—No, pero lo he visto usar.
—Dios mío. —Miró al vacío un instante y añadió—: ¿Funcionó?
—De maravilla, pero era un poco bestia y quemó también toda la casa. Demasiado aparatoso.
—Me imagino. —Echamos a andar de nuevo—. Debes de odiar a los vampiros.
—No los odio.
—¿Y por qué los matas, entonces?
—Porque es mi trabajo y se me da bien.
Doblamos una esquina y vi el aparcamiento donde había dejado el coche. Tenía la impresión de haberlo aparcado hacía días, pero según el reloj sólo habían pasado unas horas. Era un poco como el desfase horario, pero en lugar de cruzar meridianos, uno se cruza con gente y pasan cosas. Demasiados acontecimientos traumáticos y la noción del tiempo se va a la mierda. Y me habían pasado demasiadas cosas en demasiado poco tiempo.
—Seré tu contacto durante el día. Si necesitas algo o quieres enviar un mensaje, aquí tienes mi número. —Me puso una caja de cerillas en la mano.
La miré. Ponía
CIRCO DE LOS MALDITOS
en letras rojo sangre sobre fondo negro brillante. Me la metí en el bolsillo.
Tenía la pistola en el maletero. Me la puse en la pistolera del sobaco; me daba igual no tener una chaqueta para taparla. Llevar una pistola a la vista llama la atención, sí, pero la gente no da la vara. A veces, incluso se echa a correr y abre paso. Para las persecuciones es ideal.
Zachary esperó a que estuviera sentada en el coche y se apoyó en la puerta abierta.
—No puede ser sólo un trabajo, Anita. Tiene que haber algo más.
Puse el coche en marcha y levanté la vista hacia sus ojos claros.
—Les tengo miedo. Destruir lo que se teme es muy natural.
—La mayoría de la gente se pasa la vida evitando lo que teme. Tú en cambio lo persigues; es una locura.
En eso tenía razón. Cerré la puerta y lo dejé en la calurosa oscuridad. Pero mi trabajo consistía en resucitar muertos y matar nomuertos. Eso hacía y eso era. Si empezaba a cuestionarme los motivos, dejaría de matar vampiros. Así de fácil.
Aquella noche no me cuestionaba nada; todavía era cazadora de vampiros. Seguía siendo lo que me llamaban: era la Ejecutora.
La luz del alba corrió por el cielo como una cortina de luz. La estrella polar parecía un diamante diminuto mientras empezaba a clarear.
Había visto amanecer dos días seguidos, y la costumbre me estaba empezando a poner de mal humor. Lo difícil iba a ser decidir con quién pagarlo y qué hacer, así que de momento, era preferible dormir. El resto podía esperar; tendría que esperar. Llevaba horas funcionando a base de miedo, adrenalina y pura cabezonería. En la tranquilidad del coche le presté atención a mi cuerpo, y no estaba muy contento que digamos.
Me dolía sujetar el volante y me dolía girarlo; confiaba en que las heridas de las manos no fueran tan graves como parecía. Tenía todo el cuerpo agarrotado. Siempre se subestiman los cardenales, pero duelen. Y más dolerían después de dormir. No hay nada como despertarse tras una buena paliza; es como tener resaca en todo el cuerpo.
El rellano de mi piso estaba en silencio. El aire acondicionado ronroneaba suavemente. Casi podía sentir a las personas que dormían detrás de las puertas. Tuve ganas de apoyar la oreja en una de ellas para ver si podía oír la respiración de mis vecinos. Qué silencio. La madrugada es la hora más íntima. Es un momento ideal para estar solo y disfrutar del silencio.
Sólo hay más silencio a las tres de la mañana, pero yo no soy entusiasta de las tres de la mañana.
Tenía las llaves en la mano, y casi había llegado a la puerta, cuando me di cuenta de que estaba entreabierta. Era una rendija diminuta; estaba casi cerrada, pero no del todo. Me situé a la derecha del umbral y apreté la espalda contra la pared. ¿Me habrían oído sacar las llaves? ¿Quién habría dentro? La adrenalina burbujeó en mí como champán del bueno, estaba atenta a todos los juegos de luz y sombra. Tenía el cuerpo en estado de alerta, aunque rezaba por que no fuera nada.
Saqué la pistola y me apoyé en la pared. Y ahora, ¿qué? No se oía ningún sonido en el interior; nada. Podían ser más vampiros, pero estaba a punto de amanecer, así que podrían ser otra cosa. ¿Quién más querría meterse en mi casa? Respiré profundamente. No tenía ni idea. Cualquiera diría que ya debería estar acostumbrada a no saber qué coño pasa, pero no me acostumbraré nunca. Me pone de pésimo humor y me asusta un poco.
Tenía varias opciones. Podía irme y llamar a la policía; no era mala idea. Pero ¿qué podían hacer los policías que no pudiera hacer yo, salvo entrar a que los mataran en mi lugar? Inaceptable. Podía esperar en el pasillo hasta que quienquiera que fuese sintiera curiosidad. Pero podía tirarme un buen rato, y quizá el piso estuviera vacío. Me iba a sentir idiota si me pasaba horas apuntando con la pistola a un piso vacío. Estaba cansada y quería irme a la cama. ¡Mierda!
Siempre podía entrar disparando. No, más fácil: podía tumbarme en el suelo, empujar la puerta y disparar a cualquiera que estuviera dentro. Si iba armado, claro. Y si había alguien dentro.
Lo más sensato habría sido esperar y ganar a los intrusos en paciencia, pero estaba cansada. Tener tantas opciones me bajaba el nivel de adrenalina a marchas forzadas. Y es que llega un momento en que, sencillamente, no se puede más. No me sentí capaz de quedarme allí fuera, con la única compañía del aire acondicionado, y permanecer alerta. No me dormiría de pie, pero casi. Y al cabo de una hora se levantarían los vecinos y podrían verse atrapados en un tiroteo. Inaceptable. Lo que tuviera que ocurrir, que ocurriera en aquel momento.
Decisión tomada. Bien. No hay nada como el miedo para despejar la mente. Me aparté de la pared tanto como pude y crucé al otro lado, apuntando a la puerta. Desde la pared de la izquierda, avancé hacia el lado de las bisagras. La puerta se abría hacia dentro. Sólo tenía que empujarla y permanecer pegada a la pared; sencillísimo. Sí, ya.
Puse una rodilla en tierra y encogí los hombros como una tortuga que pudiera esconder la cabeza. Suponía que cualquier pistola dispararía alto, al nivel del pecho. Agachada, quedaba bastante por debajo de la altura del pecho.
Empujé la puerta con la mano izquierda y me agarré al marco. Funcionó de maravilla: estaba apuntando directamente al pecho del malo. Sólo que tenía las manos levantadas y me sonreía.
—No dispares —dijo—. Soy Edward.
Me quedé arrodillada mirándolo; lo quería matar.
—Capullo. Sabías que estaba aquí fuera.
—He oído las llaves —dijo, juntando las manos.
Me levanté y eché un vistazo a la habitación. Edward había movido mi sillón blanco para ponerlo frente a la puerta. Todo lo demás parecía en su sitio.
—Te aseguro que estoy solo, Anita.
—Te creo. ¿Por qué no me has llamado?
—Quería ver si seguías en forma. Podría haberte volado la tapa de los sesos cuando has titubeado frente a la puerta haciendo ese ruidito tan mono con las llaves.
Cerré la puerta a mi paso y eché el cerrojo, aunque la verdad es que, con Edward en casa, era más seguro estar fuera que dentro. No era un tipo imponente; si no se lo conocía, no daba miedo. Medía uno setenta y cinco, y era delgado, rubio, con ojos azules, encantador… Pero si yo era la Ejecutora, él era la Muerte. Él era quien había usado el lanzallamas.
Había trabajado con él en algunas ocasiones, y sabe el cielo la seguridad que se siente. Llevaba encima un arsenal que ni Rambo, pero era un pelín descuidado con los transeúntes inocentes. Había empezado como asesino a sueldo, y hasta ahí llegaba lo que sabía la policía. Supongo que los humanos le parecieron demasiado fáciles, y se pasó a los vampiros y los cambiaformas. Y yo era consciente de que si en algún momento le resultaba más útil muerta que como «amiga», no dudaría en matarme. Edward no tenía escrúpulos. Y aquello lo convertía en el asesino perfecto.
—Llevo toda la puta noche despierta. No estoy para jueguecitos.
—¿Cómo estás de herida?
—Me duelen las manos. —Encogí los hombros e hice un gesto de dolor—. Pero casi todo son rasguños; estoy bien.
—El secretario de noche de tu empresa me dijo que estabas en una despedida de soltera. —Me sonrió con los ojos brillantes—. Debe de haber sido una juerga de órdago.
—Me he encontrado con un vampiro que quizá conozcas. —Arqueó las cejas e hizo un «Oh» silencioso con los labios—. ¿Te acuerdas de la casa que estuviste a punto de incendiar con nosotros dentro?
—Hace un par de años. Matamos a seis vampiros y a dos siervos humanos.
—Uno de los vampiros se nos escapó. —Pasé junto a él y me dejé caer en el sofá.
—No puede ser —dijo en tono rotundo.
Oh, no, Edward desatado. Miré hacia él, pero sólo le pude admirar el cogote.
—Créeme, Edward. Esta noche ha estado a punto de matarme. —Era una verdad parcial, también llamada mentira. Pero si los vampiros no querían que avisara a la policía, menos querrían que la Muerte supiera nada. Edward era infinitamente más peligroso para ellos que la policía.
—¿Cuál?
—El que casi me hizo pedazos; se hace llamar Valentine. Todavía le duran las cicatrices que le hice.
—¿Agua bendita?
—Sí.
Edward se sentó conmigo en el sofá, pero en el otro extremo, a una distancia prudencial.
—Cuéntame. —Me dirigía una mirada intensa.
—No hay mucho más que contar —dije apartando la vista.
—¿Por qué mientes?
—Han matado a varios vampiros en el río. —Lo miré a los ojos, resentida; odio que me pillen en una mentira—. ¿Cuánto llevas en la ciudad?
—No mucho. —Sonrió, aunque vete a saber por qué—. Se rumorea que esta noche has conocido al jefe vampiro de la ciudad.
Me quedé boquiabierta. No pude evitarlo; fue una sorpresa demasiado grande para disimular.
—¿Cómo coño lo sabes?
—Tengo mis recursos. —Se encogió de hombros con elegancia.
—Ningún vampiro hablaría contigo. Voluntariamente, digo.
De nuevo aquel encogimiento de hombros con el que lo decía todo y no decía nada.
—¿Qué has hecho esta noche, Edward?
—¿Qué has hecho esta noche, Anita?
Touché
. Eran tablas o algo así.
—¿A qué has venido? ¿Qué quieres?
—Quiero saber dónde está ese vampiro. Su lugar de descanso diurno.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —Me había recuperado lo suficiente para poner cara de póker.
—¿Lo sabes?
—No. —Me levanté—. Estoy cansada y quiero irme a dormir. Si no necesitas nada más…
El también se levantó. Seguía sonriendo, como si supiera que le había mentido.
—Seguimos en contacto. Si consigues la información que necesito… —Dejó la frase sin terminar y se dirigió hacia la puerta.
—Edward —dije. Se volvió hacia mí—. ¿Tienes una escopeta de cañones recortados? —Volvió arquear las cejas.
—Te la puedo conseguir.
—Te la pagaré.
—No, considérala un regalo.
—No puedo decírtelo.
—Pero ¿lo sabes?
—Edward…
—¿Hasta dónde estás metida, Anita?
—Hasta las cejas, y sigo hundiéndome.
—Podría ayudarte.
—Lo sé.
—Si te ayudara, ¿tendría vampiros para matar?
—Es probable.
Me sonrió, con una sonrisa radiante que quitaba el hipo. Era su mejor sonrisa de no haber roto nunca un plato, y nunca sabía si era real o sólo otra de sus caretas. ¿Podría hacer que el verdadero Edward levantara el dedo? Me daba que no.
—Me encanta cazar vampiros. Déjame participar si puedes.
—Vale.
—Ojalá tenga más suerte con mis otros informadores que contigo —dijo deteniéndose con una mano en el pomo.
—¿Y qué harás si no consigues dar con el sitio por otros medios?
—Volver aquí, claro.
—¿Y?
—Y tú serás buena y me dirás lo que quiero saber. ¿A que sí? —Seguía sonriendo como un chico encantador, pero también insinuaba que estaría dispuesto a torturarme si llegaba el caso.
—Dame unos días —dije, tragando saliva—, y puede que tenga la información que buscas.
—Bien. Más tarde te traigo la escopeta. Si no te encuentro en casa, la dejaré en la mesa de la cocina.
No pregunté cómo pensaba entrar si yo no estaba en casa. Se habría limitado a sonreír o a reírse. Las cerraduras no lo impresionaban.
—Gracias. Por la escopeta, digo.
—De nada, Anita. Hasta mañana. —Cruzó el umbral y cerró la puerta.
Genial. Primero vampiros y después Edward. No hacía ni un cuarto de hora que había amanecido, pero el día no parecía prometedor. Cerré la puerta con llave, como si me fuera a servir de algo, y me acosté. La Browning estaba en su segunda casa, una funda especial sujeta a la cabecera de la cama. Sentí el metal frío del crucifijo en el cuello. Estaba tan protegida como podía y demasiado cansada para que me importara.
Me llevé otra cosa a la cama: un pingüino de peluche llamado
Sigmund
. No duermo con él a menudo; sólo a veces, cuando intentan matarme. Cada cual tiene sus debilidades. Los hay que fuman; a mí me da por coleccionar pingüinos de peluches. Si no se lo contáis a nadie, yo tampoco.
Estaba en la enorme habitación de piedra donde había visto a Nikolaos. Sólo quedaba la silla de madera vacía, y a su lado, en el suelo, un ataúd. La luz de las antorchas se reflejaba en la madera encerada. Una suave brisa corría por la habitación y hacía oscilar las antorchas, que proyectaban enormes sombras negras en las paredes. Pero las sombras parecían moverse de manera independiente de la luz, y cuanto más las miraba, más segura estaba que eran demasiado oscuras, demasiado densas.
Tenía el corazón en un puño. El pulso me latía en las sienes, y no podía respirar. Entonces me di cuenta de que estaba oyendo los latidos de otro corazón, como un eco.
—¿Jean-Claude?
—¿Jean-Claude? —repitieron las sombras con voces lastimeras.
Me arrodillé junto al ataúd y agarré la tapa. Era de una pieza y giró con facilidad sobre bisagras bien engrasadas. Empezó a chorrear sangre por los lados del ataúd; me cayó por las piernas y me salpicó los brazos. Grité y me puse en pie, cubierta de sangre aún caliente.
—¡Jean-Claude!
Una mano pálida salió de la sangre, se contrajo y cayó inerte a un lado del ataúd. La cara de Jean-Claude flotó hasta la superficie. Tendí la mano hacia él. Sentía los latidos de su corazón en la cabeza, pero estaba muerto. ¡Estaba muerto! Sus manos eran cera helada. Abrió los ojos y una mano muerta me sujetó la muñeca.