Toñi asintió, atontada. Miguel estuvo a punto de zarandearla, de abofetearla para que reaccionara, pero no lo hizo. Pensó que si él no volvía las dos estaban condenadas y retrasar lo inevitable con unos pocos antitérmicos carecía de sentido, así que se deslizó bajo la estrecha abertura de la persiana a toda velocidad, tragándoselo la negrura de la noche.
—¡Cierra!
La voz de Miguel ya le llegó amortiguada. Oyó sus pasos presurosos alejarse de allí. Toñi bajó la persiana, la aseguró con llave y cerró la puerta de la tienda reprimiendo un escalofrío.
Cuando se hizo un ovillo en el suelo de la tienda para intentar conciliar de nuevo el sueño, pensó que ahora sí que iba a dormir tranquila, porque él no estaba allí dentro. Antes de hundirse en la negrura del sueño se preguntó si esa sería la última vez que lo vería y la respuesta no le interesó en absoluto.
Miguel se deslizó entre las sombras de las devastadas calles que olían a humo, goma quemada y carne descompuesta. La pequeña calle San Marcos estaba sumida en la oscuridad total pero no vio a nadie. Unos pasos más allá se extendía rectilínea, de sur a norte, la antiguamente frecuentada calle Hortaleza, repleta de comercios y tiendas y talleres de tatuajes y gimnasios.
Miguel se acercó despacio pegado a la pared. La pastelería que hacía esquina con Hortaleza había sido saqueada, los cristales rotos, todo el mobiliario destrozado, pasteles y tartas pisoteados y tirados por el suelo. Había una hoguera en el oscuro interior. Al principio pensó que alguien estaba sentado al borde del fuego, calentándose. Pero cuando se fijó mejor vio que era la propia persona sentada a la que le ardían las piernas. Evidentemente estaba muerto y se había quedado inerte en una postura que parecía de descanso.
Miguel se asomó a la esquina. La larga calle Hortaleza estaba desierta y envuelta en las tinieblas. Sólo había unas cuantas luces del alumbrado público que permanecían encendidas, aunque intermitentes, aquí y allá. Al fondo de la calle, en ambos extremos, vio resplandores de llamas. Allí lejos, un par de helicópteros lanzaban haces de luz blanca, hiriente, al suelo. Se seguían oyendo tiros de vez en cuando.
Por suerte Miguel no se iba a exponer demasiado porque la farmacia estaba a sólo unos treinta metros.
Pegado a la pared de los edificios caminó deprisa. Se fijó en las fachadas de enfrente. Ninguna ventana estaba encendida, nadie asomado, todo estaba muerto.
Miguel se acercó a la puerta de cristal de la farmacia, que estaba destrozada. Se coló al interior, negro como una cueva. En tensión, se esforzó por oír el más mínimo ruido, blandiendo el bate cerca de su cara, dispuesto a golpear a la menor señal de una presencia. No captó nada. Sacó el iPod de su bolsillo, desenchufó los cascos para que el cable no le molestara y se guardó en el bolsillo los pequeños auriculares. Encendió el aparato, utilizando la luz de su pantalla como linterna.
A la débil luz del pequeño reproductor musical contempló el destrozo de la farmacia. Todo estaba revuelto, los cajones desparramados por el suelo, cajas de medicamentos pisoteadas y reventadas. Ese lugar también tenía pinta de haber sido saqueado y se preguntó cómo coño iba a encontrar antibióticos en aquel caos. A pesar de ser un pequeño experto en medicamentos —por su enfermedad y por estar habituado a automedicarse toda su vida—, tampoco conocía tantas variedades de antibióticos, la amoxicilina y poco más. Esperaba que en las farmacias se guardasen en orden alfabético o algo así pero en medio de ese destrozo, iba a invertir mucho más tiempo del que esperaba en encontrarlos. Y encima con tan poca luz.
Sin pensar más en las dificultades se puso a ello. Rodeó el mostrador pisando blísteres de cápsulas, botellas de jarabe y tarros de ungüentos, y al otro lado se pegó un sobresalto cuando se tropezó con los pies de un cadáver vestido con una bata blanca. Era el joven farmacéutico al que conocía tan bien, el muchacho barbudo y atractivo que tantas veces le alentó en el pasado y le proporcionó no sólo las pastillas de su tratamiento sino infinidad de remedios caseros o homeopáticos o alternativos que le vinieron muy bien, sobre todo al principio —para tranquilizarlo más que para curarlo— y poder asumir su nuevo estatus de seropositivo. Ahora Ricardo, que así se llamaba, yacía en el suelo de su farmacia boca arriba, con los ojos muy abiertos en expresión de sorpresa y un agujero de bala en su cráneo. Miguel revisó el cuerpo: no encontró más heridas.
"Lo ha matado el ejército, no esos monstruos", pensó Miguel. "Están asegurándose de que la epidemia no se extiende matando a la población".
Miguel le cerró los ojos con las manos y tuvo el impulso de besarle en la boca, siempre le atrajo ese chico, pero hacerlo le pareció un sacrilegio y se reprimió.
Entró despacio en la botica en busca de las enormes estanterías donde se guardaban los medicamentos. Apenas había alguno colocado en su lugar, todos estaban desparramados por el suelo. Mirando los estantes no tardó en comprobar que las medicinas estaban clasificadas según la vía de administración: las inyectables estaban todas juntas, las de uso externo y las de uso oral; cada una en sus propios anaqueles. Y dentro de ellos, las habían ordenado por orden alfabético. Es más, cada balda tenía una pequeña etiqueta donde se especificaba el nombre comercial, los miligramos e incluso la fecha de caducidad. Todo impecable. Lástima que casi todos los estantes estuvieran vacíos y todo su contenido desparramado por el suelo.
Con la ayuda de la luz del iPod fue iluminando sus pies, cogiendo cajas de medicinas y comprobando los nombres. No tardó en darse cuenta de lo arduo de la labor: había cantidades ingentes de cajitas y viales y botellitas y tarros y ampollas… No podía dedicarse a mirar uno por uno los prospectos de todos los remedios pero por otra parte no se le ocurría nada mejor. Para colmo, la luz del iPod se apagaba cada diez segundos —estaba programado así—, lo que hacía la búsqueda aún más exasperante.
Miguel suspiró y se puso en cuclillas, cogiendo una por una las cajas del suelo, mirándolas a la luz pálida del iPod, esperando reconocer el nombre o logotipo de alguno de los muchos tipos de antibióticos que le fueron prescritos en toda su vida anterior.
Los gritos de Belén despertaron a Toñi que pasó del sueño a la vigilia de forma hosca, sin gradaciones. Al principio creyó que ocurría algo grave, que Miguel se había transformado o los militares los habían encontrado o… Cuando fue completamente consciente se dio cuenta de que ni Belén gritaba tan alto, ni con urgencia o miedo en su voz. Le miraba muy cerca de su cara.
—¿Te he asustado? —incluso le sonreía.
—Dime qué pasa. ¿Estás bien? ¿Tienes fiebre?
—No, me encuentro genial, me está haciendo efecto el ibuprofeno.
—Estupendo. ¿Qué quieres? —Toñi se envolvió aún más en su manta, haciéndose un ovillo.
—Ven, ven conmigo al baño. Y tráete unas patatas o lo que te apetezca.
Al pasar por el pasillo entre estanterías Belén aprovechó para coger unos pequeños paquetes de frutos secos y un enorme
panettone
y desapareció cojeando al fondo de la tienda. La travestí se vio en la obligación de levantarse y seguirla, lo que le hizo soltar un bufido de fastidio.
Cuando Toñi entró en el baño se encontró a Belén tumbada junto al plato de ducha, con el oído pegado al desagüe y creyó que la fiebre le estaba haciendo desvariar a la muchacha.
—Ven, ven… Túmbate aquí. Esta vez estoy segura. Se trata de un temporizador. Debe ser uno de esos radiodespertadores antiguos que no distinguen entre P.M. y A.M.
Toñi se tumbó junto a la chica; no comprendía nada.
—¿Entre qué?
—Post meridian y after meridian.
—¿De qué estás hablando?
Belén seguía a lo suyo:
—Se conecta siempre a la una en punto. Da igual que sea de día o de noche. Y creo que no está enchufado; va a pilas porque más o menos a los veinte minutos se va apagando poco a poco —de pronto con los ojos muy abiertos—. ¡Toñi!
—¡Qué!
—¡Ahora sí que pasaba algo grave!
—¡Las pilas están muy gastadas!
Toñi elevó los ojos al cielo. No podía con ella.
—Eso quiere decir que tenemos muy poco tiempo de escucha antes de que vuelvan a acabarse —continuó Belén.
—¿Pero no dices que están gastadas las pilas? ¿Entonces cómo puede escucharse algo? —preguntó Toñi, cansada.
—Seguramente también tiene un temporizador de desconexión. Supón que una hora tras el encendido, se apaga. Como la radio ha estado desconectada desde hace once horas, las pilas digamos que "descansan" y guardan algo de energía para la siguiente vez que se conecta, o sea ahora.
—Qué interesante… —casi bostezó Toñi.
—Lo que pasa es que las pilas van a tener cada vez menos potencia tras sucesivos encendidos, así que se pueden agotar en cualquier momento. ¡Tenemos que escuchar mientras podamos! Belén aplicó de nuevo el oído al desagüe de la ducha. Toñi se la quedó mirando como a una loca.
—Pero oye… —empezó a decir Toñi.
Belén la hizo callar con un gesto, concentrándose por escuchar el desagüe. Tras unos segundos de atenta inmovilidad, anunció con alegría:
—¡Hay anuncios! ¡Oigo anuncios!
Toñi estuvo a punto de decir algo burlón y cruel tipo, ¿Qué anuncian? ¿Un "jet extender" para ti, pedazo camionera loca? Pero en vez de eso prefirió asentir con una sonrisa falsa. Muy contenta, Belén continuó:
—Eso significa que el mundo exterior sigue funcionando, ¿no lo entiendes? ¡La sociedad sigue adelante porque hay anuncios!
Toñi estaba deseando volver a dormirse.
—Qué bien, cómo me alegro… Sigue escuchando, yo voy a dormir un ratito, ¿vale?
—¡No, espera! —Belén sin levantar la cabeza del plato de ducha la detuvo con un gesto—. Empieza un noticiario. Están diciendo que van a… van a…
—¿Qué?
—Van a utilizar algo en Chueca… Una solución definitiva, dicen. Algo que terminará con la crisis de forma definitiva.
—Pues bien, ¿no?
—"Agente Rosáceo".
—¿Qué es "Agente Rosáceo"?
—No lo sé. Han dicho "Agente Rosáceo". Mañana a partir de las nueve de la mañana, "Agente Rosáceo". No he entendido más.
Toñi se levantó del frío suelo del baño, suspiró y se envolvió en su manta raída, enseñando por la abertura una pierna torneada, como una
vedette
.
—Eso debe ser algún grupo especial de élite formado por culturistas maricones que van a venir todos a rescatarme a mí y después me van a dar polla por todos los agujeros del cuerpo, para después desposarme en el castillo de La Bella Durmiente, en una boda polígama oficiada por Benedicto XVI. Me voy a dormir, cariño.
Toñi salió del cuarto de baño dejando a Belén aún tumbada en el suelo esforzándose por oír algo a través de las cañerías.
Miguel oyó los sonidos demasiado tarde, cuando los seres ya estaban observándole desde el umbral de la botica. Estaba tan concentrado buscando los antibióticos que no había visto ni oído nada; como además la luz del reproductor musical se apagaba cada diez segundos, obligándole a presionar la ruedecilla central y haciendo la búsqueda aún más tediosa de lo que era, se detuvo un tiempo para cambiar las preferencias del aparato. Creyó que eso sólo le llevaría unos pocos segundos pero se trataba de un nuevo modelo que apenas conocía, así que fue pasando con el dedo menú tras menú, hasta dar con las preferencias de visualización y poder cambiar el tiempo de reposo de la pantalla. Invirtió valiosos minutos en ello y encima no lo consiguió porque algo llamó su atención: tres de esos seres caníbales le miraban gruñendo desde la puerta de la botica. Los tres parecían jóvenes, llevaban tatuajes en su piel tumefacta y estaban bien musculados. "Chaperos", pensó Miguel. "Tienen pinta de haber sido chaperos. O gogós de discoteca o…".
Buscó con la mirada el bate. ¿Dónde lo había dejado? Lo había soltado en algún lugar cuando se puso en cuclillas para revisar las medicinas diseminadas por el suelo.
El iPod se apagó, habían pasado los diez segundos. Antes de que la luz se extinguiera del todo, Miguel retuvo una imagen congelada en su retina: cada uno de los tres monstruos lanzándose hacia él con los brazos por delante, con las bocas abiertas y los ojos opacos.
En medio de una oscuridad total, se preparó para el impacto, que fue mucho más fuerte de lo que esperaba. Esos seres se le echaron encima con la potencia de una locomotora y empezaron a morder a ciegas, como buitres hambrientos. Miguel sentía punzadas y dolor en su costado; en los brazos con los que se protegía la cara, en las piernas, que notaba paralizadas —uno de ellos las agarraba fuerte mientras les pegaba dentelladas—. Miguel, que había visitado los cuartos oscuros de medio mundo, de pronto se vio transportado a una de esas mazmorras, a una de las cientos de orgías entre tinieblas que vivió en su juventud de veinteañero guapo y cachondo; sólo que esta vez las caricias eran golpes, los besos, mordiscos que rasgaban la carne y el semen, sangre.
Miguel supo que ese era el momento en el que probablemente iba a morir. Ni sida, ni un atraco en las antaño peligrosas calles de Chueca, ni un accidente de coche en uno de sus múltiples bolos por la geografía española para ir a poner música a cualquier discoteca de pueblo: iba a morir en medio de una farmacia comido vivo por tres chaperas que ya no eran humanos. La combinación de elementos era realmente estrambótica y todo se le antojó tan peregrino y exagerado que se negó a perecer allí, así. De modo que se dedicó a repartir mamporros en la negrura; se agitó, sacó las fuerzas de la vergüenza que le dio haber sido tan torpe y no haber cubierto sus espaldas y, cuando notó sus piernas liberadas, pegó patadas al aire, se retorció para librarse de los otros dos, se incorporó como pudo, corrió hacia la única zona de la farmacia que ofrecía un débil resplandor nocturno. Se topó de bruces con el mostrador, a cuyos pies seguía el cadáver del atractivo farmacéutico. Cayó sobre él. Casi al instante, uno de esos chaperos putrefactos, hiper musculados y llenos de heridas de sangre cuajada se desplomó encima suyo, mordiéndole la espalda, golpeándole.