Se asomó. Ni un alma. Salió despacio al descansillo en penumbra. Al fondo, el resplandor del mediodía le esperaba como una pequeña pared dorada, como un portal a otra dimensión. Se encaminó a él, dando cortos pasitos, descalzo, con el vestido de lentejuela roja pegado a su cadera y cintura como una segunda piel. Con su cara acartonada y negra de pinturas de guerra, se aproximó a la luz, como Caroline animada por su madre, como una polilla de esas de la canción de Mecano.
Se asomó al exterior, su perfil aguileño de pájara parda atisbo calle arriba, calle abajo y de nuevo a la izquierda y a la derecha. No vio a nadie. La calle seguía sucia, llena de desperdicios, pero vacía. Un olor amargo se extendía por el aire caluroso de verano. Olor a pólvora y carne podrida. Y un sonido: el golpeteo constante de potentes gotas de agua.
El escape de la tubería estaba ahí, a su derecha, a apenas ochenta metros, elevándose al cielo, dispersando en un discreto arco iris la luz del sol que caía a plomo, regando la calle con indolencia, barriendo del suelo latas, papeles y restos de desperdicios, formando un riachuelo renegrido y espumoso que serpenteaba calle abajo hasta una alcantarilla al borde de la acera.
Abandonó toda prevención. Toñi echó a correr hacia el surtidor, necesitaba sentir el frescor del agua lamiendo su cuerpo por dentro y por fuera, quitarse de encima todo el sudor, las interminables horas de agarrotamiento hecho un ovillo en su pútrido sofá cama.
Mientras corría como una loca hacia el chorro, pugnaba por quitarse las acartonadas lentejuelas adheridas a su cuerpo como una segunda piel; mudó igual que una serpiente, soltó en el suelo los restos de vestido, y se quedó completamente en pelotas bajo las fuertes gotas del surtidor, toda huesuda, una mujer con polla, con piernas largas y brazos delgados como los de una modelo, estirada hacia el cielo para recibir la lluvia, una troglodita sofisticada, una mujer-hombre de las cavernas del siglo XXI.
Abrió la boca y bebió, tragó el líquido frío que estimuló sus entrañas y no pudo evitar gemir de placer. Al principio un suspiro bajito pero después un gran quejido de deleite que le salió involuntario.
Calle arriba, a su izquierda, en la lejana calle Belén, surgieron siluetas. Al principio dos pero enseguida dos más. De la más cercana bocacalle de San Lucas otros tres y luego otro. Toñi los vio y el agua se tornó helada. Esas cosas acudían a ella de nuevo, atraídas, pensó fugaz y frivolamente, por su irresistible juventud y belleza, por su evidente donosura.
Mientras se acercaban a ella despacio y tambaleándose, Toñi tuvo la tentación de abandonar, de dejarse atrapar, devorar y violar por esos seres, algunos de los cuales parecían bien musculados, vestían polos de Fred Perry y camisetas Abercrombie. Uno de ellos llevaba una de Ovlas raída y pasada de moda y muchos lucían barba recortadita en una cara exenta de piel; otro llevaba las piezas dentales —perfectas y blanquísimas— completamente a la vista, sin labios. Tuvo el impulso de entregarse a ellos en una última orgía de sangre y visceras y así descansar pero de nuevo el instinto de supervivencia del travestí, más agudizado que el de otras especies humanas, le hizo mover las piernas velozmente en la dirección contraria, poniendo tierra de por medio entre los engendros y ella.
Y desnuda, empapada, con los restos de la pegoteada peluca pelirroja aún fuertemente agarrados a su cabeza, salió calle abajo, en dirección a la Plaza de Chueca, palmoteando con los pies sobre el asfalto caliente. Al pasar frente a la tienda de David Delfín, a través del destrozado escaparate, surgió uno de esos seres que estuvo a punto de atraparla. Pugnando por no gritar, aceleró aún más su carrera, rezando por encontrar un refugio en esas calles que conocía tan bien, que sólo setenta y dos horas antes había recorrido saludando y dejándose besar por todos sus amigos mariquitas. Algunos de esos mismos amigos, estaba segura de ello, le perseguían ahora con la intención de destriparla. "Bueno, —pensó— el apocalipsis tampoco ha hecho cambiar demasiado las cosas".
Miguel se afanó por sanar la herida de su cuello, aplicó antisépticos y gasas y mercromina transparente y Betadine y todo lo que tenía en su extenso botiquín. Pensó que quizá curándola bien podría desinfectarla lo suficiente, anular al patógeno o lo que fuera que causara la horrible transformación y, aunque en el fondo no se lo creía ni él, se aferró a esa idea. Lo cierto es que la herida había dejado de sangrar con facilidad y se había formado una costra oscura que empezó a picarle con fuerza, proporcionándole cierta dosis de esperanza y optimismo.
Optimismo que se vio ensombrecido cuando, revisando el botiquín para encontrar más gasas, se topó con los botes de sus medicinas: los anti retrovirales, los inhibidores de la proteasa, los inhibidores no nucleósidos de la transcriptasa inversa, todo el cóctel de pastillas que se debía tomar a diario para mantener a raya el virus de la inmunodefíciencia humana. Hacía dos días que no se había tomado la medicación; ni se le había pasado por la mente. De forma maquinal cogió una cápsula de cada bote y se las tragó con un poco de agua. Cerró la portezuela y el espejo le devolvió su mirada cansada y la herida rojo oscuro de su cuello que parecía recordarle que tenía las horas contadas. Ese era un sentimiento que conocía bien.
Resuelto, decidió que se iba de esa casa. Primero por el olor y las moscas que se estaban agrupando en torno a los cuerpos en descomposición que yacían en el pasillo y segundo porque no tenía ningún sentido permanecer en ese lugar que ya había perdido toda condición de hogar. Ahora tenía que salir de allí, buscar ayuda, si es que la había y, en todo caso, esperar lo inevitable, pero lejos de esas cuatro paredes que le recordaban todo el horror vivido las últimas horas.
A grandes zancadas recorrió su domicilio, haciendo ruido hueco con las botas en el
parquet
manchado de sangre reseca. Entró en su maloliente dormitorio que ya no reconocía y, de un colgador, cogió un macuto militar que se colgó al cuello.
Volvió sobre sus pasos y, rotundo, pasando por encima de los dos cuerpos destrozados, se metió de nuevo en el cuarto de baño. Abrió por última vez en su vida las espejadas portezuelas del armarito y agarró unas cuantas jeringuillas y todos los viales de morfina que encontró. Si la transformación era dolorosa, como por desgracia comprobó en el cuerpo de su novio, le vendrían bien para los últimos momentos. Se fijó en los botes de pastillas anti retrovirales. Estuvo largos minutos planteándose si debía llevárselos. No tenía ningún sentido hacerlo, pero sin embargo, por la fuerza de la costumbre o por el miedo que le provocaba siempre ir a cualquier lado sin su tratamiento, cogió todos los botes. Metió toda la farmacopea —morfina y anti retrovirales— y las jeringuillas en el macuto militar que se colgó al cuello. Tras un segundo de pensárselo, vació el botiquín al completo dentro del bolso: vendas, gasas, tiritas, agua oxigenada, Aspirinas, Ibuprofeno, Almax, Frenadoles, Fortasec, Orfídales… hasta Viagra. Incluso un vial de esteroides que le sobró del último ciclo que hizo para muscularse. Se lo llevó todo.
Salió del baño; ahora el macuto estaba relleno y pesaba. Se aseguró de llevarlo bien sujeto, con la cinta cruzada sobre su pecho. Pero antes de salir reflexionó un instante: saber que se convertiría en una de esas bestias le había inmunizado completamente contra el miedo a encontrárselas pero, aún así, concluyó que necesitaba un arma para tener algo con lo que poder defenderse en caso de sufrir un nuevo ataque. Su suerte estaba echada pero no tenía ninguna intención de soportar más dolor por nuevos mordiscos.
Así pues cogió el bate, pegajoso de sangre, y blandiéndolo fuerte salió al pasillo. Los cuerpos rojos y destrozados de los dos jóvenes seguían allí sirviendo de alimento a una miríada de moscas que zumbaban ensordecedoras. Pasando por encima de los amasijos de carne abrió despacio la puerta de la calle, acordándose de la vecina gritona. Pero el descansillo estaba vacío, no había ni rastro de ella. Bajó las escaleras del portal siempre con el bate preparado para golpear. Al pasar junto al cuarto de contadores se dio cuenta de que la cerradura estaba reventada y la puerta entreabierta. Con un golpe de arritmia en el corazón se acordó de que la vecina había encerrado a su hija y marido ahí dentro y se puso aún más en tensión cuando pasó frente a la puerta. Pero nada se movió. Y cuando llegó a la calle tampoco había nadie. Todo estaba desierto. Con algo parecido a la decepción se sentó a esperar en el escalón de su portal.
Allí, bajo el sol de verano, entre restos de desperdicios de la fiesta, papelotes que flotaban por el escaso viento, botellines rotos, vasos de plástico aplastados y un olor penetrante a carne quemada del que apenas se dio cuenta, por fin pudo descansar. Y lanzó un gemido, un gemido lastimero que salió involuntario de su garganta como un tributo. Un tributo a él, a su novio, a su vida en común truncada, porque no entendía qué estaba pasando, porque el momento de su propia muerte no llegaba…
Belén se había pasado la mañana sintiendo que se moría. Lo primero que hizo al descubrir la herida de bala en su pierna izquierda fue ponerse histérica y llorar, correr por la tienda cojeando y gimiendo, desparramando por el suelo gruesas gotas rojas, manchando las estanterías y los productos de lujo con restos de su sangre. "Cómo se va a poner Paula cuando lo vea". Lloriqueó y se lamentó aún un par de minutos hasta que fue consciente de que no había nadie más, que nadie la iba a ayudar, que no había teléfono para llamar a una ambulancia, que los servicios médicos no iban a acudir.
Así que, no sin dificultad, se quitó sus estrechos pantalones vaqueros para observar la herida de la que no paraba de manar sangre. No tenía idea de si era grave o no pero le dolía mucho. En el baño encontró agua oxigenada. Echó un buen chorro sobre la pierna. Al instante surgió un enorme botón de espuma blanca, haciendo que Belén se retorciera del escozor.
Entonces se le ocurrió una idea: de algo le tenían que servir las interminables sesiones de cine de vaqueros que ponían en la televisión autonómica de su pueblo y que su padre se tragaba invariablemente tarde tras tarde mientras roncaba en la siesta de su sillón. En esas películas siempre le hacían a alguien herido un torniquete con un trapo para pararle la hemorragia. Le pareció una idea brillante, creyó que iba por buen camino, le sonaba coherente. Con un
foulard
viejo que encontró en la oficina se rodeó la pierna a la altura del muslo y apretó, apretó cuanto pudo y después apretó más porque la sangre no paraba de manar. Cuando estuvo a punto de rendirse y de pensar que las cosas que salen en las películas nunca tienen que ver con la realidad, vio que la pierna se le ponía blanca y que la herida dejaba de sangrar.
La palpó con cuidado; no era grande pero parecía profunda, esperaba que no hubiera una bala dentro, quizá sólo le habían rozado, pero de todos modos tenía que pedir ayuda, no podía seguir allí dentro desatendida por más tiempo.
Reprimiendo los gritos, echó más agua oxigenada en el agujero de la pierna y luego lo vendó con unas gasas del botiquín. Se pasó el resto de la mañana comiendo, intentando conectarse a Internet y haciendo llamadas telefónicas tanto por el móvil como por el fijo, sin ningún éxito. Necesitaba con desesperación que alguien supiera que estaba allí dentro, que la vinieran a sacar, ya no sólo porque estaba herida sino porque necesitaba saber qué es lo que estaba pasando. Ella, desde luego, no pensaba salir de la tienda en modo alguno. Si aquella especie de soldados vestidos de blanco con cascos de apicultor, —se acordó de que en la estantería de las mieles había una nueva melaza de mango absolutamente espectacular y, cojeando, corrió a abrir un bote en el que introdujo cuatro dedos y se los llevó a la boca—, le habían disparado a matar como si ella fuera uno de esos locos o terroristas deformes que invadían la calle, la cosa estaba mucho peor de lo que nunca hubiera imaginado. Las autoridades ni siquiera distinguían entre "buenos" y "malos", lo que suponía para ella una auténtica hecatombe en sus principios: ella siempre se había fiado de la autoridad, siempre había seguido las reglas (excepto en lo de ser heterosexual), era una buena ciudadana que no se metía en líos.
Pero ahora la habían disparado. Claro que podría ser que la hubieran confundido con uno de esos seres, con lo que en realidad los guardas únicamente habrían cumplido con su deber. A pesar de que su aspecto era completamente normal y sólo un ciego la habría confundido con aquellos monstruos, Belén encontró un descargo para los soldados: puede ser que estuvieran nerviosos, era lógico, con todo lo que estaba pasando… y dispararan a todo aquello que se moviera… Sí, serían unos pobres veinteañeros iberoamericanos mal pagados y tan aterrorizados como ella.
Belén pasó gran parte de la mañana justificando así el ataque, encontrando mil y una explicaciones a la agresión armada y su posterior caza por parte del equipo que la persiguió que, a todas luces, era de élite. Esto le sirvió para tranquilizarse en cierta medida, para seguir teniendo claras las jerarquías, para poder dar sentido a un mundo que, por lo demás, intuía que se estaba derrumbando a su alrededor.
Pero no pensaba salir a la calle. De ninguna manera. Por suerte tenía provisiones de sobra para aguantar lo que hiciera falta. La herida no le dolía demasiado y tarde o temprano se comunicaría de algún modo con las autoridades para advertirles de que había una superviviente: ella. Y vendrían a rescatarla, la sacarían de Chueca y se reuniría con su amor, que a estas alturas estaría dándola incluso por muerta.
Fantaseando con el emocionante reencuentro de las dos en… por ejemplo en la azotea de la Torre Picasso, al atardecer, bañadas en la luz roja de un enorme sol naranja que se esconde a lo lejos tras la Casa de Campo, entrelazadas las dos en un abrazo sin fin y en
travelling
circular aéreo… siguió comiendo melaza de mango a cuatro dedos y se dio un respiro en su búsqueda infructuosa de una puta red WIFI que funcionara.
Toñi, empapada y desnuda, zapateó sin zapatos calle abajo. A tan sólo unos metros se extendía la pequeña plaza de Chueca. Pensó en entrar al metro, colarse en cualquier vagón así como estaba, en pelotas, y largarse de allí cuanto antes en el primer tren que pasara o corriendo por los túneles si fuera necesario, alejarse de ese caos, de esa locura, alcanzar su Cádiz natal mágicamente en dos zancadas; pero en la boca del suburbano, que le pillaba justo en frente, había montada una especie de batalla campal; gente peleando, mordiéndose, gritos y alaridos, desgarros, puñetazos y arañazos.