—Yo creía que las cuevas eran lugares húmedos —dije, a nadie en particular.
—La caverna Cherokee es una cueva muerta —dijo un hombre rata menudo que llevaba camiseta.
—No te entiendo.
—Las cuevas vivas tienen agua, y sus formaciones rocosas están en proceso de cambio. Las cuevas secas donde ya no crecen estalactitas ni estalagmitas se llaman cuevas muertas.
—Mira tú —dije.
Separó los labios y mostró unos dientes enormes. Creo que era una sonrisa.
—Te he dicho más de lo que querías saber, ¿no?
—No hemos venido a hacer de guías turísticos, Louie —siseó Rafael—. Cerrad el pico los dos.
Louie se encogió de hombros y avanzó delante de mí. Era el hombre que estaba con Rafael en el restaurante, el de los ojos oscuros.
Una de las mujeres tenía el pelaje casi gris. Se llamaba Lillian y era médico. Llevaba una mochila llena de instrumental. Al parecer, daban por sentado que saldríamos heridos, pero al menos esperaban que saliéramos vivos. Menos da una piedra. Yo misma empezaba a dudarlo.
Al cabo de dos horas, el techo se hizo tan bajo que ya no pude avanzar erguida. Entonces descubrí por qué nos habían dado cascos a Edward y a mí: me había dado unos mil golpes en la cabeza. Si no la llevara protegida, habría quedado fuera de juego mucho antes de ver a Nikolaos.
Las ratas parecían tener la forma idónea para avanzar por el túnel; se deslizaban y aplanaban el cuerpo con una extraña elegancia. Edward y yo no podíamos imitarlas ni de lejos.
Edward maldijo en silencio a mis espaldas: los quince centímetros que me sacaba se las estaban haciendo pasar canutas. Si a mí me dolían los riñones, a él tenían que estar matándolo. Había zonas en las que el techo se elevaba y podíamos caminar erguidos. Empecé a esperarlas con ansiedad, como si fueran bolsas de aire para un buceador.
El tipo de oscuridad cambió. Luz… Había luz delante; no mucha, pero allí estaba, parpadeando al final del túnel como un espejismo.
Rafael se agazapó a nuestro lado. Edward se sentó en la roca seca, y me uní a él.
—Ahí tenéis la mazmorra. Esperaremos aquí hasta que empiece a oscurecer. Si no habéis salido, nos iremos. Cuando Nikolaos esté muerta, os ayudaremos si podemos.
Asentí, y la luz de mi casco se movió conmigo.
—Gracias por ayudarnos.
—Os he traído a la puerta del infierno —dijo sacudiendo la cabeza estrecha y ratuna—. No tenéis nada que agradecerme.
Miré a Edward. Seguía con aquel gesto distante e inescrutable; era imposible saber si lo que acababa de decir el hombre rata lo afectaba. Por su expresión, cualquiera diría que hablábamos de la lista de la compra.
Edward y yo nos arrodillamos frente a la abertura que daba a la mazmorra. La temblorosa luz de las antorchas era casi deslumbrante después de la oscuridad. Edward empuñaba la Uzi que llevaba colgada en bandolera; yo llevaba la escopeta… y mis dos pistolas y dos cuchillos, y una Derringer, regalo de Edward, en el bolsillo de la chaqueta.
—Tiene un retroceso de la leche —me había comentado Edward al entregármela—, pero si se la pones a alguien bajo la barbilla, le volarás la puta cabeza.
Bueno era saberlo.
Fuera era de día. No debería haber ni un vampiro despierto, pero Burchard estaría allí, y si nos veía, Nikolaos se enteraría. De algún modo, lo sabría. Se me puso la piel de gallina.
Entramos a rastras, dispuestos a montar una carnicería. La habitación estaba vacía. La adrenalina me bullía en las venas, me aceleraba la respiración y hacía que se me disparara el corazón. El lugar donde habían encadenado a Phillip estaba limpio. Lo habían fregado a fondo.
Reprimí el impulso de tocar la pared donde había estado él.
—Anita. —Edward me llamó en voz baja desde la puerta. Corrí hacia él—. ¿Qué pasa? —me preguntó.
—Aquí fue donde mató a Phillip.
—Concéntrate en el trabajo. No quiero morir porque tengas la cabeza en otro lado.
Noté crecer la ira, pero me la tragué. Tenía razón.
Edward tanteó la puerta, y se abrió; si no había prisioneros, no había necesidad de cerrarla. Me situé a la izquierda, y él, a la derecha. El pasillo estaba vacío.
Me sudaban las manos en la escopeta. Edward encabezó la marcha por el lado derecho del pasillo, y lo seguí a la guarida del dragón, aunque no me sentía como un caballero. Se me habían acabado los corceles lustrosos, ¿o eran las armaduras lustrosas?
Lo que fuera. Allí estábamos. La cosa iba en serio. Me notaba el corazón en un puño.
El dragón no salió a comernos de inmediato. De hecho, el sitio estaba tranquilo. Por recurrir a un tópico, demasiado tranquilo.
—No es que me queje —le susurré a Edward acercándome a él—, pero ¿dónde está todo el mundo?
—Puede que mataras a Winter —dijo apoyando la espalda en la pared—. Eso sólo dejaría a Burchard. Y quizá esté haciendo algún recado.
—Demasiado fácil —dije, sacudiendo la cabeza.
—No te preocupes: ya se complicará. —Continuó andando por el pasillo y lo seguí. Tardé tres pasos en darme cuenta de que intentaba ser irónico.
El pasillo llevaba a una habitación enorme, parecida a la sala del trono de Nikolaos, pero sin silla. En cambio, había ataúdes. Cinco, distribuidos sobre unas plataformas elevadas, para evitar la corriente de aire del suelo. A la cabeza y al pie de cada ataúd había un candelabro alto de hierro, con velas encendidas.
La mayoría de los vampiros se esfuerza por ocultar el ataúd; Nikolaos, no.
—Arrogante —susurró Edward.
—Sí —murmuré. Todo el mundo habla en susurros cuando tiene ataúdes cerca, al menos al principio, como si estuviera en un velatorio y los muertos oyeran.
La estancia estaba impregnada de un olor rancio que ponía los pelos de punta. Se me metía en la garganta y parecía que tuviera sabor, levemente metálico. Era como el olor de las serpientes enjauladas. Bastaba con el olfato para darse cuenta de que en aquella habitación no había nada cálido y peludo, y aquello era quedarse corto. Era el olor de los vampiros.
El primer ataúd era de madera oscura y bien barnizada, con asas doradas. Era más ancho en la parte de los hombros y después se estrechaba, siguiendo el contorno de un cuerpo humano. A veces, los ataúdes antiguos tenían aquella forma.
—Empezaremos por aquí —dije.
A Edward le pareció bien. Dejó la metralleta colgando de la correa y sacó la pistola.
—Yo te cubro —dijo.
Dejé la escopeta en el suelo frente al ataúd, cogí el borde de la tapa, murmuré una plegaria rápida y tiré hacia arriba. Dentro estaba Valentine, con la cara destrozada al descubierto. Seguía vestido de tahúr ribereño, pero en aquella ocasión iba de negro y llevaba una camisa escarlata con puntillas; los colores no combinaban bien con su pelo caoba. Tenía una mano doblada sobre el muslo, como si estuviera durmiendo tranquilamente. Un gesto muy humano. Edward se asomó al ataúd, apuntando al techo con la pistola.
—¿Este es el que rociaste con agua bendita? —Asentí—. Hiciste un trabajo cojonudo —concluyó Edward.
Valentine no se movía. Ni siquiera lo veía respirar. Me sequé las manos sudorosas en los vaqueros y le busqué el pulso en la muñeca. Nada. Tenía la piel fría al tacto. Ya estaba muerto. No sería un asesinato, y no me importaba qué estipularan las nuevas leyes: no se puede matar a un cadáver.
De repente noté un latido en la muñeca. Me eché atrás como si me hubiera quemado.
—¿Qué pasa? —preguntó Edward.
—Le he sentido el pulso.
—Pasa a veces.
Asentí. Sí, pasaba a veces. Si se esperaba el tiempo suficiente, el corazón latía y la sangre fluía, pero tan lentamente que resultaba doloroso presenciarlo. Empezaba a tener serias dudas sobre qué significaba estar muerto.
Pero de una cosa estaba segura: si caía la noche mientras estábamos allí, moriríamos o desearíamos haber muerto. Valentine había tomado parte en el asesinato de más de veinte personas y había estado a punto de matarme a mí. Cuando Nikolaos me retirara su protección, intentaría terminar el trabajo. Dado que habíamos ido a matar a Nikolaos, cabía esperar que me retirase su protección de inmediato. Así que, como se suele decir, era él o yo. Y mejor que fuera él.
Me quité la mochila.
—¿Qué buscas? —preguntó Edward.
—La estaca y el martillo —dije sin levantar la vista.
—¿No vas a usar la escopeta?
—Claro, hombre —dije, mirándolo—. Y ya puestos, ¿por qué no contratamos una banda de música?
—Si quieres hacerlo sin ruido, hay otra manera —dijo con una leve sonrisa.
Tenía una estaca afilada en la mano, pero estaba dispuesta a escuchar. A la mayoría de los vampiros los he matado con estaca, pero sigue sin resultar fácil. Es un trabajo duro y sucio, aunque ya no me hace vomitar. Soy una profesional, a fin de cuentas.
Sacó de la mochila un estuche con jeringuillas, y un frasco de líquido grisáceo.
—Nitrato de plata —dijo.
Plata. El terror de los nomuertos. La némesis de los seres sobrenaturales. Pero en versión pulcra y moderna.
—¿Funciona? —pregunté.
—Funciona. —Llenó una jeringuilla y preguntó—: ¿Cuántos años tiene este?
—Algo más de cien —dije.
—Con dos debería bastar. —Clavó la aguja en la yugular de Valentine. Antes de que hubiera podido llenarla por segunda vez, el cuerpo se estremeció. Edward le inyectó en el cuello la segunda dosis, y el vampiro se arqueó contra las paredes del ataúd. Abría y cerraba la boca intentando respirar, como si se estuviera ahogando.
Edward llenó otra jeringuilla y me la tendió. Me quedé mirándola.
—No muerde —dijo.
La cogí cuidadosamente entre el pulgar y dos dedos de la mano derecha.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—No me hacen mucha gracia las agujas.
—¿Te dan miedo? —dijo sonriendo.
—No exactamente —contesté con una mueca.
El cuerpo de Valentine temblaba y se sacudía, y sus manos golpeaban las paredes de madera. Emitía un sonido tenue y desesperado. No se le abrieron los ojos; iba a morir dormido.
Con una última sacudida, se derrumbó contra un lado del ataúd como un muñeco de trapo.
—No parece muy muerto —dije.
—No lo parecen nunca.
—Si se les clava una estaca en el corazón y se les corta la cabeza, se sabe que están muertos.
—Pero esto es distinto —contestó.
Aquello no me gustaba. Valentine estaba allí tumbado, con un aspecto muy saludable y casi humano. Quería ver carne putrefacta y huesos pulverizados. Quería tener constancia de su muerte.
—Ningún vampiro se ha levantado del ataúd después de un par de inyecciones de nitrato de plata.
Asentí, pero seguía sin estar convencida.
—Tú comprueba el otro lado. Vamos.
Le hice caso, pero no paraba de volver la vista hacia Valentine. Había tenido pesadillas con él durante años, y había estado a punto de acabar conmigo. Sencillamente, no parecía bastante muerto para mi gusto.
Abrí el primer ataúd que encontré, con una mano, sujetando cuidadosamente la jeringuilla. Algo me decía que una inyección de nitrato de plata tampoco me sentaría muy bien a mí. El ataúd estaba vacío. El relleno blanco de imitación de seda se había adaptado al cuerpo de su ocupante como un molde, pero el cuerpo no estaba allí.
Me estremecí y miré a mí alrededor, pero no vi nada. Levanté la cabeza lentamente, deseando que no hubiera nada flotando encima de mí. No. Gracias a Dios.
De repente me acordé de respirar. Debía de ser el ataúd de Theresa. Sí, sin duda. Lo dejé abierto y me dirigí al siguiente. Era un modelo más moderno, probablemente de imitación de madera, pero bonito y brillante. Dentro estaba el vampiro negro. No había llegado a enterarme de su nombre, y era un poco tarde para preguntárselo; sabía a qué iba cuando entré allí. No había ido sólo para defenderme, sino para liquidar vampiros mientras dormían indefensos. Que yo supiera, aquel vampiro no le había hecho daño a nadie. Entonces me eché a reír; era uno de los protegidos de Nikolaos. ¿De verdad creía que no había probado la sangre humana? No. Le coloqué la jeringuilla en el cuello y tragué saliva. Odiaba las jeringuillas sin ningún motivo en concreto.
Le clavé la aguja y cerré los ojos mientras apretaba el émbolo. Podría haberle clavado una estaca en el corazón, pero ponerle una inyección me provocaba escalofríos.
—¡Anita! —gritó Edward.
Me volví y vi a Aubrey sentado en su ataúd. Había cogido a Edward por el cuello y lo estaba levantando lentamente.
La escopeta seguía junto al ataúd de Valentine. ¡Mierda! Saqué la 9 mm y le disparé a Aubrey en la frente. La bala le echó la cabeza hacia atrás, pero él se limitó a sonreír y siguió levantando a Edward con el brazo. Las piernas le colgaban en el aire.
Eché a correr hacia la escopeta.
Edward usaba las dos manos para impedir que lo estrangulara su peso. Bajó una para coger la metralleta, y Aubrey le agarró la muñeca.
Cogí la escopeta, di dos pasos hacia ellos y disparé desde un metro de distancia. La cabeza de Aubrey estalló, salpicando la pared de sangre y sesos. Edward alcanzó el suelo, pero las manos seguían sin soltarlo. Soltó un gemido entrecortado. La mano derecha del vampiro le apretó la garganta; los dedos le buscaban la tráquea.
Tuve que rodear a Edward para dispararle al vampiro en el pecho. El impacto se llevó el corazón y la mayor parte del lado izquierdo del tórax. El brazo izquierdo quedó colgado de unas cuantas hebras de tejido y hueso, y el cadáver cayó hacia atrás en el ataúd.
Edward cayó de rodillas; la respiración le salía sibilante y temblorosa.
—Mueve la cabeza si puedes respirar, Edward —dije, aunque no sé qué habría hecho si Aubrey le hubiera aplastado la tráquea. Quizá correr en busca de Lillian, la médico rata.
Edward movió la cabeza. Tenía la cara cubierta de manchas de un rojo amoratado, pero respiraba.
Me zumbaban los oídos a causa del estruendo que había hecho la escopeta entre las paredes de piedra. Al carajo la sorpresa. Al carajo el nitrato de plata. Metí otro par de cartuchos, fui hacia el ataúd de Valentine y le volé la cabeza. Ahora sí que estaba muerto como Dios manda.
—¿Cuántos años tenía esa cosa? —graznó Edward mientras se ponía en pie tambaleándose.
—Más de quinientos —dije.
—Joooder. —Tragó saliva, y pareció dolerle.
—Yo no intentaría clavarle una aguja a Nikolaos.