Sin detenerse torció levemente, pasando por la izquierda de la entrada del metro directa a la calle Barbieri. Saltó sobre las sillas y mesas de las terrazas, sobre las sombrillas partidas como patas de garzas quebradas, pisó cristales y piedrecillas y desperdicios con los pies desnudos pero no sintió nada. Dribló con maestría a un par de torpes engendros que le salieron al paso en la confluencia con Augusto Figueroa, intentando agarrarla sin éxito, extendiendo sus manos lentas hacia ella. Toñi los lanzó una mirada de desprecio mientras continuaba con su alocada carrera calle Barbieri adelante, saltando sobre cajas de cartón y contenedores de basura volcados. Al fondo de la calle Barbieri vivía Nacho, aquel bailarín con el que echó un par de polvos y que prometió que llamaría pero luego naranjas. Podría ir a pedirle asilo o, al menos, unos pantalones. Pero, ¿cómo se lo tomaría Nacho? Después de todo no había respondido a los tres SMS que le mandó. Quizá lo interpretaría como un acoso, seguro que él ya estaba con otra travestí… pero es que, hostias, aquello era un caso de emergencia, ¡se trataba del puto fin del mundo, cojones! ¿Y si Nacho ya no era Nacho? ¿Se habría transformado en uno de ellos, como La Perdida?
Toñi desestimó la idea de visitar al bailarín porque al fondo de la calle se movían unos cuantos de esos seres caníbales y le cerraban el paso. Con una ligereza de corredor de fondo torció a la izquierda por la calle San Marcos para descubrir que, en la confluencia con Libertad, junto a una de las cafeterías más modernas y ecologistas de la capital, ahora destrozada y humeando, había un enorme grupo de esos monstruos. Eran como veinte o treinta, algunos inmóviles, dormitando, otros deambulando, mirando las musarañas. Pero todos se activaron de inmediato cuando vieron aparecer a la grácil travestí desnuda correr hacia ellos.
Toñi llevaba tal inercia que no podía frenar, conque arriesgó el todo por el todo y continuó de frente. Acelerando, pasó a escasos centímetros de uno de los caníbales y tuvo el tiempo justo de torcer a la derecha por la calle Libertad que descendía en suave pendiente hacia Infantas. Dejó atrás a los monstruos en cosa de segundos, serpenteó por el laberinto de coches atravesados, ocultándose para esos seres que, al no verla, la olvidaron de inmediato. Pasó de prisa junto a los arbolitos de la acera; tras esquivar una nueva barrera de coches cruzados en su camino, se dio cuenta de que la calle estaba despejada pero al llegar abajo podía elegir dos caminos. Hacia la izquierda y a través de la Plaza del Rey llegar a Barquillo, o hacia la derecha y seguir Infantas hasta Vázquez de Mella. Le pareció mejor esta última opción, Vázquez de Mella era una plaza despejada en la que confiaba podría encontrar ayuda o gente. Así que aceleró rezando porque no le saliera al paso ningún monstruo más.
Miguel, agotado, con la cabeza apoyada en sus rodillas, se tocó la herida del cuello: se había convertido en una costra oscura que le picaba. ¿Sería posible que sus curas hubieran surtido efecto?
Unos palmoteos lejanos le llamaron la atención y se levantó de golpe, poniéndose en guardia. Sonaban como aplausos, aplausos de una sola persona, aplausos apresurados y extraños que se acercaban a él desde algún lugar.
Por fin, torciendo la esquina de la calle Libertad, apareció un ser delgado y desnudo, corriendo locamente, moviendo brazos y piernas como molinetes, su extraño pelo largo al viento, en tirabuzones sucios, con su pequeño pene bamboleándose de un lado a otro en medio de un pubis perfectamente depilado. Con los pies descalzos, sobre el asfalto producía el ruido de palmoteo regular que Miguel había confundido con aplausos.
Miguel levantó el bate con ambas manos dispuesto a soltarle una buena hostia a semejante aparición antes de que se le abalanzara para comerle la cara pero vaciló. Le pareció alguien conocido, pensó que se movía demasiado deprisa para ser uno de esos seres, tenía una pinta tan absurda que en el último segundo dudó y el bate sólo golpeó el aire. La delgada figura desnuda se tiró al suelo lloriqueando, tapándose la cara con las manos.
—¿Toñi? —preguntó Miguel—. Eres Toñi La Venenosa, ¿no?
Desde el suelo Toñi levantó la cara negra de rimmel y brillante de lágrimas.
—Ponzoña. Toñi Ponzoña.
—Eso, Toñi Ponzoña… He pinchado en donde tú actúas un par de veces.
Miguel extendió su mano grande, granate de sangre coagulada, y la travestí la asió para levantarse.
—Ay, hola. Sí, tú eres DJ Blackbear ¿no?
—Puedes llamarme Miguel.
—Miguel… ¿Eres…? ¿Eres normal?
—Sí. Eso creo… Bueno, hace horas… me… —Miguel calló de pronto. Toñi le miró de soslayo.
—¿Te qué?
Miguel se tapó el cuello instintivamente.
—Nada.
Toñi abrió mucho los ojos, de pronto aterrada.
—¿Te han mordido? ¿No me digas que te han mordido?
Toñi se puso de puntillas para alcanzar la mano de Miguel y pugnó por apartarla de la herida. Miguel se opuso sin convicción unos momentos, hasta que la travestí logró ver la lesión. Al instante un soplo de alivio apareció en su mirada.
—Menos mal, no te han mordido…
Miguel frunció el ceño, extrañado.
—¿Ah no?
—No, no te pueden haber mordido.
—¿Cómo?
—No, no puede ser. Esto no parece una mordedura de esos engendros, esto parece una rozadura.
Miguel parpadeó. Se tocó la herida; a todas luces era más pequeña y se estaba curando. ¿Podía ser posible que estuviera equivocado? ¿Pudiera ser que con el fragor de la batalla él tuviera la impresión de haber sido mordido pero en realidad no fue así? Quizá se hubiera herido pegándose un golpe contra la cama o cualquier otro sitio. ¿Quizá un rozamiento fuerte contra las ligaduras y arneses de su novio le hicieran la postilla? No puede ser… ¡Sintió el aliento, sintió los dientes! Pero si estuviera equivocado… Si su novio no lo mordió después de todo, quizá Fabio guardara algo de humanidad bajo su rostro putrefacto, quizá le perdonara la vida porque muy dentro de sí mismo aún atesoraba el amor que sentía por Miguel. Y cayó en la cuenta de que sin embargo él no tuvo esa piedad: su novio era un monstruo y le había perdonado, pero él, sin haberse convertido todavía en uno de ellos, le había destrozado la cabeza a conciencia. Este pensamiento le hizo echarse a llorar ruidosamente.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Toñi.
A Miguel le fallaron las piernas y cayó de rodillas al asfalto. Hipaba y gemía, sin poder contestar. Toñi miró alrededor, temerosa de que el ruido del llanto atrajera a la gente caníbal.
—Deja de llorar, estamos en peligro. ¡Deja de llorar!
Y la travestí desnuda le soltó una hostia al hombretón negro de rodillas ante sí.
—Deja de llorar… Así, muy bien. Escucha, necesito ropa, estoy en pelotas, ¿me ves? ¿Tienes algo para dejarme? Y de paso me gustaría comer algo. ¿Puede ser? ¿Dónde vives?
Miguel sacó del bolsillo las llaves de su casa.
—En el cuarto derecha. Yo no pienso subir. Hay dos cadáveres.
Toñi se echó un paso atrás, temerosa de pronto.
—¿Dos cadáveres cómo?
—¡Pues dos cadáveres, dos muertos destripados, deshechos y pudriéndose! —gritó Miguel desabrido.
Tras un instante de silencio, Toñi:
—Ah. Bien.
Toñi estuvo en un tris de rogarle que le acompañara, que le daba miedo subir sola, que él era un hombretón y tenía que protegerla. .. Pero Toñi rara vez pedía nada —mucho menos rogaba— y después de mostrarse tan resolutiva y madura no iba a echarse atrás por unos cadáveres destripados de nada, así que sólo agarró las llaves que Miguel le entregaba y se metió en el portal dejando al hombretón aún de rodillas en medio de la calle, en el asfalto, hipando.
Mientras Toñi atacaba el primer e interminable tramo de escalera que crujía a su paso, empezó a darse cuenta de que se estaba metiendo en una ratonera. No había electricidad en el portal y las estrechas ventanas apenas dejaban pasar una claridad grisácea, filtrada por el pequeño patio interior del otro lado, a cuyo estrecho fondo apenas llegaba la luz del día.
Toñi miró por el hueco de la escalera hacia arriba. Allá, en el cuarto piso, que es donde debía subir, había más luz, el sol se filtraba con más facilidad por lo alto del patio. Ir hacia la luz le tranquilizó un poco y de nuevo pensó en
Poltergeist
, que tanto miedo le dio de pequeña y en Caroline con la que se sintió identificada durante mucho tiempo (excepto cuando la actriz infantil se deformó por una extraña enfermedad y luego murió; ahí ya no quiso saber nada de la pequeña Caroline).
Las puertas de los descansillos pasaban silenciosas a su lado a medida que ascendía y Toñi se preguntó que horrores podrían guardarse tras ellas. No cesaba de repetirse para sí: "Que no salga nadie, que no salga nadie". Con este mantra en la cabeza continuó el ascenso, dando un paso y otro más, peldaño a peldaño, siendo consciente en esos momentos por primera vez de las punzadas en las plantas de sus pies: se había recorrido descalza medio Chueca y ahora mientras su miedo se agudizaba, también la sensibilidad volvía a sus doloridas extremidades.
Cuando desde el descansillo intermedio del tercero vio el piso cuarto y se dio cuenta de que la puerta estaba abierta, al principio sintió algo así como alegría. ¡Había llegado y todo estaba tranquilo! Pero luego lo oyó. Era como un silbido… Un silbido líquido o un… arrastre suave de algo viscoso. ¿De dónde venía? Parecía cercano.
Toñi dio un paso más, esta vez con los cinco sentidos alerta y puso su pie derecho en el descansillo del piso cuarto. El silbido cesó. No se oía nada.
Toñi miró hacia la vivienda de Miguel. La puerta entornada dejaba ver parte del pasillo de la casa. Se adivinaban objetos y muebles tirados, rastros de sangre coagulada. Una mano descansaba boca arriba con los dedos huesudos, contraídos en forma de garra. La puerta tapaba el resto del cuerpo pero Toñi estaba preparada para la visión que se avecinaba, así que respiró fuerte a pesar del penetrante hedor que salía de la vivienda y se metió sin hacer ruido pero teniendo la prevención de no cerrar la puerta tras de sí para, si fuera necesario, facilitarse la huida. Allí estaba el cadáver desnudo de un joven, con la cabeza destrozada, hecha un amasijo informe e irreconocible de despojos. Junto a un enorme charco de coágulos vio también unas piernas y grandes trozos claros de intestino. Un enjambre de moscas daba buena cuenta de todo. Pero Miguel dijo que había dos cadáveres. Aquello sólo era un cadáver y medio…
Ante esta visión Toñi pugnó por no vomitar y se preguntó por qué coño habría subido; qué irracional y absurdo impulso le hizo exponerse así. ¿Conseguir ropa con la que vestirse? Prefería andar en pelotas y descalza por un campo de cardos que tener que haber visto aquello.
Cuando se dio la vuelta para salir se dio cuenta de qué era lo que había provocado el áspero sonido silbante que oyó en el descansillo. La mitad de un joven, arrastrándose por el suelo del portal con ayuda de sus manos, como una especie de insecto humano y sonriente, bajaba el tramo de escaleras inmediatamente superior y se estaba posicionando frente a la puerta por la que ella iba a salir. De su tronco partido surgían trozos de intestino y visceras rojas y granates, supurando melazas negras con las que enceraba el suelo a su paso dejando un rastro maloliente que —ahora era consciente pero tuvo que haberlo visto antes— Toñi se dio cuenta de que salía de esa misma casa, ascendía unas pocas escaleras en dirección al quinto y volvía a bajar para posicionarse ante ella. "Así que este es el medio cadáver que falta", pensó Toñi.
Tuvo un primer impulso de cerrar la puerta y así separarse físicamente de esa visión aberrante. Pensó en quedarse en esa casa, esconderse en lo más profundo de ella, huir de nuevo sin afrontar el problema, conseguir en el baño algunas pastillas y dormir, o quizá buscar un teléfono que funcionase y pedir ayuda a quien fuera y si eso no funcionaba, también se podía tirar por la ventana. El cuarto era una altura más efectiva que el segundo piso de su apartamento. Y acabaría con todo.
Pero decidió que no. Que ya no podía seguir huyendo; no podía porque estaba agotada de escapar, de no entender nada, de ser una cobarde y no afrontar nunca su destino. Ni en Cádiz, cuando era su madre la que decidía por ella, ni con Nacho, ese amante en el que depositó todo su afecto y no fue capaz de devolverle ni una ínfima parte pero aún así seguía esperando un gesto de caridad por su parte, ni con La Perdida, que le buscó todos sus trabajos, su casa y sustento en Madrid, le enseñó a maquillarse, a encolarse y a vestirse y encima la odió por ello.
Así que, pensando en su madre, en Nacho, en la Perdida, pensando en toda una vida de no mojarse, de no implicarse, sabiendo que no tenía nada que perder, lo que hizo fue coger impulso y saltar por encima del joven partido por la mitad. Cayó con su pie derecho sobre la testuz del ser, pisando con fuerza. La cabeza venció ante el peso de la travestí y se golpeó contra la madera del piso con la boca abierta en esa perpetua sonrisa sardónica. Se le rompió la mandíbula que se quedó de medio lado, dotándole de una mueca que a Toñi le recordó a un humorista antiguo de la tele o a un presentador de cuando era pequeña o… No pudo seguir evocando, tenía que apoyar el otro pie si no quería caer y lo hizo sobre algunos de los restos de visceras que salían por el bajo vientre del monstruo. Intentó mantenerse erguida pero su pie se deslizó sobre las gelatinas que el monstruo supuraba.
Toñi depositó todo su peso sobre su pie izquierdo, el que patinaba sobre las visceras, así pasó por encima del monstruo, lo salvó, lo dejó atrás, pero tras unos cuantos traspiés se dio cuenta de que se estaba resbalando… Se movió deprisa, intentó mantenerse erguida, creyó que se salvaba, que lograba mantener el equilibrio, que sí, que era ágil, ay, que sí, que puedo… Ay…
Pero no pudo, cayó. En el último segundo sus pies se encontraron entre sí, tropezaron el uno con el otro y cayó rodando un tramo de escaleras. Con su huesuda espalda partió algunos barrotes de madera de la barandilla.
Ella, que había sobrevivido sin un rasguño a una caída en el patio de su casa agarrada a un canalón, esperaba tener la misma suerte ahora que sólo habían sido unos cuantos escalones y cuando el ser reptante empezó a bajar hacia ella despacio, emitiendo su líquido sonido de arrastre, Toñi se levantó de golpe para huir a la carrera. Pero las piernas le fallaron, le dolían terriblemente y la cabeza se le iba, no podía mantener la mirada fija. El oscuro portal dio vueltas a su alrededor de nuevo, el pequeño ventanuco del tercero se acercó a ella deprisa, dando vueltas a su alrededor como una peonza. Sólo cuando estuvo de nuevo tirada en el piso de madera fue consciente de que había vuelto a caer por otro tramo de escaleras. Esta vez se sentía agotada, le pinchaban los pulmones al respirar… No sabía si tendría fuerzas para incorporarse y seguir huyendo. Quizá arrastrándose… Sí, podía huir a rastras de un monstruo que le perseguía a rastras; estaban en igualdad de condiciones.