Pantano de sangre (26 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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Pendergast aceleró un poco, hizo unos cuantos adelantamientos y se reincorporó al primer carril. Al cabo de unos intantes, el turismo oscuro hizo lo mismo. —Ya lo veo —murmuró D'Agosta.

Siguieron así varios minutos. El otro coche se mantenía a cierta distancia, sin despegarse de ellos, pero intentando no llamar la atención.

—¿Cree que es el encargado? —preguntó D'Agosta—. ¿Bona?

Pendergast sacudió la cabeza.

—Nos sigue desde esta mañana.

—¿Qué hacemos ahora?

—Esperaremos a salir de la ciudad. Luego, ya veremos. Quizá nos ayuden las carreteras locales.

Pasaron por el Malí de Luisiana, por varios parques y clubs de campo. El paisaje urbano dejó paso a otro de casas bajas, y este, a su vez, a zonas rurales. D'Agosta sacó su Glock y metió una bala en la recámara.

—Resérvelo como último recurso —dijo Pendergast—. No podemos arriesgarnos a dañar el cuadro.

«¿Y si nos dañamos nosotros?», se preguntó D'Agosta. Echó un vistazo por el retrovisor, pero era casi imposible ver el interior del turismo oscuro. Estaban a la altura de la salida de Sorrento. Más allá, el tráfico era aún más fluido.

—¿Le cortamos el paso? —propuso D'Agosta—. ¿Le ponemos en evidencia?

—Yo opto por despistarle —dijo Pendergast—. Le sorprendería lo que puede hacer un Rolls de época.

—Sí, claro...

Pendergast pisó a fondo el acelerador y giró el volante bruscamente a la derecha. El Rolls salió como una flecha, respondiendo con una rapidez sorprendente para su tamaño. Tras cruzar dos carriles en diagonal, se lanzó por la salida sin aminorar la velocidad.

D'Agosta apoyó todo su peso en la puerta de la derecha. Cuando volvió a mirar por el retrovisor, vio que el otro coche les había seguido. Acababa de cortarle el paso a un camión, para lanzarse en su persecución por la rampa de la salida.

Al llegar al final de esta, Pendergast se saltó el stop y se metió en la carretera 22 con un chirrido de neumáticos y haciendo un arco de ciento veinte grados con la parte trasera. Manteniendo el control con gran pericia, aprovechó el giro para meterse en el carril adecuado; después, pisó de nuevo el acelerador. Se lanzaron como una exhalación por la estatal, dejando atrás la camioneta de un pintor, un Buick y un camión cargado de cangrejos de río. Unos bocinazos furibundos sonaron detrás de ellos.

D'Agosta miró por encima del hombro. Ahora el turismo ya no hacía ningún esfuerzo por disimular que les seguía.

—Todavía está ahí —dijo.

Pendergast asintió con la cabeza.

Aceleraron aún más por una pequeña zona comercial; tres manzanas de tiendas de maquinaria agrícola y ferreterías que apenas pudieron distinguir. Delante había un semáforo, en la intersección de la carretera 22 con la Airline Highway. Varios vehículos la estaban cruzando, en una apretada y ondulante hilera de luces de freno. El Rolls atravesó a toda velocidad unas vías, que lo hicieron volar un poco, y se acercó al cruce. En ese momento el semáforo se puso ámbar, y luego rojo.

—Dios mío —murmuró D'Agosta, aferrándose al tirador de la puerta derecha.

Haciendo luces y tocando el claxon, Pendergast se abrió un hueco entre los coches de delante y el tráfico que iba en sentido contrario. Una ráfaga de bocinazos les acompañó por el cruce, mojado de lluvia, en el que a punto estuvieron de chocar con un tráiler de dieciocho ruedas que asomaba el morro por la perpendicular. Pendergast no había levantado el pie del acelerador. La aguja temblaba pasados los ciento sesenta kilómetros por hora.

—Tal vez fuera mejor frenar y plantarle cara —dijo D'Agosta—. Preguntarle para quién trabaja.

—Qué aburrido. Además, ya sabemos para quién trabaja.

Adelantaron a un coche, y a otro, y a otro; parecían simples manchas de color paradas en la carretera. Ya habían dejado todo el tráfico detrás. Delante de ellos, la carretera estaba vacía. Se veían casas, locales comerciales y alguna tienda de piensos o ferretería, esporádica y triste, hasta penetrar en las marismas. En un abrir y cerrar de ojos pasaron al lado de un bosquecillo de árboles de Júpiter, severos centinelas bajo un cielo de color metálico. Los limpiaparabrisas marcaban su cadencia rítmicamente en el cristal. D'Agosta aflojó un poco la presión de sus dedos en el tirador de la puerta.

Volvió a mirar por encima del hombro. No había moros en la costa.

No era cierto. Entre el vago perfil de los vehículos destacó una forma individual. Era el turismo oscuro, muy lejos, pero acortaba rápidamente las distancias.

—Mierda —renegó—. Ha conseguido pasar el cruce. Qué tenaz, el cabrón.

—Tenemos lo que él quiere —dijo Pendergast—. Otra razón para no dejar que nos alcance.

Se adentraron en tierras pantanosas, por una carretera cada vez más estrecha. D'Agosta siguió mirando hacia atrás mientras cogían una larga curva que hizo chirriar los neumáticos. Cuando el turismo se perdió de vista al otro lado de la curva y de las hierbas altas de las ciénagas, notó que el coche perdía velocidad.

—Es nuestra oportunidad para... —empezó a decir.

De pronto el Rolls dio un brusco giro lateral. D'Agosta estuvo a punto de caerse en la parte trasera, pero logró volver a sentarse bien. Habían salido de la carretera por un estrecho camino de tierra que serpenteaba entre las frondosas marismas. Un letrero sucio y mellado rezaba:

RESERVA NATURAL DE FOURCHETTE — SOLO VEHÍCULOS DE SERVICIO.

El coche daba fuertes bandazos mientras iba lanzado por el barro del camino. D'Agosta tan pronto salía despedido contra la puerta como se elevaba en el asiento; se salvó de chocar contra el techo gracias al cinturón de seguridad. «Como esto siga así un minuto más —pensó, agorero—, se nos partirán los dos ejes.» Volvió a mirar por el retrovisor, pero el camino era demasiado sinuoso para que la visibilidad alcanzara los cien metros.

La vía de servicio se estrechó y luego se bifurcó. Partiendo de ella, un sendero mucho más angosto y en peores condiciones discurría en línea recta junto a un brazo de río. El acceso estaba cerrado por una cadena con un cartel donde ponía:

ATENCIÓN: PROHIBIDO EL PASO DE VEHÍCULOS A PARTIR DE ESTE PUNTO.

En vez de frenar para girar, Pendergast pisó a fondo el acelerador.

—¡Eh! ¡Uf! —exclamó D'Agosta, mientras iban directos hacia el angosto camino—. ¡Santo...!

Partieron la cadena, con un ruido de disparo de escopeta. Alrededor, en los campos de margaritas y cipreses calvos, levantaron el vuelo abundantes garcetas, buitres y patos de Carolina, que graznaron y chillaron en protesta. El gran Rolls se bamboleaba sin cesar hacia ambos lados, provocando que D'Agosta viera borroso y que le castañetearan los dientes. Se adentraron en un matorral de paragüitas, cuyos gruesos tallos se partían a su paso con un extraño zas, zas.

D'Agosta ya tenía experiencia en persecuciones de coches, pero ninguna de ellas había sido como aquella. Las hierbas se habían vuelto tan altas y tupidas que reducían la visibilidad a escasos metros. Aun así, en vez de conducir más despacio, Pendergast tendió el brazo, sin aminorar, y encendió los faros.

D'Agosta se aferraba al tirador como si le fuera la vida en ello, temeroso de apartar la vista aunque fuera un segundo de lo que tenían delante.

—¡Más despacio, Pendergast! —bramó—. ¡Ya le hemos despistado! ¡Frene, por el amor de Dios...!

De repente, estaban fuera de la hierba. Superando un montículo, aterrizaron literalmente en un claro, desbrozado a cierta altura respecto al pantano, con algunos cobertizos y vallados rodeados de piscinas. Con el aumento de la visibilidad, y algunas referencias para orientarse, D'Agosta se dio cuenta de lo rápido que habían ido. En un lado había un cartel descolorido en el que podía leerse:

GATORVILLE U.S.A.

Aligátores 100 % orgánicos, criados en granja. Luchas contra aligátores, visitas guiadas Curtiduría - Pieles de 2,5 m, y más. ¡Precios bajísimos!

Carne de aligátor al peso

CERRADO POR VACACIONES

El Rolls, al chocar contra el suelo, recibió un impacto de una fuerza estremecedora y salió despedido hacia delante. Un brusco frenazo de Pendergast lo hizo derrapar por la explanada de tierra. La mirada de D'Agosta se apartó del cartel para posarse en el edificio de madera que había justo delante, de aspecto frágil, techo de chapa y puertas de granero, abiertas. En una ventana había un letrero:

PLANTA DE PROCESAMIENTO.

Se dio cuenta de que les sería imposible frenar a tiempo.

El Rolls dio un coletazo en el granero y desaceleró violentamente; tras un impacto, D'Agosta volvió a estamparse contra el respaldo de cuero. El coche se detuvo. Les rodeaba una enorme nube de polvo. Cuando empezó a despejarse, D'Agosta vio que el Rolls se había empotrado en una pila de enormes contenedores de plástico para carne, reventando una docena. Encima del techo y el parabrisas yacían tres aligátores muertos y despellejados, en salmuera, de color rosa claro, con largas estrías de grasa blanquecina.

Hubo unos instantes de extraña inmovilidad. Pendergast echó una ojeada por el parabrisas, cubierto de gotas de lluvia, trozos de hierba del pantano, hierbajos y excrementos de reptil, y miró a D'Agosta.

—Esto me recuerda —dijo, entre los silbidos y resoplidos del motor— que una de estas noches tenemos que pedirle a Maurice que nos prepare su estofado de aligátor. Procede de una familia de la cuenca de Atchafalaya, ¿sabe?, y conoce una receta deliciosa, que se ha transmitido de padres a hijos.

38

Sarasota, Florida

Al atardecer empezó a despejarse el cielo. No tardaron mucho en reflejarse coquetamente en el golfo de México destellos de luna ocultos entre el balanceo incesante de las olas. Pasaban nubes rápidas, cargadas aún de lluvia. Crestas y más crestas rompían en la playa sin descanso, antes de retirarse con un largo fragor.

John Woodhouse ni siquiera las oía. Daba vueltas, inquieto, y de vez en cuando se paraba a mirar el reloj.

Ya eran las diez y media. ¿Por qué tanto retraso? Debería haber sido un trabajo simple: entrar, zanjarlo y salir. De la anterior llamada telefónica había deducido que todo iba sobre ruedas, incluso con adelanto sobre las previsiones: más de lo que Blast se había atrevido a esperar. Pero de eso hacía seis horas; y ahora, con tan buenas expectativas, la tardanza se le hacía aún más angustiosa.

Se acercó al bar, cogió de un manotazo un vaso de la estantería, le echó un puñado de cubitos y se sirvió varios dedos de whisky. Un buen trago, seguido de una exhalación y de otro sorbo más corto y moderado. Se dirigió hacia su sofá de cuero blanco. Dejó el whisky sobre un posavasos de concha y se dispuso a sentarse.

Bruscamente, el teléfono rompió el tenso silencio; sobresaltado, Blast se giró hacia el sonido y estuvo a punto de tirar el vaso. Cogió el auricular.

—¿Y bien? —dijo, consciente de lo aguda y entrecortada que sonaba su voz—. ¿Ya está?

No oyó absolutamente nada.

—¿Hola? ¿Qué pasa, tío, acaso tienes mierda en las orejas?

Te he preguntado si ya está.

Más silencio. Después colgaron.

Se quedó mirando el teléfono. ¿Qué coño pasaba? ¿Querían sacarle más dinero o qué? De acuerdo, él también sabía jugar. El listillo que intentase joderle acabaría deseando no haber nacido.

Se sentó en el sofá y bebió otro trago. Seguro que ese avaricioso de mierda estaba esperando junto al teléfono a que le llamase y le ofreciese más. Pues ya podía armarse de paciencia. Blast sabía cuánto costaban esas faenas; no solo eso, sino que sabía cómo encargárselas a otros matones, y más expertos que él. Si había que volver a engrasar determinados engranajes...

Llamaron al timbre.

En su rostro apareció una sonrisa. Volvió a mirar su reloj de pulsera: dos minutos. Solo habían pasado dos minutos desde la llamada. Así que quería hablar, el muy hijo de puta. Se creía muy listo. Bebió un poco más de whisky y se arrellanó en el sofá.

Volvió a sonar el timbre.

Lentamente, Blast dejó el whisky sobre el posavasos. Ahora le tocaba sudar a ese hijo de puta. Tal vez incluso le rebajaría un poco el precio. No sería la primera vez.

Sonó el timbre por tercera vez. Blast se levantó y, acariciándose el fino bigote, se acercó a la puerta y la abrió de par en par.

Retrocedió enseguida de sorpresa. En la puerta no estaba el asqueroso hijo de puta que esperaba, sino un hombre alto, de ojos oscuros y aspecto de estrella de cine. Llevaba una gabardina negra y larga, con el cinturón poco apretado. Blast se dio cuenta de que había sido un grave error abrir la puerta. Sin embargo, el desconocido no le dio tiempo de volver a cerrarla. Entró y la cerró él mismo.

—¿El señor Blast? —dijo.

—¿Y usted quién carajo es? —contestó Blast.

En vez de contestar, el desconocido dio otro paso. Fue un movimiento tan súbito y decidido que Blast no tuvo más remedio que retroceder. Los pomeranias se refugiaron gañendo en el dormitorio.

El hombre alto le miró de la cabeza a los pies, con los ojos brillando por alguna emoción fuerte. ¿Nerviosismo? ¿Rabia?

Blast tragó saliva. No tenía ni idea de qué quería aquel tipo, pero una especie de instinto de conservación, un sexto sentido nacido de moverse durante años al filo de la legalidad, le dijo que estaba en peligro.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Me llamo Esterhazy —contestó el hombre—. ¿Le suena de algo?

Le sonaba, sí. Vaya si le sonaba. Lo había pronunciado ese tal Pendergast. Helen Esterhazy Pendergast. —Es la primera vez que lo oigo.

Con un gesto brusco, Esterhazy se aflojó el cinturón de la gabardina, que al abrirse dejó ver una escopeta recortada.

Blast se echó hacia atrás. La adrenalina hizo que el tiempo prácticamente se detuviera. Observó con una nitidez espeluznante que la culata era de madera negra, y estaba decorada.

—Espere un momento —dijo—. Oiga, no sé qué pasa, pero ya encontraremos alguna solución. Soy una persona que atiende a razones. Dígame qué quiere.

—Mi hermana. ¿Qué le hizo?

—Nada, nada. Solo hablamos.

—Hablaron. —El hombre sonrió—. ¿Y de qué hablaron?

—De nada. Nada importante. ¿Le manda Pendergast? Ya le he dicho a él todo lo que sé.

—¿Y qué sabe?

—Lo único que ella quería era ver el cuadro. Me refiero al Marco Negro. Dijo que tenía una teoría.

—¿Una teoría?

—No me acuerdo, de verdad que no. Hace tanto tiempo... Créame, por favor.

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