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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (28 page)

BOOK: Pantano de sangre
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Hubo un momento de silencio.

—¿Cómo se explica el ansia de Blast? —se preguntó en voz alta D'Agosta—. Tan solo es un cuadro. ¿Por qué lo buscó durante tantos años?

—Eso sí tiene fácil respuesta. Blast era un Audubon, y consideraba que el cuadro era suyo por derecho. Para él se convirtió en una idea fija. Con el tiempo, la misma búsqueda le aportaba la recompensa. Supongo que el motivo le habría dejado igual de estupefacto que a nosotros.

Pendergast juntó las yemas de los dedos y apoyó los pulgares en la frente.

D'Agosta siguió observando el cuadro. Había algo, una idea, que no acababa de tomar forma en su conciencia. El cuadro intentaba decirle algo. Lo miró fijamente.

De repente, lo comprendió.

—Este cuadro —dijo—. Fíjese bien. Es como las acuarelas de la mesa. Las que hizo más tarde.

Pendergast no levantó la vista.

—Lo siento, pero no le sigo.

—Lo ha dicho usted mismo. El ratón del cuadro... se ve que es de Audubon.

—Sí, muy parecido a los que pintó en Mamíferos de América del Norte.

—De acuerdo. Y ahora mire el ratón de los dibujos de juventud.

Pendergast levantó despacio la cabeza. Primero miró el cuadro, y después los dibujos. Finalmente se volvió hacia D'Agosta.

—¿Qué quiere decir, Vincent?

D'Agosta señaló la mesa.

—El primer ratón. A mí nunca se me habría ocurrido que lo hubiese dibujado Audubon. Lo mismo ocurre con las primeras obras, los bodegones y los bocetos: nunca se me habría ocurrido que fueran de Audubon.

—Es justo lo que he dicho antes. Ahí radica el enigma.

—Es que no estoy tan seguro de que sea un problema.

Pendergast le miró con una chispa de curiosidad en los ojos.

—Siga.

—Verá, por un lado están los primeros bocetos, que son mediocres, y por el otro esta mujer. ¿Qué pasó entre medio?

Los ojos de Pendergast se iluminaron aún más.

—La enfermedad.

D'Agosta asintió con la cabeza.

—Eso es. La enfermedad le cambió. ¿Qué otra respuesta puede haber?

—¡Brillante, mi querido Vincent! —Pendergast golpeó con las manos los brazos del sillón, se levantó como un resorte y empezó a dar vueltas por la sala—. De algún modo, ver la muerte de cerca, el brusco topetazo con su mortalidad, le cambió. Le llenó de energía creativa. Fue el momento transformador de su trayectoria artística.

—Siempre habíamos supuesto que lo que le interesaba a Helen era el motivo del cuadro —dijo D'Agosta.

—Exacto, pero ¿se acuerda de qué dijo Blast? Helen no quería quedárselo. Solo quería examinarlo. Quería confirmar cuándo se produjo la transformación artística de Audubon.

Pendergast enmudeció. Caminó más despacio, hasta pararse, pensativo, con la mirada puesta en su interior.

—Bien —dijo D'Agosta—, misterio resuelto.

Los ojos plateados se volvieron hacia él.

—No.

—¿Cómo que no?

—¿Por qué Helen iba a escondérmelo?

D'Agosta se encogió de hombros.

—Quizá le diera vergüenza, por cómo se habían conocido y por la mentira piadosa que le había contado.

—¿Por una mentira piadosa? No lo creo. Me lo ocultó por alguna razón de mucho más peso. —Pendergast volvió a arrellanarse en el mullido sillón y contempló el cuadro—. Tápelo.

D'Agosta le echó encima el terciopelo. Empezaba a preocuparse. Tampoco Pendergast parecía del todo cuerdo.

Los ojos de Pendergast se cerraron. La biblioteca se sumió en un silencio más profundo, mientras se amplificaba el tictac del reloj de pared del rincón. D'Agosta también se sentó. A veces era preferible dejar que Pendergast se comportara como Pendergast.

Sus ojos se abrieron lentamente.

—Desde el principio nos hemos planteado mal todo el problema.

—¿En qué sentido?

—Hemos supuesto que a Helen le interesaba Audubon como artista.

—¿Y bien? ¿Por qué le iba a interesar sino?

—Le interesaba Audubon como paciente.

—¿Como paciente?

Un lento gesto de aquiescencia.

—Era la pasión de Helen: la investigación médica.

—Entonces, ¿por qué buscaba el cuadro?

—Porque Audubon lo pintó justo después de restablecerse. Helen quería confirmar una teoría.

—¿Qué teoría?

—Querido Vincent, ¿sabemos cuál era la enfermedad que padecía Audubon?

—No.

—Correcto. ¡Sin embargo, la clave de todo está en esa enfermedad! Lo que le interesaba a Helen era la enfermedad en sí. Su efecto en Audubon. Puesto que al parecer convirtió en genio a un artista totalmente mediocre. Helen sabía que algo cambió a Audubon. Por eso fue a New Madrid, donde él había vivido el terremoto: estaba realizando una investigación muy amplia para comprender el agente que había provocado ese cambio. Y cuando descubrió la enfermedad de Audubon, supo que era el final de su búsqueda. Solo quería ver el cuadro para confirmar su teoría: que la enfermedad de Audubon tuvo algún efecto en su cerebro. Tuvo repercusiones neurológicas. ¡Repercusiones neurológicas maravillosas!

—¡Uf! Ahora sí que me he perdido.

Pendergast se levantó de golpe.

—Por eso me lo escondió, porque era un descubrimiento potencialmente muy valioso para las empresas farmacéuticas.

—No tenía nada que ver con nuestra relación personal. —De pronto asió a D'Agosta por los brazos, con un movimiento impulsivo—. Y yo aún estaría dando palos de ciego, querido Vincent... de no ser por su golpe de genio.

—Bueno, yo no diría tanto...

Pendergast le soltó, se volvió y fue rápidamente hacia la puerta de la biblioteca.

—Vamos, no hay tiempo que perder.

—¿Adonde? —preguntó D'Agosta, mientras se apresuraba a seguirle, aún confuso, tratando de recomponer la secuencia lógica de Pendergast.

—A confirmar sus sospechas y a averiguar de una vez por todas qué significa todo esto.

41

El tirador cambió de posición entre las manchas de luz y bebió un trago de agua de su cantimplora de camuflaje. Se pasó la muñequera por las sienes: primero una y luego la otra. Sus movimientos eran lentos y metódicos, totalmente invisibles en aquel laberinto de maleza.

En realidad no era necesario ser tan cauto. Era imposible que el blanco llegara a verle. Sin embargo, tantos años cazando el otro tipo de presas —la variedad cuadrúpeda, a veces temerosa y a veces en un estado de alerta sobrenatural— le habían enseñado a extremar las precauciones.

La pantalla era perfecta: un gran montón de ramas y hojas secas de roble cubierto de barba de viejo, como espuma, en el que solo quedaban unas pocas rendijas; por una de ellas había deslizado el cañón de su escopeta Remington 40 XS táctica. Era perfecta porque era natural: uno de los efectos del
Katrina
, todavía omnipresentes en los bosques y pantanos de la zona. A fuerza de ver tantos, al final ya no te fijabas.

Con eso contaba él.

El cañón de su arma no sobresalía más de dos o tres centímetros de la pantalla. El estaba totalmente en la sombra, con el cañón envuelto en un polímero negro especial no reflectante, mientras que su blanco saldría al crudo resplandor del sol de la mañana. Nadie vería la escopeta, ni siquiera en el momento del disparo. De eso se encargaría el apaga llamas de la boca del cañón.

Había aparcado su coche, una camioneta Nissan 4 x 4 de alquiler con la plataforma cubierta, con la parte trasera contra la pantalla. El tirador la usaba como plataforma de tiro, con la compuerta bajada. El morro apuntaba a un viejo camino de leñadores, que iba hacia el este. Aunque alguien le viera y quisiera perseguirle, bastarían treinta segundos para pasar de la plataforma a la cabina, poner el motor en marcha e irse por el camino. Estaría a salvo al cabo de tres kilómetros, los que le separaban de la carretera principal.

No estaba seguro de cuánto tendría que esperar; podían ser diez minutos o diez horas, pero daba igual. Estaba motivado. Más que nunca en su vida. No, eso no era del todo cierto; había habido otra vez.

Era una mañana brumosa, con mucho rocío. En la oscuridad de la pantalla se palpaba un aire que parecía estancado, muerto. Tanto mejor. Volvió a secarse las sienes. Los insectos zumbaban aletargadamente. Se oían los chillidos nerviosos de los ratones de campo. Debía de haber un nido cerca. En los últimos tiempos parecía que infestasen los pantanos, famélicos como conejos de laboratorio, y casi igual de mansos.

Otro trago de agua y otra comprobación del 40-XS. El bípode estaba bien encajado. Levantó el cerrojo, verificó que estuviera en su sitio el Winchester 308 y volvió a bajarlo. Como la mayoría de los tiradores experimentados, prefería la estabilidad y precisión de las armas de cerrojo; tenía tres cartuchos de repuesto en el cargador interno, por si acaso, pero lo interesante de un Sniper Weapon System era que el primer disparo fuera decisivo, y él no tenía pensado usar más de una bala.

Lo más importante era el visor de largo alcance MI Leupold Mark 4. Miró por él, centrando la retícula en la puerta de la casa de la plantación. Después siguió el camino de grava, hasta el Rolls-Royce.

Seiscientos cincuenta o setecientos metros. Un disparo, un muerto.

Mientras miraba el gran vehículo, sintió que se le aceleraba el corazón. Volvió a revisar mentalmente su plan. Esperaría a que el blanco estuviera al volante, con el motor en marcha. El automóvil recorrería el acceso semicircular y se pararía un momento antes de salir al camino principal de la finca. En ese instante realizaría el disparo.

Se quedó muy quieto, para reducir otra vez las pulsaciones con su voluntad. No podía permitirse ninguna agitación, ni dejarse distraer por emoción alguna, ya fuera impaciencia, rabia o miedo. Calma absoluta: esa era la clave. Ya le había prestado un buen servicio, en la estepa y las hierbas altas, en circunstancias más peligrosas. Mantuvo el ojo en el visor y el dedo levemente apoyado en el guardamonte. Una vez más, se recordó que era un encargo. Era la mejor manera de enfocarlo. Con aquel último trabajo todo habría terminado; y esta vez, de verdad.

En ese momento se abrió la puerta de la casa de la plantación, como si quisiera recompensar su disciplina, y salió un hombre. El tirador aguantó la respiración. No era su blanco, sino el otro, el poli. Lentamente —tanto que parecía que no se moviese—, su dedo se deslizó del guardamonte al gatillo, apenas rozándolo. El hombre corpulento se paró en el porche y miró a su alrededor con cautela. El tirador no se inmutó. Sabía que su escondrijo era perfecto. Su blanco salió en ese momento de la oscuridad de la casa. Se fueron juntos por el amplio porche y bajaron por los escalones al camino de grava. El les siguió con el visor, centrando la retícula en el cráneo del blanco. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no disparar antes de tiempo: tenía un buen plan, y le convenía ceñirse a él. Los dos hombres se movían rápido, con prisa por llegar a alguna parte. «Cíñete al plan.» Por la mira del visor, vio cómo se acercaban al coche, abrían las puertas y subían. El blanco se sentó al volante, tal como estaba previsto; arrancó, se giró para decir unas palabras a su acompañante y condujo el coche por el camino de entrada. El tirador observó con atención, dejando que se vaciaran sus pulmones y concentrándose en que su corazón latiera aún más despacio. Dispararía entre dos latidos.

El Rolls tomó la suave curva del camino de grava a unos veinticinco kilómetros por hora, y frenó un poco al acercarse al cruce con el camino principal. «Ahora», se dijo el tirador. Toda su preparación, disciplina y experiencia previa se fundían en un solo momento, el de la consumación. El blanco estaba en su sitio. Presionó con enorme suavidad el gatillo, sin apretarlo, sino acariciándolo: más, un poco más...

Fue entonces, con un chillido de sorpresa y un brusco correteo, cuando un ratón de campo de color marrón grisáceo le pasó por encima de los nudillos de la mano del gatillo. Al mismo tiempo, tuvo la impresión de que sobre la pantalla pasaba rápidamente una sombra grande e irregular, negra contra negro.

La Remington disparó, con un ligero retroceso entre las firmes manos del tirador, que apartó el ratón con un juramento y se apresuró a mirar por el visor a la vez que accionaba el cerrojo. Vio el orificio en el parabrisas, unos quince centímetros por encima y a la izquierda de donde había planeado. Ahora el Rolls iba a todo gas, cortando la curva en su huida, con un derrape de neumáticos y levantando una nube blanca de grava. El tirador tuvo cuidado de no ceder al pánico y siguió a su blanco con la mira, en espera del latido, tras el que volvió a aplicar presión al gatillo.

Sin embargo, en ese momento, vio una actividad frenética en el interior del coche; el hombre fornido se echaba hacia delante, sobre el volante, ocupando todo el parabrisas con su cuerpo. En ese instante el rifle disparó otra vez. El Rolls frenó de lado, en un ángulo extraño, atravesado en el camino principal. Una corona triangular de sangre cubría por dentro el parabrisas, obstruyendo la visión del otro lado.

¿A quién le había dado?

Al mirar fijamente, vio una pequeña columna de humo que surgía del coche, seguida del chasquido de un disparo. Una milésima de segundo después, una bala atravesó la maleza a menos de un metro de su escondite. La segunda hizo un ruido metálico al chocar contra el Nissan.

Se echó inmediatamente hacia atrás y rodó por la plataforma de la camioneta en dirección a la cabina. Justo cuando otra bala pasaba silbando, arrancó y tiró la escopeta al asiento del copiloto, donde aterrizó sobre otra arma: una escopeta con los dos cañones recortados muy cortos y una culata de madera negra muy decorada. Con el motor revolucionado y un chirrido de neumáticos, se fue por el viejo camino de leñadores, arrastrando líquenes y polvo.

Superó dos curvas y aceleró a más de cien por hora a pesar del mal estado de la pista. Las armas resbalaron hacia él. Las empujó y les echó una manta roja encima. Pasada otra curva con otro chirrido de neumáticos, vio la estatal delante; solo entonces, al ver clara la escapatoria, dio rienda suelta a su frustración y decepción.

—;Maldita sea! —exclamó Judson Esterhazy, dando puñetazos en el salpicadero—. ¡Maldita sea mil veces!

42

Nueva York

Un vigilante acompañaba al doctor Felder por el largo y frío pasillo del área de confinamiento de Bellevue. Bajo, delgado y elegante, John Felder se daba perfecta cuenta de que desentonaba con la sordidez general y el caos controlado de la prisión. Era su segunda entrevista con la paciente. Durante la primera había seguido el protocolo de costumbre, había formulado todas las preguntas obligatorias y tomado las notas de rigor. Había hecho todo lo necesario para cumplir con sus obligaciones jurídicas de psiquiatra designado por el tribunal, y emitir una opinión. Además, sus conclusiones ya eran firmes: la paciente era incapaz de distinguir entre el bien y el mal y, en consecuencia, no era responsable de sus actos.

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