—Puedes confiar en mí, Anita. No te traicionaré, de verdad. —Sonaba perdido, como un niño al que le han arrebatado todas sus ilusiones.
Era incapaz de ensañarme con alguien que tuviera semejante voz de niño perdido. Pero los dos sabíamos que Phillip haría cualquier cosa que le pidieran los vampiros; lo que fuera, incluso traicionarme.
Nos acercábamos a un puente, un gran entramado de metal gris, que cruzaba la autopista por encima. Los árboles bordeaban la carretera. El cielo era de un azul desvaído y acuoso, aclarado por el calor y el intenso sol veraniego. El coche traqueteó al cruzar el puente, y el río Misuri se extendió a nuestros lados; el agua en movimiento producía una sensación de cielo abierto. Una paloma llegó volando y se unió a otras, quizá una docena, que se arrullaban en el puente. Había visto gaviotas en el río alguna vez, pero en el puente, sólo palomas; puede que a las gaviotas no les gustaran los coches.
—¿Adónde vamos, Phillip?
—¿Qué?
Estuve a punto de decirle: «¿Es una pregunta demasiado difícil para ti?», pero me contuve. Habría sido violencia gratuita.
—Hemos cruzado el río. Ahora, ¿por dónde?
—Coge la salida de Zumbehl y sigue a la derecha.
Seguí sus indicaciones. La salida gira a la derecha y desemboca directamente en un carril de acceso. Me detuve en el semáforo y me lo salté en rojo al ver que no pasaba nadie. Hay unas cuantas tiendas a la izquierda; luego, un grupo de bloques de viviendas, y más adelante, una zona residencial muy arbolada, casi un bosque tachonado de casas. Más adelante hay una residencia de ancianos y un cementerio bastante grande. Siempre me preguntaba qué opinaban los ancianos de vivir al lado del cementerio. ¿Lo considerarían un recordatorio de mal gusto o les parecería bien tenerlo a mano?
El cementerio llevaba allí mucho más tiempo que la residencia, y algunas de las tumbas se remontaban a principios del siglo
XIX
. Siempre había pensado que el constructor tenía que ser un sádico consumado para haber orientado las ventanas de la residencia a las colinas llenas de lápidas. La vejez ya es bastante recordatorio de lo que llega a continuación; no hacen falta refuerzos visuales.
Hay más cosas en Zumbehl: un videoclub, una tienda de ropa para niños, un sitio donde venden cristal coloreado, gasolineras y una urbanización enorme con un cartel en el que pone
LAGO SUN VALLEY
. E incluso había un lago en el que se podía navegar si se iba con mucho cuidado.
Unas manzanas más y llegamos a las afueras. La carretera estaba bordeada de casas con jardines pequeños abarrotados de árboles gigantescos. Había que bajar una colina; el límite era de cincuenta kilómetros por hora, y era imposible bajar la pendiente a aquella velocidad sin pisar el freno. ¿Habría un guardia al pie de la colina?
Si nos paraban, con Phillip y su camiseta de malla, todo lleno de cicatrices, ¿sospecharían algo? ¿Adónde va, señorita? Lo siento, agente, llegamos tarde a una fiesta ilegal. Pisé el freno al bajar la pendiente, y por supuesto, no había ningún policía. Pero si me hubiera saltado el límite de velocidad, lo habría habido. La ley de Murphy es casi la única constante en mi vida.
—Es la casa grande de la izquierda —dijo Phillip—. Aparca en el camino de la entrada.
La casa era de ladrillo rojo oscuro, de dos pisos o puede que tres, tenía un montón de ventanas y por lo menos dos porches. Aún quedan casas de estilo Victoriano estadounidense. El jardín era grande, con su propio bosque de árboles altos y vetustos. El césped había crecido demasiado y le daba al sitio cierto aspecto de abandono. El camino era de grava y pasaba entre los árboles hasta llegar a un garaje moderno diseñado para hacer juego con la casa; casi lo conseguía.
Sólo había dos coches más, pero no podía ver el interior del garaje, así que quizá hubiera más dentro.
—No te vayas del salón con nadie, excepto conmigo —dijo Phillip—. No podría ayudarte.
—Ayudarme, ¿en qué? —pregunté.
—Esto es lo que diremos: tú eres el motivo por el que me he saltado tantas fiestas. He dado a entender que no sólo somos amantes, sino que te he estado —abrió las manos como si buscara la palabra—… cultivando hasta que estuvieras lista para venir a una fiesta.
—¿Cultivándome? —Apagué el motor, y se hizo el silencio entre nosotros. Estaba mirándome; incluso a través de los cristales podía sentir el peso de su mirada. Se me erizaron los pelos de la nuca.
—Sobreviviste a un ataque real; no eres ni
freak
ni yonqui, pero he conseguido convencerte para que me acompañes a una fiesta. Esa es la historia.
—¿Lo has hecho alguna vez de verdad? —pregunté.
—¿Te refieres a si les he traído a alguien?
—Sí —dije.
—No tienes muy buen concepto de mí, ¿verdad? —Dejó escapar un gruñido.
¿Qué se suponía que tenía que contestarle? ¿Que no?
—Si somos amantes, tendremos que actuar como tales toda la noche.
Sonrió. Aquella sonrisa fue diferente, de expectación.
—Qué hijo de puta —añadí.
Se encogió de hombros e hizo girar el cuello como si tuviera los hombros agarrotados.
—No voy a tirarte al suelo y violarte, si eso es lo que te preocupa.
—Ya, ya sé que eso no es lo que pretendes esta noche. —Me alegré de que no supiera que iba armada. Puede que se llevara una sorpresa.
—Tú sígueme la corriente —dijo con el ceño fruncido—. Si hago algo que te incomode, me lo dices y lo hablamos. —Me dedicó su sonrisa deslumbrante, con los dientes blancos y parejos en contraste con el bronceado.
—Nada de hablar. Dejas de hacerlo y punto.
—Te cargarás la coartada y conseguirás que nos maten —me dijo, encogiéndose de hombros.
El coche se estaba calentando. Una gota de sudor resbalaba por la cara de Phillip. Abrí la puerta y salí. El calor me cubrió como una segunda piel. Las cigarras zumbaban en lo alto de los árboles. Cigarras y calor. Ah, el verano.
Phillip rodeó el coche; sus pisadas crujieron en la grava.
—Será mejor que dejes el crucifijo —dijo.
Sabía que tocaría, pero eso no hacía que me gustara más la idea. Dejé el crucifijo en la guantera, estirándome por encima del asiento. Cuando cerré la puerta, me llevé la mano al cuello. Estaba tan acostumbrada a la cadena que me sentía desnuda sin ella.
Phillip me tendió la mano y, tras dudar un instante, la acepté. La palma de su mano era calor concentrado, un poco húmeda en el centro.
Un arco con una celosía blanca guarecía la puerta trasera; una espesa clemátide le trepaba por un lado, llena de flores grandes como mi mano que ofrecían su color morado al sol que se filtraba entre los árboles. Había una mujer en el umbral, a la sombra de la celosía, fuera de la vista de vecinos y los coches que pasaban. Llevaba medias negras muy finas sujetas con liguero. Un conjunto de bragas y sujetador, de color violeta oscuro, dejaba a la vista buena parte de su piel pálida. Unos tacones de aguja de diez centímetros le hacían las piernas largas y esbeltas.
—Llevo demasiada ropa —le dije en voz baja a Phillip.
—Puede que por poco tiempo —me susurró contra el pelo.
—No dejes de respirar mientras esperas. —Lo miré al decirlo y vi que la confusión le transfiguraba la cara, pero no duró mucho: enseguida volvió a curvar los labios. La serpiente debió de sonreír así a Eva. Mira qué manzana más bonita tengo para ti. ¡Qué niña más guapa! ¿Quieres un caramelo?
No sabía qué intentaba venderme Phillip, pero no estaba dispuesta a comprarlo. Me pasó el brazo por la cintura, jugueteó con una mano con las cicatrices de mi brazo y me hurgó con delicadeza en el tejido cicatrizal. Dejó escapar un breve suspiro. Virgen santa, ¿dónde me había metido?
La mujer me dirigía una sonrisa, pero no apartó sus grandes ojos marrones de la mano de Phillip mientras este me acariciaba la cicatriz. Se estaba relamiendo, y vi que se le agitaba la respiración.
—«Pasa a la sala, le dijo la araña a la mosca.»
—¿Qué has dicho? —preguntó Phillip.
Sacudí la cabeza. De todos modos, no creía que conociera el poema, y yo no recordaba el final: no sabía si la mosca conseguía escapar. Tenía el corazón en un puño. Cuando la mano de Phillip me rozó la espalda desnuda, me sobresalté. La mujer rió, con una risa aguda y quizá algo beoda.
—«Oh, no. —Susurré las palabras de la mosca mientras subía las escaleras—. No, no me lo pidas más, porque aquel que sube no regresa jamás.»
No regresa jamás. Sonaba francamente mal.
La mujer se apartó para cedernos el paso y cerró la puerta después. No me habría extrañado que la cerrara con llave para que no pudiéramos escapar, pero no fue así. Aparté la mano de Phillip de mis cicatrices, y él la enroscó en mi cintura y me condujo por un pasillo largo y estrecho. La casa estaba fresca; el aire acondicionado ronroneaba ahuyentando el calor. Un distribuidor cuadrangular desembocaba en una habitación.
Era un salón, con todo lo que aquello conllevaba: un sofá grande, otro pequeño, dos sillones, plantas colgadas frente a un ventanal, sombras vespertinas que trazaban dibujos sobre la moqueta… Hogareño. En el centro de la habitación había un hombre de pie con una copa en la mano. Parecía recién salido del Emporio del Cuero. Llevaba cintas de cuero entrecruzadas por todo el abdomen y los brazos; parecía una versión hollywoodiense de un gladiador sexoadicto.
Le debía una disculpa a Phillip: su atuendo era de lo más conservador y normalito. La alegre anfitriona entró detrás de nosotros, luciendo su corsetería violeta, y le puso una mano a Phillip en el brazo. Tenía las uñas pintadas de morado oscuro, casi negro. Se las pasó rascando por la piel y le dejó unas tenues marcas rojizas.
Phillip se estremeció y me apretó la cintura con más fuerza. ¿Aquella era su idea de la diversión? Esperaba que no.
Una mujer negra y alta se levantó del sofá. Su más que generosos pechos amenazaban con escapar de un sujetador de alambre negro. Una falda escarlata, con más agujeros que tela, colgaba del sujetador y se movía con cada paso, dejando al descubierto retazos de piel oscura. Estaba segura de que no llevaba nada debajo.
Tenía cicatrices sonrosadas en una muñeca y el cuello; una yonqui inexperta, nueva, poco usada. Nos rodeó como si estuviéramos en venta y quisiera inspeccionar la mercancía. Me rozó la espalda con la mano; me aparté de Phillip y la miré de frente.
—Esa cicatriz de la espalda, ¿qué es? No es un mordisco de vampiro. —La voz era demasiado ronca para una mujer; casi de contratenor.
—Un siervo humano me clavó un palo afilado. —No añadí que el «palo afilado» era una de mis estacas, ni que había matado al siervo humano aquella misma noche.
—Me llamo Rochelle —dijo.
—Anita.
La alegre anfitriona se acercó a mí y me acarició el brazo. Me aparté de ella, y sus uñas me recorrieron la piel, dejándome pequeñas marcas rojas. Contuve el impulso de frotármelas. Era una cazadora de vampiros dura como el acero; no me importaban los arañazos. Pero la mirada de la mujer, sí. Parecía estar haciendo conjeturas sobre mi sabor y cuánto tiempo duraría. Nunca me había mirado así ninguna mujer. Y no me gustaba ni un poco.
—Me llamo Madge. Este es Harvey, mi marido —dijo, señalando al fanático del cuero, que se había situado junto a Rochelle—. Bienvenida a nuestra casa. Phillip nos ha hablado mucho de ti, Anita.
Harvey intentó acercárseme por detrás, pero yo retrocedí hacia el sofá para verlo de frente. Me rodeaban como tiburones. Phillip me miraba muy serio. Vale; se suponía que tenía que estar pasándomelo bien, en vez de comportarme como si todos tuvieran enfermedades contagiosas.
¿Quién era el menor de los males? La pregunta del millón. Madge se relamió de forma lenta y sugerente; vi en sus ojos que pensaba en las guarrerías que quería hacerme. Ni hablar. Rochelle se movió la falda y mostró demasiado muslo. Tenía razón: no llevaba nada debajo. Ni loca.
Así que sólo quedaba Harvey. Sus manos pequeñas y de uñas cortas jugaban con la combinación de cuero y remaches del diminuto faldellín. Frotaba el cuero una y otra vez con los dedos. Mierda.
Le dediqué mi mejor sonrisa profesional; no era muy seductora, pero era mejor que fruncir el ceño. Abrió mucho los ojos y dio un paso hacia mí mientras me acercaba la mano al brazo derecho. Aspiré y contuve el aire, dejándome la sonrisa congelada en la cara.
Me rozó el interior del codo con los dedos y me provocó un cosquilleo, hasta que me estremecí. Harvey se lo tomó como una invitación y se acercó más, hasta que nuestros cuerpos quedaron a punto de tocarse. Le puse una mano en el pecho para impedir que siguiera avanzando. Tenía el vello del pecho negro, áspero y denso. Los pechos peludos no han sido nunca santo de mi devoción; me van más los lampiños. Me empezó a rodear la espalda con un brazo, y yo no sabía qué hacer. Si retrocedía tendría que sentarme en el sofá, y no me parecía muy buena idea. Si avanzaba me quedaría pegada a todo aquel cuero y aquella piel.
—Me moría por conocerte —dijo con una sonrisa.
Dijo «moría» como si fuera una obscenidad, o un guiño privado. Todos los demás rieron, menos Phillip, que me cogió del brazo y me apartó de Harvey. Me apoyé en Phillip, y hasta le rodeé la cintura con los brazos. No había abrazado nunca a nadie que llevara una camiseta de malla. Era una sensación interesante.
—Recordad lo que os he dicho —dijo Phillip.
—Vale, de acuerdo —dijo Madge—. Es tuya, toda tuya; nada de compartir, nada de tríos. —Se acercó a él contoneándose con sus ceñidas bragas de encaje. Con los tacones podía mirarlo directamente a los ojos—. De momento puedes mantenerla a salvo, pero cuando llegue la plana mayor la compartirás. Ya se encargarán.
Phillip se quedó mirándola hasta que ella apartó la vista.
—Ha venido conmigo, y yo la llevaré a casa.
—¿Piensas plantarles cara? —Preguntó Madge, arqueando una ceja—. Phillip, cariño, no me cabe duda de que tu chica tiene un culito adorable, pero no creo que valga la pena cabrearlos por un calentón.
Me aparté de Phillip; puse una mano abierta contra el estómago de la mujer y empujé, lo justo para hacerla retroceder. Los tacones la desequilibraban y estuvo a punto de caerse.
—Vamos a dejar las cosas claras —dije—. Ni mi culo es asunto tuyo, ni soy el calentón de nadie.
—Anita… —dijo Phillip.
—Caramba, la chica tiene carácter —dijo Madge—. ¿De dónde la has sacado, Phillip?