Lo miré. No sabía si quería compartir información con él, pues sabía que el bueno de Phillip era el espía diurno de los nomuertos. Pero había hablado con Rebecca Miles en presencia de la policía, y no había soltado prenda. No tenía tiempo para andarme con remilgos; necesitaba información cuanto antes. Nikolaos quería resultados, y si Nikolaos quería algo, más le valía al mundo que lo consiguiera.
—Rebecca Miles —dije.
—La conozco. Era… propiedad de Maurice. —Encogió los hombros, como disculpándose por la palabra, pero no se corrigió. Me pregunté qué habría querido decir—. ¿Adónde vamos primero?
—Tú a ningún sitio. No quiero tener a ningún civil encima.
—Te podría ser útil.
—No te ofendas; pareces fuerte y puede que hasta seas rápido, pero con eso no basta. ¿Sabes luchar? ¿Vas armado?
—No llevo pistola, pero sé defenderme.
Lo dudaba. Mucha gente no consigue reaccionar ante la violencia y se queda paralizada. Durante unos cuantos segundos, el cuerpo vacila y la mente se queda en blanco. Y esos segundos pueden suponer la muerte. Sólo se consigue dejar de vacilar a base de práctica, cuando la violencia acaba formando parte del modo de pensar. Es la única forma de volverse cauteloso y desconfiar de la propia sombra, de prolongar la esperanza de vida. Phillip estaba familiarizado con la violencia, pero sólo en calidad de víctima, y lo último que necesitaba era que me siguiera por ahí una víctima profesional. Por otro lado, necesitaba información de gente que no querría hablar conmigo pero que a lo mejor estaría dispuesta a hablar con Phillip.
No esperaba meterme en un tiroteo a plena luz del día, ni que nadie me atacara… al menos en las horas siguientes. A veces me equivoco, pero si Phillip podía ayudarme, tampoco tenía nada de malo. Mientras no escogiera el momento equivocado para exhibir una de sus sonrisas y conseguir que lo persiguiera un grupo de monjas, estaríamos a salvo.
—Si me amenazan, ¿serías capaz de quedarte al margen y dejarme hacer mi trabajo, o te daría por acudir al rescate? —le pregunté.
—Uf. —Contempló su bebida durante unos instantes—. No lo sé.
Un punto para él: la mayoría de la gente habría mentido.
—En ese caso, prefiero que no vengas.
—¿Y cómo piensas convencer a Rebecca de que trabajas para el ama? ¿La Ejecutora al servicio de los vampiros?
—Buena pregunta. —Hasta a mí me había sonado ridículo.
—Entonces está decidido —dijo sonriendo—. Te acompañaré y te ayudaré a calmar esos ánimos.
—No he dicho que sí.
—Tampoco has dicho que no.
Tenía razón. Terminé la bebida y observé su gesto de autosuficiencia. Él no dijo nada; se limitó a devolverme la mirada. Estaba relajado, pero no desafiante. No era ningún concurso de egos, como con Bert.
—Vamos —dije.
Nos levantamos, dejé la propina y salimos en busca de pistas.
Rebecca Miles vivía en un barrio de mierda, al sur de la ciudad. Todas las calles tenían nombres de estados: Texas, Misisipí, Indiana… Habían cegado el edificio, y tenía tablones en la mayoría de las ventanas. Fuera crecían malas hierbas, frondosas como plantas tropicales, pero ni la mitad de bonitas. En la manzana de al lado había pisos rehabilitados muy caros, llenos de yupis y políticos; en la manzana de Rebecca no había ningún yupi.
Su piso estaba en un pasillo largo y estrecho. No había aire acondicionado, y el ambiente era como un abrigo de piel, espeso y caluroso. Una bombilla proyectaba un resplandor mortecino sobre la moqueta raída. Las paredes verdes mostraban pegotes de yeso donde habían sido reparadas, pero todo estaba limpio. El olor a pino del desinfectante saturaba el estrecho y oscuro pasillo hasta resultar casi vomitivo. Daba probablemente para comer en la moqueta, pero no sin tragar un montón de pelusa; no hay limpiador que valga para la pelusa de las moquetas.
Tal como habíamos acordado en el coche, fue Phillip quien llamó a la puerta. La idea era que él tranquilizara a Rebecca para ayudarla a superar cualquier recelo que le causara la visita de la Ejecutora a su humilde morada. Estuvimos llamando quince minutos hasta que oímos un movimiento al otro lado de la puerta.
La puerta se abrió lo que le permitía la cadena. No podía ver quién había al otro lado.
—Phillip, ¿qué haces aquí? —preguntó una mujer con voz soñolienta.
—¿Puedo entrar un momento? —preguntó Phillip. No le veía la cara, pero estaba segurísima de que hacía gala de una de sus famosas sonrisas.
—Sí, claro. Perdona; me has despertado. —La puerta se cerró, y se oyó el ruido de la cadena. La puerta se volvió a abrir de par en par. Phillip me seguía bloqueando la visibilidad, así que lo más probable era que Rebecca tampoco me viera a mí.
Phillip entró, y yo lo seguí antes de que se cerrara la puerta. El piso era un horno; el calor era tan asfixiante que me sentía como una ballena varada. La oscuridad debería haber servido para refrescarlo, pero en la práctica sólo servía para aumentar la sensación de claustrofobia. El sudor empezó a correrme por la cara.
Rebecca Miles se quedó junto a la puerta. Era delgada, con una melena oscura y lacia que le llegaba hasta los hombros. Estaba tan demacrada que parecía puro pómulo, e iba poco menos que enterrada bajo el albornoz blanco. La palabra que mejor la describía era
frágil
. Me miró con sus ojos pequeños y oscuros, y parpadeó. El piso estaba en penumbra; unas cortinas gruesas impedían el paso de la luz. Sólo me había visto una vez, poco después de la muerte de Maurice.
—¿Has traído a una amiga? —Cerró la puerta, y la oscuridad se hizo casi total.
—Sí —dijo Phillip—. Es Anita Blake…
—¿La Ejecutora? —preguntó con un susurro entrecortado.
—Sí, pero…
Rebecca abrió su pequeña boca y soltó un chillido. Se lanzó contra mí, y empezó a pegarme y arañarme. Me cubrí la cara con los antebrazos. Ella luchaba como una niña, con bofetones y arañazos, moviendo mucho las manos. La sujeté por las muñecas y aproveché su propia inercia para quitármela de encima y, con un poco de ayuda, hacerla caer de rodillas. Le inmovilicé el brazo derecho con una llave muy dolorosa que hacía presión en el codo. Basta con un pequeño empujón extra para partir el brazo, y la gente no suele pelear bien con el brazo roto.
Pero no quería romperle el brazo ni hacerle ningún daño, aunque ella ya me había dejado dos buenos arañazos en el brazo. Supongo que tuve suerte de que no fuera armada.
Intentó moverse, y le apreté el brazo. Estaba temblando y respiraba entrecortadamente.
—¡No puedes matarlo! ¡No puedes! No, por favor, por favor. —Se echó a llorar, y sus hombros menudos se sacudieron dentro del albornoz demasiado grande, mientras yo la sujetaba del brazo y le hacía daño.
Le solté el brazo, lentamente, y me situé fuera de su alcance. Esperaba que no volviera a atacarme. No quería hacerle nada, pero tampoco que me lo hiciera a mí: los arañazos empezaban a escocer.
Rebecca Miles no parecía dispuesta a intentarlo de nuevo. Se encogió junto a la puerta, con los brazos delgados y casi cadavéricos alrededor de las rodillas. Estaba sollozando y respiraba con dificultad.
—No… puedes… matarlo. ¡Por favor! —Empezó a balancearse adelante y atrás, abrazándose con fuerza, como si temiera caerse a pedacitos.
Dioses, a veces odio mi trabajo.
—Habla con ella, Phillip. Dile que no queremos hacerle daño a nadie.
Phillip se arrodilló junto a ella y le empezó a decir algo sin tocarla. No oí qué le decía. Me encaminé hacia la puerta que había a la derecha, seguida de sus sollozos; daba al dormitorio.
Junto a la cama había un ataúd de madera oscura, quizá de cerezo, tan barnizado que brillaba en la penumbra. Ella creía que había ido a matar a su amante. Virgen santa.
El baño era pequeño y estaba lleno de trastos. Le di al interruptor, y una luz amarillenta me descubrió un escenario dantesco. Los maquillajes y los potingues de Rebecca estaban esparcidos por el destartalado lavabo como víctimas de guerra. La bañera estaba toda oxidada. Encontré lo que esperaba que fuera un trapo limpio y me dispuse a empaparlo en agua fría. El grifo escupió un chorro de líquido marronáceo; me quedé oyendo el traqueteo metálico de las tuberías hasta que por fin empezó a salir agua limpia. Aunque era agradable sentirla en las manos, no me atreví a mojarme el cuello ni la cara. Me habría encantado, pero aquel baño era una pocilga, y no pensaba usar el agua si podía evitarlo. Levanté la vista mientras escurría el trapo. El espejo estaba roto, atravesado por una telaraña de grietas. Me devolvió mi imagen facetada.
No volví a mirarme al espejo. Pasé junto al ataúd y vacilé. Tuve ganas de llamar con los nudillos en la madera lisa. ¿Hay alguien en casa? Me contuve, no fuera que contestaran.
Phillip había sentado a la mujer en el sofá. Estaba apoyada en él y suspiraba angustiada, pero el llanto casi se había detenido. Cuando me vio, se encogió a ojos vistas. Yo traté de no parecer demasiado amenazadora, cosa que no se me da mal, y le pasé el trapo a Phillip.
—Límpiale la cara y ponle esto en la nuca; le sentará bien.
Hizo lo que le había pedido, y ella se quedó sentada con el trapo en la nuca, mirándome con los ojos como platos. Se estremeció.
Encontré el interruptor, y una luz espantosa inundó la habitación. En cuanto vi lo que me rodeaba quise volver a apagar, pero ya era tarde. Me habría sentado con ellos en el sofá, pero pensé que a Rebecca podía darle por atacarme o por ponerse histérica. ¿A que habría sido de lo más agradable? El único sillón estaba desvencijado y se le había salido la mitad del relleno amarillento. Decidí quedarme de pie.
Phillip me miró. Llevaba las gafas colgadas del cuello de la camiseta. Tenía los ojos muy abiertos y esquivos, como si temiera que le leyera la mente. Había pasado un brazo bronceado por encima de los hombros de la mujer en un gesto protector. Me entró complejo de abusona.
—Le he dicho por qué hemos venido, y también, que no vas a matar a Jack.
—¿El del ataúd? —Sonreí. No pude evitarlo; ya había supuesto que la caja tenía sorpresa.
—Sí —dijo Phillip. Se quedó mirándome como si mi sonrisa estuviera fuera de lugar.
Tenía razón, así que me puse seria, aunque no sin cierto esfuerzo. Asentí. Si a Rebecca le gustaba montárselo con vampiros, allá ella; desde luego, la policía no tenía por qué meterse.
—Vamos, Rebecca —dijo Phillip—. Anita intenta ayudarnos.
—¿Por qué? —preguntó.
Era una buena pregunta: la había asustado y la había hecho llorar, así que contesté.
—El ama de los vampiros de la ciudad me ha hecho una oferta que no puedo rechazar.
Me miró, examinándome como si quisiera aprenderse mi cara.
—No te creo —dijo.
Me encogí de hombros. Eso es lo que pasa si se dice la verdad: siempre hay quien no se la cree. Es más fácil vender una mentira convincente que una verdad improbable. Casi todos prefieren la mentira.
—¿Cómo va a amenazar un vampiro a la Ejecutora? —preguntó.
—No soy el hombre del saco, Rebecca. —Suspiré—. ¿Conoces al ama de los vampiros?
—No.
—Pues tendrás que creerme: a mí me tiene acojonada. Cualquiera en su sano juicio lo estaría.
Seguía sin parecer convencida, pero empezó a hablar. Con voz débil repitió lo que ya le había dicho a la policía, un relato anodino que no aportaba nada.
—Rebecca, estoy tratando de capturar a la persona o a lo que fuera que mató a tu novio. Ayúdame, por favor.
—Cuéntale lo que me has contado a mí —dijo Phillip abrazándola.
Pasó la vista de uno a otra. Se mordió el labio y se pasó los dientes por él, pensativa. Al final dejó escapar un suspiro largo y tembloroso.
—Aquella noche fuimos a una fiesta de
freaks
.
Me quedé a cuadros, pero intenté parecer más o menos compuesta.
—Sé que un
freak
es un humano al que le gustan los vampiros. Una fiesta de
freaks
… ¿es lo que creo que es?
Fue Phillip quien asintió.
—Yo he ido a muchas. —No quiso mirarme mientras hablaba—. Se puede hacer casi de todo con los vampiros. Y ellos… también pueden hacer lo que quieran con quien quieran. —Me miró de reojo y volvió a bajar la vista. Puede que no le gustara mi expresión.
Traté de poner cara de nada, pero no me salía. Una fiesta de
freaks
, Virgen santa. Pero era un principio.
—¿Ocurrió algo especial en aquella fiesta? —pregunté.
La mujer parpadeó con expresión perdida, como si no me hubiera entendido. Volví a intentarlo.
—¿Hubo algo que se saliera de lo normal en la fiesta? —En caso de duda, se cambia el vocabulario.
Bajó la vista y negó con la cabeza. El cabello largo y oscuro le cubrió la cara como una cortina.
—¿Sabes si Maurice tenía algún enemigo?
Rebecca volvió a sacudir la cabeza sin mirarme. Vi que me miraba a través del pelo, como si fuera un conejo asustado espiando desde detrás de un arbusto. ¿Tenía más información, o ya se lo había sonsacado todo? Si la presionaba, se desmoronaría, se quedaría hecha polvo y quizá me soltara algo nuevo; por otro lado, quizá no. Tenía las manos entrelazadas sobre los muslos, temblorosas y con los nudillos blancos. ¿Tanto deseaba las respuestas? No. Lo dejé correr. Anita Blake, la humanitaria.
Phillip acostó a Rebecca en la cama, mientras yo esperaba en la sala. Estaba convencida de que oiría risitas o algo que indicara que Phillip estaba desplegando sus encantos, pero no hubo nada, salvo un murmullo de voces apagadas y el frufrú de las sábanas. Salió del dormitorio serio, casi solemne. Volvió a ponerse las gafas y apagó la luz; la habitación se sumió en una penumbra calurosa y densa. Lo oí moverse en la sofocante oscuridad: el roce de los vaqueros, las botas contra el suelo… Busqué a tientas el picaporte, lo encontré y abrí la puerta.
Nos bañó una luz mortecina. Phillip me miraba con los ojos ocultos en la sombra. Tenía el cuerpo relajado, pero percibí su hostilidad; se acabó jugar a ser amigos. No tenía muy claro si estaba enfadado conmigo, consigo o con el mundo. Cuando se acaba como Rebecca, se suele querer echarle la culpa a alguien.
—Podría ser yo —dijo.
—Pero no eres tú —dije, mirándolo.
—Pero podría —insistió. Extendió los brazos y marcó músculos.
No supe qué contestar. ¿Qué decirle? ¿Debía felicitarlo por haberse librado por la gracia de Dios? Dudaba que Dios interviniera mucho en el mundo de Phillip.