho por parecer humano; aquel hombre, no.
—Gajes del oficio —dije con un suspiro.
Asintió.
—Te llamaremos para decirte la hora y el lugar.
Me levanté. Él siguió sentado. No parecía que hubiera nada más que decir, de modo que me fui.
Al cabo de unos diez minutos, Edward se sentó a mi lado en el coche.
—Ahora, ¿qué? —preguntó.
—Dijiste no sé qué de tu hotel, ¿no? Voy a dormir mientras pueda.
—¿Y mañana?
—Salimos de la ciudad y me enseñas a usar la escopeta.
—¿Y después? —preguntó.
—Vamos a por Nikolaos —dije.
—Qué bien. —Soltó un suspiro tembloroso, casi una risa.
¿Qué bien?
—Me alegra ver que alguien disfruta con todo esto.
—Me encanta mi trabajo —dijo con una sonrisa.
No pude evitar sonreír. Lo cierto era que a mí también me encantaba el mío.
Durante el día aprendí a usar la escopeta, y por la noche fui a hacer espeleología con los hombres rata.
La cueva estaba a oscuras. Me sujeté el casco, como buscando protección de la negrura absoluta, pero no vi nada, salvo las caprichosas manchas blancas que se inventa la retina cuando no hay luz. Llevaba un casco con linterna, pero en aquel momento estaba apagada; los hombres rata habían insistido. Estaba rodeada de sonidos. Gritos, gemidos, crujir de huesos y un curioso chirrido como el de un cuchillo que se desclavara de la carne. Los hombres rata estaban cambiando de forma humana a animal. Sonaba como si les doliera mucho. Me habían hecho jurar que no encendería la luz hasta que me avisaran.
En mi vida había tenido tantas ganas de ver nada. No podía ser tan terrible. ¿O sí? Pero una promesa es una promesa. Sonaba como el elefante
Horton
: «Una persona siempre es una persona, por pequeña que sea». ¿Qué coño hacía en mitad de una cueva a oscuras, rodeada de hombres rata, citando al doctor Seuss y con intenciones de matar a una vampira de mil años? Vaya semana más rara estaba teniendo.
—Podéis encender —dijo Rafael, el rey de las ratas.
No me lo pensé dos veces. Mis ojos parecieron absorber la luz, impacientes por ver. Los hombres rata estaban en grupos pequeños en un túnel ancho y de techo plano. Eran diez; los había contado cuando tenían forma humana. En aquel momento, los siete hombres estaban cubiertos de pelo y llevaban vaqueros cortados; dos se habían puesto también camisetas holgadas. Las tres mujeres llevaban vestidos amplios, como de premamá; sus ojos centelleaban como botones negros. Y todos ellos eran peludos.
Edward se situó junto a mí. Miraba fijamente a los cambiaformas, con expresión distante e inescrutable. Le toqué el brazo. Le había dicho a Rafael que no era cazarrecompensas, pero Edward sí lo era, en ocasiones. Esperaba no haberlos puesto en peligro.
—¿Estáis listos? —preguntó Rafael. Era el mismo hombre rata esbelto y negro que yo recordaba.
—Sí —dije. Edward asintió.
Los hombres rata, erguidos sobre dos patas en el suelo de piedra desgastado, se dispersaron.