Orgullo Z (5 page)

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Authors: Juan Flahn

Tags: #Terror

BOOK: Orgullo Z
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Oyó una detonación y el cristal del copiloto cayó hecho añicos a la vez que uno de los atacantes se desplomaba con un tiro en la cabeza. Pero ahora sin cristal esos seres tenían el campo libre y a trompicones se metieron por el estrecho hueco que dejaba la ventana del coche. Oyó más detonaciones y gritos.

Belén asistió, atónita y horrorizada, al momento en que varios de esos locos arrastraban a los dos hombres fuera del coche patrulla y los depositaban en el suelo para, en cuestión de segundos, desaparecer en medio de una enorme algarada de gentes infectas que aparecieron por calles adyacentes, por ventanas a pie de calle, por portales vecinos y tiendas cercanas. Como pirañas, como un ejército de hormigas voraces, se lanzaron sobre los dos pobres policías, cuyos pataleos y gritos no les sirvieron de nada, y en un instante desaparecieron tragados por la marabunta. Belén no los volvió a ver, sólo cabezas de gente, manos desgarrando, cuerpos inclinados sobre las presas, formando un tapiz humano que se movía en oleadas con una extraña sincronía de fluido.

Belén se apartó de la persiana y, aterrada, caminando hacia atrás, se internó en lo más profundo de la tienda, apagando una a una todas las luces. Mientras en la porción de calle que la vidriera le encuadraba, como una pantalla de cine, a través de los huecos en forma de concha de la persiana, ella veía pasar a más y más gente en dirección a la plaza. Gente deforme, gente herida, gente rabiosa. Y supo que era mucho mejor que no la vieran y se quiso esconder en cualquier agujero.

Calle San Gregorio 13, 2° Izq. 10:11 AM del lunes 4 de julio.

Toñi Ponzoña despertó sobresaltada. Había soñado que un loco psicópata había matado a su amiga La Perdida. A pesar de que siempre habían sido rivales, de que en secreto a veces la odiara y envidiara porque La Perdida tenía más talento y belleza que ella, mucha más iniciativa y era mejor persona, nunca jamás había deseado su muerte. Al menos no en serio. Se alegró mucho de que todo hubiera sido una pesadilla.

Se estiró sobre la cama, estaba incómoda, ¿había dormido vestida o qué? Se miró los pies: en uno de ellos aún llevaba el zapato de tacón. Se lo quitó con la ayuda del otro pie y lo lanzó lejos, desperezándose. A través de las persianas completamente bajadas se filtraban cápsulas de luz blanca y sonidos de algarabía amortiguados. En ese instante le pareció recordar que, durante su pesado sueño de somníferos, había oído golpes en la puerta y carreras por la escalera de su edificio, gritos y palabrotas. Se lo quitó de la cabeza incorporándose del sofá cama. Se sentía embotada por las pastillas de la noche anterior. Sólo quería dormir; en cuanto meara se metería de nuevo en la cama.

Cuando se acercó al baño y se miró al espejo, adormilada, al principio no se reconoció. Aún llevaba la revuelta peluca roja de medio lado, firmemente encajada a su cuero cabelludo con horquillas, y el estrecho vestido de lentejuelas. Su cara seguía maquillada, sus pómulos exageradamente marcados con colorete marrón, los labios rosas brillantes de purpurina estaban cuarteados y sus ojos la miraban desde el fondo de dos pozos negros de
rimmel
corrido, enormes rastros oscuros recorrían sus mejillas caprichosamente, en meandros. ¿Se había acostado así? ¿Por qué no se había desmaquillado? Ella era muy cuidadosa con eso; después de todo sólo tenemos una piel, le decía su amiga La Perdida, y siempre procuraba desmaquillarse antes de dormir y…

Entonces, como un suspiro, como un soplo helado, se acordó de que todo lo que había vivido la noche anterior era real. El ataque había sucedido y se acordó de su alocada carrera hasta casa, de su llamada desesperada a la policía, de su ataque de pánico. Se sentó en la taza del WC mientras por su garganta trepaba, ansiosa, la marea de la angustia. Se puso a llorar con violencia.

Pasaron varios minutos hasta que tuvo fuerzas para levantarse. Fueron las señales de alarma que le mandaba su vejiga, a punto de estallar, lo que hizo que se diera media vuelta y levantara la tapa del váter. Arremangó su ceñido vestido, bajó sus medias por debajo de sus testículos y lanzó un chorro de meada potente, constante, rectilíneo, mientras seguía sollozando por los recuerdos horribles de la noche anterior. Pensó que esa misma tarde se iría de Madrid. Necesitaba alejarse de allí de inmediato.

Pulsó el botón de la cisterna y un chorro de agua se llevó el líquido amarillo. Pero a la descarga no le siguió el habitual ruido de recarga del depósito y se extrañó. Abrió el grifo del lavabo. Un hilillo transparente se deslizó perezoso y después fueron gotas que terminaron por desaparecer.

—¡Encima han cortado el agua!

Se acercó a la cocina. Tenía sed, estaba reseca del pastillamen y el alcohol de la noche anterior. Abrió la nevera que le recibió negra, como un ataúd. La luz del refrigerador no se había encendido. Se bebió lo último que le quedaba en un cartón de leche y corrió a darle al interruptor de la luz. Lo pulsó arriba y abajo varias veces: no había corriente.

Preguntándose qué más cosas podían salir mal, levantó con fuerza las persianas y la luz gris matinal invadió la pequeña y desordenada estancia en la que vivía. Era un día bochornoso, de calor, pero sin sol. Una mirada distraída al exterior le hizo ver tres cosas que le sorprendieron: la primera, una tubería se había debido romper —"Por eso no hay agua, ¿quién habrá sido el hijo puta?", pensó— y un potente surtidor se elevaba hacia el cielo en un extremo de la calle, provocando una ruidosa lluvia sobre la gente que deambulaba debajo. Esa fue la segunda cosa que vio, que la calle estaba llena de gente. Y la tercera, que nadie había limpiado las aceras, los desperdicios del Orgullo seguían allí, latas, basura, papeles, comida podrida… "Mierda de ciudad, ¿para eso pagamos impuestos?". Bueno, en realidad Toñi Ponzoña jamás había hecho la declaración de la renta, lo suyo era la economía sumergida, actuaciones en garitos, gogós,
stripteases
e incluso trapicheo de costo al por menor… Pero, qué coño, ¡pagaba suficientes impuestos indirectos como para que la ciudad funcionara mínimamente!

Entonces la vio. A través del cristal, entre el gentío… era ella, no estaba muerta: era La Perdida. Su peluca rubia inconfundible, su vestidito mínimo con cierto aire espacial, diseñado por su amigo Moncho, el diseñador más importante y caro del
underground
. La Perdida estaba manchada y parecía cansada, andaba despacio y tambaleándose, pero sin duda era ella. Toñi estaba segura.

Con una explosión de júbilo abrió su balcón; al instante un vahído de olor insoportable atacó su pituitaria. Era un olor denso y dulzón, como si se estuviera pudriendo fruta, un olor caliente y húmedo. Toñi llevaba tal inercia que ya no pudo parar, desde el balcón pegó un grito a la calle:

—¡Perdida! ¡Cariño!

Al oír el grito no sólo La Perdida volvió la cabeza hacia ella sino también todos los demás, toda la gente que estaba en la calle. Todos la miraron con perfecta simultaneidad y fue ahí cuando Toñi se dio cuenta de que toda esa gente no parecía normal. Algunos ni siquiera parecían completos, había muchos de ellos a los que les faltaban extremidades, una señora tenía el cuero cabelludo arrancado en su totalidad, luciendo su calva roja en carne viva, otros cojeaban o incluso se arrastraban, pero todos lucían enormes heridas en diferentes partes del cuerpo. También La Perdida a la que le faltaba una buena porción de mandíbula. "Y aún así está guapa la jodia", pensó Toñi en uno de sus inoportunos arranques de envidia.

Con un gruñido que Toñi interpretó como placer o ansiedad, el gentío, al unísono, incluida su amiga La Perdida, se acercó a la fachada de su edificio sin dejar de mirar a Toñi fijamente, sin pestañear, mientras mostraban sus dientes, como las hienas. Se agolparon junto a la pared de la casa de la Toñi arañando lánguidamente la fachada como si quisieran trepar hasta su balcón. La travesti se alegró de vivir en un segundo piso tan alto.

Algunos de esos seres descubrieron que el portal estaba abierto y comenzaron a entrar seguidos por todos los demás que, cada vez más deprisa, fueron pasando por la estrecha abertura, tropezando unos con otros, pisando a los más lentos, como niños a la puerta de un colegio, queriendo llegar al patio todos a la vez. Toñi, desde su balcón, atónita, no podía apartar la vista del tapiz humano que lentamente se estaba colando abajo, por su portal. Como un grueso puré lleno de tropezones filtrándose por un estrecho embudo, iban desapareciendo, tragados por su edificio, abajo, a sus pies.

Alarmada, Toñi adivinó que esos seres iban en su busca y, desde luego, para nada bueno. Sintió en su cuerpo una oleada de auténtico pánico cuando oyó sus pasos allá afuera, al otro lado de su puerta, escaleras abajo, en el portal. De dos zancadas llegó junto a la mirilla y miró por ella: no veía nada pero los oía al otro lado, ruidos de arrastre, gargajos en la garganta y crujidos de madera o de hueso.

Lo más silenciosamente que pudo, corrió todos los cerrojos de su puerta, se afanó por poner una silla atrancando el pomo de la puerta pero todo lo hizo de puntillas, rezando porque esas cosas no lo oyeran deambular por la casa, porque sabía que si sospechaban que ella estaba allí dentro, intentarían derribar la puerta para entrar.

Cuando hubo colocado la silla no se sintió en absoluto más segura. Su pequeño apartamento era una ratonera, no había sitio donde escapar ni esconderse y estuvo pensando seriamente en volver a tomarse tres o cuatro pastillas para dormir, confiando en que cuando despertara todo ese horror hubiera desaparecido.

No se las tomó porque el timbre de su teléfono sonó ensordecedor en el aire del pequeño apartamento, como una alarma. Voló sobre el
parquet
para descolgar, rezando porque los visitantes de su escalera no oyeran el sonido o, al menos, no supieran ubicarlo en su apartamento y siguieran hacia arriba, pasaran de largo, se fueran a por sus vecinos que, por cierto, ¿dónde coño estaban sus vecinos? ¿Dónde coño estaba la gente normal? ¿Dónde estaba la policía, los bomberos? ¿Por qué no funciona nada en esta puta ciudad? ¿Para qué sirven nuestros impuestos?

—¿Dígame?

—¿Juan Manuel? ¿Qué está pasando?

—Mamá…

Toñi se echó a llorar como un niño. Como un niño pillado en una travesura, con peluca deshilachada pelirroja y pintado como una puerta. Lloraba con tanta violencia que apenas podía respirar y mucho menos pronunciar palabra alguna. Sólo boqueaba como un pez ahogándose fuera de la pecera. La madre siguió hablando con su fuerte acento gaditano, al otro lado del teléfono, sin parar, incansable, preocupada.

—No sabes lo que me ha costado comunicar contigo. Tienes el móvil apagado y en este teléfono todo el trato me decían "las líneas están ocupadas, las líneas están ocupadas…". ¿Qué pasa por ahí? En la tele dicen que hay una emergencia o algo en Chueca, van a movilizar al ejército para ayudar, dicen que es una alarma médica o una pandemia o algo de eso. No será el sida, ¿no? ¿Qué ha pasado, tú sabes algo? ¡Vete al médico inmediatamente! ¿Me oyes?, vete al méd…

La comunicación se cortó.

Juan Manuel Pérez Estudillo, alias Toñi Ponzoña, permaneció con el teléfono en la mano, llorando con la boca muy abierta, procurando no hacer ruido, lanzando gemidos agudísimos como los de un perro, con la saliva cayéndosele por las comisuras de los labios, mezclándose con las abundantes lágrimas que salían como ríos de sus ojos emborronados en negro. Oía manos rascando su puerta, crac, crac, crac, cientos de dedos, deseosos de entrar, acariciando el delgado contrachapado que él pintó de rosa en el pasado y que le valió las burlas de su ligue Nacho, el guapo bailarín al que no veía desde antes de las fiestas del orgullo, cuando le dijo: "Te llamo para ir juntos a la manifestación" y si te he visto no me acuerdo. Crac, crac, crac… Los rasgueos indolentes seguían, incansables, monótonos. Toñi se tapó la boca con la mano para no emitir ni un sonido y empezó a temblar en silencio.

Calle Costanilla de los Capuchinos 11. Local. 11:43 AM del lunes 4 de julio.

Acurrucada bajo el mostrador de la oficina, escondida en lo más profundo de la tienda, oyendo los destrozos de la calle y las sirenas lejanas y los helicópteros, Belén abrió un par de paquetes de bollería fina francesa y se metió en la boca un
croissant
y un
brioche
de leche a la vez mientras pensaba que aquello tenía que ser, evidentemente, una situación de emergencia, una especie de ataque terrorista, quizá una rebelión anárquica de exaltados, una manifestación ultra, un ataque extremista contra los gays, algo así, pero, creía ella, Madrid era una gran ciudad y debía estar perfectamente preparada para situaciones extremas como esa. Los GEO o los bomberos o quien fuera se harían cargo de la situación más pronto que tarde y todo volvería a la normalidad. Un fuerte golpe metálico en las persianas exteriores. Alguien, o algo, había chocado contra ellas. Belén pegó un respingo. ¿Un exaltado? ¿Un extremista? ¿Querrán entrar para ocultarse o quizá para robar? Se tapó la cara con las manos, los mofletes hinchados de masa de hojaldre. En tensión, aguzó el oído. No pasaba nada, quien fuera se habrá ido. Tras un par de minutos, volvió a masticar lentamente.

Hasta que, como una repentina lluvia de primavera, comenzaron los sonidos. Al principio pensó que eran petardos o fuegos artificiales y por enésima vez se preguntó: "¿Han vuelto las fiestas?". Con la boca pastosa, llena de la bola de hojaldre que no podía apenas tragar, entendió que esas detonaciones eran disparos, muchos, como una traca de feria, desordenados y desacompasados, diseminados a lo lejos y más cerca, disparos por todos lados. Se tapó los oídos y se prometió a sí misma no volver a mirar a la calle hasta que todo estuviera tranquilo, hasta que no se oyera nada.

Permaneció acurrucada un rato largo, intentando aislarse del entorno, sin éxito. Tras una eternidad le pareció que los ruidos se amortiguaban. Entonces se dio cuenta de lo que había hecho: ponerse a comer a lo loco por estrés, como cuando tenía quince años. Pero lo peor es que se había zampado algunas de las cosas finas de lujo que vendía su novia en la tienda. Con la de veces que le había dicho que no hiciera eso, que eran alimentos muy caros y especiales, que si quería algo tendría que pagarlo. Belén se fue gateando hasta el pequeño aseo para empleados y allí se metió los dedos y lo vomitó todo.

—Estupendo. Ahora sí vuelves a tener quince años.

Cuando a los dieciocho admitió su condición de lesbiana y se largó del pueblo, se juró que aquel desorden alimenticio nunca volvería pero allí estaba de nuevo; llegó a traición y con él la placentera sensación de poder comer todo lo que quisieras y luego expulsarlo. No sabía qué le gustaba más, si comer o vomitar. Bueno, el momento era claramente excepcional, no debía ser demasiado dura consigo misma y estaba segura de que incluso Paula se mostraría condescendiente con ella, dadas las circunstancias.

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