Placeres Prohibidos (30 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Placeres Prohibidos
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—Hummm, no miente. Y aun así, sé que no es cierto. —Su voz me envolvió, cálida y densa, poderosa.

—¡Trampa! —Sacudí la cabeza—. Ha usado sus poderes para sondearme la mente. Muy mal.

—Yo controlo mi Iglesia, señorita Blake —dijo encogiéndose de hombros y abriendo las manos—. Nadie de aquí cometería la acción de la que nos acusa.

—Anoche atacaron con porras una fiesta de
freaks
. Hubo heridos. —La última parte era una suposición.

—Una pequeña facción de nuestros seguidores sigue recurriendo a la violencia —dijo con el ceño fruncido—. Las fiestas de
freaks
, como usted las llama, son abominaciones, y hay que acabar con ellas, pero siempre por la vía legal. Es lo que les digo a mis seguidores.

—Pero ¿los castiga cuando lo desobedecen? —pregunté.

—No soy un policía ni un sacerdote que tenga que imponer castigos. No son niños; son dueños de sí mismos.

—Sí, claro.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—Que es un maestro vampiro. Ninguno de ellos puede oponerse a su voluntad. Harán todo lo que quiera.

—No utilizo los poderes mentales con mi congregación.

Sacudí la cabeza. Su poder me subía por los brazos como una ola fría. Ni siquiera lo hacía a propósito; sólo rezumaba. ¿Se daba cuenta? ¿Podía ser accidental, realmente?

—Tuvo una reunión dos días antes del primer crimen.

—Tengo muchas reuniones. —Sonrió con cuidado de no enseñar los colmillos.

—Ya lo sé; está muy solicitado, pero seguro que se acuerda de esta. Contrató a un hombre para que matara vampiros. —Le observé la cara, pero era demasiado bueno. Hubo un destello en sus ojos, tal vez de inquietud; pero desapareció, y la seguridad regresó a su mirada azul y brillante.

—Señorita Blake, ¿por qué me está mirando a los ojos?

—Si no intenta hechizarme, no pasa nada —respondí encogiéndome de hombros.

—He intentado convencerla de ello varias veces, pero prefería la… seguridad. En cambio, ahora me mira directamente. ¿Por qué?

Se acercó a mí tan deprisa que lo vi borroso. Saqué la pistola, sin pensarlo. Es lo que tiene el instinto.

—Vaya —dijo.

Lo miré fijamente, dispuesta a encajarle una bala en el pecho si daba un paso más.

—Tiene al menos la primera marca, señorita Blake. La ha tocado un maestro vampiro. ¿Quién?

Solté aire en un largo suspiro. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración.

—Es una larga historia.

—La creo. —De repente estaba otra vez junto a la puerta, como si no se hubiera movido nunca. Tenía que reconocer que era bueno.

—Contrató a un hombre para que matara a los vampiros que van a las fiestas —dije.

—No —contestó.

Siempre me pone nerviosa que alguien se quede como si nada cuando lo estoy apuntando con una pistola.

—Pero contrató a un asesino.

—Supongo que no esperará que reconozca nada parecido, ¿verdad? —dijo encogiéndose de hombros con una sonrisa.

—Supongo que no. —Qué diablos, podía preguntárselo—. ¿Tienen alguna relación usted o su Iglesia con los asesinatos de vampiros?

Casi se echó a reír. No me extraña. Nadie en su sano juicio habría contestado que sí, pero a veces se pueden deducir cosas por la forma en que una persona niega algo. La mentira que se escoge puede ser casi tan reveladora como la verdad.

—No, señorita Blake.

—Contrató a un asesino. —Hice que sonara como una afirmación.

Se le desdibujó la sonrisa. Me miró fijamente, y su presencia me cosquilleó la piel como un enjambre.

—Señorita Blake, creo que ya va siendo hora de que se vaya.

—Un hombre ha intentado matarme hoy.

—No veo cómo puede ser culpa mía.

—Tenía dos marcas de mordiscos en el cuello. —De nuevo aquel destello en los ojos. ¿Incomodidad? Puede—. Me estaba esperando a la entrada de su iglesia. Me he visto obligada a matarlo en los escalones. —Una pequeña mentira, pero no quería involucrar más a Ronnie.

Tenía el ceño fruncido, y un reguero de ira se propagó como el fuego por la habitación.

—No lo sabía, señorita Blake. Lo investigaré.

Bajé la pistola, pero no la guardé. Sólo se puede apuntar a alguien durante cierto tiempo. Si no tiene miedo, y si nadie va a atacar, queda bastante ridículo.

—No sea demasiado duro con Bruce. No reacciona muy bien ante la violencia.

Malcolm se enderezó, estirándose la americana. ¿Un gesto nervioso? Vaya, vaya. Había puesto el dedo en la llaga.

—Lo investigaré, señorita Blake. Si era miembro de nuestra iglesia, le debemos una humilde disculpa.

¿Qué podía decirle? ¿Gracias? No parecía apropiado.

—Sé que contrató a un asesino, y eso no es buena publicidad para su iglesia. Creo que está detrás de los crímenes. Puede que tenga las manos limpias, pero los asesinatos se cometieron con su aprobación.

—Por favor, váyase inmediatamente, señorita Blake —dijo abriendo la puerta.

—No se preocupe; ya me voy. —Crucé el umbral, aún con la pistola en la mano—. Pero eso no significa que se haya librado de mí.

—¿Sabe qué significa la marca de un maestro vampiro? —Me miraba furioso.

Lo pensé un momento y no supe qué contestar. La verdad.

—No.

—Ya lo descubrirá, señorita Blake. —Puso una sonrisa capaz de helar el corazón—. Si le resulta difícil de sobrellevar, recuerde que estamos aquí para ayudarla. —Me cerró la puerta en las narices. Con suavidad.

—¿Y eso qué significa? —le susurré a la puerta. No me contestó.

Guardé la pistola y vi una puertecita con el rótulo
SALIDA
. La iglesia estaba iluminada débilmente, puede que con velas. Los cantos de la congregación se elevaban en el aire de la noche. No reconocí la letra, pero la música era la de «Como una ofrenda de la tarde». Capté una frase: «Viviremos eternamente, para no morir jamás».

Corrí al coche, esforzándome por no escuchar la canción. Había algo aterrador en aquellas voces que se elevaban hacia el cielo, adorando… ¿qué? ¿A sí mismas? ¿La eterna juventud? ¿La sangre? ¿Qué? Otra pregunta para la que no tenía respuesta.

Edward era el asesino. Lo que no sabía era si podría entregárselo a Nikolaos. ¿Podría entregar a otro ser humano a los monstruos, aunque fuera para salvar el pellejo? Otra pregunta sin respuesta. Diez días antes habría dicho que no, pero ya no estaba tan segura.

TREINTA Y SEIS

No quería volver al piso; Edward se presentaría aquella noche. Tendría que decirle dónde dormía Nikolaos durante el día o me sacaría la información a la fuerza. Muchas complicaciones. Además, creía que era el asesino. Demasiadas.

Lo único que se me ocurría era evitarlo. No funcionaría eternamente, pero igual tenía una revelación y daba con la forma de salir del embrollo. Vale, muy traído por los pelos, pero la esperanza es lo último que se pierde.

Puede que Ronnie me hubiera dejado algún mensaje. Algo útil. Sabe Dios que necesitaba toda la ayuda posible. Detuve el coche en una gasolinera que tenía delante una cabina telefónica. El contestador me permitía escuchar los mensajes desde fuera de casa. Quizá pudiera evitar a Edward durante toda la noche si dormía en un hotel. Ay. Si hubiera tenido alguna prueba mínimamente sólida en aquel momento, habría llamado a la policía.

—¿Anita?, soy Willie —oí después del
clic
y el rebobinado del contestador—. Han cogido a Phillip. El tipo que iba contigo. ¡Lo están haciendo picadillo! Tienes que venir… —El mensaje se detenía de golpe, como si lo hubieran interrumpido.

Se me hizo un nudo en el estómago. Empezó a sonar el segundo mensaje.

—Ya sabes quién soy. ¿Has oído el mensaje de Willie? Ven a buscarlo, reanimadora. No hará falta que amenace a tu encantador amante, ¿verdad? —La risa de Nikolaos inundó el auricular, áspera y distante.

Un chasquido, y oí la voz de Edward. Estaba llamándome en aquel momento.

—Anita, dime dónde estás. Puedo ayudarte.

—Van a matar a Phillip —dije—. Además, te recuerdo que no estás de mi parte.

—Soy lo más parecido que tienes a un aliado.

—Pues que Dios me pille confesada. —Colgué bruscamente. Phillip había tratado de defenderme la noche anterior y estaba pagando por ello.

—¡Joder! —grité.

Un hombre que iba a poner gasolina se quedó mirándome.

—¿Qué pasa? —le pregunté casi gritando. Bajó la vista y se concentró en llenar el depósito.

Me senté al volante y me quedé parada unos minutos. Estaba tan furiosa que temblaba. Sentía la tensión en la mandíbula. Joder. ¡Joder! Estaba demasiado furiosa para conducir, y a Phillip no le serviría de nada que tuviera un accidente por el camino.

Probé a respirar profundamente, pero no conseguí gran cosa. Puse la llave en el contacto.

—No corras; no te puedes permitir que te pare la policía. Calma, Anita, calma. —De vez en cuando me da por hablar sola. Me doy unos consejos cojonudos. Y a veces hasta los sigo.

Metí la marcha y salí a la carretera; con cuidado. La rabia me subía por la espalda, y me atenazaba los hombros y el cuello. Aferré el volante con demasiada fuerza y descubrí que aún no se me habían curado del todo las manos. Sentía punzadas de dolor, pero no bastaba. No había suficiente dolor en el mundo para aplacar la ira.

Estaban jodiendo a Phillip por mi culpa. Igual que a Catherine y a Ronnie. Basta. Hasta aquí llegaba. Iba a buscar a Phillip y a salvarlo como fuera, y después llevaría todo el puto asunto a la policía. Sin pruebas, sí, sin nada que sustentara mi palabra, pero tenía que hacerme a un lado antes de que alguien más resultara herido.

La rabia casi bastaba para perder de vista el miedo que sentía. Si Nikolaos estaba torturando a Phillip por lo de la noche anterior, tampoco debía de estar muy contenta conmigo. Me disponía a bajar aquellas escaleras de noche, para llegar a la guarida del ama. Visto así, no parecía algo muy inteligente. La ira empezó a disolverse bajo una oleada de miedo frío y paralizante.

—¡No! —No iba a entrar asustada. Me aferré a la ira con todas mis fuerzas. Hacía mucho tiempo que no sentía nada tan parecido al odio. Ese sí que es un sentimiento que pone a cien.

El odio se basa casi siempre en el miedo, de un modo u otro. Sí. Me envolví en rabia, con unas gotitas de odio, y en el fondo de todo ello había un núcleo helado de terror puro y duro.

TREINTA Y SIETE

El Circo de los Malditos está en un antiguo almacén. Tiene el nombre anunciado en el tejado con luces de colores, y hay unas figuras gigantescas de payasos que bailan alrededor de las palabras en una pantomima inmóvil. Si se observan los payasos detenidamente, resulta que tienen colmillos. Pero para verlo hay que fijarse mucho.

Los laterales del edificio estaban cubiertos con enormes carteles de lona plastificada, como en las antiguas barracas de feria. Uno mostraba a un hombre ahorcado:
EL CONDE ALCOURT DESAFÍA A LA MUERTE
. En otro dibujo, unos zombis salían a rastras de un cementerio:
VEA A LOS MUERTOS LEVANTARSE DE LA TUMBA
. Un dibujo muy malo representaba a un hombre a medio camino entre la forma humana y la lobuna:
FABIÁN EL HOMBRE LOBO
. Había otros anuncios y otras atracciones, pero ninguna parecía muy sana.

El Placeres Prohibidos está en la línea divisoria entre el entretenimiento y el sadismo. El Circo cruza la línea y cae por el precipicio.

Y allí me disponía a entrar. Qué alegría.

El ruido es como un golpe al entrar. Un estallido de sonidos de feria estridentes, el rumor de cientos de personas, los empujones de la multitud… Las luces chillonas destellan con cientos de colores distintos, y todos ellos hacen daño a los ojos, todos intentan llamar la atención o dar ganas de vomitar. Aunque puede que sólo fueran mis nervios.

El olor es una mezcla de algodón dulce, perritos, pestiños con canela, sorbetes, sudor y, por debajo de todo ello, un olor que pone los pelos de punta: la sangre huele como los centavos de cobre, y es un olor penetrante. La mayoría no lo identifica. Pero hay otro olor en el aire, aparte del de la sangre: el de la violencia. Ya, la violencia no huele. Pero allí siempre se nota… algo. Algo que hace pensar en habitaciones cerradas durante años y telas podridas.

Hasta entonces sólo había ido allí por asuntos policiales. Lo que habría dado por estar rodeada de uniformes en aquel momento.

La multitud se separó como el agua hendida por un barco. Winter, el musculitos, avanzaba entre la gente, que se apartaba instintivamente de su camino. Yo también me habría apartado, pero no creía que se me fuera a presentar la oportunidad.

Winter llevaba el atuendo típico del forzudo, con un estampado de rayas de cebra, y buena parte del torso al descubierto. En sus piernas se apreciaba perfectamente hasta el menor movimiento de los tendones, como si los leotardos de rayas fueran una segunda piel. Cada uno de los bíceps, sin tensar, tenía un diámetro mayor que mis dos brazos. Se detuvo delante de mí, consciente de que me intimidaba con su altura.

—¿Toda tu familia es obscenamente alta, o sólo tú? —le pregunté.

Frunció el ceño y entrecerró los ojos. No lo había pillado. En fin.

—Sígueme —dijo. Sin más palabras, giró y volvió sobre sus pasos, atravesando de nuevo la multitud.

Supongo que tenía que seguirlo como una niña obediente. Mierda. Una gran carpa azul ocupaba una esquina del almacén. La gente hacía cola delante, con la entrada en la mano.

—Casi es la hora, amigos. Saquen sus entradas y pasen. Vean al ahorcado. El conde Alcourt será ejecutado ante sus ojos.

Me había detenido a escuchar. Winter no me esperó. Por suerte, su espalda ancha y blanca no se perdía en la multitud. Tuve que correr para alcanzarlo. Odio tener que hacer eso; me siento como una niña detrás de un adulto. Pero si tener que correr un poco era lo peor que iba a pasar aquella noche, la cosa no sería tan grave.

Había una noria de tamaño natural; la parte superior, resplandeciente, llegaba casi hasta el techo. Un hombre me tendió una pelota de béisbol.

—Prueba suerte, jovencita.

No le hice ni caso. Odio que me llamen jovencita. Miré los premios que se podían ganar: animales de peluche y muñecos horribles. Los peluches eran sobre todo de depredadores: panteras achuchables, osos del tamaño de un niño, serpientes con lunares y murciélagos gigantes de colmillos hirsutos.

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