Robert me llevó. Entré, me arrodillé en el suelo frío y vomité hasta que me sentí vacía y no salía nada más que bilis. A continuación me acerqué al lavabo y me mojé la boca y la cara con agua fría. Me miré en el espejo; los ojos parecían negros, no marrones, y la piel tenía un aspecto enfermizo. Estaba hecha una mierda y me sentía peor aún.
Y en el lado derecho del cuello tenía el origen de todos mis males. No las marcas de Phillip, que se estaban cicatrizando, sino marcas de colmillos. Marcas pequeñas, diminutas. Nikolaos me había… contaminado, para demostrar que podía dañar a la sierva humana de Jean-Claude. Había demostrado lo dura que era, desde luego. Muy dura.
Phillip estaba muerto. Muerto. Podía pensarlo, pero ¿podría decirlo en voz alta? Decidí intentarlo.
—Phillip está muerto —le dije a mi imagen.
Hice un ovillo con la toalla de papel marrón y la metí en la papelera metálica. No bastó para ahogar mi rabia. Grité y empecé a darle patadas a la papelera, una y otra vez, hasta que cayó al suelo y se derramó el contenido.
—¿Qué te pasa? —preguntó Robert asomándose por la puerta.
—¿A ti qué te parece? —grité.
—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó, vacilando en la entrada.
—¡Ni siquiera fuiste capaz de impedir que se llevaran a Phillip!
Se echó hacia atrás como si le hubiera pegado.
—Hice lo que pude.
—¡Pues no fue gran cosa! —Seguía gritando enloquecida. Caí de rodillas y sentí que la rabia me ahogaba y se me empezaba a derramar por los ojos—. ¡Vete!
—¿Estás segura? —preguntó dubitativo.
—¡Fuera de aquí!
Cerró la puerta al salir. Yo me senté en el suelo, acurrucada en posición fetal, lloré y grité. Cuando tuve el corazón tan vacío como el estómago, me sentí triste y vencida.
Nikolaos había matado a Phillip y me había mordido para demostrar lo poderosa que era. Seguro que pensaba que me estaba cagando por las patas abajo. Y tenía razón, pero resulta que dedico la mayor parte de las horas de vigilia a enfrentarme a lo que me da miedo y destruirlo. Una maestra vampira de mil años era apuntar muy alto, pero una chica ha de tener ambiciones.
El local estaba oscuro y en silencio. Estaba sola, y ya debía de haber amanecido. Reinaba la tranquilidad, con ese silencio expectante que se adueña de los edificios cuando se va la gente. Como si, al marcharnos, el edificio adquiriera una vida propia de la que podría disfrutar si lo dejáramos en paz. Sacudí la cabeza e intenté concentrarme, sentir algo. Sólo quería irme a casa e intentar dormir. Y a ser posible, no soñar.
En la puerta había una nota adhesiva de color amarillo. Ponía: «Tus armas están detrás de la barra. El ama también las ha traído. Robert».
Me puse las pistolas y los cuchillos. Faltaba el que había usado con Winter y Aubrey. ¿Habría matado a Winter? Quizá. ¿Habría matado a Aubrey? Ojalá. Normalmente, sólo los maestros vampiros pueden sobrevivir a una herida en el corazón, pero nunca había hecho la prueba con un cadáver ambulante de quinientos años. Si le sacaban el cuchillo, quizá fuera bastante resistente para sobrevivir. Tenía que avisar a Catherine. ¿Y qué le diría? ¿«Sal de la ciudad: un vampiro va a ir a por ti»? Dudaba que me creyera. Mierda.
Salí a la luz mortecina del amanecer. La calle estaba vacía y se respiraba un agradable aire matutino. El calor no había tenido tiempo de instalarse; casi hacía fresco. ¿Dónde tendría el coche? Oí unos pasos.
—No te muevas —dijo una voz al instante—. Te estoy apuntando con una pistola.
—Buenos días, Edward. —Levanté las manos sin necesidad de que me lo pidiera.
—Buenos días, Anita. Quédate muy quieta, por favor. —Estaba justo detrás de mí, clavándome la pistola en la espalda. Me registró a conciencia, de los pies a la cabeza. Edward es minucioso; es uno de los motivos por los que sigue con vida. Se separó de mí—. Ya puedes volverte.
Tenía la Firestar en el cinturón, y la Browning, sin empuñar, en la mano izquierda. No sé dónde había metido los cuchillos. Me dedicó su sonrisa jovial y encantadora, mientras me apuntaba al pecho sin ningún tipo de titubeo.
—Basta de jugar al escondite. ¿Dónde está esa tal Nikolaos? —me preguntó.
Respiré profundamente. Pensé en acusarlo de ser el asesino de vampiros, pero no parecía un buen momento. Quizá más tarde, cuando no me estuviera apuntando con una pistola.
—¿Puedo bajar los brazos? —pregunté. Asintió brevemente. Bajé los brazos muy despacio—. Quiero dejar clara una cosa, Edward. Voy a darte la información, pero no porque me des miedo, sino porque hay que acabar con ella. Y quiero entrar.
Se le ensanchó la sonrisa, y los ojos le brillaron de placer.
—¿Qué pasó anoche?
Aparté la vista hacia la acera y, a continuación, me enfrenté a sus ojos azules.
—Ordenó que mataran a Phillip —dije.
—Continúa. —Me observaba detenidamente.
—Me mordió. Creo que pretende convertirme en su sierva.
Se guardó la pistola en una funda de sobaco, se me acercó y me hizo girar la cabeza para ver mejor el mordisco.
—Tienes que limpiarte esto, pero te va a doler de cojones.
—Ya lo sé. ¿Puedes ayudarme?
—Claro. —Se le suavizó la sonrisa—. Y yo que venía dispuesto a sacarte la información por las malas… Vas y me pides que te ayude a echarte ácido en una herida.
—Agua bendita —puntualicé.
—Arderá igual.
Lo malo es que tenía razón.
Estaba sentada con la espalda apoyada en la fresca loza de la bañera. Tenía la camiseta empapada y pegada al cuerpo. Edward estaba de rodillas a mi lado, con un frasco medio vacío de agua bendita en la mano. Íbamos por el tercer frasco, y sólo había vomitado una vez. Con un par.
Al principio me había apoyado en el borde del lavabo, pero no había durado mucho allí: pegué botes, gemí, aullé y llamé de todo a Edward. No me lo tuvo en cuenta.
—¿Qué tal estás? —preguntó. Tenía el gesto tan inexpresivo que era imposible saber si disfrutaba o no.
—Como si me hubieran clavado un cuchillo al rojo en el cuello —dije con una mirada asesina.
—¿Quieres parar y descansar un poco?
—No. —Respiré profundamente—. Quiero limpiarme esto, Edward. Hasta el final.
Sacudió la cabeza y casi sonrió.
—Ya sabes que esto se suele hacer a lo largo de varios días.
—Sí —dije.
—¿Pero tú lo quieres de golpe, en una sesión maratoniana? —Me miraba muy fijamente, como si la pregunta fuera más importante de lo que parecía.
Aparté la vista de aquellos ojos intensos. No me apetecía que nadie me mirase en aquel momento.
—No tengo más remedio. Necesito que esta herida esté limpia antes de que anochezca.
—Porque Nikolaos volverá a buscarte —dijo.
—Sí.
—Y si no te has purificado la primera herida, tendrá control sobre ti.
—Sí —dije con un suspiro profundo y tembloroso.
—Por mucho que limpiemos el mordisco, si es tan poderosa como dices, quizá sea capaz de llamarte.
—Es tan poderosa como digo y más. —Me froté las manos en los vaqueros—. ¿Temes que pueda volverme contra ti aunque limpiemos el mordisco? —Lo miré con la esperanza de interpretar su expresión.
—Ser cazador de vampiros entraña riesgos. —Seguía mirándome fijamente.
—Eso no significa que no —dije.
—Y tampoco significa que sí —repuso con una rápida sonrisa.
Genial. Edward tampoco estaba seguro.
—Echa un poco más, antes de que pierda el valor.
—Tú nunca pierdes el valor. —Amplió la sonrisa, y le brillaron los ojos—. Puede que pierdas la vida, pero no el valor. —Lo decía como un cumplido.
—Gracias.
Me puso una mano en el hombro y aparté la cara. El corazón me oprimió la garganta, hasta que no oí nada más que el pulso de la sangre en la cabeza. Quería huir, liarme a golpes contra algo, gritar, pero tenía que quedarme allí sentada y soportar aquello. Odio las situaciones de ese tipo. Cuando era pequeña siempre hacían falta dos personas como mínimo para ponerme una inyección: una manejaba la jeringuilla y la otra me sujetaba.
En aquel caso me sujetaba yo sola. Si Nikolaos volvía a morderme, probablemente podría obligarme a hacer todo lo que quisiera. Incluso matar. Lo había visto antes, con un vampiro que era un chiste comparado con el ama.
El agua me corrió por la piel y alcanzó la marca del mordisco como oro fundido, abrasándome todo el cuerpo. Se abría paso a través de la piel y los huesos; me estaba destrozando. Me estaba matando. Grité. No pude evitarlo. Demasiado dolor. No podía huir. Tenía que gritar.
Estaba tendida en el suelo, sintiendo su frío en la mejilla, respirando con jadeos breves y ansiosos.
—Respira más despacio, Anita. Estás hiperventilando. Respira de forma lenta y relajada o te desmayarás.
Abrí la boca y respiré profundamente; el aire me siseó y gimió en la garganta. Me estaba asfixiando. Tosí y me esforcé por respirar. La cabeza me daba vueltas, y estaba algo mareada cuando conseguí llenarme los pulmones, pero no me había desmayado. Tropecientos puntos para mí.
Edward casi tuvo que tumbarse en el suelo para acercar la cara.
—¿Me oyes?
—Sí —acerté a decir.
—Vale. Voy a intentar poner la cruz sobre el mordisco. ¿Te parece bien o es demasiado pronto?
Si no habíamos purificado la herida con suficiente agua bendita, la cruz me quemaría y tendría una cicatriz más. Ya había sido valiente más allá del deber, y no podía más. Abrí la boca para decir que no, pero me traicionó el subconsciente.
—Venga —dije. Mierda, iba a ser valiente.
Me apartó el pelo del cuello. Me quedé tumbada en el suelo y apreté los puños, tratando de prepararme. Aunque no hay preparación que valga para recibir un hierro candente en el cuello. La cadena se deslizó con un susurro entre los dedos de Edward.
—¿Estás lista?
No.
—Hazlo de una vez, joder.
Lo hizo. Me apretó la cruz contra la piel: metal frío, nada de quemaduras, nada de humo ni de nuevas cicatrices, nada de dolor. Estaba limpia, al menos tanto como al principio.
Edward me puso el crucifijo frente a la cara. Me aferré a él y lo apreté hasta que me tembló la mano. No tardó mucho. Las lágrimas me afloraron a los ojos. No estaba llorando, de verdad. Estaba agotada.
—¿Puedes sentarte? —preguntó Edward.
Asentí; me obligué a incorporarme y me apoyé en la bañera.
—¿Puedes levantarte? —preguntó.
Lo pensé y decidí que no; no creía que pudiera. Estaba débil y temblorosa, y sentía náuseas.
—Sin ayuda, no.
Edward se arrodilló a mi lado, me pasó un brazo por las axilas y otro bajo las rodillas, y me levantó. Se puso en pie con un movimiento fluido, sin esfuerzo.
—Déjame en el suelo —dije.
—¿Qué? —preguntó, mirándome.
—No soy una cría. No quiero que me lleves en brazos.
—Vaaale —dijo con un suspiro. Me puso en pie y me soltó. Me tambaleé contra la pared y me deslicé hasta el suelo. Las lágrimas habían vuelto; mierda. Me quedé sentada en el suelo, llorando, demasiado débil para ir andando del baño a la cama. ¡Dios!
Edward se quedó de pie, mirándome con una expresión neutra e inescrutable como la de un gato.
—¡Odio sentirme indefensa! ¡Lo odio! —La voz me salió casi normal, sin rastros de llanto.
—Eres una de las personas menos indefensas que conozco —dijo Edward. Volvió a agacharse a mi lado, se pasó mi brazo derecho por los hombros, me sujetó por la muñeca y me rodeó la cintura con el otro brazo. La diferencia de altura hacía que resultara un poco incómodo, pero se las apañó para hacerme creer que llegaba andando hasta la cama.
Tenía un montón de pingüinos de peluche apoyados en la pared. Edward no los había sacado a relucir, y si él no los mencionaba, yo tampoco. ¿Quién sabe? Igual la Muerte dormía con un osito. Ya.
Las cortinas seguían cerradas, y la habitación, en su penumbra habitual.
—Descansa. Montaré guardia y me ocuparé de que ningún monstruo te haga nada.
Lo creí.
Llevó el sillón blanco al dormitorio y lo colocó contra la pared, cerca de la puerta. Se ajustó la funda de sobaco y dejó la pistola preparada. Antes de subir había sacado del coche una bolsa de deporte. La abrió y extrajo algo que parecía una metralleta en miniatura. No sabía demasiado de armas automáticas, y sólo se me ocurrió pensar en una Uzi.
—¿Qué tipo de arma es?
—Una Uzi pequeña.
Hala, lo había adivinado a la primera. Sacó el cargador y me enseñó cómo se llenaba, dónde estaba el seguro y toda la pesca, como si fuera un coche nuevo. Se sentó en el sillón con la metralleta en las rodillas.
—No dispares contra los vecinos, ¿vale? —conseguí decirle, aunque se me estaban cerrando los ojos.
—Lo intentaré. —Creo que sonrió.
Asentí.
—¿Eres el asesino de vampiros?
—Duérmete, Anita —dijo con una sonrisa radiante y cautivadora.
Cuando estaba al borde del sueño oí una voz suave y distante.
—¿Dónde se oculta Nikolaos durante el día? —me preguntó.
Abrí los ojos e intenté enfocar la vista. Seguía sentado en el sillón, inmóvil.
—Estoy agotada, Edward, no lela.
Su risa burbujeó a mí alrededor mientras me dormía.
Jean-Claude estaba sentado en el trono de madera. Me sonrió y me tendió una mano de dedos largos.
—Ven —dijo.
Yo llevaba un vestido largo de encaje blanco. Nunca había tenido un sueño en el que llevara ropa como esa. Levanté la vista hacia Jean-Claude; lo había elegido él. El miedo me atenazó la garganta.
—Este sueño es mío —dije.
—Ven —dijo tendiéndome las dos manos.
Y fui hacia él. El vestido rozaba las piedras con un rumor continuo, y me ponía los nervios de punta. De repente, me encontré ante el vampiro. Levanté las manos hacia las suyas, lentamente. No debería. Era una pésima idea, pero no me podía contener.
Me cogió las manos y me arrodillé ante él. Me llevó las manos hasta el encaje que se le derramaba por la parte delantera de la camisa, me llenó las manos con él, apretó con fuerza y rasgó la camisa de un tirón.
Tenía un pecho terso y pálido, con algo de vello negro que formaba una línea en el centro. Se le espesaba en el estómago, increíblemente negro sobre la blancura del abdomen. La cicatriz de la quemadura, lisa y reluciente, estaba fuera de lugar en la perfección de su cuerpo.