—Estoy aquí, Penn —susurró—. Siento haber tenido que abandonarte. Siento sobre todo haberte metido en todo esto. Merecías algo mejor, una amiga mejor.
Deseó que su amiga estuviera allí y poder hablar con ella. Sabía que la muerte de Penn era culpa suya, y eso casi le resquebrajaba el corazón.
—Ya no sé lo que me hago y tengo miedo.
Hubiera querido decir que extrañaba a Penn a todas horas, pero lo que realmente echaba de menos era la idea de una amiga a la que podría haber conocido mejor si la muerte no se la hubiera llevado tan pronto. Nada de eso era bueno.
—¡Hola, Luce!
Tuvo que secarse las lágrimas antes de poder ver al señor Cole de pie al otro lado de la tumba de Penn. Ella se había acostumbrado tanto a la elegancia de los profesores de la Escuela de la Costa que el señor Cole le pareció anodino, con su traje arrugado de color marrón claro, su bigote y su cabello negro con la raya perfecta justo encima de la oreja izquierda.
Luce se puso de pie trabajosamente mientras se restregaba la nariz con la muñeca.
—Hola, señor Cole.
Él sonrió con amabilidad.
—Me cuentan que las cosas por allí te van bien. Todo el mundo dice que lo estás haciendo muy bien.
—Oh, no… —balbuceó—. No sé.
—Pues yo sí que lo sé. Y también sé que tus padres están muy contentos de verte. Es fantástico cuando se pueden conseguir estas cosas.
—Gracias —contestó ella, esperando que él entendiera lo muy agradecida que se sentía.
—Hay una pregunta que no puedo dejar de hacerte.
Luce supuso que le preguntaría algo profundo y siniestro sobre Daniel y Cam, el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la confianza y el engaño… Pero él se limitó a preguntar:
—¿Qué te has hecho en el pelo?
Luce tenía la cabeza metida en el lavamanos del cuarto de baño de chicas que había al final del pasillo de la cantina de Espada & Cruz. Shelby sostenía dos porciones de pizza de queso en un plato de papel para Luce. Arriane tenía en sus manos un frasco de tinte negro barato para el pelo, lo mejor que Roland había podido conseguir en tan poco tiempo, pero bastante parecido al color natural de Luce.
Ni Arriane ni Shelby habían cuestionado la decisión repentina de cambiar de imagen, lo cual Luce agradecía enormemente. Pero ahora se daba cuenta de que en realidad se habían limitado a esperar a que ella estuviera en una posición vulnerable para iniciar el interrogatorio mientras se teñía.
—Supongo que a Daniel le gustará —dijo Arriane con un tono de voz discreto pero inquisitivo—. Porque esto lo haces por él, ¿verdad?
—Arriane… —le advirtió Luce, que esa noche no estaba dispuesta a caer en la trampa.
Pero Shelby sí lo estaba.
—¿Sabes qué es lo que siempre me ha gustado de Miles? Que le gustas por ser quien eres y no por lo que te haces en el pelo.
—Ya veo que las dos estáis claramente a favor del uno o el otro. ¿Qué tal si os ponéis cada una la camiseta del Equipo Daniel y el Equipo Miles?
—Deberíamos encargarlas —dijo Shelby.
—La mía la tengo en la lavandería —repuso Arriane.
Luce intentó no escucharlas y se concentró en el agua caliente y en la extraña confluencia de cosas que le pasaban por la cabeza, se le colaban en el cuero cabelludo y finalmente se iban por el desagüe: los dedos rechonchos de Shelby la habían ayudado con el primer cambio de color cuando Luce pensó que era el único modo de empezar de nuevo. La primera prueba de amistad de Arriane hacia Luce fue ordenarle que le cortara el pelo negro para parecerse a ella. Y ahora eran sus manos las que masajeaban la cabeza de Luce, justamente en el cuarto de baño donde Penn le había limpiado el pastel de carne que Molly le había arrojado a la cabeza el primer día de su estancia en Espada & Cruz.
Era agridulce, y bonito, y Luce no sabía explicar qué significaba aquello. Lo único que sabía es que no quería esconderse más, ni de sí misma, ni de sus padres, ni de Daniel, ni siquiera de aquellos que le querían mal.
Recién llegada a California, había buscado una transformación facilona, pero ahora se daba cuenta de que el único modo válido de cambiar era ganándose el cambio. Aunque teñirse el pelo de negro no era la respuesta, y era consciente de que todavía no había llegado a ese punto, desde luego sí suponía un paso en la dirección correcta.
Arriane y Shelby dejaron de discutir sobre qué chico era el alma gemela de Luce. Las dos la miraron en silencio y asintieron. Lo notó incluso antes de ver su reflejo en el espejo: la pesada carga de la melancolía que había soportado, y en la que hasta entonces no había reparado, la había abandonado.
Volvía a ser ella misma. Estaba lista para regresar a casa.
Acción de Gracias
C
uando Luce entró por la puerta de la casa de sus padres en Thunderbolt, lo encontró todo exactamente igual.
El perchero del vestíbulo seguía dando la impresión de estar a punto de desplomarse por el exceso de chaquetas. El olor a toallitas para la secadora y al limpiador Pfledge hacía que la casa pareciera todavía más limpia de lo que estaba. El sofá de flores de la sala de estar estaba descolorido a causa del sol de la mañana que se colaba por los estores. Un montón de revistas de decoración sureña manchadas de té cubrían la mesita, con las páginas favoritas marcadas con puntos de lectura hechos con tíquets de la compra, para cuando se hiciera realidad el sueño de sus padres de pagar la hipoteca y disponer por fin de un poco de dinero extra para la remodelación.
Andrew, el caniche diminuto de su madre, se acercó trotando hacia los invitados para olerlos y dar el mordisco acostumbrado en la parte posterior del tobillo de Luce.
El padre de Luce dejó su bolsa de viaje en el vestíbulo y le pasó el brazo por el hombro. Ella observó su imagen reflejada en el estrecho espejo de la entrada: padre e hija.
Las gafas sin montura de él le resbalaron por la nariz al besarle la coronilla, cuyo pelo volvía a ser negro.
—Bienvenida a casa, Luce —dijo—. Te hemos echado mucho de menos por aquí.
Luce cerró los ojos.
—Yo también os he echado mucho de menos. —Era la primera vez en semanas que no mentía a sus padres.
Su casa tenía un ambiente acogedor y estaba repleta de los aromas embriagadores típicos de Acción de Gracias. Luce tomó aire y al instante se imaginó todos y cada uno de los platos envueltos en papel de alumnio que se mantenían calientes en el horno. Pavo frito relleno de setas, la especialidad de su padre; salsa de arándanos y manzana,
vol-au-vents
y una cantidad de tartas de pastel de calabaza y nueces pacanas —la especialidad de su madre— suficiente para alimentar a todo el estado. Seguramente llevaba cocinando toda la semana.
La madre de Luce la cogió por las muñecas. Sus ojos de color avellana estaban ligeramente vidriosos.
—¿Cómo estás, Luce? —le preguntó—. ¿Estás bien?
Era todo un alivio estar en casa. Luce notó que sus ojos también se le humedecían los ojos. Luego asintió y se abalanzó sobre ella para darle un abrazo.
Su madre llevaba el pelo negro cortado a la altura de la barbilla; estaba muy bien peinado y marcado con laca, como si el día anterior hubiera ido a la peluquería, lo que, conociéndola, era lo más probable que hubiera hecho. Tenía un aspecto más joven y atractivo del que Luce recordaba. Comparada con los padres ancianos que había querido visitar en el monte Shasta, e incluso comparada con Vera, la madre de Luce parecía feliz y vivaracha, y no estaba marcada por el dolor.
Esto se debía a que no había tenido que pasar por lo que habían pasado los demás: la pérdida de una hija. Perder a Luce. Sus padres habían organizado su vida en torno a ella. Si ella muriera, quedarían destrozados.
No podía morir como en vidas anteriores. No podía arruinar la vida de sus padres en esta ocasión, ahora que conocía más cosas sobre su pasado. Estaba dispuesta a hacer todo lo posible para que ellos fueran felices.
Su madre recogió los abrigos y los gorros de los demás chicos en el vestíbulo.
—Espero que tus amigos hayan venido con hambre.
Shelby señaló con el pulgar a Miles.
—Vaya con cuidado con esos deseos.
A los padres de Luce no les molestaba acoger en su mesa de Acción de Gracias a unos cuantos invitados de última hora.
Cuando, justo antes del mediodía, el Chrysler New Yorker de su padre había rebasado las altas puertas de hierro de Espada & Cruz, Luce ya lo estaba esperando. No había podido dormir en toda la noche. Entre la extrañeza que le provocaba regresar a Espada & Cruz y su nerviosismo por juntar a un grupo tan variopinto de personas por Acción de Gracias al día siguiente, su mente no podía descansar.
Por fortuna, la mañana pasó sin ningún incidente; tras dar a su padre el abrazo más largo y afectuoso que le había dado a nadie, le dijo que tenía algunos amigos que no sabían dónde pasar las vacaciones.
Al cabo de cinco minutos, ya estaban todos metidos en el coche.
Ahora se encontraban en el hogar de la infancia de Luce, contemplando fotografías enmarcadas de ella a distintas edades, mirando a través de las mismas ventanas por las que ella había mirado durante más de una década mientras tomaba cuencos de cereales. Parecía un poco surrealista. Mientras Arriane iba a la cocina para ayudar a su madre a montar la nata, Miles abrumaba a preguntas a su padre sobre el enorme telescopio que tenía en su despacho. Luce se sintió muy orgullosa de sus padres por hacer que todo el mundo se sintiera bienvenido.
El sonido de una bocina en la calle le hizo dar un respingo.
Se sentó en el borde del sofá hundido y levantó una tablilla del estor. En la calle, un taxi de color rojo y blanco se detenía frente a la casa, echando bocanadas de humo en el frío aire otoñal. Aunque tenía las ventanas tintadas, el pasajero solo podía ser una persona.
Callie.
Una de las botas de piel rojas hasta la rodilla de Callie asomó por la puerta trasera y se apoyó en la acera de asfalto. Un segundo más tarde, apareció el rostro en forma de corazón de su mejor amiga. La piel de porcelana de Callie estaba algo sonrojada, llevaba el pelo caoba un poco más corto, cortado en un ángulo elegante a la altura de la barbilla. Los ojos de color azul pálido le brillaban. Por algún motivo, no dejaba de mirar al interior del taxi.
—¿Qué miras? —preguntó Shelby levantando otra tablilla para poder mirar. Roland se deslizó al otro lado de Luce y también miró fuera.
Justo a tiempo para poder ver salir del taxi a Daniel…
Seguido de Cam, en el asiento delantero.
Los dos chicos llevaban unos abrigos largos y oscuros, parecidos a los que vestían en la escena de la orilla que ella había vislumbrado. Tenían el pelo brillante bajo la luz del sol. Y por un instante, solo por un instante, Luce se acordó de por qué al principio en Espada & Cruz los dos le habían llamado tanto la atención. Eran bellos. No se podía decir de otro modo. Eran fabulosos y extraordinarios, de un modo casi antinatural.
Pero ¿qué hacían allí?
—Justo a tiempo —murmuró Roland.
Al otro lado de Luce, Shelby preguntó:
—¿Quién los ha invitado?
—Eso mismo estaba pensando yo —dijo Luce sin poder evitar sentir cierto desvanecimiento al ver a Daniel a pesar de lo complicadas que estuvieran las cosas entre ellos.
—Luce —Roland se rió al ver la cara de ella mirando a Daniel—, ¿no te parece que deberías abrir la puerta?
Sonó el timbre.
—¿Es Callie? —exclamó la madre de Luce desde la cocina por encima del ruido de la batidora.
—¡Ya voy! —gritó Luce con el pecho encogido.
Por supuesto que quería ver a Callie. Pero superior a su alegría por ver a su mejor amiga era su anhelo por ver a Daniel. Por tocarlo, abrazarlo y olerlo. Por presentárselo a sus padres.
Ellos se darían cuenta, ¿verdad? Ellos verían que Luce había encontrado a la persona que le había cambiado la vida para siempre.
Abrió la puerta.
—¡Feliz Día de Acción de Gracias! —exclamó una voz con un fuerte acento sureño. Luce parpadeó varias veces hasta que su cerebro logró relacionar esa voz con la imagen que se le ofrecía ante sus ojos.
Gabbe, el ángel más bello y de modales más correctos de Espada & Cruz, se encontraba de pie en el porche de su casa con un vestido de punto de color rosa. Su pelo rubio era un frenesí fabuloso de trenzas, recogidas en pequeños remolinos en lo alto de la cabeza. Su piel tenía un brillo suave y delicado, no muy distinto al de Francesca. En una mano sostenía un ramo de gladiolos, y en la otra, una fiambrera de plástico blanco.
A su lado, con el pelo teñido de rubio pero con las puntas marrones, estaba el demonio Molly Zane. Sus vaqueros negros desgastados combinaban con un jersey negro deshilachado, como si todavía siguiera las normas de vestimenta de Espada & Cruz. Molly había multiplicado sus piercings faciales desde la última vez que Luce la había visto. Balanceándose sobre el antebrazo, llevaba una pequeña cazuela negra de hierro forjado. Tenía la mirada clavada en Luce.
Luce vio cómo los demás enfilaban el largo acceso a la casa. Daniel llevaba al hombro la maleta de Callie, pero Cam era el que estaba inclinado y sonreía con una mano posada en el antebrazo derecho de la chica mientras charlaba con ella. Callie no sabía si mostrarse nerviosa o totalmente encantada.
—Pasábamos por aquí… —Gabbe sonrió abiertamente tendiéndole las flores a Luce—. Yo he hecho un helado de vainilla, y Molly ha traído un aperitivo.
—Langostinos picantes Diablo. —Molly levantó la tapa de la cazuela y Luce olió el caldo picante de ajo—. Receta de la familia.
Molly cerró la tapa, pasó junto a Luce para entrar en el vestíbulo y allí se tropezó con Shelby.
—¡Se dice perdón! —dijeron con brusquedad las dos al unísono mirándose con suspicacia.
—¡Qué bien! —Gabbe se inclinó para dar un abrazo a Luce—. Molly acaba de hacer una amiga.
Roland acompañó a Gabbe a la cocina, y entonces Luce pudo ver bien a Callie. Cuando sus miradas se cruzaron, no pudieron evitarlo: las dos chicas sonrieron de oreja a oreja y corrieron a abrazarse.
El impacto del cuerpo de Callie dejó casi sin aliento a Luce, pero no le importó. Se abrazaron con fuerza y hundieron la cara en sus cabellos; la dos se reían como solo es posible entre amigas tras una larga separación.
Luce se separó a su pesar y se volvió hacia los dos chicos que se se encontraban un poco rezagados. Cam tenía el aspecto de siempre: controlado, a gusto, elegante y guapo.