—¿Qué desea…? Oh, Anita, creía que no entrabas hasta las cinco.
—Creías bien, pero tengo que hablar con Bert y coger unas cosas del despacho.
Miró la agenda con el ceño fruncido.
—Pues ahora lo está usando Jamison. Está con una clienta.
Sólo tenemos tres despachos. Bert está instaladísimo en uno, y los demás nos turnamos para usar los otros dos. Lo nuestro es sobre todo el trabajo de campo o, mejor dicho, de cementerio, así que rara vez necesitamos todos los despachos a la vez. Es como tener un piso en la playa en régimen de tiempo compartido.
—¿Tiene para mucho?
—Es una madre —dijo comprobando sus notas— cuyo hijo se está planteando unirse a la Iglesia de la Vida Eterna.
—¿Y Jamison intenta convencerlo para que entre o para que no?
—¡Anita! —me reprendió Mary, pero era cierto. La Iglesia de la Vida Eterna era la iglesia de los vampiros. La primera que podía prometer la vida eterna con pruebas tangibles. Nada de esperas ni de misterios: la eternidad en bandeja de plata. Casi todo el mundo ha dejado de creer en la inmortalidad del alma. Ya no está de moda preocuparse por el cielo y el infierno, ni por merecerse la inmortalidad. De manera que la Iglesia ganaba adeptos a mansalva: si el alma no estaba en juego, ¿qué se podía perder? La luz del sol. La comida. Ya ves tú qué terrible.
Lo que me molestaba era la parte relacionada con el alma. La mía no está en venta, ni siquiera a cambio de la eternidad. Veréis: yo sabía que los vampiros podían morir. Lo había comprobado, y a nadie parecía interesarle qué pasaba con el alma de los vampiros cuando morían. ¿Se podía ser un vampiro bueno e ir al cielo? Me daba que no.
—¿Bert también está reunido?
—No, está libre —dijo Mary tras volver a consultar la agenda. Levantó la vista y sonrió como si se alegrara de poder ayudarme. Puede que fuera así.
También hay que decir que Bert se quedó con el despacho más pequeño. Las paredes son claras, azul pastel, y la moqueta es dos tonos más oscura. Bert insiste en que el azul tranquiliza a los clientes, y yo insisto en que es como estar metido en un cubito de hielo.
Bert no hace juego con su despacho: es cualquier cosa menos pequeño. Mide uno noventa, y tiene los hombros anchos y una figura de atleta universitario con principio de michelines. Tiene el pelo muy rubio, y lo lleva cortado al ras encima de sus pequeñas orejas. Luce un bronceado marinero para resaltar el pelo y los ojos claros, de un gris tan neutro que parecen cristales sucios. Tiene mérito conseguir que brillen unos ojos así, pero en aquel momento brillaban. Bert estaba encantado de verme. Eso no podía ser bueno.
—Anita, qué agradable sorpresa. Siéntate. —Me mostró un sobre—. Hemos recibido el cheque.
—¿Qué cheque? —pregunté.
—Por investigar los asesinatos de vampiros.
Lo había olvidado. Había olvidado que en algún momento de toda esta historia me habían prometido dinero. Me parecía ridículo, indecente incluso, que Nikolaos quisiera arreglar nada con dinero. Y a juzgar por la cara de Bert, era un montón de pasta.
—¿Cuánto?
—Diez mil dólares —alargó las palabras, haciéndolas durar.
—Tampoco es para tirar cohetes.
—¿Te has vuelto ambiciosa con los años, Anita? —Se rió—. Creía que ese era mi trabajo.
—Eso no paga la vida de Catherine, ni la mía.
Se le desdibujó levemente la sonrisa, y me miró con recelo, como si estuviera a punto de decirle que los reyes son los padres. Casi podía oír cómo se preguntaba si iba a tener que devolver el cheque.
—¿Qué quieres decir?
Le conté lo ocurrido, con algunas omisiones de poca monta. No mencioné el Circo de los Malditos. Ni el fuego azul. Ni la primera marca vampírica.
—No te lo crees ni tú —dijo cuando llegué a la parte en la que Aubrey me estampaba contra la pared.
—¿Quieres ver los cardenales?
Acabé el relato y observé su cara angulosa y solemne. Tenía las manos, grandes y de uñas cortas, cruzadas sobre la mesa. El cheque estaba junto a él, encima de unas carpetas cuidadosamente apiladas. Intentaba parecer atento y preocupado, pero fingir empatía no era lo suyo; saltaba a la vista cómo le giraban los engranajes mientras hacía cálculos.
—No te preocupes, Bert, podrás cobrar el cheque.
—Joder, Anita, no era eso lo que…
—Déjalo.
—En serio, Anita. Sería incapaz de ponerte en peligro a propósito.
—Paparruchas. —Reí.
—¡Anita! —Parecía escandalizado, con los ojos pequeños muy abiertos y una mano en el pecho. La sinceridad personificada.
—No me lo trago, así que guárdate el numerito para los clientes. Te conozco demasiado bien.
Entonces sonrió. Fue su única sonrisa auténtica. El verdadero Bert Vaughn había hecho acto de presencia. Le brillaban los ojos, no de afecto, sino de placer. Hay algo calculador y descaradamente taimado en la sonrisa de Bert. Como si se hubiera enterado de un secreto muy comprometedor y estuviera dispuesto a mantener la boca cerrada… a cambio de algo.
Resulta turbador que alguien se considere mal tipo y le dé igual. Atenta contra todo lo sagrado. Se nos enseña, por encima de todo, a ser amables y cultivar la amistad. Alguien que prescinde de todo eso es un individualista y un peligro en potencia.
—¿Hay algo que pueda hacer Reanimators, Inc. para ayudarte?
—Ya he puesto a Ronnie a trabajar en ciertos aspectos. Cuantas menos personas se involucren, menos personas correrán peligro.
—Tú siempre tan altruista.
—No como otros que yo me sé.
—No tenía ni idea de qué querían.
—Ya, pero sabías lo que opino de los vampiros.
Me dedicó una sonrisa que decía: «Conozco tu secreto; conozco tus sueños más oscuros». Así era Bert. Un chantajista en ciernes. Yo le sonreí amablemente.
—Como me vuelvas a mandar un cliente vampiro sin consultarme primero, me largo.
—¿Y adónde vas a ir?
—Me llevaré mi cartera de clientes, Bert. ¿A quién entrevistan los de la radio? ¿A quién se menciona más en la prensa? Y fue idea tuya, Bert. Te pareció que yo daba la imagen más comercial, la de aspecto más inofensivo, la más sugerente. Como un cachorrito en la perrera municipal. Cuando llaman a Reanimators, Inc., ¿por quién preguntan?
Se le había borrado la sonrisa, y sus ojos parecían dos bloques de hielo.
—No llegarías ni a la esquina sin mí.
—Mejor, pregúntate adonde llegarías tú sin mí.
—Me las arreglaría perfectamente.
—Y yo.
Nos quedamos enfrentados con la mirada durante un momento eterno. Ninguno de los dos quería apartar la vista ni ser el primero en parpadear. Bert empezó a sonreír sin dejar de sostenerme la mirada, y yo no pude evitar que se me dibujara una sonrisa. Nos reímos juntos, y ahí se acabó el mal rollo.
—De acuerdo, Anita, se acabaron los vampiros.
—Gracias —dije levantándome.
—¿De verdad estarías dispuesta a dejarlo? —Tenía una expresión amable y risueña, toda una máscara de candor.
—Sabes que no tengo por costumbre tirarme faroles.
—Sí —dijo—, ya lo sé. Sinceramente, no se me ocurrió que este trabajo pudiera poner tu vida en peligro.
—¿Habría supuesto alguna diferencia?
Se lo pensó un momento y rió.
—No, pero habría cobrado más.
—Sigue ganando dinero, Bert. Eso se te da bien.
—Y que lo digas.
Lo dejé para que pudiera acariciar el cheque en privado. E incluso para que pudiera reírse a sus anchas. Era dinero manchado de sangre, y no sólo en sentido figurado. Puede que a Bert le diera igual, pero a mí no.
Se abrió la puerta del otro despacho, y salió una mujer alta y rubia. Tendría entre cuarenta y cincuenta años. Llevaba unos pantalones dorados de muy buen corte que le realzaban la cintura esbelta; una blusa sin mangas de color crudo, un bronceado perfecto en los brazos, un Rolex de oro y una alianza rodeada de diamantes. La piedra del anillo de compromiso debía de pesar medio kilo. Fijo que ni se había inmutado cuando Jamison le mencionó el precio.
El chico que la seguía también era delgado y rubio. Aparentaba unos quince años, pero yo sabía que al menos tenía dieciocho: está prohibido que los menores ingresen en la Iglesia de la Vida Eterna. Todavía no se le permitía beber alcohol, pero ya podía decidir morir y vivir para siempre. Igual soy rara, pero me parecía delirante.
Jamison salió detrás de ellos, sonriendo solícito. Estaba hablando con el chico en voz baja mientras los acompañaba a la puerta.
Saqué una tarjeta del bolso y se la tendí a la mujer, que la observó por encima y a continuación me recorrió de arriba abajo con la mirada. No pareció muy impresionada; puede que no le gustara la camiseta.
—¿Sí? —me dijo.
Pedigrí. Hay que tener verdadero pedigrí para conseguir que otra persona se sienta una mierda con sólo una palabra. Yo, por supuesto, me pasé su desprecio por el refajo. No, la gran diosa dorada no me hizo sentir pequeñita y despreciable. Ni un poco.
—El número que hay en la tarjeta es de un especialista en sectas vampíricas. Es muy bueno.
—No quiero que le laven el cerebro a mi hijo.
Esbocé una sonrisa forzada. Raymond Fields era mi experto en sectas vampíricas favorito y no hacía lavados de cerebro. Exponía la verdad, por desagradable que fuera.
—El señor Fields le hablará de los aspectos potencialmente negativos del vampirismo —dije.
—Creo que el señor Clarke ya nos ha dicho todo lo que necesitamos.
—Estas cicatrices no son de jugar al fútbol americano. —Le planté el brazo delante de los morros—. Por favor, coja la tarjeta. Si lo llama o no, ya es asunto suyo.
Creo que palideció debajo de su impecable maquillaje. Tenía los ojos muy abiertos y me miraba el brazo fijamente.
—¿Eso es obra de vampiros? —Cuando le temblaba la voz parecía casi humana.
—Sí —dije.
—Señora Franks —dijo Jamison, cogiéndola del brazo—, le presento a nuestra cazadora de vampiros.
Pasó la vista del uno al otro. Estaba empezando a perder el gesto remilgado. Se humedeció los labios y se volvió hacia mí.
—¿En serio? —Hizo un esfuerzo por recobrar la compostura y mostró de nuevo aires de superioridad.
Me encogí de hombros. ¿Qué podía decir? Le puse la tarjeta en la mano, de manicura perfecta, pero Jamison se la quitó discretamente y se la guardó en el bolsillo. Ella se lo permitió. ¿Qué más podía hacer yo? Nada. Lo había intentado. Punto. Fin de la historia. Me quedé mirando al hijo. Tenía una cara increíblemente aniñada.
Recordé cuando pensaba que tener dieciocho años era ser adulta. Creía que me las sabía todas, y no fue hasta los veintiuno cuando me di cuenta de que no sabía una mierda. Y seguía sin tener ni idea, pero intentaba aprender. A veces no se puede hacer nada mejor, y quizá sea la única opción para todos. Virgen santa, qué negativa estaba aquella mañana.
Jamison los acompañó a la puerta. Pillé un par de frases sueltas.
—Ella quería matarlos. Se limitaban a defenderse.
Sí, esa soy yo, la asesina de nomuertos. El terror del cementerio. Ya. Dejé a Jamison con sus medias verdades y entré en el despacho. Seguía necesitando los expedientes. La vida seguía, al menos para mí. No me quitaba de la cabeza la carita y los ojos enormes del chico. Tenía el rostro tan terso y bronceado, como el de un recién nacido. ¿No debería estar prohibido que alguien que todavía no se afeita se pueda suicidar?
Sacudí la cabeza como si pudiera borrar el recuerdo de la cara del chico. Casi funcionó. Estaba arrodillada, con las carpetas en la mano, cuando Jamison entró y cerró la puerta. No me sorprendió.
Tenía la piel del color de la miel oscura, los ojos verde claro y una melena rojiza y rizada. Jamison era el único mulato pelirrojo de ojos verdes que conocía. Su delgadez no se debía al ejercicio, sino a una combinación genética afortunada. La idea que tenía Jamison de hacer ejercicio consistía en levantar copas en una juerga.
—Que no se repita —dijo.
—¿A qué te refieres? —Me puse en pie sujetando los expedientes.
Sacudió la cabeza y casi sonrió, pero era una sonrisa sarcástica, una breve exhibición de sus dientes pequeños y blancos.
—No te hagas la lista.
—Lo siento —dije.
—Y una mierda. No lo sientes.
—Lo de haber intentado darle la tarjeta de Fields a esa mujer, no. No sólo no me arrepiento, sino que volvería a hacerlo.
—No me gusta que me desautoricen delante de mis clientes —dijo. Yo me encogí de hombros—. Lo digo en serio. Que no se repita.
Quise preguntarle qué pasaría si se repetía, pero me contuve.
—No estás capacitado para asesorar a nadie sobre los pros y los contras de convertirse en nomuerto.
—Bert opina que sí.
—Con guita de por medio, Bert sería capaz de tirarse al Papa y quedarse tan fresco.
Jamison sonrió, y frunció el ceño, pero se le escapó otra sonrisa.
—Siempre tienes salida para todo.
—Gracias.
—Pero no me desautorices delante de los clientes, ¿vale?
—Te prometo no interferir cuando hables de levantar muertos.
—Eso no basta —dijo.
—Pues es lo que hay. No estás capacitado para asesorar a nadie. No deberías hacerlo.
—Ya salió doña Perfecta. Te recuerdo que matas por dinero, mona. No eres más que una asesina a sueldo.
Respire profundamente y solté el aire. No quería discutir con él.
—Ejecuto delincuentes con orden judicial.
—Vale, pero te gusta. Te encanta clavar estacas. No dejas pasar una semana sin darte un baño de sangre.
—¿De verdad piensas eso? —pregunté, mirándolo fijamente.
—No lo sé —dijo al fin, sin mirarme.
—Pobres vampiritos, pobres criaturas incomprendidas, ¿verdad? El que me marcó se cargó a veintitrés personas antes de que los tribunales me dieran luz verde. —Me aparté la camiseta para mostrarle la cicatriz de la clavícula—. El que me hizo esto había matado a diez personas. Tenía predilección por los niños; decía que tenían la carne más tierna. No está muerto; escapó. Pero anoche dio conmigo y amenazó con matarme.
—No los entiendes.
—¡No! —Le puse un dedo en el pecho—. Eres tú quien no los entiende.
Me miró furioso, resoplando acalorado. Me aparté. No debería haberlo tocado; iba contra las reglas. No se toca a nadie en una discusión a menos que se quiera llegar a las manos.